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Authors: Henning Mankell

Tags: #Policiaca

La quinta mujer (19 page)

BOOK: La quinta mujer
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—Un detective privado. También yo lo he pensado. Pero Gösta Runfeldt es un vendedor de flores que dedica su vida a las orquídeas.

—Fue sólo una ocurrencia. Voy a hablar yo misma con la empresa de venta por correo.

Wallander volvió a su despacho. Sonó el teléfono. Ebba le informó de que Sven Tyrén estaba en la recepción.

—¿No habrá aparcado el camión delante de la puerta? —preguntó Wallander—. Hansson se pondría furioso.

—Aquí no hay ningún camión —respondió Ebba—. ¿Vienes a buscarle? Por cierto, Martinsson también quiere hablar contigo.

—¿Dónde está?

—En su despacho, me figuro.

—Dile a Sven Tyrén que espere unos minutos mientras hablo con Martinsson.

Martinsson estaba hablando por teléfono cuando Wallander entró en su despacho. Terminó la conversación rápidamente. Wallander supuso que sería su mujer la que había llamado. Hablaba por teléfono con Martinsson una infinidad de veces al día. Nadie sabía de qué.

—He hablado con los médicos forenses de Lund. Ya tienen los resultados preliminares. El problema es que les resulta difícil asegurar lo que más nos interesa saber a nosotros.

—¿Cuándo murió?

Martinsson asintió.

—Ninguna de las estacas de bambú le ha atravesado el corazón. Tampoco hay ninguna arteria perforada. Eso significa que ha podido estar allí colgado bastante tiempo antes de morir. La causa última de la muerte puede calificarse de ahogamiento.

—¿Qué quiere decir eso? —preguntó Wallander sorprendido—. ¿No estaba suspendido en un foso? ¿Cómo iba a ahogarse allí?

—El médico con el que hablé abundó en pormenores desagradables. Parece que los pulmones estaban tan llenos de sangre que Holger Eriksson, en un determinado momento, ya no pudo seguir respirando. Más o menos como si se hubiera ahogado.

—Tenemos que saber cuándo murió. Llámales otra vez. Algo deben de poder decir.

—Ya te pasaré los papeles cuando lleguen.

—Lo creeré cuando los tenga delante. Con la cantidad de cosas que se traspapelan aquí…

No había sido su intención criticar a Martinsson. Cuando ya estaba en el pasillo, Wallander comprendió que sus palabras podían ser mal interpretadas. Pero ya era tarde para arreglarlo. Siguió hasta la recepción y recogió a Sven Tyrén, que estaba sentado en un sofá de plástico mirando al suelo. No se había afeitado y tenía los ojos enrojecidos. El olor a petróleo y a gasolina era muy fuerte. Se encaminaron juntos al despacho de Wallander.

—¿Cómo es que no habéis cogido todavía al que mató a Holger? —preguntó.

Wallander volvió a sentirse molesto por la actitud de Tyrén.

—Si tú puedes decirme aquí y ahora quién es, iré en persona a detenerle.

—Yo no soy policía.

—No hace falta que me lo digas. Si hubieras sido policía no habrías hecho una pregunta tan estúpida.

Wallander levantó una mano en señal de rechazo cuando Tyrén abrió la boca para protestar.

—Ahora soy yo el que hace las preguntas.

—¿Soy sospechoso de algo?

—De nada. Pero las preguntas las hago yo. Y tú tienes que contestar a lo que yo pregunto. Eso es todo.

Sven Tyrén se encogió de hombros. Wallander tuvo de pronto la sensación de que estaba en guardia. Notó cómo se agudizaron todos sus instintos de sabueso. La primera pregunta era la única que había preparado.

—Harald Berggren. ¿Te dice algo ese nombre?

Sven Tyrén se quedó mirándole.

—No conozco a nadie que se llame Harald Berggren. ¿Debería conocerlo?

—¿Estás seguro de ello?

—Sí.

—¡Piénsalo bien!

—No necesito pensar. Si estoy seguro, lo estoy.

Wallander le acercó la fotografía. Sven Tyrén se inclinó hacia delante.

—Mira a ver si reconoces a alguna de las personas de esta foto. Mira bien. No tengas prisa.

Sven Tyrén cogió la foto con sus dedos grasientos. La miró durante un buen rato. Wallander había empezado a abrigar una vaga esperanza cuando Tyrén la dejó otra vez sobre la mesa.

—Nunca he visto a ninguno de los tres antes.

—Te lo has pensado mucho. ¿Creías reconocer a alguien?

—Me pareció oír que no tuviera prisa. ¿Quiénes son? ¿Dónde está hecha?

—¿Estás seguro?

—Nunca les he visto antes.

Wallander comprendió que Tyrén decía la verdad.

—Esa foto es de tres mercenarios. Está hecha en África hace más de treinta años.

—¿La Legión Extranjera?

—No exactamente. Pero casi. Soldados que luchan por quien paga más.

—Hay que vivir.

Wallander le miró inquisitivamente. Pero se abstuvo de preguntar qué había querido decir Tyrén con su comentario.

—¿Has oído hablar de que Holger Eriksson tuviera algún contacto con mercenarios?

—Holger Eriksson vendía coches. Creía que ya lo sabías.

—Holger Eriksson también escribía poemas y observaba a los pájaros —dijo Wallander sin disimular su irritación—. ¿Has oído o no has oído hablar a Holger Eriksson de mercenarios? ¿O de guerras en África?

Sven Tyrén le miró fijamente.

—¿Por qué tienen que ser tan antipáticos los policías?

—Porque no siempre tenemos entre manos cosas simpáticas —contestó Wallander—. En lo sucesivo quiero que te limites a contestar a mis preguntas. Nada más. Nada de comentarios personales que no vienen a cuento.

—¿Qué pasa si no lo hago?

Wallander pensó que estaba a punto de cometer una falta en el ejercicio de su cargo. Pero no le importó. Había algo en el hombre sentado al otro lado de la mesa que le resultaba sumamente desagradable.

—Entonces te citaré para hablar todos los días de ahora en adelante. Y pediré un mandato judicial para hacer un registro en tu casa.

—¿Qué crees que ibas encontrar allí?

—Eso no importa. ¿Te has enterado de lo que hay?

Wallander sabía que estaba corriendo un gran riesgo. Tyrén podía descubrir sus intenciones. Pero prefirió hacer lo que Wallander decía.

—Holger era una persona pacífica. A pesar de que podía ser duro cuando se trataba de negocios. De mercenarios no le he oído hablar nunca. Aunque podía haberlo hecho.

—¿Qué quieres decir con eso de que podía haberlo hecho?

—Los mercenarios luchan contra los revolucionarios y los comunistas, ¿no? Y Holger era conservador, podría decirse. Por lo menos.

—¿Hasta qué punto conservador?

—Pensaba que la evolución de la sociedad era una calamidad. Que había que reimplantar los castigos corporales y ahorcar a los que cometieran asesinatos. Si dependiera de él, el que le mató acabaría con la soga al cuello.

—¿Hablaba contigo de estas cosas?

—De estas cosas hablaba con todos. No disimulaba.

—¿Estaba en contacto con alguna organización conservadora?

—¡Y yo qué sé!

—Lo mismo que sabes unas cosas puedes saber otras. ¡Contesta!

—No lo sé.

—¿Con neonazis?

—No sé.

—¿Era neonazi?

—Yo no sé nada de eso. A él le parecía que la sociedad se estaba yendo a la mierda. No veía ninguna diferencia entre socialdemócratas y comunistas. El Partido Liberal debía de ser lo más radical que podía aceptar…

Wallander sopesó durante unos instantes lo que Tyrén había dicho. Todo ello profundizaba y modificaba a un tiempo la imagen que Wallander tenía hasta entonces de Holger Eriksson. Era evidente que había sido una persona compleja y contradictoria. Poeta y ultraconservador, observador de aves y partidario de la pena de muerte. Wallander se acordó del poema del escritorio. En él, Holger Eriksson se lamentaba de que desapareciera un pájaro del país. Pero a los criminales había que ahorcarlos.

—¿Habló alguna vez contigo de si tenía enemigos?

—Eso ya me lo has preguntado.

—Ya. Pero ahora te lo vuelvo a preguntar.

—No lo decía abiertamente. Pero bien que cerraba las puertas por la noche.

—¿Por qué?

—Porque tenía enemigos.

—Pero ¿tú no sabes quiénes?

—No.

—¿Dijo por qué tenía enemigos?

—Él no dijo que tuviera enemigos. Soy yo quien lo dice. ¿Cuántas veces tengo que repetirlo?

Wallander alzó la mano como advertencia.

—Si se me antoja, puedo hacerte la misma pregunta todos los días durante los próximos cinco años. ¿Nada de enemigos? Pero por las noches se encerraba con llave.

—Sí.

—¿Cómo lo sabes?

—Él lo decía. ¿Cómo coño iba a saberlo yo, si no? ¡Yo no iba allí a probar la puerta por la noche! En Suecia, hoy, no se puede confiar en nadie. Eso decía él.

Wallander decidió interrumpir por el momento la conversación con Sven Tyrén. Ya tendría tiempo de volver sobre ello. Tenía también la profunda convicción de que Tyrén sabía más de lo que aparentaba. Pero Wallander quería avanzar con prudencia. Si arrinconaba a Tyrén, iba a tener muchas dificultades para atraerle de nuevo.

—Bueno, me parece que podemos conformarnos con esto por el momento.

—¿Por el momento? ¿Quieres decir que tengo que volver por aquí otra vez? ¿Cuándo voy a tener tiempo de hacer mi trabajo?

—Ya te llamaremos. Gracias por haber venido —replicó Wallander levantándose. Y le tendió la mano.

La amabilidad cogió a Tyrén por sorpresa. Wallander notó que tenia un apretón de manos fuerte.

—Me parece que sabes dónde está la salida.

Cuando Tyrén hubo desaparecido, Wallander llamó a Hansson. Tuvo la suerte de encontrarle enseguida.

—Sven Tyrén —dijo—. El chófer del camión cisterna. El que tú creías que había estado involucrado en unos asuntos de malos tratos. ¿Te acuerdas?

—Me acuerdo.

—Mira a ver lo que puedes encontrar sobre él.

—¿Corre prisa?

—No más que otras cosas. Pero tampoco menos.

Hansson prometió ocuparse de ello.

Habían dado las diez. Wallander fue a por café. Luego escribió un resumen de su conversación con Sven Tyrén. La próxima vez que se reuniera el equipo de investigación iniciaría un debate a fondo en torno a lo que había surgido durante dicha conversación. Wallander estaba convencido de que era importante.

Cuando acabó el resumen y cerró el cuaderno, vio el papel con las anotaciones a lápiz que había olvidado varias veces devolverle a Svedberg. Lo haría inmediatamente, antes de empezar con otra cosa. Cogió el papel y salió del despacho. Cuando iba por el pasillo, oyó que su teléfono empezaba a sonar. Dudó un instante. Luego regresó y cogió el auricular.

Era Gertrud. Estaba llorando.

—Tienes que venir —sollozó.

Wallander se quedó completamente helado.

—¿Qué ha pasado? —preguntó.

—Tu padre ha muerto. Está en el estudio, entre sus cuadros.

Eran las diez y cuarto del lunes 3 de octubre de 1994.

12

El padre de Kurt Wallander fue enterrado en el Cementerio Nuevo de Ystad el 11 de octubre. Fue un día de viento y de fuertes chubascos, interrumpidos de vez en cuando por un sol brillante. Entonces, una semana después de que Wallander recibiera por teléfono la noticia de la muerte de su padre, aún le costaba trabajo comprender lo que había pasado. La negación había estado allí desde el instante mismo en que colgó el auricular. Era una idea imposible que su padre fuera a morirse. No ahora, poco después del viaje a Roma. No ahora, cuando habían recobrado algo de la intimidad perdida tantos años atrás. Wallander abandonó el edificio de la policía sin hablar con nadie. Estaba convencido de que Gertrud se había equivocado. Pero al llegar a Löderup e irrumpir en el estudio donde siempre olía a aguarrás, comprendió inmediatamente que Gertrud estaba en lo cierto. Su padre yacía de bruces sobre uno de los cuadros que había estado pintando. En el momento de morir había cerrado los ojos, agarrando convulsivamente el pincel con el que acababa de pintar pequeñas gotas de blanco en el urogallo. Wallander se dio cuenta de que estaba terminando el cuadro en el que había trabajado el día anterior, tras el largo paseo por Sandhammaren. La muerte había sobrevenido de repente. Gertrud explicó después, cuando logró serenarse lo suficiente como para volver a hablar con coherencia, que había desayunado como de costumbre. Todo había sido como de costumbre. A las seis y media se había ido al estudio. Al no aparecer en la cocina a las diez a tomar café, como solía hacer, ella fue a recordárselo. Entonces ya estaba muerto. Wallander pensó que, con independencia de cuándo llega la muerte, cuando llega, hace daño. La muerte se presenta inoportunamente, sea porque queda sin tomarse una taza de café por la mañana, o por cualquier otra cosa.

La ambulancia se había hecho esperar. Gertrud le agarraba con fuerza del brazo. Él se sentía completamente vacío por dentro. No sintió tristeza alguna, sólo una impresión vaga de que aquello era injusto. Por su padre muerto no podía dolerse. Pero sí podía dolerse por sí mismo, el único dolor posible. Luego llegó la ambulancia. Wallander conocía al conductor: se llamaba Prytz. Este advirtió inmediatamente que la persona que iban a recoger era el padre de Wallander.

—No estaba enfermo —dijo—. Ayer dimos un paseo por la playa. Se quejó de mareo. Nada más.

—Ha debido de ser una apoplejía —contestó Prytz con voz comprensiva—. Tiene ese aspecto.

Eso fue también lo que los médicos le dijeron después a Wallander. Todo había ocurrido muy deprisa. Su padre apenas pudo darse cuenta de que se moría. Se le había reventado un vaso sanguíneo en el cerebro y antes de dar con la cabeza en el cuadro, aún sin acabar, ya estaba muerto. Para Gertrud, el dolor y la conmoción se mezclaban con una sensación de alivio al saber que todo había sido muy rápido. Que se había librado de consumirse en una caótica tierra de nadie.

Wallander tenía pensamientos muy distintos. Su padre había estado solo al morir. Nadie debería estar solo al llegar el último momento. Tenía mala conciencia por no haber reaccionado ante el hecho de que su padre se sintiera mal. Era algo que podía anunciar un ataque al corazón o una apoplejía. Pero, con todo, lo peor era que había ocurrido en un momento completamente inoportuno. Pese a que tenía ochenta años, era demasiado pronto. Debería haber ocurrido más tarde. No ahora. No de esta manera. Cuando Wallander entró en el estudio, trató de sacudir a su padre e infundirle vida. Pero no había nada que hacer. El urogallo quedaría inacabado.

Pero en medio del caos —el exterior y el interior— que conlleva siempre la muerte, Wallander conservó su capacidad de actuar con calma y racionalidad. Gertrud se fue con la ambulancia. Wallander regresó al estudio, permaneció allí un rato en el silencio y el olor a aguarrás, y lloró al pensar que su padre no habría querido dejar el urogallo sin terminar. En un gesto de compenetración con la frontera invisible entre la vida y la muerte, Wallander cogió el pincel y rellenó las dos motas blancas que faltaban en el plumaje del urogallo. Era la primera vez en su vida que tocaba con un pincel un cuadro de su padre. Luego limpió el pincel y lo colocó con los otros en un viejo tarro de confitura. No entendía lo que había pasado, no se daba cuenta de lo que iba a significar para él mismo. No sabía siquiera cómo hacer para sentir dolor.

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