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Authors: Henning Mankell

Tags: #Policiaca

La quinta mujer (16 page)

—¿Qué sucede? —preguntó éste.

Wallander le indicó que mirase él mismo. Nyberg acercó la cabeza. También él se asustó. No tanto, sin embargo, como Wallander.

—Parece la cabeza de una persona.

Se volvió a uno de sus colaboradores, que había empalidecido al oír lo que se decía. Nyberg le pidió que fuera a buscar una linterna. Permanecieron inmóviles mientras esperaban. Wallander notó que se mareaba. Hizo un par de aspiraciones profundas. Nyberg le miraba inquisitivo. Luego llegó la linterna. Nyberg iluminó el interior de la caja fuerte. Era cierto, había una cabeza dentro de la caja, cortada por la mitad del cuello. Tenía los ojos abiertos. Pero no era una cabeza normal. Estaba jibarizada y seca. Ni Nyberg ni Wallander podían determinar si era de un mono o de una persona. Aparte de la cabeza, sólo había unos calendarios y unos cuadernos de notas. En ese momento entró Ann-Britt Höglund en la habitación. Por la tensa atención que había dedujo que algo pasaba. No preguntó qué, sino que se quedó al fondo.

—¿Le decimos al fotógrafo que venga? —preguntó Nyberg.

—Basta con que hagas tú un par de fotografías —contestó Wallander—. Lo más importante es sacar esto de la caja.

Luego se volvió hacia Ann-Britt Höglund.

—Hay una cabeza ahí dentro. Una cabeza humana reducida. O tal vez sea de un mono.

Ella se inclinó a mirar. Wallander se dio cuenta de que no reaccionó. Con objeto de dejarles sitio a Nyberg y a sus colaboradores para trabajar, pasaron a la antecocina. Wallander notó que estaba sudando.

—Una caja fuerte con una cabeza —dijo ella—. Reducida o sin reducir, de mono o no de mono ¿Cómo se entiende?

—Holger Eriksson tiene que haber sido una persona bastante más complicada de lo que nos hemos imaginado.

Esperaron a que Nyberg y sus colaboradores vaciaran la caja fuerte. Eran las nueve. Wallander habló del envío de la empresa de venta por correo de Borås. Ann-Britt revisó el contenido de la caja y se preguntó qué podía significar aquello. Decidieron que alguien registrase el piso de Gösta Runfeldt más sistemáticamente de lo que Wallander había tenido tiempo de hacer. Lo mejor sería que Nyberg pudiera prescindir de alguno de sus colaboradores. Ann-Britt Höglund telefoneó a la comisaría y le dijeron que la policía danesa, con la que se habían puesto en contacto, no había podido informar de la aparición de ningún cadáver humano en las costas durante los últimos días. Tampoco la policía de Malmö ni el equipo de salvamento habían informado de cadáveres flotando cerca de la costa. A las nueve y media llegó Nyberg con la cabeza y el resto de los objetos que había encontrado en la caja fuerte. Wallander apartó el poema del pico mediano. Nyberg posó la cabeza en la mesa. En la caja fuerte había, además, unos cuantos almanaques viejos, un cuaderno de notas y una caja con una medalla. Pero era la cabeza seca y reducida la que concitaba el interés de todos. A la luz del día, ya no cabía la menor duda. Era una cabeza humana. Una cabeza negra. Tal vez un niño. O, en todo caso, una persona joven. Cuando Nyberg la estudió a través de una lupa, vio que la piel estaba apolillada. Wallander hizo una mueca de desagrado cuando el otro se acercó a la cabeza para olerla.

—¿Quién puede saber algo de cabezas reducidas? —preguntó Wallander.

—El Museo Etnográfico —contestó Nyberg—. Aunque ahora parece que se llama Museo de los Pueblos. La jefatura de Policía ha publicado un escrito muy bueno, por cierto. Explica dónde se puede buscar información sobre los fenómenos más extraños.

—Pues hay que llamarles —afirmó Wallander—. Lo bueno sería encontrar a alguien que pudiera hablar con nosotros ya durante el fin de semana.

Nyberg empezó a embalar la cabeza en una bolsa de plástico. Wallander y Ann-Britt Höglund se sentaron a la mesa y empezaron a repasar los otros objetos. La medalla, que reposaba sobre un pequeño cojín de seda, era extranjera. Tenía una inscripción en francés. Ninguno de ellos entendía lo que decía. Wallander sabía que no valía la pena preguntarle a Nyberg. Su inglés era malo, su francés seguramente inexistente. Luego empezó a repasar los papeles. Los almanaques eran de los primeros años sesenta. En las primeras páginas leyeron un nombre: HARALD BERGGREN. Wallander miró a Ann-Britt Höglund interrogante. Ella movió la cabeza. El nombre no había aparecido antes en la investigación. Había pocas anotaciones en los almanaques. Algunas horas. Iniciales. En un lugar había unas letras, HE. Era el 10 de febrero de 1960. Más de treinta años atrás.

Wallander empezó a hojear el cuaderno. Éste aparecía, por el contrario, lleno. Vio que se trataba de un diario. La primera anotación estaba hecha en noviembre de 1960. La última, en julio de 1961. La letra era muy pequeña y enrevesada. Wallander se acordó de que, como era de esperar, había olvidado ir al óptico. Le pidió una lupa a Nyberg. Pasó unas hojas. Leyó una frase aquí y otra allá.

—Trata del Congo Belga. Alguien que estuvo allí durante una guerra. Como soldado.

—¿Holger Eriksson o Harald Berggren?

—Harald Berggren. Quienquiera que sea.

Dejó el cuaderno. Se daba cuenta de que podía ser importante y de que tenía que leerlo a fondo. Se miraron. Wallander sabía que estaban pensando en lo mismo.

—Una cabeza humana reducida —dijo—. Y un diario que trata de una guerra en África.

—Una fosa con estacas —añadió Ann-Britt Höglund—. Un recuerdo de guerra. En mi imaginación, las cabezas humanas reducidas y las personas atravesadas por lanzas forman parte de la misma realidad.

—En la mía también —dijo Wallander—. La cuestión es si, con todo, no habremos encontrado un indicio que seguir.

—¿Quién es Harald Berggren?

—Eso es algo de lo que tenemos que tratar de enterarnos enseguida.

Wallander se acordó de que, con toda probabilidad, Martinsson estaba precisamente en ese momento con una persona en Svarte que conocía a Holger Eriksson desde hacía muchos años. Le pidió a Ann-Britt Höglund que le llamara al teléfono móvil. A partir de ahora el nombre de Harald Berggren habría de mencionarse e investigarse en todas las situaciones posibles. Ella marcó el número. Esperó. Luego movió negativamente la cabeza.

—No tiene el teléfono conectado.

Wallander se enfadó.

—¿Cómo vamos a poder trabajar en una investigación si estamos ilocalizables?

Sabía que él pecaba muchas veces contra la regla de la accesibilidad. Probablemente era el más difícil de encontrar. Por lo menos en algunos periodos. Pero ella no dijo nada.

—Voy a buscarle —dijo levantándose.

—Harald Berggren —señaló Wallander—. El nombre es importante. Para todos.

—Me ocuparé de que lo sepan —contestó ella.

Cuando se quedó solo en la habitación encendió la lámpara del escritorio. Estaba a punto de abrir el diario cuando descubrió que había algo metido por dentro de la tapa de cuero. Extrajo con cuidado una fotografía. Era en blanco y negro, estaba manoseada y manchada. Una de las esquinas estaba rota. La fotografía mostraba a tres hombres que posaban ante un fotógrafo desconocido. Los hombres eran jóvenes, reían mirando el fotógrafo y estaban vestidos con una especie de uniformes. Wallander se acordó de una fotografía que había visto en el piso de Gösta Runfeldt, en la que se le veía en un paisaje tropical rodeado de orquídeas gigantes. Tampoco en ésta el paisaje era sueco. Estudió la fotografía con la lupa. El sol debía de estar en lo alto del cielo cuando se hizo la foto. No había ninguna sombra en ella. Los hombres estaban muy morenos. Las camisas desabrochadas, las mangas remangadas. Junto a las piernas había armas. Estaban apoyados en una piedra que tenía una forma extraña. Detrás de la piedra se divisaba un paisaje abierto que carecía de contornos. El suelo era de gravilla menuda o de arena. Contempló los rostros. Tendrían entre veinte y veinticinco años. Dio la vuelta a la fotografía. Nada. Se imaginó que la foto había sido hecha en la misma época en que se escribió el diario. En los primeros sesenta. Si no por otra cosa, se notaba por el peinado de los hombres. Ninguno tenía el pelo largo. La edad hizo que pudiera excluir a Holger Eriksson. En 1960 tendría entre cuarenta y cincuenta años.

Wallander dejó la fotografía y abrió uno de los cajones del escritorio. Recordaba haber visto anteriormente algunas fotos sueltas de carnet en un sobre. Puso una de las fotos de Holger Eriksson encima de la mesa. Era relativamente reciente. En la parte de atrás estaba el año 1989 escrito a lápiz. Holger Eriksson a los setenta y tres años. Contempló la cara. La nariz afilada, los delgados labios. Trató de borrar las arrugas para ver una cara más joven. Luego volvió a la fotografía de los tres hombres posando. Estudió sus caras, una tras otra. El hombre que estaba a la izquierda tenía algunos rasgos que recordaban a Holger Eriksson. Wallander se echó hacia atrás en la silla y cerró los ojos. «Holger Eriksson yace muerto en un foso. En su caja fuerte encontramos una cabeza humana reducida, un diario y una fotografía».allander se incorporó de súbito en la silla con los ojos abiertos. Pensó en la denuncia que había puesto Holger Eriksson el año anterior. «La caja fuerte estaba intacta. Supongamos», se dijo Wallander, «que quien entró en la casa a robar tuviera las mismas dificultades que nosotros para encontrar el escondite de la caja. Sigamos suponiendo que el contenido de la caja era precisamente lo que buscaba el ladrón. Fracasa y al parecer tampoco lo vuelve a intentar. En cambio, Holger Eriksson muere un año más tarde».

Advirtió que las ideas eran coherentes, por lo menos en parte. Pero allí había un punto que contradecía de modo decisivo su intento de hallar una relación entre los diversos acontecimientos. Cuando Holger Eriksson muriese, tarde o temprano se encontraría la caja fuerte. De eso tenía que haber sido consciente el ladrón. En todo caso, la encontraría la persona, o las personas, que fueran a hacerse cargo del testamento.

Sin embargo allí había algo. Una pista.

Volvió a mirar la fotografía. Los hombres sonreían. Habían mostrado la misma sonrisa durante treinta años. Se preguntó fugazmente si el fotógrafo podría haber sido Holger Eriksson. Pero Holger Eriksson había estado vendiendo coches en Ystad, en Tomelilla y en Sjöbo con mucha fortuna. No había participado en ninguna lejana guerra en África. ¿O sí lo había hecho? Aún no conocían más que una ínfima parte de la vida de Holger Eriksson.

Wallander contempló pensativo el diario que tenía delante. Se metió la fotografía en el bolsillo, cogió el diario y fue a ver a Nyberg, que estaba haciendo una investigación técnica del cuarto de baño.

—Me llevo el diario —dijo—. Los almanaques los dejo aquí.

—¿Sacas algo? —preguntó Nyberg.

—Me parece que sí —contestó Wallander—. Si alguien pregunta por mí, di que estoy en casa.

Cuando salió al patio vio a varios policías que quitaban el acordonamiento del foso. La protección contra la lluvia ya la habían levantado.

Una hora más tarde se sentaba en la mesa de la cocina. Empezó a leer el diario despacio.

La primera anotación era del 20 de noviembre de 1960.

10

Casi seis horas le llevó a Wallander leer el diario de Harald Berggren de cabo a rabo. Le habían interrumpido en varias ocasiones. El teléfono había sonado una y otra vez. Apenas pasadas las cuatro de la tarde, Ann-Britt Höglund pasó un momento. Pero Wallander trató todo el tiempo de abreviar las interrupciones. El diario era algo de lo más fascinante, pero también de lo más espantoso, que jamás había leído. Relataba unos años de la vida de una persona y para Wallander era como entrar en un mundo totalmente extraño. Pese a que Harald Berggren, quienquiera que fuese, no podía calificarse de maestro del idioma —muy al contrario, se expresaba a veces de forma muy sentimental o con una inseguridad que rozaba en ocasiones la impotencia—, el contenido, sus experiencias, tenían una fuerza más intensa que los, estilísticamente hablando, relamidos pasajes que narraba. Wallander intuía que el diario era importante para poder abrir una brecha y comprender qué le había pasado a Holger Eriksson. Pero al mismo tiempo había en su interior algo que le ponía en guardia constantemente. Podía tratarse también de un camino completamente equivocado, que les alejara de la solución. Wallander sabía que la mayor parte de las verdades eran tan esperadas como inesperadas, las dos cosas al mismo tiempo. Se trataba sólo de saber cómo interpretar las conexiones. Además, una investigación criminal jamás se parecía a otra, por lo menos no en el fondo, cuando se empezaba a traspasar en serio la corteza superficial de la semejanza.

El diario de Harald Berggren era un diario de guerra. Wallander pudo identificar a los otros dos hombres de la fotografía durante la lectura. Sin embargo, al terminar el diario no había logrado saber quién era quién. Pero Harald Berggren estaba flanqueado en la foto por un irlandés, Terry O'Banion, y por un francés, Simon Marchand. La foto la había hecho un hombre de nacionalidad desconocida, pero que se llamaba Raúl. Juntos habían participado durante más de un año en una guerra africana y habían sido todos ellos mercenarios. Al principio del diario, Harald Berggren cuenta que en algún lugar de Estocolmo había oído hablar de un café de Bruselas donde podía establecerse contacto con el tenebroso mundo de los mercenarios. Anota que lo ha oído ya el día de Año Nuevo de 1958. De lo que le lleva allí unos años más tarde, no escribe nada. Harald Berggren entra en su propio diario procedente de ninguna parte. No tiene pasado, no tiene padres, no tiene el menor antecedente. En el diario actúa en un escenario vacío. Lo único que se sabe es que tiene veintitrés años y está desesperado porque Hitler perdiera la guerra que había terminado quince años antes.

Wallander se detuvo en ese punto. Harald Berggren emplea exactamente esa palabra, «desesperado». Wallander leyó la frase varias veces. «La desesperada derrota a la que fue expuesto Hitler por sus generales traidores».allander intentaba comprender. Que Harald Berggren utilizase la palabra «desesperado» revelaba una cosa importante sobre él. ¿Expresaba con ello unas convicciones políticas, o estaba sobreexcitado y confuso? Wallander no podía encontrar pistas que le permitieran decidir de qué se trataba. Harald Berggren tampoco habla más de ello. En junio de 1960 deja Suecia en tren y se queda un día en Copenhague para ir a Tívoli, al parque de atracciones. Allí baila en la templada noche de verano con una joven llamada Irene. Escribe que la chica es mona «pero demasiado alta». Al día siguiente llega a Hamburgo. Al otro, el 12 de junio de 1960, se encuentra en Bruselas. Al cabo de, aproximadamente, un mes ha conseguido su objetivo, firmar un contrato como mercenario. Anota con orgullo que ahora cobra un sueldo y que va a ir a la guerra. A Wallander le parece que su estado de ánimo es el de alguien que está cerca de alcanzar el objetivo soñado. Todo esto lo ha escrito después en su diario, en una ocasión posterior, bajo una fecha mucho más tardía, el 20 de noviembre de 1960. En esta primera anotación del diario, que es también la más larga, hace un resumen de los hechos que le han llevado al lugar donde se encuentra ahora. Y ese lugar es África. Cuando Wallander leyó el nombre, Omerutu, se levantó y fue a buscar su viejo atlas escolar que estaba en el fondo de una caja en lo más profundo de un armario. Pero, por descontado, Omerutu no aparecía. Dejó no obstante el viejo atlas abierto sobre la mesa de la cocina mientras seguía leyendo el diario. Junto con Terry O'Banion y Simon Marchand, Harald Berggren forma parte de una unidad de combate constituida únicamente por mercenarios. Su jefe, de quien Harald Berggren habla muy poco a lo largo de todo el diario, es un canadiense al que nunca se le llama más que Sam. A Harald Berggren tampoco parece interesarle mucho de qué trata en realidad la guerra. El mismo Wallander tenía una idea muy vaga de la guerra que hubo en lo que entonces, y también en su viejo atlas, se conocía como el Congo Belga. Harald Berggren no parecía tener ninguna necesidad de justificar su presencia como soldado a sueldo. Se limita a escribir que lucha por la libertad. Pero la libertad ¿de quién? No se dice nunca. En varias ocasiones, entre ellas el 11 de diciembre de 1960 y el 19 de enero de 1961, escribe que no vacilará en usar su arma si cae en una situación de combate en la que pudiera haber soldados suecos de las Naciones Unidas frente a él. Harald Berggren también anota con minuciosidad las veces que recibe su sueldo. Hace unas cuentas minúsculas el último día de cada mes. Cuánto le han pagado, cuánto ha gastado y cuánto ha ahorrado. También anota con satisfacción cada trofeo de guerra del que logra apoderarse. En una parte especialmente desagradable del diario, en la que los mercenarios han llegado a una plantación abandonada y quemada, describe cómo los cadáveres medio putrefactos, rodeados de nubes de moscas negras, permanecen aún en el interior de la casa. El dueño de la plantación y su esposa, belgas los dos, yacen muertos en la cama. Les han cortado los brazos y las piernas. El hedor era horroroso. Pero a pesar de ello los mercenarios registran la casa y encuentran varios diamantes y alhajas que un joyero libanés valora posteriormente en más de veinte mil coronas. Harald Berggren escribe entonces que la guerra se justifica porque la ganancia es grande. En una reflexión personal que no tiene equivalente en otros lugares del diario, Harald Berggren se pregunta cómo hubiera podido él alcanzar el mismo bienestar si se hubiera quedado en Suecia ganándose la vida como mecánico de coches. La respuesta es negativa. Con una vida como ésa, nunca hubiera podido prosperar. Y sigue participando en su guerra con gran entusiasmo.

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