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Authors: Henning Mankell

Tags: #Policiaca

La quinta mujer (50 page)

BOOK: La quinta mujer
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—¿Qué tal está?

—No es tan grave como parece. Pero, con todo, es bastante serio. Por lo menos tanto como la historia que tenía que contar.

Más tarde Wallander pensó que Hansson no había exagerado. Estuvo escuchándole, primero con asombro, luego con indignación creciente. Sus palabras fueron concisas y claras. Pero la historia rebasaba sus propios límites. Wallander pensó que esa mañana de otoño había oído algo que nunca creyó que podría ocurrir. Ahora había sucedido y no les quedaba otro remedio que resignarse. Suecia cambiaba continuamente. Las más de las veces, los procesos se desarrollaban sigilosamente sólo se podían identificar con posterioridad. Pero, en ocasiones, Wallander tenía la impresión de que el cuerpo social sufría un estremecimiento. Por lo menos cuando consideraba y vivía los cambios como policía.

La historia que contó Hansson de Åke Davidsson era una sacudida de esa índole que, a su vez, hizo que la conciencia de Wallander se sobresaltase.

Åke Davidsson trabajaba en la Oficina de Prestaciones Sociales de Malmö. Estaba registrado como parcialmente incapacitado a causa de su visión deficiente. Después de luchar durante muchos años había conseguido el permiso de conducir aunque con ciertas limitaciones. Desde finales de los años setenta, Davidsson mantenía relaciones con una mujer de Lödinge. La noche anterior, esa relación había terminado. Por lo general, Åke Davidsson se quedaba a dormir en Lödinge, ya que, en realidad, no le estaba permitido conducir de noche. Ahora se veía obligado a hacerlo de todas maneras. Se equivocó de camino y, por fin, tuvo que pararse para preguntar. Entonces le atacó una patrulla nocturna compuesta por vigilantes voluntarios que se habían organizado en Lödinge. Le trataron de ladrón negándose a aceptar sus explicaciones. Había perdido las gafas, quizá se habían roto. Le golpearon hasta dejarle sin sentido y no volvió en sí hasta que le recogieron en la camilla.

Ésa era la historia de Hansson sobre ÅÅke Davidsson. Pero había más:

—ÅÅke Davidsson es un hombre pacífico que, además de ver mal, sufre de tensión alta. He hablado con algunos de sus compañeros de trabajo en Malmö, que están muy indignados. Uno de ellos me contó una cosa que ÅÅke Davidsson no me dijo. Posiblemente, debido a que es una persona modesta.

Wallander escuchaba.

—Åke Davidsson es un miembro entregado y muy activo de Amnistía Internacional. La cuestión es si dicha organización no debería ocuparse también de Suecia a partir de ahora. Si no se frena esta maraña de brutales vigilantes nocturnos y milicias ciudadanas.

Wallander estaba mudo. Se sentía mal y lleno de rabia.

—Tienen un jefe los tipos esos —continuó Hansson—. Se llama Eskil Bengtsson y tiene una empresa de transportes en Lödinge.

—Hay que acabar con esto —dijo Lisa Holgersson—. Aunque estemos hasta el cuello con los asesinatos. Tenemos que hacer un plan, por lo menos, de cómo actuar.

—Ese plan ya está hecho —afirmó Wallander levantándose—. Es muy sencillo. Consiste en que vayamos a detener a Eskil Bengtsson. Y luego sigamos deteniendo a todos los que estén envueltos en esas milicias ciudadanas. Åke Davidsson puede identificarlos uno por uno.

—Pero ve muy mal —dijo Lisa Holgersson.

—La gente que ve mal suele tener buen oído —contestó Wallander—. Si no he entendido mal, no dejaron de hablar mientras le apaleaban.

—Me pregunto si esto tiene algún fundamento —titubeó ella—. ¿Qué pruebas tenemos, en realidad?

—Para mí lo tiene —dijo Wallander—. Naturalmente, puedes darme la orden de permanecer aquí.

Ella sacudió la cabeza.

—Ve para allá —dijo—. Cuanto antes, mejor.

Wallander le hizo un gesto a Hansson. Se pararon a hablar en el pasillo.

—Quiero dos coches patrulla —dijo Wallander golpeando el hombro de Hansson enérgicamente con un dedo—. Con las luces encendidas y las sirenas conectadas. Tanto al salir como al entrar en Lödinge. Tampoco estaría mal que les pasáramos aviso a los periódicos.

—No creo que podamos —dijo Hansson preocupado.

—Claro que no podemos. Salimos dentro de diez minutos. En el coche podemos hablar de los papeles de Östersund.

—Todavía me falta un kilo. Es una investigación increíble. Paso a paso. Hay incluso un hijo que ha continuado las pesquisas de su padre.

—En el coche —interrumpió Wallander—. No aquí.

Cuando Hansson se marchó, Wallander fue a la recepción. Habló en voz baja con Ebba. Ella asintió y prometió hacer lo que le decía. Cinco minutos más tarde ya estaban en camino. Se alejaron de la ciudad con las luces y las sirenas conectadas.

—¿Por qué le detenemos? —preguntó Hansson—. Me refiero a Eskil Bengtsson, el transportista.

—Es sospechoso de apaleamiento grave —contestó Wallander—. De instigación a la violencia. A Davidsson lo han tenido que llevar a la carretera. Así que también podemos probar con rapto. Agitación.

—Vas a tener a Per keson encima a causa de esto.

—No es del todo seguro —repuso Wallander.

—Parece que salimos a buscar a gente verdaderamente peligrosa.

—Estás en lo cierto. Salimos en busca de gente verdaderamente peligrosa. En este momento me resulta difícil pensar en nadie que sea más peligroso para la seguridad legal de este país.

Frenaron al llegar al establecimiento de Eskil Bengtsson, a la entrada del pueblo. Había dos camiones y una excavadora. Un perro ladraba furioso en su caseta.

—A por él —ordenó Wallander.

Al llegar a la puerta exterior, ésta se abrió y apareció un hombre fornido con un vientre abultado. Wallander le echó una mirada a Hansson, y éste asintió con la cabeza.

—Soy el comisario Wallander, de la policía de Ystad. Ponte una chaqueta. Vienes con nosotros.

—¿Adónde?

La arrogancia del hombre hizo que Wallander estuviera a punto de perder los estribos. Hansson lo notó y le cogió del brazo.

—Vas a venir a Ystad —contestó Wallander con forzada calma—. Y sabes muy bien por qué.

—Yo no he hecho nada —dijo Eskil Bengtsson.

—Sí has hecho, sí —dijo Wallander—. Has hecho incluso demasiado. Si no vas a por la chaqueta tendrás que venir sin ella.

Una mujer pequeña y delgada apareció al lado del hombre.

—¿Qué pasa? —gritó con voz estridente—. ¿Qué ha hecho?

—No te metas en esto —repuso el hombre empujándola al interior de la casa.

—Ponle las esposas —ordenó Wallander.

Hansson le miró sin comprender nada.

—¿Por qué?

Wallander ya había agotado toda su paciencia. Se volvió a uno de los coches y cogió unas esposas. Luego subió las escaleras, le dijo a Eskil Bengtsson que extendiera las manos y se las puso. Todo ocurrió tan rápidamente que Bengtsson no tuvo tiempo de reaccionar. Al mismo tiempo, relumbró un fogonazo. Un fotógrafo que acababa de saltar del coche había hecho una foto.

—¿Cómo coño sabe la prensa que estamos aquí? —preguntó Hansson.

—Eso digo yo —dijo Wallander pensando que Ebba era de fiar y rápida—. En marcha.

La mujer que había sido metida en casa a empujones volvió a salir. De repente, la emprendió con Hansson y empezó a darle golpes con los puños. El fotógrafo tomaba imágenes. Wallander condujo a Eskil Bengtsson al coche.

—Esto te va a costar muy caro —dijo Eskil.

Wallander sonrió.

—Sin duda. Pero no va a ser nada comparado con lo que te espera a ti. ¿Empezamos por los nombres ya? ¿Quiénes eran los que estaban esta noche?

Eskil Bengtsson no contestó. Wallander le metió con malos modos en el interior del vehículo. Hansson, mientras tanto, se había librado de la enfurecida mujer.

—Por los cojones que era ella la que tenía que haber estado en la caseta —dijo.

Estaba tan alterado que temblaba. La mujer le había hecho un profundo arañazo en una mejilla.

—Vámonos —dijo Wallander—. Tú vete en el otro coche y sigue hasta el hospital. Quiero saber si Åke Davidsson oyó algún nombre. Y si vio a alguien que pudiera ser Eskil Bengtsson.

Hansson asintió y se fue. El fotógrafo se acercó a Wallander.

—Tuvimos una llamada anónima —dijo—. ¿Qué es lo que pasa?

—Unas cuantas personas de por aquí atacaron y apalearon gravemente a una persona inocente ayer por la noche. Parece que están organizados en una especie de milicia ciudadana. La víctima era inocente de todo, salvo de que se había equivocado de camino. Ellos dijeron que era un ladrón, y le dieron una paliza que casi le mata.

—¿Y el hombre que lleváis en el coche?

—Es sospechoso de complicidad. Sabemos, además, que es uno de los que iniciaron esta maldición. No queremos ningún tipo de milicias ciudadanas en Suecia. Ni aquí en Escania ni en ninguna otra parte del país.

El fotógrafo quería hacer otra pregunta. Wallander levantó la mano en señal de rechazo.

—Habrá una conferencia de prensa. Nos vamos.

Wallander gritó que volvieran a poner en marcha las sirenas para volver. Varios coches de curiosos se habían parado junto a la entrada de la finca. Wallander se hizo sitio en la parte de atrás, junto a Eskil Bengtsson.

—¿Qué, empezamos con los nombres? Así ahorramos tiempo. Tú y yo.

Eskil Bengtsson no contestó. Wallander notó que olía mucho a sudor.

A Wallander le costó tres horas conseguir que Eskil Bengtsson reconociera haber participado en el apaleamiento de Åke Davidsson. Luego, todo fue muy deprisa. Eskil Bengtsson denunció a otros tres hombres que también habían estado presentes. Wallander dio orden de que se les detuviera de inmediato. El coche de Åke Davidsson, abandonado en un almacén de maquinaria, ya estaba en la comisaría. Poco después de las tres de la tarde, Wallander convenció a Per keson de que los cuatro hombres debían ser retenidos. Inmediatamente después de la conversación con keson, se dirigió a la sala, donde esperaba un nutrido grupo de periodistas. Lisa Holgersson había informado ya de los sucesos de la noche anterior cuando entró Wallander. Esta vez tenía realmente ganas de encontrarse con la prensa. Pese a que comprendió que Lisa Holgersson ya había dado la información fundamental, contó de nuevo todo el desarrollo de los hechos. Era como si hubiera que decirlo una y mil veces.

—El fiscal acaba de arrestar a cuatro personas —declaró—. No cabe la menor duda de que son culpables de malos tratos. Pero lo más grave es que no tenían por qué ser éstas precisamente. Hay otras cinco o seis personas implicadas en una cadena que constituye un comando de vigilancia privado aquí en Lödinge. Se trata de personas que han decidido ponerse por encima de la ley. Las consecuencias de eso podemos verlas, en este caso, en un hombre inocente, con visión deficiente y tensión arterial alta, que está a punto de ser asesinado cuando se equivoca de carretera. La cuestión es si queremos que las cosas sigan así. Que sea un peligro de muerte conducir a la derecha o a la izquierda. ¿Es así? ¿Es que, desde ahora, nos vemos todos, unos a otros, como ladrones, violadores y homicidas? No soy capaz de decirlo con la necesaria claridad. Algunos de los que han sido inducidos a participar en esas ilegales y peligrosas milicias ciudadanas, tal vez no se han dado cuenta de dónde se han metido. Pueden obtener el perdón si se salen de inmediato. Pero los que han entrado en eso con plena conciencia de lo que hacían no tienen defensa. Los cuatro hombres que hoy hemos detenido son, por desgracia, ejemplo de esto último. Lo único que cabe esperar es que la condena que les caiga resulte disuasoria para otros.

Wallander había puesto énfasis en sus palabras. Se notó en los periodistas, que no se echaron de inmediato sobre él con preguntas. Éstas fueron escasas y sólo para confirmar determinados detalles. Ann-Britt Höglund y Hansson se encontraban al fondo de la sala. Wallander trataba de ver entre los periodistas presentes al hombre del
Anmärkaren
. Pero no estaba.

Al cabo de una media hora, la conferencia de prensa había terminado.

—Lo has hecho muy bien —dijo Lisa Holgersson.

—Sólo había una forma de hacerlo —contestó Wallander.

Ann-Britt Höglund y Hansson hicieron señal de aplaudir cuando se les acercó. Wallander no se sentía alegre. Sí, en cambio, muy hambriento. Y con necesidad de respirar aire puro. Miró el reloj.

—Dadme una hora —dijo—. Nos vemos a las cinco. ¿No ha vuelto Svedberg?

—Está de camino.

—¿Quién le sustituye?

—Augustsson.

—¿Quién es ése? —preguntó Wallander sorprendido.

—Uno de los de Malmö.

Wallander ya había olvidado el nombre. Asintió con la cabeza.

—A las cinco —repitió—. Tenemos mucho que hacer.

Se detuvo en la recepción y le dio las gracias a Ebba por su ayuda. Ella sonrió.

Wallander fue paseando hasta el centro. Hacía viento. Se sentó en la cafetería de la estación de autobuses y se comió dos bocadillos. Sació su hambre. Tenía la cabeza vacía. Hojeó un semanario medio roto. Al volver a la comisaría se detuvo y compró una hamburguesa. Tiró la servilleta a la papelera y volvió a pensar en Katarina Taxell. Para él ya no existía Eskil Bengtsson. Pero Wallander sabía que tendría que volver a confrontarse con diferentes milicias ciudadanas locales. Lo que le había sucedido a Åke Davidsson no era más que el comienzo.

A las cinco y cinco estaban todos en la sala de reuniones. Wallander empezó haciendo una exposición de lo que sabían hasta ese momento sobre Katarina Taxell. Se dio cuenta enseguida de que los presentes escuchaban con gran atención. Por primera vez desde que empezaron la investigación tuvo la sensación de que se estaban acercando a algo que tal vez significara el gran avance. Esta sensación se reforzó aún más cuando habló Hansson.

—El material sobre el caso de Krista Haberman es descomunal —informó—. He dispuesto de muy poco tiempo y puede que se me haya escapado algo importante. Pero he encontrado una cosa que quizá tenga interés.

Hojeó sus papeles hasta encontrar lo que buscaba.

—En algún momento, inmediatamente después de la mitad de los años sesenta, Krista Haberman estuvo en Escania en tres ocasiones. Había establecido contacto con un ornitólogo que vivía en Falsterbo. Muchos años más tarde, cuando ya hacía tiempo que ella había desaparecido, un policía llamado Fredrik Nilsson viaja desde Östersund para hablar con este hombre de Falsterbo. Por cierto, que ha anotado que todo el camino lo hizo en tren. El hombre de Falsterbo se llama Tandvall. Erik Gustav Tandvall. Cuenta sin reticencias que ha recibido visitas de Krista Haberman. Sin que se diga claramente se puede deducir que han mantenido una aventura. Pero el policía Nilsson, de Östersund, no encuentra nada sospechoso en todo ello. La aventura entre Haberman y Tandvall terminó mucho antes de que ella desapareciera sin dejar rastro. Seguro que Tandvall no tiene nada que ver con su desaparición. Con eso, queda tachado de la investigación y ya no vuelve a aparecer.

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