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Authors: Pauline Gedge

Tags: #Histórica

La dama del Nilo (43 page)

BOOK: La dama del Nilo
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Entonces se dirigió a los aposentos de Hatshepsut y se instaló en la silla que su mujer tenía junto a la cama.

—¿Cómo te sientes hoy? —le preguntó.

Ella lo miró por el rabillo del ojo.

—Bastante bien. ¿Cómo te las arreglas con los asuntos de gobierno, Tutmés?

—No tengo la menor idea; eso se lo dejo a los ministros. ¿Para qué los tenemos, si no?

Esas palabras le sonaron tan parecidas a las que ella le había respondido a Senmut que se incorporó en el lecho, espantada.

—¿Quieres decir que no lees los informes todos los días?

—No, no lo hago. La lectura no fue nunca mi fuerte y el garrapateo monótono de los escribas me aburre. Pero, en cambio, ¡he cazado unas presas excelentes!

Hatshepsut se quedó mirando su rostro fatuo con más emoción de la que había experimentado en muchas semanas y unas ganas tremendas de borrarle esa sonrisa tonta con un cachete. Mientras su cólera iba en aumento, se deslizó de la cama y llamó a Nofret para que le alcanzara su bata.

—¡Supuse que estarías encantado de mangonear a tus anchas por un tiempo! ¿Entonces, no has hecho absolutamente nada? —exclamó, evocando de pronto el rostro suplicante de Senmut y la furia que asomaba en sus labios, pero sin lograr recordar más que en forma muy vaga la naturaleza de su ruego—. Mientras yo descansaba, ¿no has hecho otra cosa que juguetear?

—¿Juguetear? Sólo los niños juegan.

—¡Oh, mi querido Egipto! —musitó ella—, ¿qué te he hecho?

Tutmés la miró con azoramiento y ella se envolvió en su bata.

—Hatshepsut —balbuceó, pero ella ordenó que le llevaran comida y leche antes de prestarle atención—. Vine a hablarte sobre Neferura.

Ella oyó el nombre impasible, preguntándose por qué razón le había producido antes semejante congoja. La niebla que le obnubilaba el cerebro comenzaba a despejarse con rapidez, aunque todavía sentía las piernas un poco flojas. Ya su mente corría hacia las salas de audiencia, imaginando la pila de correspondencia intacta que aguardaba su sello.

—¿Qué ocurre con ella?

—¿Has consultado a los médicos con respecto a su salud? Tiene un aspecto tan frágil…

—También Senmut me comentó lo mismo, pero el médico sostiene que es así por naturaleza, y crecerá tan fuerte y sana como el torito que tienes en tu corral. No te preocupes, ella será un buen faraón.

Tutmés saltó de la silla.

—¡Eso lo decidiré yo!

—No lo creo. ¿Acaso tienes pensado, como faraón, nombrar a Neferura príncipe heredero? ¿Tu Sucesor?

—¡Claro que no! ¡Sería descabellado!

—Tu padre lo hizo y, de no haber sido por ti, en este momento yo sería faraón. ¿Sugieres que era un insensato?

—Sí, decididamente. Ya no es preciso discutir con respecto a la sucesión. Me propongo nombrar a mi hijo Tutmés sucesor al trono y, con el tiempo, casarlo con Neferura para legitimar así sus derechos.

—No, no lo harás. Puedes declarar lo que se te ocurra, Tutmés, pero no permitiré que Neferura se case con Tutmés. He decidido fundar una nueva dinastía… de reinas. Modificaré la ley.

—¡No puedes modificar la ley! —exclamó Tutmés, atónito—. ¡El faraón debe ser hombre!

—¿Qué quieres decir exactamente con eso? ¿Qué el faraón debe poseer órganos masculinos, o que debe gobernar con la firmeza y autoridad propias de un hombre? ¿Quién es Egipto, Tutmés, tú o yo? No necesitas contestar a esa pregunta, más bien te suplico que no abras la boca. Yo gobierno Egipto y Neferura será educada para que gobierne en mi lugar, como faraón.

—¡Tutmés será faraón!

—¡De ningún modo!

Tutmés se puso de pie, hecho una furia.

—¡Pongo a Amón por testigo de que, así como yo soy faraón de Egipto, él reinará! —gruñó.

—Oh, vete de una vez, Tutmés —dijo Hatshepsut, sonriente, haciéndole un gesto con el brazo—. Pero te prevengo una sola cosa más. Si no te inclinas por Neferura, jamás volverás a compartir mi lecho. Te lo juro.

El faraón echó a andar furioso hacia la puerta.

—¡No es mucho lo que tengo que perder, gata! ¡Perra! ¡No quiero volver a sentir tus garras sobre mi!

Tiró hacia atrás las puertas de bronce y salió. Pero mientras recorría el vestíbulo, mitad corriendo, mitad tambaleándose, lo asaltó una dolorosa nostalgia por las escasas noches que había pasado perdido entre sus brazos, y al llegar a la sombra de los dulces y rozagantes sauces del jardín de Hatshepsut, la maldijo atormentado por el dolor.

Una hora después, los hombres reunidos en la sala de audiencias oyeron el sonido de pisadas rápidas y resueltas que se aproximaban y levantaron la vista de los papeles. Al otro lado de la puerta el guardia pegó un salto, golpeó el mango de la lanza contra el suelo a modo de saludo e instantes más tarde Hatshepsut entró como un vendaval, con la cobra lanzando destellos sobre su frente y el corto faldellín arremolinándose alrededor de sus muslos. Recorrió la totalidad del enmudecido recinto con pasos amplios y enojados, puntuando ese súbito silencio con el cacheteo intencional de sus sandalias de oro contra el suelo. Antes de que alcanzara a aproximarse a ellos todos se prosternaron. Al cabo de un momento en que permaneció de pie, inspeccionándolos, con una mano apoyada en la cintura, dijo:

—Levantaos todos. Por Amón, si la pila de papeles os llega casi a las rodillas. ¡Nehesi, el sello! Hapuseneb, nos ocuparemos en primer lugar de tus asuntos. Ineni, alcánzame una silla; quiero sentarme. ¡Vaya si sois una sarta de ministros inútiles y perezosos; esta oficina es un verdadero caos!

Se pusieron de pie y le sonrieron, y en los ojos de todos brilló el inmenso alivio y agradecimiento que los embargaba.

—Egipto ha venido a vosotros —dijo Hatshepsut devolviéndoles la sonrisa e instalándose en la silla que Ineni se apresuró a ofrecerle, y extendió la mano para que le entregaran el primer rollo—. Mis amigos, convertiremos a este país en el más grandioso de todos los tiempos. Acortaremos las riendas hasta que ni una sola persona en toda Tebas, en todo Egipto, tenga la osadía de oponerse a nuestros designios. La tarea que hemos llevado a cabo hasta ahora será insignificante al lado de las cosas maravillosas que realizaremos juntos a partir de este día, y hasta el propio faraón quedará anonadado. —Buscó la cara de Senmut y, al hallarla, los ojos de ambos se transmitieron un mensaje vertiginoso que era a la vez un desafío. Se abocó entonces a la lectura del informe, y Anen se colocó sobre las piernas cruzadas su tablilla de escriba, con sus cálamos y tintas—. El faraón está a punto de anunciar a su sucesor —les dijo, sin apartar la vista de lo que estaba leyendo, y en esas palabras todos comprendieron la razón de su repentina recuperación—. Afirma —aquí hizo una pausa y paseó la mirada por todos ellos—, afirma que el Halcón-en-el-Nido será el joven Tutmés. —Todos permanecieron en silencio y ella, con aire pensativo, se golpeteó los dientes con el crujiente rollo—. Pero nos dirigiremos al templo y oiremos qué dice Amón al respecto. Estoy segura de que eso no es lo que desea mi Padre. Mientras tanto, ¡a trabajar! —concluyó Hatshepsut—. Debemos esforzarnos por acrecentar la paz, el poder y todos los dones benéficos que el Dios nos ha concedido.

Cuando llegó el Año Nuevo, ya habían logrado dar cuenta de la acumulación de tareas atrasadas y Hatshepsut, despiadadamente comenzó a consolidar el poder que le había pertenecido desde que su padre le anunció que la nombraría príncipe heredero. Fue implacable en sus exigencias para consigo misma y los que la rodeaban, sabedora de que ella y sólo ella era la esperanza de Egipto. No ignoraba que si deseaba convertir algún día a Neferura en rey, sería preciso que antes salvara cualquier brecha existente entre ella misma y el Trono de Horus. Conversó a fondo sobre el asunto con Senmut y Hapuseneb, y todos coincidieron en que mientras Tutmés viviera —y por consiguiente mientras ella misma viviera— era poco lo que podía hacerse. Pero Hatshepsut deseaba el trono para Neferura con un apetito cada vez mayor, y se esforzó por encontrar alguna manera de asegurárselo a su hija, incluso después de que ella o Tutmés hubieran muerto. Con astuta previsión comenzó a reemplazar con sus propios hombres a muchos de los sacerdotes que ocupaban puestos clave en el templo. Pero no podía librarse de Menena, al menos mientras Tutmés quisiera tenerlo a su lado, pues sólo el faraón tenía potestad para elegir al sumo sacerdote; así que Menena siguió asesorando y aconsejando a Tutmés, mientras Hatshepsut se encargaba de rodearlo con un cerco de espías. Se aseguró, lenta y discretamente, de que todos los monarcas, virreyes y gobernadores de provincia le fueran fieles, y solía pasar mucho tiempo en las barracas, departiendo con los soldados, y en los cuarteles de mando de los generales, cautivándolos a todos por igual con su encanto y su ardiente vehemencia. Nada de esto lo hizo movida por razones egoístas. Egipto debía ser fuerte. Amón debía reinar en todo su esplendor. Ésa era su manera de expresar toda la devoción que sentía por el dios y por esa tierra que resplandecía ante sus ojos como una preciada joya azul, verde y ocre.

Nombró a Senmut Superintendente de la Residencia Real, sabiendo que nada de lo que ocurriera bajo su techo pasaría inadvertido a su mirada atenta y calculadora. También su hija creció al cuidado de Senmut, dando sus primeros pasos en los aposentos de los niños, protegida por el círculo de sus largos brazos. Se había convertido en un hombre poderoso, el más eminente sobre la tierra después de la misma reina.

Cuando finalmente Egipto comenzó a funcionar como una máquina bien aceitada, Hatshepsut dirigió su atención a la escuela de arquitectos, pues los arquitectos formaban una clase aparte, reverenciada desde siempre por la realeza. Su mirada perspicaz descubrió el talento del joven y hermético Puamra. Le encargó distintos trabajos, tanto para ella como para Tutmés, y él se desenvolvió con serena eficiencia. Comenzó a acudir cada vez con mayor frecuencia a las reuniones del círculo intimo de la reina, permaneciendo callado contemplándolos o haciendo inesperadamente algún comentario áspero e incisivo que esclarecía el problema en discusión, después de lo cual volvía a sumirse en sus pensamientos. Otro de los recientemente incorporados a su círculo fue Amunofis, cuyo padre había luchado junto a Hatshepsut en el desierto. Lo nombró Mayordomo Segundo, con lo cual compartía con Senmut la responsabilidad de la administración del palacio; y el muchacho no tardó en demostrar sus aptitudes.

Hatshepsut necesitaba tener a su lado hombres inteligentes y de gran resistencia, pues la concentración y la urgencia que ponía en su tarea jamás la abandonaban, y fue así que todos sus ministros, heraldos y escribas elevaban súplicas para no enfermar agobiados por el peso abrumador que ella les cargaba sobre sus hombros. Pero Hatshepsut misma también trabajaba incansablemente sin darse tregua, así que, con gran satisfacción, poco a poco fue percibiendo los cambios sutiles en la balanza del poder. Una a una, todas las riendas iban cayendo en sus manos.

Una tarde calurosa fue a ver al hijo de Aset. En un primer momento pensó ordenar que le llevaran al pequeño, pero luego decidió que le convenía estar algún tiempo en los aposentos de las mujeres para recordarle a Aset y a su séquito de quién era la mano que pulsaba todos los movimientos del palacio.

Hizo que Senmut y Hapuseneb la acompañaran y entró sin anunciarse a la sala de recepción de Aset, que en ese momento jugaba a las damas con una de sus criadas, sus finos codos apoyados sobre el borde del tablero de alabastro y ébano. Tan concentrada estaba en la partida que Hatshepsut se le acercó y permaneció un momento parada a su lado antes de que ambas mujeres se percataran de su presencia. Aset, sobresaltada, se levantó de un salto y rozó con la rodilla el tablero, haciendo que las piezas saltaran por el aire y se desperdigaran por el suelo, y tanto ella como la criada se postraron, avergonzadas.

Hatshepsut inspeccionó la habitación con la mirada. Era espaciosa, llena de sol y evidentemente sin mucho uso, pues sabía que Aset y Tutmés eran inseparables. Pero tanto el lecho como las mesas, sillas, altares y estatuas eran todos de oro, y en los frisos de las paredes se advertía el brillo opaco de las figuras esbeltas de personas y animales y árboles, todos con incrustaciones de oro argentífero. Por todas partes se observaban indicios de la mano indulgente del faraón, y Hatshepsut decidió que le preguntaría a Ineni, en su calidad de Tesorero, cuántas riquezas había derrochado Tutmés en Aset. Contempló esa cabeza oscura con su cabellera despeinada y desparramada sobre las baldosas del suelo, hasta que por último dijo:

—Levántate, Aset. He venido a ver a tu hijo.

Aset se puso de pie como movida por un resorte, luciendo una sonrisa taimada; pero sus ojos entornados y sus labios finos provocaron en Hatshepsut una reacción de irritación que hizo que su propia sonrisa se desvaneciera. Hacía mucho tiempo que no veía a la bailarina, y había acudido a sus aposentos decidida a esforzarse para que le cayera bien. Pero una vez más percibió en ella la arrogante superioridad de una advenediza que abriga sueños temerarios.

—Haz que tu nodriza vaya a buscar al pequeño —le dijo secamente—. Queremos verlo para poder opinar sobre él. El faraón insiste en que se parece a mi padre.

—¡Se le parece muchísimo! —se apresuró a responder Aset antes de volverse para darle instrucciones a su criada.

Cuando la otra mujer partió deprisa, Hatshepsut se contuvo y no dijo lo que había estado a punto de replicarle. ¿Cómo podía Aset dar fe de tal semejanza, puesto que jamás había visto a Tutmés I? Una vez más Hatshepsut quedó sorprendida por la monumental falta de perspicacia y de discriminación de Tutmés.

Mientras reflexionaba sobre esas cosas, interrogó cuidadosamente a Aset con respecto a todos los detalles de la crianza del joven Tutmés: qué comía, si dormía bien, quiénes eran sus compañeros de juegos. Aset contestó a todas sus preguntas sin vacilar y en forma respetuosa, mirando de vez en cuando de reojo a esos dos hombres altos y silenciosos parados a cada lado de la reina. Por último se abrió la puerta del otro extremo de la habitación y apareció la nodriza llevando de la mano a un pequeño rollizo y moreno que, a pesar de no mantenerse todavía demasiado bien sobre sus propios pies, se soltó y avanzó resueltamente sin temor a caerse. Cuando Hatshepsut lo vio acercarse caminando sobre el suelo lustrado, el corazón le dio un vuelco. No cabía duda de que era un tutmésida: llevaba los hombros echados hacia atrás y caminaba bien erguido. Sus ojos negros y redondos la descubrieron enseguida y en ellos brilló una pizca de temor y de curiosidad. Sus rasgos eran fuertes y rechonchos y los dientes superiores le sobresalían un poco debajo de la pequeña nariz respingada propia de la infancia, confiriéndole cierto aire de ave de rapiña típico de su abuelo.

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