Nehesi gritó por tercera vez:
—¡Adelante! ¡Al ataque!
Cuando Menkh hizo restallar el látigo los caballos de la reina rompieron al galope y avanzaron con estruendo por la planicie mientras de los nubios brotaba un rugido como el de la creciente que se precipita por una cuenca estrecha.
Ahora Menkh estaba prácticamente doblado en dos, la arena levantada por los cascos de los caballos golpeándole la cara, y Hatshepsut pudo ver los carros que avanzaban a todo galope hacia el enemigo, volando sobre el desierto. Los tobillos y las rodillas le dolían por el esfuerzo que hacía por mantener el equilibrio. «Escoge con cuidado a tu hombre», le dijo desde muy lejos la voz de su maestro, y ella tensó la cuerda del arco. De repente las líneas prolijas y aceleradas de la potente fuerza destructiva de Egipto se desintegraron, los carros se convirtieron en islas en un mar de cuerpos negros, los cascos azules de los conductores de carros quedaron como entretejidos con los blancos y amarillos de los lanceros, y el tumulto de la guerra corrió a su encuentro. Nehesi le gritó algo, una advertencia que la velocidad de la marcha le arrancó de la boca, pero ella no tuvo tiempo de prestarle atención. Eligió su hombre: un negro que tenía el brazo en alto, blandiendo un hacha, y la cabeza echada hacia atrás. De pronto los temblores de sus brazos y sus manos enguantadas cesaron y disparó con total frialdad. Antes de que su víctima se desplomara sobre la arena, ya ella estaba calzando otra flecha en el arco.
Quedaron rodeados, ensordecidos por la violenta cacofonía, los caballos inmovilizados por la presión de los cuerpos que jadeaban, gritaban o maldecían. Menkh trató desesperadamente de abrirse paso mientras Hatshepsut disparaba otra flecha, pero estaban atrapados y prácticamente tuvo que limitarse a sujetar los caballos encabritados. Una lluvia de flechas rebotó contra el carro y Hatshepsut se tiró al suelo enseguida y tomó la lanza. En ese momento vio que Nehesi saltaba de su carro y otro oficial ocupaba su lugar. Un segundo después se encontraba a su lado, sin flechas y sin lanza, blandiendo el hacha para protegerle las espaldas mientras ella se ponía de pie y apuntaba con la lanza.
¡No puedo hacerlo!, pensó, apabullada, cuando desapareció su primera reacción de exaltación, y se puso a mirar a su alrededor sumida en el pánico, cubierta de pies a cabeza por un repentino sudor. La lanza se le resbalaba en la palma húmeda y la aferró con desesperación, sintiendo que lo único que deseaba era gritar, gritar muy fuerte y huir. Debajo de ella apareció un rostro de boca jadeante y babosa y unas manos ensangrentadas se sujetaron del lateral del carro. Se serenó, volvió a levantar la lanza y la clavó en lo más profundo de esas fauces abiertas. Entonces tanteó en busca del hacha que colgaba del cinturón de Menkh y comenzó a tirar furiosamente de ella. A sus espaldas oyó una carcajada de Nehesi, pero el carro comenzó a avanzar y, antes de que ella hubiera logrado conseguir el hacha, ya Nehesi había saltado a tierra y se había perdido de vista en ese caos.
Menkh comenzó a fustigar los caballos y a gritarles una sarta de imprecaciones, y los Valientes del Rey, al ver que su comandante se movía, cerraron filas y la siguieron.
—¡Quedaos! ¡Quedaos y pelead! —les gritó—. ¡Es una orden! —Y los soldados la obedecieron.
El polvo y los vahos hediondos que se elevaban de la arena hicieron que los perdiera de vista casi enseguida. El carro fue cobrando velocidad a medida que el número de tropas disminuía. Cuando se encontraron en la periferia, Menkh frenó los caballos.
—¿Qué estás haciendo? —le gritó Hatshepsut con furia.
Menkh sacudió la cabeza y soltó las riendas de una mano para secarse el sudor de la frente. Sonrió ante el espectáculo que ofrecía su reina: el faldellín empapado y con manchones de polvo gris, un río de sudor corriéndole entre los pechos firmes y turgentes, la cara cubierta de rayas negras y rojas de kohol y de sangre, mientras con el brazo en alto sacudía con gesto amenazador su puño cerrado protegido por un guante de cuero blanco.
—Majestad, el general Nehesi me ordenó que cuando ya no tuvierais lanza y tampoco pudierais usar vuestro arco, yo debía alejaros inmediatamente del campo de batalla bajo pena de muerte, y eso es lo que he hecho.
Estaba ronco de tanto gritar y ella lo miró un segundo, sorprendida y enojada, antes de esbozar una sonrisa, que Menkh le devolvió.
—¡Qué sabio de parte de Nehesi, proteger así a la Flor de Egipto! —dijo Hatshepsut y, al ver los esfuerzos que hacía Menkh por reprimir la risa, ella lanzó una carcajada—. ¡Sí, ya lo sé! —dijo—. ¡Jamás he tenido menos aspecto de flor que en este momento!
—Vuestro aspecto corresponde a lo que sois, Majestad —comentó él—: comandante de los Valientes del Rey —y los ojos de Hatshepsut se iluminaron.
Al cabo de un rato ambos cayeron en la cuenta de que el sol se encontraba bien alto en el cielo y que el calor se había vuelto asfixiante.
—No podemos quedarnos aquí cruzados de brazos, mientras nuestros hombres mueren —dijo Hatshepsut—. Condúceme alrededor del campo de batalla, Menkh, pues todavía me quedan bastantes flechas y pienso usarlas todas. Así obedecerás a Nehesi y también a mí, pues nos mantendremos a cierta distancia del centro de la lucha.
Menkh volvió a sostener las riendas y llevó a los caballos al trote describiendo a los nubios que intentaban huir. Pero a esa altura, el enemigo, al observar que la de los egipcios era una lucha despiadada y sin cuartel, se convirtió en un conjunto de hombres desesperados. Haciendo acopio de sus últimas fuerzas luchaban salvajemente, con uñas y dientes cuando sus armas se rompían y quedaban desperdigadas sobre la arena. Hatshepsut hirió a muchos de ellos, y fueron también muchos los que cayeron abatidos con una flecha de punta de oro clavada en la garganta o en la espalda.
Por fin, cuando el sol de la tarde comenzaba a declinar, todo se fue tranquilizando y Hatshepsut lanzó su última flecha, apoyó el arco en el suelo del carro y le ordenó a Menkh que tratara de localizar a Nehesi. Se sentía cansada hasta los huesos y no había músculo que no le doliera. Habría dado cualquier cosa por dejarse caer en el suelo del carro y sentarse con la espalda apoyada sobre el cálido oro de la caja, pero se obligó a permanecer de pie, sujetándose firmemente a los laterales. Por todos lados vio muerte y desolación. La arena estaba cubierta de cadáveres. Aquí y allá continuaban algunas pequeñas escaramuzas; en otros lugares, grupos de cansados soldados egipcios se agrupaban alrededor de sus estandartes y sus oficiales, sucios y ensangrentados. También la arena estaba empapada de sangre, que formaba pequeños charcos o cruzaba el terreno en grandes regueros. Pasó junto a un oficial y dos de sus soldados que recorrían los sitios donde había nubios heridos y les cortaban la garganta con mano firme y profesional. Giró la cabeza, mientras oía su propia voz dando la orden que en ese momento se estaba cumpliendo. Deseó con terrible vehemencia que Tutmés estuviese allí en ese momento para que viera cómo era en realidad la guerra, y siguió avanzando por esa atmósfera pesada y calma que sigue a la lucha, sintiendo cada vez más rechazo por el cuerpo fofo y las actitudes poco viriles de su marido.
Por fin encontraron a Nehesi junto a pen-Nekheb, Hatshepsut y otra serie de oficiales. A sus pies había diez cuerpos masculinos de tez oscura que al principio creyó sin vida. Se apeó, un poco entumecida, y echó a andar hacia sus comandantes; a sus espaldas, Menkh se deslizó al suelo, agradecido, las riendas sujetas con un nudo alrededor del brazo. Los hombres la saludaron con una reverencia pero sin mirarla a los ojos, abrumados por el nuevo respeto que les despertaba el verla convertida en la vengadora Hija de Amón.
Pero ella los enfrentó y les dedicó una tenue sonrisa, a pesar de su agotamiento.
—De modo que la victoria es nuestra —afirmó—. Hoy habéis peleado con valentía, y haré colocar aquí una piedra en testimonio de vuestro coraje.
De pronto el cuerpo de uno de los hombres tendidos en la arena se sacudió y ella dio un paso atrás.
—¿Quiénes son? —preguntó.
Hapuseneb le contestó. También él se sentía cansado. Había luchado a brazo partido con sus hombres en el sector más reñido de la batalla y tenía una herida de flecha, pero los ojos que por último buscaron los de ella aparecían tan firmes y calmos como siempre.
—Si no estuvieran desnudos, sabríais, Majestad, que son los príncipes de Kush, los jefes de las Diez Tribus que veis diseminadas a vuestro alrededor.
Hatshepsut bajó la vista y miró con renovado interés y creciente furor esos cuerpos desnudos con las cabeza rapadas.
—¡Levantaos! —les gritó, golpeando al más cercano con un pie.
Se incorporaron trabajosamente y permanecieron de pie frente a ella con la mirada baja.
Hatshepsut les dio la espalda para dirigirse a sus generales:
—Reunid a las tropas —les dijo—. Cuando todos los hombres estén congregados, antes de abandonar este lugar para buscar un sitio donde instalar nuestro campamento y pernoctar, traed a estos hombres y decapitadlos. Clavad sus cabezas en unos postes, con el cuerpo debajo, pues mi cólera se ha acrecentado y quiero que todo el pueblo de Kush sepa lo que significa desafiar el poderío de Egipto. Pero conservad a uno con vida: lo llevaremos a Asuán, a los pies del faraón, y luego lo sacrificaremos a Amón; ¡una muerte mucho más decorosa, por cierto, de la que se merece!
Entonces Hapuseneb se le acercó con presteza.
—Venid y descansad, Majestad —le dijo—. Hoy habéis luchado como vuestros antepasados, y su gloria brilla en Vos en todo su esplendor. Permitid que Menkh os conduzca a algún sitio donde podáis dormir.
Mientras él hablaba, Hatshepsut se pasó una mano temblorosa por los ojos y de pronto fue como si todo el trajín de esos días se abatiera de golpe sobre ella.
—Estoy agotada —reconoció—, pero todavía no puedo descansar. Dime, Hapuseneb: ¿cuántos hombres hemos perdido?
—No lo sabremos hasta hacer el recuento —le respondió—, pero no creo que sean muchos.
—Y, ¿qué me dices de los traidores? ¿Han encontrado a algún egipcio entre los rebeldes?
—Eso tampoco lo sabemos, pero lo averiguaremos muy pronto.
Con un gran tranco Hapuseneb se acercó a uno de los jefes.
—Habla —le dijo en voz baja, con un tono frío cargado de amenazas y la mano enguantada rodeándole el cuello—, y así tal vez puedas prolongar tu vida varios días y morir dignamente a los pies del Dios. ¿Cómo fue que cayó la guarnición?
El hombre lo miró con cara hosca y rebelde y el puño de Hapuseneb lo derribó al suelo, donde quedó tendido y medio atontado, mientras la sangre le brotaba en un hilo de la boca y a borbotones por la nariz.
—Levantadlo —dijo Hapuseneb con voz calma. Varios pares de manos pusieron de pie al prisionero y éste se quedó parado, tambaleándose y restregándose la nariz con un dedo negro y mugriento—. Una vez más te pregunto: ¿qué pasó con la guarnición? —Al ver que Hapuseneb volvía a amagar, el hombre se acobardó.
—Hablaré —dijo— y puesto que me espera la muerte, también quiero decir que me dio un gran placer cortarles la garganta a los soldados. Mi pueblo está cansado de tener que entregar todas las riquezas a Egipto, año tras año, para que puedan derrotarnos hoy, mañana, el año que viene y el que le sigue; pero jamás dejaremos de luchar.
—¡La guarnición, imbécil! —lo azuzó Hapuseneb, y el nubio asintió.
Sus compañeros no se habían movido. Parecían sumidos en las últimas etapas de la apatía que les producía la inminencia de su muerte, y continuaban con los brazos colgándoles laxamente y las cabezas gachas.
—Los portones nos fueron abiertos por un oficial, un hombre que nos había favorecido durante muchos años y cuyo hermano fue condenado a muerte por el faraón tiempo atrás. El resto fue sencillo.
—¡Su nombre! —le gritó Hatshepsut—. ¡Quiero que nos digas su nombre!
El nubio se quedó mirándola con expresión obnubilada.
—No conozco su nombre. Ninguno de nosotros sabía cómo se llamaba. El comandante lo mató cuando lo encontró junto a la puerta.
—¿Y el comandante? ¿Qué fue de Wadjmose? —preguntó Hapuseneb.
—También el cayó. Yace en alguna parte del interior del fuerte.
Se produjo un profundo silencio y por último Hatshepsut comenzó a alejarse.
—Bien está que mi padre no viviera para ver este día —dijo, trepó lentamente al carro y se colocó detrás de Menkh—. Nehesi: toma tus hombres, id al fuerte y traed el cadáver de mi hermano si lográis encontrarlo. Tendrá la tumba más espléndida y el funeral que corresponde al príncipe que era. Hapuseneb: consígueme las listas de los heridos y los muertos. Menkh se encargará de armarme una carpa lejos de este lugar maloliente.
Entonces se sentó en el suelo del carro, con la cabeza reclinada hacia atrás, mientras Menkh conducía los caballos al paso. Antes de que éste hubiera terminado de levantar la tienda para Hatshepsut junto al convoy que transportaba el bagaje del ejército, a tres kilómetros de distancia en pleno desierto, ya el sol se había hundido en el horizonte.
Nehesi y los Valientes del Rey partieron a la mañana siguiente a cumplir su macabra misión. Mientras el resto de la compañía aguardaba su regreso, apilaron los cadáveres de los nubios y los quemaron, y embalsamaron y enterraron en la arena a los egipcios. Hatshepsut ordenó que se transportara allí lo antes posible una enorme piedra para colocarla sobre esa gran tumba egipcia. Recorrió las tiendas donde estaban alojados los heridos, y le ofreció a cada uno alguna palabra de consuelo. Luego se apropió de la carpa de Nehesi y se sentó fuera, junto a la entrada, con los músculos y el alma cansados, observando cómo su ejército reimplantaba el orden con sigilo y eficiencia.
Al permanecer allí quieta, junto a su estandarte, mientras los demás limpiaban las armas y lavaban los uniformes, se sintió invadida por una gran depresión. El recuerdo de los hechos bélicos ya comenzaba a borronearse en su mente, y el agotamiento nervioso y la reacción instintiva de su propio organismo se habían encargado de sepultarlo en las capas más profundas de su cerebro. Tuvo la certeza de haber cumplido con su deber y de que jamás volvería a guerrear con el ejército. Ya no necesitaba demostrar con hechos y no con meras palabras que tenía méritos más que suficientes para ceñirse la doble corona. En ese momento veía su futuro con pesimismo, y se preguntó si ésa no sería acaso la última aventura de su vida. Ese estado de ánimo fatalista no la había abandonado cuando presenció la ejecución de los jefes nubios, que fueron al encuentro de su propia muerte tan imperturbablemente silenciosos como lo estuvieron el día anterior.