Hizo señas a Senmut y User-amun de que la siguieran y, ya en su palacio, se instaló en su silla de plata y les indicó que tomaran asiento a su lado, mientras extendía la mano solicitando su Sello. Senmut se lo dio con una reverencia. Cuando los dedos se rozaron, Hatshepsut percibió un leve temblor en los de él.
—¿Hay algo que deba saber? —les preguntó, colocando el Sello sobre la mesa—. ¿Todo ha ido bien?
—Muy bien —le contestó Senmut—. Llegó el tributo de Retheunu e Inem se ocupó de distribuirlo. En este momento se encuentra aquí Ahmose, el visir del Sur, trayendo impuestos; y, junto al templo, los graneros del Dios se están llenando.
—Me alegro. Y dime Senmut, ¿qué hay de mi templo?
Senmut sonrió.
—La primera terraza está terminada, como deseabais. Es incluso más hermosa de lo que yo imaginaba, y se está preparando el terreno para erigir la segunda.
—Entonces debemos ir inmediatamente a verla —dijo Hatshepsut con la mirada iluminada—. User-amun, quiero agradecerte toda tu ayuda. Vete ahora con tu padre, pues me he enterado de que está enfermo; si él desea descansar por algunas semanas, estoy segura de que puedes hacerte cargo de sus tareas. ¡Ah, me olvidaba! Senmut: he nombrado a Nehesi, el negro, Portador del Sello Real. Debes llevarle a él cualquier documento que haya que sellar. Desde luego, estará bajo mis órdenes y las tuyas. Búscalo, probablemente esté con los soldados en el campo de entrenamiento, y llévale el Sello y su correspondiente cinto. Y procura encontrarle alojamiento en otra parte. Ahora, permíteme que me bañe, y entonces cruzaremos el río y le echaremos un vistazo a mi valle. ¡No sabes cuánto lo he extrañado, allá lejos, en el maldito desierto de Nubia!
Cruzaron el Nilo juntos en la barca, montaron en literas cubiertas con baldaquines y fueron transportados al valle. Al apearse, Hatshepsut contuvo el aliento.
—¡A ti, poderoso Amón, te ofrezco esta muestra de mi amor y devoción! —exclamó—. ¡Jamás persona alguna te ha dado semejante prueba de adoración!
Aproximadamente a una cuarta parte de la altura del acantilado colgaba una terraza, aparentemente suspendida en el aire, sujeta al costado de la roca por puro arte de magia. Su hermosa fachada llena de pilares resplandecía con la luz suave y sonrosada del atardecer. Dos de sus lados abrazaban el flanco del valle y el tercero estaba unido a una pared artificial planeada por Benya. No se trataba de un cuadrado, lo cual habría sido una afrenta para el valle, sino de una superficie oblonga que parecía haber estado allí desde siempre, esperando que la mano del hombre la puliera con unos pequeños toques. Pero Hatshepsut sabía bien que detrás de esos delicados pilares había dos santuarios cavados en lo más profundo del acantilado: uno dedicado a Athor y el otro a Anubis. Justo en la mitad del frente había un enorme agujero dentado, alrededor del cual un millar de hombres se agrupaban como abejas sobre miel.
—Ése es el punto en que la siguiente terraza se unirá con la que está terminada, por medio de la rampa de la que ya hemos hablado —le dijo Senmut—. Esta terraza llegará hasta el suelo, y otra más abajo completará el templo. Vuestro propio lugar sagrado está allá dentro, entre los dioses, pero ninguno está terminado aún. ¿Desearía Vuestra Majestad acercarse un poco más?
—No —fue su respuesta—. Seguiré contemplando la marcha de las obras desde aquí, como siempre lo he hecho. Y sólo cuando esté totalmente listo, hollaré la piedra de sus suelos. ¡Has hecho un verdadero milagro, sacerdote! Hubo muchos que aseguraron que era una tarea imposible, pero tu genio ha logrado que mis sueños se hicieran realidad.
Estaba extasiada, como todas las veces que iba a ese lugar, sintiendo la presencia del Dios alrededor de ella, dentro de ella. Pero en esta oportunidad, además, se sentía débil, mareada y con náuseas. Senmut lo percibió y se preocupó, pero Hatshepsut se alejó bruscamente de él y se recostó sobre la litera con los ojos cerrados.
Senmut sintió un toque de alarma. ¿Acaso estaría enferma? ¿Habría contraído alguna enfermedad en las arenas inhóspitas del desierto? Tuvo el tino suficiente de no sugerirle que se acostara y llamara al médico, pero habló del asunto con Hapuseneb y Nehesi. Al día siguiente, cuando la vio aparecer en la sala de audiencias con su aspecto habitual, se avergonzó de haberse mostrado tan alarmista. Sin embargo, siguió vigilándola con mucha atención, mientras las imágenes de Neferu envenenada volvían a acosarlo.
Sentía un gran cansancio, empujado de un lado al otro por sus obligaciones en el templo y el palacio y sus visitas diarias a la obra en construcción, y en más de una oportunidad se vio obligado a delegar en Senmen, su hermano, responsabilidades que habría preferido asumir él mismo. Le disgustaba su tarea en el templo, donde con frecuencia se cruzaba con Menena. Desconfiaba de él. Nunca olvidaría que ese hombre había traicionado la confianza de un faraón y solía preguntarse si Tutmés II jamás sentiría curiosidad acerca de los motivos que llevaron a su padre a destituir de su cargo al Sumo Sacerdote. Finalmente, y para su propia tranquilidad, Senmut colocó espías en la casa de Menena y en el templo, pero no pudo evitar el fuerte presentimiento de que, algún día, ese hombre astuto e intrigante acabaría por significar la ruina de todos.
Dos meses después del regreso de Hatshepsut de las tierras de Kush, Nofret se dio por vencida y decidió abandonar sus intentos de cruzar los extremos del faldellín con que envolvía la cintura de su reina. Dejó caer las manos en un gesto de fugaz impotencia.
—Perdonadme, Majestad, pero estos faldellines os quedan muy chicos. Tal vez deberíais mandaros hacer otros un poco más holgados.
—Lo que en realidad quieres decirme es que debería meter menos la mano en la caja de los dulces —le contestó Hatshepsut sonriendo, hasta que de pronto otra posibilidad la llevó a palparse el vientre con manos inquisidoras.
—Nofret, manda llamar a mi médico. Quiero que venga en seguida. Y no te preocupes —agregó, al ver el ceño preocupado de la mujer—, no creo que se trate de ninguna enfermedad.
Mientras esperaba se sentó en el lecho, ajena por completo a las preocupaciones cotidianas, embargada repentinamente por una mezcla de júbilo y aprensión. Por supuesto, tarde o temprano tenía que suceder, se dijo. ¿Cómo no se me ocurrió antes? He estado tan atareada haciendo la guerra que ni se me pasó por la cabeza la posibilidad de tener un bebé.
Cuando llegó el médico, Hatshepsut le ordenó que la examinara y permaneció tendida en el lecho, muy tensa, mientras él cumplía con esa tarea. Cuando lo vio enderezarse, ella se incorporó con ansiedad.
—¿Y bien? ¿Qué opinas?
—Sería un poco prematuro decirlo en forma categórica, Majestad…
—Claro, claro. La cautela es algo indispensable en tu profesión. Pero ¿no podrías adelantarme aunque sólo fuera una conjetura?
—Creo que Vuestra Majestad está encinta.
—¡Ah! ¡Qué ciega y necia he sido! ¡Egipto tendrá un heredero! —Se puso de pie y su aspecto era resplandeciente—. Nofret, ve a buscar al faraón. Ya debe de haber vuelto del templo. Dile que tengo urgencia por hablar con él.
—Vuestra Majestad deberá evitar por completo los dulces y sólo os estará permitido beber muy poco vino. Debéis acostaros temprano, descansar todo lo posible y no comer demasiados alimentos asados. Asimismo conviene que…
El médico la seguía mientras Hatshepsut recorría acaloradamente la habitación, dándole toda clase de instrucciones con voz cortante y profesional, pero ella ya no le prestaba atención. Tenía sus pensamientos enfocados hacia dentro, hacia su propio cuerpo, sus misterios, su belleza; de pronto el futuro le pareció más precioso que nunca.
Tutmés entró apresuradamente en el cuarto. Había estado observando los trabajos en sus nuevos pilones en el templo cuando Nofret le dio su mensaje. Abandonó el lugar de mala gana, pero la expresión de la mujer le transmitió una sensación de temor que le hizo caminar con una celeridad desacostumbrada. Cuando llegó al palacio de Hatshepsut, prácticamente corriendo, le faltaba el aliento y tenía la cara congestionada.
—¿Qué ocurre? —preguntó, resollando, al ver al médico.
Hatshepsut corrió hacia él con el rostro encendido.
Tutmés se desplomó en la sillita de su mujer y se secó el sudor de la frente.
—No puede ser algo muy grave, pues jamás has tenido un aspecto más sano.
—Tutmés —dijo ella, extendiendo los brazos para que la abrazara—. ¡Egipto tendrá un heredero y seré yo quien se lo proporcione!
Se puso en pie de un salto, contagiado por el estado de ánimo burbujeante de Hatshepsut, le dio un corto abrazo y volvió a sentarse.
Pero ella descubrió en el rostro de Tutmés un dejo de cansancio que le resultó incomprensible.
—¿No te alegras? —le preguntó—. ¿Acaso no te preguntabas si tendríamos alguna vez un heredero, y no te regocija pensar que, ahora que estoy a punto de darle a Egipto el más preciado de los dones, ningún príncipe extranjero ocupará el Trono de Horus?
—Bueno, eso depende del sexo de la criatura —gruñó Tutmés—. Si es una niña, tendremos que buscar un príncipe real.
—¡Se diría que no estás nada contento! ¡A pesar de nuestras incompatibilidades, al menos podrías alegrarte por Egipto!
—¡Me alegra, me alegra! —se apresuró a asegurar—. Por supuesto que sí. Pero sabes que tengo razón, Hatshepsut. Si no es un varón tendremos que empezar de nuevo.
—Y, desde luego, eso significará un enorme sacrificio para ti —se burló ella—. Francamente, Tutmés, me decepcionas.
—Lo siento —respondió él, moviéndose con incomodidad en el pequeño asiento que casi no lograba contenerlo—. Es que…
—¿Y bien? ¿Qué pasa? —Todo su alborozo había desaparecido, y lo enfrentó con las manos apoyadas en las caderas—. ¡Oh! ¿por qué será que todos los tutmésidas son tan difíciles de entender?
—No olvides que tú también lo eres —le contestó Tutmés, irritado—. No creo que exista en el mundo un ser más insondable que tú, Hatshepsut. Lo que ocurre es que ayer recibí una noticia idéntica: también Aset espera un hijo.
—¿Y en qué puede afectarme ese hecho? —le preguntó, sorprendida—. ¡Por el palacio corretean un sinnúmero de bastardos del rey! No veo por qué habría de preocuparme que haya uno más. En cambio mi hijo será absolutamente legítimo.
Tutmés se agitó, incómodo, y bajó la vista.
—También lo será el hijo de Aset. He decidido convertirla en mi segunda esposa.
Hatshepsut quedó con la boca abierta y Nofret y el médico permanecieron inmóviles, con la mirada fija en la espalda rígida de la reina. Hatshepsut clavó la vista en Tutmés hasta que él comenzó a sentirse molesto, y luego se desplomó en el lecho con actitud de total incredulidad.
—A ver si te he entendido bien —dijo con notorio esfuerzo—. ¿Piensas casarte con esa… esa bailarina ordinaria?
—Sí —contestó Tutmés con tono desafiante pero sin levantar los ojos—. Me gusta mucho. En inteligente, cariñosa y capaz de manejar a todas las demás mujeres. Me hace muy feliz.
—¿Con qué criterio juzgas la inteligencia de una persona? —lo increpó Hatshepsut—. ¿Acaso el hecho de ser la mujer de piernas más largas del harén la convierte también en un ser inteligente? ¿Qué otro recurso posees, Tutmés, para evaluar esas dotes?
Pero su intuición le dijo en dónde residía la verdadera fuerza de Aset: hacía sentir al faraón más hombre que el resto de las mujeres, y porque era más astuta que las 'otras esclavas bobas y llenas de sonrisas tontas, él se sentía halagado. Tutmés se enderezó en el asiento y frunció el ceño y en ese enfurruñamiento Hatshepsut reconoció los signos de su voluntad empecinada, lenta en despertar pero luego imposible de dominar. Le recordaba a su padre. Levantó las manos en ademán de exasperada sumisión.
—Muy bien, entonces. Es tu derecho casarte con quien se te antoje. Lo único que lamento es que no hayas elegido a una mujer de la nobleza: la hija de Ineni, por ejemplo, o una de las bellísimas hermanas de User-amun. Esta tal Aset no es digna de un faraón, Tutmés. Es una intrigante, una trepadora, y es posible que te arrepientas de haberla hecho entrar al palacio.
—¡No pienso seguir escuchándote! —rugió Tutmés, presa de uno de los violentos ataques de malhumor que había heredado de su padre—. ¿Desde cuándo posees una intuición infalible? A veces descubres que estabas en un error, lo mismo que yo. ¡Y te aseguro que esta vez te equivocas!
—Es raro que me equivoque, Tutmés —insistió ella—. Como soberana de este pueblo no puedo darme el lujo de juzgar a la gente con desacierto ni con ligereza, y te aseguro que Aset es una mujer mezquina y malvada.
—¡Puras palabras! —se mofó él, impotente frente a la aplomada superioridad de su hermana—. Lo que pasa es que estás celosa y temes que con Aset y su hijo yo te aparte de mi lado.
Lo dijo sólo para defenderse, y Hatshepsut sonrió divertida, pues sabía tan bien como él que eso jamás ocurriría.
—Bueno, sea como fuere —farfulló Tutmés—, no entiendo por qué te opones tan tenazmente. Le tengo mucho afecto, ¿sabes?, y por lo menos ella está donde yo quiero que esté, en el momento en que lo deseo.
—Ya lo sé, ya lo sé —concedió ella en tono más afectuoso, sabiendo que era inútil tratar de convencerlo de la peligrosidad que entrañaba Aset—. Cásate con ella entonces, y convierte a la criatura que lleva en su seno en descendiente real. ¿Qué crees que será: varón o niña?
—Supongo que te resultaría muy gracioso que las dos tuvierais niñas —murmuro Tutmés con amargura—. Entonces habría dos hijas reales pero ningún varón para ocupar el Trono de Horus.
—En ese caso —dijo ella, sonriendo—, mi hija ascendería las gradas del Trono Sagrado, como la única heredera mujer de puro linaje real.
—¡No seas absurda! Ninguna mujer ha ceñido a su frente la doble corona.
—Yo lo he hecho.
—Eso fue diferente. La usaste como Regente, no como faraón.
—No empecemos otra vez con lo mismo. Ya habrá tiempo de sobra para discutir quién tiene más derechos al trono.
—No habrá ninguna discusión —dijo Tutmés poniéndose de pie—. Como faraón, soy yo quien decide quién deseo que sea mi sucesor.
—Siempre y cuando tu heredero se case con una mujer de linaje real.
—Desde luego. Ahora debo irme. Me alegro por nosotros, Hatshepsut, y por Egipto —dijo, y partió.
Hatshepsut se encontraba demasiado distraída como para sonreír ante estas palabras. «Una bailarina ordinaria. ¡No puedo creerlo!», pensó en voz alta. Despidió al médico y se recostó mientras Nofret le aplicaba paños fríos en la cabeza.