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Authors: Pauline Gedge

Tags: #Histórica

La dama del Nilo (42 page)

—¡El parto es inminente!

Entonces un espasmo de dolor la estrujó y le hizo apretar los labios con fuerza y girar la cabeza hacia un lado, en un esfuerzo supremo por no dejar escapar ni un gemido.

Cuando el dolor cedió, el médico se inclinó y le dijo al oído:

—No puedo daros más adormidera, Majestad. De todos modos no serviría de mucho, ya que la criatura está a punto de nacer.

Hatshepsut asintió débilmente e hizo acopio de todas sus fuerzas cuando la última oleada de dolor se abatió sobre ella y pareció devorarla. La frente se le perló de transpiración, pero ella apenas lanzó un tenue quejido, y el grito de la partera le hizo olvidar el dolor.

—¡Una niña, nobles de Egipto! ¡Una niña!

Los hombres se agolpaban para contemplar aunque sólo fuera fugazmente a la princesa, que lanzó un débil sollozo. Por entre ese remolino Senmut vio que Hatshepsut se incorporaba, apoyándose sobre su codo, los ojos más grandes que nunca a causa de la droga, y la tez pálida y transparente como el velo arrugado que la cubría.

—¡Ayudadme a sentarme! —ordenó, y el médico la levantó con gran delicadeza. Entonces ella extendió los brazos para que le dieran la criatura y la apretó contra su cuerpo. Tutmés apoyó una rodilla en el suelo y ella le sonrió como a través de la bruma, todavía flotando en un mar de adormidera—. ¡Una niña, Tutmés! ¡Una hermosa y delicada Hija de Amón! ¡Mira cómo sus dedos diminutos se prenden de los míos!

—Ya lo creo que es delicada, Hatshepsut; y tan hermosa como tú —respondió él, sonriendo—. ¡Pimpollo de la Flor de Egipto!

La besó en la mejilla y se puso de pie, pero Hatshepsut ya no lo miraba; contemplaba ese montoncito de pelo negro acurrucado en sus brazos, y no prestó atención a la nodriza que, impasible, aguardaba al pie de la cama.

Tutmés se dirigió entonces a ese conjunto de hombres aliviados.

—Los documentos aguardan vuestros sellos. El Escriba Anen os acompañará hasta la puerta.

Todo comenzaron a enfilar hacia fuera, entre un murmullo de comentarios.

Senmut se encaminaba también hacia la puerta, pero la voz del lecho lo hizo detenerse. Hatshepsut lo llamó y él se le acercó, inclinándose. Lo acompañaba Pen-Nekheb, que respiraba con cierta dificultad y desplazaba el peso de su cuerpo de uno a otro de sus pies cansados, y ambos esperaron a que ella dulcemente soltara esos dedos pequeñitos de su camisón y sostuviera en alto a la criatura.

—Toma a mi hija, Senmut. —Al ver que él vacilaba, lo apremió—. ¡Tómala! Te nombro Gran Tutor Real. A partir de este momento eres responsable de su salud y su seguridad, y tengo la certeza de que te encargarás de que no sea demasiado consentida ni demasiado exigente. Dejo en tus manos la organización de todo lo referente a la princesa y el cuarto de los niños; y el ama de leche, aquí presente, queda bajo tus órdenes.

Senmut tomó ese paquetito de carne con infinito cuidado y dulzura y, al mirar a la pequeña, se topó con un rostro tan parecido al que él amaba que su vista fue varias veces de una a otra, mientras Hatshepsut se recostaba con un suspiro.

—Tenía que estar segura de que estuviera en buenas manos —les dijo—, pues son muchas las cosas que suceden en un palacio tan grande como éste, y ¿cómo podría estar yo enterada de todo? En cuanto a ti, Pen-Nekheb, te encomiendo su futura educación. Quiero que reciba el mismo tipo de instrucción que yo: que tenga la libertad de estudiar en la escuela y ejercitarse en el campo de entrenamiento, y que ninguna puerta del saber le esté vedada.

Cerró los ojos y, cuando estaba a punto de dormirse, volvió a abrirlos y despidió a ambos hombres.

Pen-Nekheb regresó a su casa a acostarse, pero Senmut fue al cuarto de los niños y colocó él mismo a la pequeña en su cuna de oro, arropándola bien y asegurándose de que un soldado del Ejército de su Majestad montara guardia al otro lado de la puerta y otro, en el jardín, debajo de la ventana alta y angosta. Abandonó el lugar y partió en busca de Nehesi para pedirle que seleccionara algunos hombres más de la escolta personal del rey y los apostara cerca del dormitorio de la niña para reforzar la custodia. Sólo cuando se sintió satisfecho y tranquilo regresó a su pequeño palacio.

Encontró todo en total silencio. Ta-kha'et le había dicho que lo esperaría para que le contara las novedades, pero la encontró dormida sobre la estera, junto a su lecho, así que se acostó sin despertarla. Se sentía muy cansado.

Las celebraciones del templo se prolongaron durante varios días, y a ellas asistieron el faraón y toda su corte. Ta-kha'et tuvo que sacar a relucir sus galas y acudir sola, pues Senmut se pasaba el día en el cuarto de niños, vigilando cada detalle de la crianza de la nueva princesa. El ama de cría tenía leche en abundancia y el resto del personal estaba constituido por mujeres de edad mediana que habían sido seleccionadas del harén por haber pasado muchos años atendiendo a sus propios hijos. Senmut reunió a todas y les dio instrucciones con expresión adusta, recomendándoles que procuraran que la criatura sólo recibiera afecto y paciencia en todo momento. Finalmente partió, a regañadientes, a inspeccionar los nuevos corrales para el ganado de Amón y hablar con Benya, quien se proponía discutir las dimensiones exactas del tercer pilar que debía erigirse en la segunda terraza. Pero no podía dejar de pensar en esa niñita que dormía tanto y parecía tan apática. No era extraño que una criatura del sexo femenino fuese menos movediza y ruidosa que un varón, pero de todos modos Senmut decidió consultar al médico de Hatshepsut al respecto y tal vez conseguir algún encantamiento provechoso de los hechiceros del templo. La eficacia de la magia no terminaba de convencerlo, pero no se perdía nada con probar.

Hatshepsut aguardaba con impaciencia las noticias referentes al nombre elegido para la niña. Estaba levantada, pues prefería su pequeña silla al lecho y, aunque todavía débil y agotada, fue observando que, lentamente, su cuerpo iba recuperando su silueta habitual. Cierto día arrojó a un rincón los velos que la cubrían y se puso nuevamente uno de los escuetos faldellines que siempre le resultaron tan cómodos, fascinada al sentir una vez más la familiar sensación de libertad que le proporcionaban. Cuando se encontraba absorta en la tarea de elegir un cinturón, indecisa, mientras Nofret se los exhibía colgados de sus dos brazos extendidos, anunciaron la llegada del Segundo Sumo Sacerdote de Amón. Inmediatamente Hatshepsut ordenó que lo hicieran pasar y en cuanto lo vio no anduvo con rodeos.

—¡Dímelo enseguida! —exclamó con impaciencia—. ¿Cuál será el nombre?

—Llegar a la decisión fue una tarea prolongada y difícil, pues como Princesa Real de pura estirpe, su nombre debe detentar gran poder y ofrecerle una protección total.

—¡Si, si! ¡Por supuesto!

—El nombre que llevará será Neferura, Majestad.

Las palabras quedaron flotando en el aire. La habitación pareció llenarse repentinamente de un viento helado, una bocanada de aliento fétido y maligno del pasado que le arrebató a Hatshepsut el color de las mejillas y le produjo un escalofrío a Nofret. Hatshepsut, estremecida, lo instó a acercársele.

—Repíteme el nombre, Ipuyemre, pues me parece haber oído mal.

—Neferura, Majestad. Neferura.

—Es imposible —insistió ella—. Es un nombre lleno de poder, no cabe duda; pero no es un poder bueno ni saludable. Han cometido una equivocación.

El Sumo Sacerdote se sintió agraviado por el comentario, aunque trató de no demostrarlo.

—No hay ningún error, Majestad. Los signos fueron leídos infinidad de veces. Se llamará Neferura.

—Se llamará Neferura —repitió ella con voz opaca—. Muy bien. Amón ha hablado y la niña llevará ese nombre. Puedes irte.

Se acercó a la puerta caminando hacia atrás y saludándola con una inclinación, y el guardia le abrió la puerta y luego la volvió a cerrar.

Hatshepsut permaneció sentada con la mirada perdida en el vacío, como en trance, murmurando el nombre una y otra vez.

—Envía a Duwa-eneh a ver al faraón —le dijo por último a Nofret— y ordénale que le comunique cuál será el nombre. Yo no puedo hacerlo. Creo que pasaré el resto del día recostada en el lecho. Neferura —volvió a decir lentamente mientras Nofret le apartaba la ropa de cama para que se acostara—. Qué mal presagio para mi preciosa pequeña. Debería mandar buscar un hechicero y hacer que lea su futuro.

Pero sabía que esas cosas le eran ajenas y que jamás apelaría a los sacerdotes de Seth.

Tutmés envió de regreso a Duwa-eneh con una aceptación formal del nombre, pero no fue a ver a Hatshepsut, sin duda porque —conjeturó ésta— se encontraba con Aset en los aposentos del pequeño Tutmés. Se puso de costado en el lecho, la cabeza apoyada sobre el brazo, la mirada perdida en la penumbra de su habitación, y comenzó a pensar en su hermana Neferu-khebit y el cervatillo, desaparecidos hacía ya tanto tiempo.

A partir de ese momento rehusó levantarse. Senmut le llevaba la niña todos los días; entonces jugaba con su hijita, la acunaba entre sus brazos y le sonreía, pero se negaba a abandonar el lecho. Se sentía invadida por una abrumadora laxitud, una apatía paralizante y destructiva. Día tras día hacia sus comidas, bebía y dormía encerrada en la seguridad de su alcoba. En las salas de audiencia y los despachos de los ministerios, Hapuseneb, Ineni y Ahmose, el padre de User-amun, luchaban a brazo partido para poder hacer frente a una creciente avalancha de trabajo, mientras Tutmés y Aset se dedicaban a salir de caza, a pasear en barco y a toda clase de diversiones y entretenimientos, y tanto sus risas como el sonido del ir y venir de su servidumbre eran una provocación permanente para los oídos de esos hombres agobiados por el cansancio, que comenzaban sus tareas muy temprano y a quienes el amanecer del día siguiente encontraba todavía en sus oficinas.

Senmut trató de hablarle a Hatshepsut de esa gran maquinaria que era Egipto y que, huérfana de su mano rectora, comenzaba a chirriar y a deteriorarse, camino a una lenta pero segura destrucción, pero ella le contestó, irritada, que se ocupara de sus propios asuntos y le recordó que era tarea de los ministros hacer frente a las responsabilidades propias de su cargo.

Hasta había recurrido a Tutmés, sólo porque era la única alternativa que le quedaba, a pesar de que la sola idea de hablar con él le provocaba un tremendo rechazo. El faraón se encontraba a punto de embarcarse con Aset y el pequeño Tutmés para realizar un breve paseo por el Nilo hasta Menfis y rendirle allí homenaje a Sekhmet, así que Senmut tuvo que hablarle mientras los integrantes de su séquito se amontonaban en las gradas que daban al agua, y la barca imperial, empavesada con banderas y gallardetes al viento, se mecía y los aguardaba.

Tutmés no había querido prestarle atención.

—Ya me ocuparé de todo cuando regrese —fue su respuesta, sin apartar la vista de Aset, que ascendía por la rampa y le hacía señas de que se apresurara.

Senmut se volvió, lleno de una furia impotente. Pero cuando Tutmés regresó, sus promesas se diluyeron y los festejos continuaron.

Por último, Nehesi decidió enfrentarse con Hatshepsut. Cierta tarde, en medio de un calor sofocante, entró resueltamente a los aposentos de la reina sin ser anunciado y la encontró sentada en el lecho, desnuda excepto por un velo sutil que le cubría la zona de los muslos, con un ramillete de flores de loto marchitas bajo sus manos laxas y un jarro de vino vacío en la mesita contigua. Le hizo una reverencia pero se acercó deprisa junto a ella y la miró.

—Es hora de levantarse, Majestad —dijo con tono perentorio—. Los días vuelan y Egipto os necesita.

Ella lo contempló con ojos opacos.

—¿Cómo entraste aquí, Nehesi?

—Ordenándole a mí soldado que me dejará pasar.

—¿Qué quieres?

—Yo no quiero nada, Majestad —dijo inclinándose sobre ella con gesto apremiante—, pero vuestro país dama pidiendo que volváis a empuñar las riendas de su destino. ¿Por qué permanecéis confinada en el lecho como si fuerais una criatura enfermiza? ¿Qué ha sido del comandante de los Valientes del Rey? ¡Os aseguro que en este momento no pelearía bajo vuestras órdenes aunque una horda colosal de kushitas nos asediara!

—¡Eso se llama traición! —dijo Hatshepsut con un destello de su antigua severidad—. ¿Quién eres tú, negro Nehesi, para hablarle a tu reina de traición?

—Soy el portador de vuestro sello real, que lleva colgado del cinto un trozo de metal inservible que ya le cansa. Soy vuestro general, que observa cómo vuestros soldados engordan, se inquietan y pierden la disciplina. ¿Por qué no queréis levantaros?

Hatshepsut contempló esos enormes brazos negros y sólidos extendidos como en una súplica, esa cintura gruesa y musculosa, esa cara lisa que irradiaba una vitalidad serena e irresistible, y se movió, incómoda, bajo la fresca sábana de hilo.

—La cabeza me arde como un fuego —dijo—, y tengo una constante opresión. Desde que el sacerdote me comunicó el nombre que llevaría mi hija, no he dejado de sentirme débil, agotada, vencida, como si ese nombre me hubiese quitado todas las energías. No puedo pensar en otra cosa, Nehesi; es algo que me acosa sin cesar.

—No es más que una palabra —alegó él—. Es verdad que, en si mismo, un nombre posee mucho poder, pero es el hombre o la mujer que lo lleva quien debe canalizarlo hacia el bien o hacia el mal.

—Neferu-khebit está muerta —respondió Hatshepsut—. ¿Crees que sólo fue por accidente que su nombre volvió a aparecer en mi vida?

—No —contestó Nehesi, casi gritando—, ¡no fue ningún accidente! Es un buen nombre, un nombre real, un nombre amado por Amón. ¿Acaso creéis que elegiría para la hija de su hija un nombre que le resultara nocivo? ¿O que vuestra hermana murió a causa de su nombre? ¿Creéis que en este momento ella podría maldeciros, con todo lo que la habéis amado y las cosas que habéis compartido? Majestad, ¡con vuestro comportamiento os deshonráis a Vos misma, a vuestra hermana y a vuestro padre Amón!

Nehesi no aguardó a ser despedido: le lanzó a Hatshepsut una mirada de profundo desprecio y partió.

Hatshepsut permaneció acostada, con el corazón latiéndole más deprisa. Las palabras de Nehesi fueron como una sacudida y de pronto se preguntó, llena de pánico, qué hacía recluida en esa habitación cómoda y lóbrega, cuando en el exterior Ra se regocijaba en todos los verdes que despuntaban de la tierra. Pero no se levantó.

Cierta mañana en que Aset no se sentía bien y el resfriado y el dolor de garganta la volvieron nerviosa e irritable, Tutmés fue al cuarto de los niños a ver a su hija. La encontró dormida; siempre parecía adormilada, mientras que el pequeño Tutmés no hacía más que patear, sonreír y luchar por liberarse de la ropa que lo ceñía. El faraón contempló a la niña con aire perplejo y en su frente serena se dibujó una arruga de preocupación.

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