Tanto la criatura como la nodriza se acercaron y se inclinaron ante ella, y al sacudir la cabeza confiadamente, el casco de príncipe que llevaba puesto el niño se le cayó hacia adelante y le cubrió los ojos.
Hatshepsut se arrodilló y lo instó a acercársele. Él deambuló a su alrededor pero no permitió que lo abrazara, y su mirada se paseó sin cesar de Hatshepsut a su madre, mientras se metía el pulgar en la boca y comenzaba a chupárselo con fruición.
Hatshepsut levantó la vista.
—Senmut, ¿qué opinas?
Senmut se encontraba meditando en los años venideros, imaginando al niño convertido en un hombre joven, un Tutmés III arrollador, con voluntad de hierro y modales bruscos. Estaba admirado al ver la expresión calma y la voz firme de la reina, pero sacudió sus pensamientos y se apresuró a contestarle.
—Que sin duda lleva el sello de la simiente real que le dio origen.
—¿Y tú, Hapuseneb?
Hapuseneb asintió lentamente con la cabeza, ocultando sus pensamientos, como de costumbre, tras un aspecto exterior cortés y cordial.
—Veo a vuestro padre, más allá de toda duda —reconoció.
Cuando Hatshepsut se incorporó y le indicó a la nodriza que se llevara al niño, Aset sonrió afectadamente con aire triunfal.
En cuanto ese par de piernecitas macizas se perdió de vista, Hatshepsut se enfrentó a Aset.
—No quiero volver a verlo con ese casco —dijo. Aunque no lo dijo con palabras hirientes y su voz era calma, todos percibieron cierto tono de amenaza—. Mi marido lo ha proclamado príncipe heredero, pero es todavía una criatura y debe moverse con la misma libertad que los demás niños. Procura no llenarle la cabeza con sandeces, Aset, pues en caso contrario tanto tú como él lo lamentaréis mucho.
Aset hizo una reverencia, y su cara de zorra se transformó en una máscara taciturna.
De improviso Hatshepsut sonrió.
—Es un muchachito hermoso, un auténtico y digno príncipe de Egipto, y un hijo del que Tutmés bien puede sentirse orgulloso —dijo—. Cuídate mucho de malcriarlo. Ahora continúa con tu partida de damas. No te molestaré más.
Hapuseneb se agachó, recogió las piezas esparcidas y las colocó solemnemente sobre el tablero. Aset se inclinó una vez más ante la reina y las puertas se cerraron detrás de los tres visitantes.
Cuando quedó nuevamente a solas, Aset permaneció con la mirada perdida en el vacío, el ceño fruncido, mordisqueándose las uñas con sus afilados dientes blancos.
Durante los años siguientes, en tres ocasiones y muy a pesar suyo, Tutmés se vio obligado a ausentarse del palacio para hacer la guerra, y en cada una de ellas Hatshepsut lo vio partir con inmenso alivio. Aunque el faraón no presenciaba las batallas, no empuñaba las armas ni veía derramamiento de sangre, al menos conducía a sus tropas hasta el lugar del hecho y eso lo llenaba de orgullo. Sus generales se encargaban de dispersar sin mucho esfuerzo a las tribus belicosas y de nariz aguileña de los Nueve Arqueros, realizando al mismo tiempo un despliegue del poderío militar egipcio frente a los moradores de la zona occidental del desierto. Durante los periodos en que Tutmés estaba ausente, la construcción del templo soñado y etéreo del valle progresaba como en grandes arremetidas. A su regreso siempre insistía en ir a ver la marcha de las obras, y muy pronto el lugar se convirtió en un terreno neutral para él y Hatshepsut. En ese valle, que Hatshepsut sentía tan suyo, dominado por el señorial acantilado de Gurnet y venerado por cada piedra colocada merced al trabajo agobiador e infatigable de los operarios, ella y Tutmés podían conversar con mayor tranquilidad de temas poco controvertidos y compartir la perspectiva del día en que el templo estuviera concluido y ambos ascendieran por primera vez esa larga y suave rampa, portando incienso para dedicárselo al Dios.
También Tutmés tenía algunas obras propias en marcha, cuyos proyectos compartía con Hatshepsut. En Medinet Habu planeaba erigir un pequeño templo en honor a su persona, y le preguntó a Hatshepsut si no le importaría presentarle a su talentoso arquitecto. En un gesto de jovial magnanimidad y después de burlarse un poco de él, le dio su consentimiento.
Tutmés también encomendó a Senmut los planos de su nuevo templo dedicado a Athor. «Quiero que sea una prueba de gratitud a la Diosa por mi querida Aset», le había dicho el faraón mirándolo con el rabillo del ojo. Así que Senmut se encontró de pronto trabajando para una mujer que instintivamente le resultaba antipática y un faraón al que trataba desesperadamente de respetar; pese a lo cual sacó fuerzas de flaqueza e incorporó los pedidos de Tutmés a la larga lista de tareas que debía llevar a cabo todos los días.
Sentía un afecto entrañable por la pequeña princesa Neferura. Era tan hermosa y frágil como una flor, y cuando jugaba con ella sobre el suelo del cuarto de niños o la contemplaba deambular por el jardín con el andar vacilante de un borracho, Senmut olvidaba las presiones inherentes a sus múltiples cargos. A fin de cuentas, pensó, ya se han cumplido todas mis aspiraciones, y el cuidado de esta criatura representa algo así como la culminación de todos mis anhelos. Pero de alguna manera, al escuchar los susurros más secretos de su corazón, supo que era más, mucho más lo que ambicionaba y que no había hecho sino probar sus propias fuerzas.
Cuando todo Egipto comenzó a girar más y más alrededor de Hatshepsut y ella comprobó, complacida, que no había rincón donde no se respetara su voluntad, se dedicó a cubrir Egipto con estelas, obeliscos y pilones, construidos en mármol, granito gris o piedra arenisca rosada; monumentos que le recordaran permanentemente a su pueblo quién era en realidad la que sostenía las riendas del poder. Mientras tanto, Tutmés seguía cazando y divirtiéndose, sin prestar atención al creciente poderío y popularidad de la reina. Las festividades del Dios se sucedieron, y ambos caminaron por Tebas junto al ídolo de oro, ensalzando y venerando a Amón una y otra vez, mientras las estaciones se desgranaban y las inmutables tradiciones se observaban al pie de la letra. El pequeño Tutmés ingresó al servicio de Amón como acólito del templo bajo la mirada circunspecta de Menena, así que Hatshepsut se topaba con él cada vez que iba al templo a ofrecer sus homenajes: era un muchachito robusto y de expresión agresiva, cuyos dedos aferraban con fuerza el incensario de oro y cuyos ojos la observaban con tanta intensidad que a menudo le impedían orar. También Neferura crecía, con la gracia de la dulce serenidad de su abuela Ahmose, y Hatshepsut cuidó de que en todas las celebraciones públicas la niña estuviese vestida con el lujo que correspondía a una princesa y fuera vista por todos.
Hatshepsut y Senmut no volvieron a pronunciar palabras de amor, pero la profundidad de los sentimientos que se profesaban alcanzó una intensidad nueva por el mismo hecho de verse obligados a sepultarlos en lo más recóndito de su ser. Ella encargó a su escultor personal la realización de una enorme estatua de Senmut sosteniendo a la princesa, que lo obligó a posar durante varios meses. Pero era evidente que el escultor llegó a conocer bien a su modelo, pues cuando la obra estuvo terminada y la descubrieron frente a Hatshepsut, tanto ella como el resto de los presentes quedaron impresionados: el artista la había tallado en granito negro, y la cara serena y fuerte del Superintendente de la Residencia Real los contemplaba sobre la pequeña cabeza arrogante de Neferura con una expresión de advertencia protectora y de plácida intrepidez. La escultura formaba un único bloque macizo de granito, de tal modo que sólo las dos cabezas, una encima de la otra, se erguían sobre el manto largo de Senmut, dentro del cual se refugiaba la princesa. Hatshepsut quedó muy complacida y ordenó que fuera colocada frente al cuarto de los niños para recordar a todos los que por allí pasaran acerca de los peligros a que se exponían si llegaban a hacer algún daño a Neferura.
Y así fue transcurriendo el tiempo, la Noche de la Lagrima llegó y quedó atrás, y en cuatro oportunidades la barca del Dios avanzó por el río enguirnaldada. Hatshepsut se aproximaba a sus veinticinco años con indiferencia, sin advertir cambio alguno en el rostro que todas las mañanas la miraba desde la superficie brillante del espejo, y su cumpleaños llegó y pasó con el mismo ritmo lento y mesurado del resto de sus días colmados con la rutina del gobierno.
Llevó a Neferura al otro lado del río, al santuario de quien llevaba su mismo nombre. En ese templo pequeño y silencioso, de pie junto con el sacerdote Ani frente a la estatua de Neferu-khebit que sonreía desde hacía ya más de una década, le habló a su hija de esa tía que ya no se encontraba junto a ellas. La pequeña elevó sus propias plegarias, las cintas que le sujetaban el negro mechón rozándole los finos hombros y su nariz aguileña y arrogante apretada contra los fríos pies de piedra.
Al contemplar ese rostro perfecto y oval, con ojos oscuros y boca bien formada, que tan perfectamente reflejaba sus propios rasgos, Hatshepsut quedó inundada por una avalancha de recuerdos y una sensación de total impotencia que se negó a abandonarla. Luchó contra esa depresión durante algunas semanas entregándose a sus tareas con redoblado énfasis, hasta que cierta noche tomó una decisión. Se vistió y maquilló con gran esmero, mandó llamar a dos miembros del Ejército de Su Majestad y se encaminó a la alcoba de Tutmés. Mientras aguardaba con impaciencia a que la anunciaran, oyó voces en el interior de la habitación y, cuando la hicieron pasar, vio que detrás del lecho real una puerta se cerraba suavemente. Era obvio que esa noche Aset dormiría sola.
Tutmés estaba acostado, tomando vino como de costumbre, la cabeza descubierta y lustrosa. La habitación destilaba el olor penetrante del perfume de Aset, que comenzó a mezclarse con la mirra de Hatshepsut cuando ésta avanzó y se inclinó. Él se sentó en posición bien erguida y se quedó mirándola y, cuando ella se enderezó permaneciendo en silencio, Tutmés no tuvo más remedio que carraspear y preguntarle qué deseaba. No confiaba en Hatshepsut. Esa nueva visión de una mujer hermosa y a la vez abyecta, vestida de amarillo, que aguardaba con los ojos bajos y la cabeza gacha, lo hizo ponerse a la defensiva. Giró el cuerpo y bajó las piernas del lecho.
—¿Qué haces aquí? —gruñó con displicencia, cruzándose de brazos.
Ella se estremeció pero no levantó la cabeza.
—Vengo a que me brindes tu consuelo, Tutmés. Me siento muy sola.
Esas palabras lo desconcertaron y arrancaron nuevos gruñidos de su boca, pero ya el perfume de Hatshepsut y su voz comenzaron a surtir efecto y sintió que el viejo deseo volvía a encenderse en él.
—No te creo —le dijo lisa y llanamente—. ¿Desde cuándo has necesitado mi consuelo? Y si te sientes sola, cosa que dudo mucho, ¿qué ha sido de tu corte de fervientes admiradores?
—Hace mucho tiempo, tú y yo solíamos brindarnos mutuo bienestar —contestó ella con mucha calma y en voz baja—, y confieso que he comenzado a añorar tu cuerpo, Tutmés. Me despierto por las noches consumida por el deseo, y tu imagen me impide conciliar el sueño.
En ese momento Hatshepsut levantó la cabeza y, detrás del temblor suplicante de su boca sensual y de los gestos armónicos y elocuentes de sus manos teñidas de rojo, él alcanzó a detectar un fugaz destello de burla sofocado de inmediato. Tutmés saltó de la cama y se puso a gritar.
—¡Mientes, mientes! ¡No me deseas en absoluto! Estás aquí con otro propósito y no puedes ocultármelo, Hatshepsut. Tú misma me expulsaste de tu lecho y jamás te has retractado de tus palabras.
Ella se le acercó y le apoyó las manos en los hombros; mientras le respondía, comenzó a masajearlos suavemente, y luego sus dedos descendieron al blanco abdomen de Tutmés.
—Pero no llegué a jurarlo por el Dios.
—¡Sí, lo hiciste! ¡Déjame tranquilo! —Pero no la apartó de su lado.
Ella se le acercó más y besó el cuello de su marido.
—En aquella oportunidad te hablé en pleno arrebato de cólera —susurró Hatshepsut—. Déjame que te hable ahora de otro sentimiento que me consume.
Con los últimos vestigios de autocontrol que le quedaban la tomó bruscamente de los brazos y la obligó a sentarse, instalándose luego a su lado sobre la cama. Se oyeron unos golpes en la puerta contigua y Tutmés gritó que quienquiera que fuese se largase. Luego miró a Hatshepsut, quien le sonreía, respiraba agitadamente y tenía el cabello revuelto y las mejillas arreboladas.
—No tolero que nadie me ponga en ridículo —dijo con tono amenazador—. Te echaré inmediatamente de aquí si no me dices qué es lo que deseas en realidad. —Eso la hizo sonreír aún más, pues sabía que jamás se animaría a cumplir sus amenazas—. Vamos, ¡dímelo! —la urgió, acariciando ya la secreta esperanza de derribarla sobre la cama, y ella se dio por vencida.
—De acuerdo, pero te advierto que lo que dije era cierto, Tutmés. De veras quiero compartir tu lecho esta noche.
—¿Por qué?
—¡Qué astuto te estás volviendo, hermano mío! ¿No lo adivinas?
—No, no puedo imaginármelo siquiera. Me desagrada participar en este tipo de juegos contigo, Hatshepsut, pues siempre te las ingenias para ganarme.
—Y perderás una vez más, pues casi no puedes reprimir los deseos que sientes de hacerme el amor. Pues bien, he decidido que quiero tener otro hijo.
—¿Eso es todo?
—¿Te parece poco? Es algo importante, muy importante. Pero, respondiendo a tu pregunta, sí, eso es todo.
Tutmés se quedó escrutándola para tratar de descubrir si se estaba mofando de él, pero la mirada límpida e inocente de Hatshepsut disipó sus temores.
—¿Por qué quieres otro hijo? Ya Tutmés y Neferura han asegurado el Trono a Horus para Egipto.
—Eso será conforme a tus designios, quizá, pero no a los míos. Es posible que haya cambiado de opinión con respecto a permitirte que compartas mi lecho, pero sigo oponiéndome inflexiblemente a que cases a Neferura con Tutmés.
—Pero ¿por qué, Hatshepsut, en nombre de todos los dioses? ¿Por qué, por qué? ¿Qué demonio te posee? ¿Qué pensamientos pueblan esa incomparable cabeza tuya? Tutmés tiene todo lo necesario para ser un faraón poderoso y Neferura es preciosa y será una consorte perfecta. ¿Qué tiene eso de malo?
—Tutmés tendrá las dotes necesarias, pero no es hijo mío —dijo ella con dulzura, los ojos entreabiertos—, y mi Neferura necesitará algo más que belleza y voluntad para caminar todos los días de su vida detrás del faraón. Quiero en el Trono de Egipto a un faraón de mi propia sangre, alguien que sea todo mío.