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Authors: Pauline Gedge

Tags: #Histórica

La dama del Nilo (20 page)

BOOK: La dama del Nilo
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Mientras hablaba, Senmut se descubrió mirándola con frecuencia, recorriendo con los ojos su cabello agitado por el viento, su perfil puro y armonioso. Se sentía atraído hacia ella; estaba a un tiempo fascinado y avergonzado por la pasión que bullía en él. Hatshepsut era un ser remoto, una diosa; no está bien que sintiera por ella lo mismo que experimentaría por cualquier esclava de un despacho de cerveza. Sin embargo, no era sólo eso. Entre ambos existía un afecto implícito, un reconocimiento de la intervención del destino en su relación, ese mismo destino que había sembrado dentro de él las semillas de la ambición y que las había cultivado durante los años de pesado trabajo en el templo. Comprendía que, como hijo de un campesino, no le correspondía estar en ese lugar. Pero también sabía que era el destino el que lo había colocado precisamente allí, a bordo de la Barca Real.

Sintió la mirada escrutadora de las mujeres, pero en cambio no percibió la admiración que suscitaba en ellas. No soñaba siquiera que pudieran verlo como un joven alto que poseía la gracia de la legendaria pantera y un rostro provocativamente sensual. Más aún: un hombre en cuya frente amplia y manos rápidas y hábiles se advertía el sello del poder.

Poco antes del atardecer, el paso del barco espantó a una bandada de gansos blancos que levantaron vuelo ruidosamente de los pantanos, y ella le entregó su lanza corta sin decirle una palabra. Era un desafío.

De pronto, por su mente cruzó como un relámpago el recuerdo de los años de infancia pasados en la granja de su padre, las peleas simuladas con su hermano Senmen, los dos resoplando bajo el peso de los enormes garrotes de madera. Esa suerte de arma de juguete que en ese momento tenía en las manos le resultaba ligera y equilibrada; la levantó, apuntó y la arrojó. Salió disparada en línea recta hacia su blanco, y el ave cayó pesadamente. Senmut oyó un murmullo de aprobación.

Menkh le palmeó la espalda y Hapuseneb arqueó las cejas.

—Tienes muy buena puntería para ser un sacerdote, sacerdote —dijo Hatshepsut, con los ojos entreabiertos.

Senmut se volvió hacia ella más bruscamente de lo que era su intención, destilando ira por todos los poros.

—Mi padre es campesino —afirmó—. Y no es precisamente con este tipo de armas que los campesinos enseñan a cazar a sus hijos.

—Ya lo sé —fue la simple respuesta de Hatshepsut, y la furia de Senmut se desvaneció.

El barco se arrimó a la orilla y los criados bajaron la rampa, pero ninguno de los dos se movió. Fue Menkh quien corrió a buscar el ave abatida y luego la presentó con una alborozada reverencia.

Hatshepsut acarició las plumas blancas.

—Llévatela —le dijo a Senmut—. Haz que los cocineros la preparen, y tal vez la comamos juntos.

Él la tomó con cautela, sin decir una palabra, pero entonces ella rompió a reír, sacudió la cabeza, y navegaron de vuelta a Tebas quietos uno junto al otro, en aquella tarde ventosa y dorada.

Cuando desembarcaron, lo envolvió un sentimiento que con frecuencia lo asaltaba durante la infancia, cuando acompañaba a su padre al mercado del pueblo para comerciar el maíz, el lino, los frijoles, los melones y las hortalizas: la felicidad y el cansancio de lo desconocido, lo inesperado, pero también la tristeza de cuando todo llegaba a su fin.

Se quedó parado en lo alto de las gradas del desembarcadero, frente a las columnas amarillas, azules y rojas salpicadas por el sol, sintiéndose perdido. Menkh y Hapuseneb se despidieron cordialmente de él y se embarcaron en sus respectivos esquifes, donde sus criados los aguardaban para llevarlos de regreso a sus casas. Los que habían formado parte del grupo echaron a andar por la avenida de sicomoros en dirección al palacio. Ya Ra estaba bajo en el cielo, desplazándose lentamente hacia el oeste, despojado de su abrasadora blancura y ataviado, en cambio, con un suave tono bronceado que lo teñía todo de oro. Senmut levantó la cara y cerró los ojos, en un gesto de súbito y sorpresivo amor hacia el Dios que le había regalado ese día.

—¿Te gustaría conocer a mi padre?

Sintió su voz muy próxima y giró la cabeza hacia ella con cierto desconcierto, imaginando por un instante que lo estaba invitando a navegar en la Barca Celestial. Su cutis cobrizo parecía encendido por el sol y su cabello lanzaba destellos luminosos. Estaba tan cerca de él que Senmut pudo percibir su perfume, el perfume sagrado, la mirra.

—Has estado muy callado hoy, sacerdote —siguió diciendo ella—. ¿Ha sido un día auspicioso para ti?

—No lo sé —respondió con cierta torpeza—, pero sin duda ha sido un día inolvidable.

Seguía aferrando el ganso, pero había perdido su bolso en alguna parte.

—Dame el ave —dijo Hatshepsut—; lo haré asar especialmente, y tú, yo y mi padre lo comeremos juntos. Ve y descansa un rato; te mandaré llamar. ¿O prefieres dejar las cosas como están y volver a sumergirte en tus planos de arquitectura?

Senmut sabía que ella se refería a algo más que a la cena con el faraón.

—No, Hermosa entre las Hermosas —dijo en voz baja—. Y gracias por este día.

—¿Un día de iniciación? Me alegro de que lo hayas disfrutado.

Él hizo una reverencia y Hatshepsut se alejó, seguida por su cortejo de mujeres que parecía un racimo de burbujas iridiscentes; entonces Senmut echó a andar con lentitud hacia la oficina de Ineni y su propio cuarto pequeño.

Lo fueron a buscar puntualmente a la hora de la cena y él siguió a la esclava por entre la penumbra. Los jardines se encontraban envueltos en una cálida oscuridad, pero en el palacio las lámparas ardían y los salones y atrios estaban saturados con el aroma de comida y el enérgico chasquido del incesante ir y venir de pies calzados con sandalias. La esclava lo dejó junto a las puertas dobles del salón de banquetes donde se encontraba el jefe de heraldos, listo para abrirlas y anunciarlo. Senmut comenzó a balbucear su nombre, pero el hombre levantó una mano, hizo girar las puertas en sus goznes y entonó en voz alta: «Senmut, sacerdote del Poderoso Amón, arquitecto», y él se encontró de pronto caminando hacia la multitud. El salón le pareció inmenso, tanto como el atrio exterior del templo, con un techo que se perdía en la oscuridad a pesar de los cientos de lámparas encendidas que colgaban de las cavernosas paredes. La gente deambulaba entre las elevadas y esbeltas columnas que se alzaban a lo largo del suelo de baldosas blancas o aguardaban en grupos, bebiendo vino y conversando. En el otro extremo, el salón se abría a una verdadera selva de columnas que desembocaban en la noche que inundaba los jardines. Una leve brisa le rozó la cara, mezclándose con el aroma de los perfumes y los aceites. Puesto que todavía era primavera, las diminutas mesas esparcidas aquí y allá como al azar a la espera de los comensales, estaban cubiertas con flores de los árboles: capullos blancos de sicómoro, anaranjados de granado, fragantes capullos de persea de color verde amarillento y, además, un verdadero mar de flores de loto celestes y rosadas diseminadas entre los almohadones.

Una pequeña esclava, desnuda y tímida, casi una criatura, se le acercó y, después de saludarlo con una reverencia, le colocó sobre la cabeza un cono de perfume. Inmediatamente apareció un esclavo, quien también le hizo una profunda reverencia.

—Os ruego me sigáis, noble Senmut —le dijo respetuosamente.

Senmut experimentó la súbita tentación de lanzar una carcajada al oír ese título inmerecido, pero lo siguió obedientemente.

Se abrieron camino entre la gente hasta llegar a un pequeño estrado, a mitad de camino entre la puerta y la columnata que daba al jardín. El criado indicó un grupo de cuatro pequeñas mesas de oro, cuya superficie estaba cubierta de flores y cuyas patas se hundían entre los almohadones. Cerca, alrededor de la tarima, había otras mesas semejantes pero el criado, al ver la vacilación de Senmut, le hizo seña de que subiera.

—Esta noche cenaréis con el faraón —le dijo y, cuando Senmut, un poco cohibido, ascendió los dos escalones y se quedó allí, indeciso, agregó—: ¿Deseáis un poco de vino?

Senmut asintió y el criado se perdió entre la multitud. El calor de la noche y la tibieza del cuerpo de los asistentes ya estaban comenzando a derretir los conos pardos de cera que coronaban sus cabezas, y el perfume se les escurría por la nuca. Senmut, aguardando el vino con la boca seca y los nervios de punta, se sintió también rodeado por ese miasma espeso, pero no le resultó desagradable. Por fin llegó su vino, presentado en un botellón de oro batido tan delgado que le pareció ver a través de él el contorno de sus manos cuando lo tomó y se sirvió. Por el rabillo del ojo, y por encima del mar de cabezas que se movían sin cesar, observó que por fin las puertas se abrían de par en par y del otro lado, por entre la penumbra, hubo un centelleo de piedras preciosas. La conversación cesó y sólo se oyó el juguetear caprichoso de la brisa. El jefe de heraldos tomó aliento y levantó la voz.

—Horus, el Toro Poderoso, Amado de Maat, Señor de Nekhbet y Per-Uarchet, el que ostenta la Diadema con el Uraeus, El que da Vida a los Corazones, Hijo del Sol, Tutmés, que vivirá por siempre jamás. La Gran Esposa Real Ahmose, Señora de las Dos Tierras, Gran Dama, Hermana Real, Bienamada del faraón. El príncipe heredero Hatshepsut Khnum-amun, Bienamada de Amón, Hija de Amón.

Todos se arrodillaron, extendieron los brazos, inclinaron la frente y el suelo del salón se convirtió en un mar de cuerpos que se mecía como las olas de un lago.

Senmut, expuesto en el estrado, también se postró y cierto malestar comenzó a embargarlo. ¿Qué pasaría si no le caía bien al faraón? ¿O si decía algo fuera de lugar y se le ordenaba que abandonara el recinto? La perspectiva de una posible deshonra lo espantaba aún más que la idea de la muerte. Estos pensamientos desfilaron velozmente por su mente mientras apoyaba la cabeza sobre un almohadón y volvía a levantarla, y pronto estuvo nuevamente de pie, contemplando el cortejo real que se abría paso por entre ese mar de adoradores.

De cerca, el faraón transmitía una autoridad mucho más imponente que la de aquella figura rechoncha que Senmut había visto caminar por la avenida rumbo a Luxor. Sus hombros eran más anchos, sus piernas, más musculosas; su cabeza, más beligerante y de aspecto taurino; sus ojos, más penetrantes, observándolo todo, sin que nada se le pasara por alto. Esa noche sus vestiduras eran amarillas, uno de sus colores favoritos. Su faldellín era amarillo, salpicado con dorado, y sus sandalias tenían adornos de oro. Su pectoral consistía en dos manos de cristal, cuyos dedos dibujados en oro sostenían la turquesa azul que simbolizaba el Ojo de Horus, con incrustaciones de amatista y fina loza esmaltada azul de Faenza que su Visir del Bajo Egipto le había regalado esa misma tarde. El tocado de cuero de Tutmés era también amarillo y sus dos laterales le llegaban casi hasta la cintura, sobre su brillante frente se erguían la Cobra y el Buitre, cuyos ojos helados de cristal parecían contemplar a la multitud.

Senmut estudió a Ahmose con franco interés. Nunca había visto a la madre de Hatshepsut y se sintió un poco decepcionado, pues no las encontró nada parecidas. Era una mujer sonriente y regordeta, querida por todos por la dulzura de su carácter, pero sin rastros del fuego, la vivacidad y la chispa de su hija.

Finalmente, cuando el Portador del Abanico de la Mano Derecha del Rey y otros funcionarios que abrían un sendero entre la muchedumbre estuvieron prácticamente encima de él, Senmut vio a Hatshepsut. Seguía usando un atuendo de muchachito y su faldellín se balanceaba algunos centímetros por encima de sus rodillas, pero esa noche resultaba imposible que nadie se equivocara con respecto a su sexo. Los párpados que ocultaban sus ojos negros estaban cubiertos con una capa de verde intenso rodeada de refulgente kohol. Su boca generosa estaba pintada de rojo y en las trenzas de su cabello negro y lustroso se destacaban una serie de capullos blancos. Sobre la cabeza llevaba una corona de filigrana de plata tan delicada que parecía entretejida con su pelo. La plata le rodeaba asimismo el cuello y le acariciaba los hombros, y serpientes de plata le reptaban por ambos brazos, sus colas y cabezas chatas labradas en calcedonia. También su cinturón era de plata, lo mismo que sus sandalias, y si bien esa tarde había resplandecido y brillado con las tonalidades cálidas y doradas del mismísimo Sol, esa noche refulgía con la luz fría y pálida de la luna llena. Senmut se sintió completamente fuera de lugar y tuvo miedo.

Los emblemas del faraón fueron depositados al pie de la plataforma y los funcionarios desaparecieron. Tutmés ascendió pesadamente los escalones y se instaló en los almohadones. Ahmose se ubicó a su lado y Hatshepsut fue a sentarse junto a Senmut con la cara iluminada por una sonrisa. El faraón ordenó que se sirviera la comida y todos los asistentes tomaron asiento frente a sus mesas.

—Me alegro de que estés aquí —le dijo Hatshepsut a Senmut—. Y también tengo un hambre espantosa. Tu ganso aparecerá de un momento a otro, y entonces sabremos si tienes o no buen ojo para la carne tierna. Bueno —se inclinó por encima de su madre y dio unos golpecitos sobre la rodilla de Tutmés—: padre, éste es el sacerdote del que te he hablado. No te incorpores de nuevo, sacerdote; ya has hecho suficiente ejercicio por hoy.

Senmut se encontró atrapado en la mirada más escrutadora y penetrante que jamás había visto. La atenta evaluación a que Ineni lo había sometido no fue nada comparado con ese profundo sondeo. Los ojos de Tutmés lo acorralaron y procedieron a analizarlo centímetro a centímetro, y Senmut tuvo que apelar a toda su fuerza de voluntad para no desviar la mirada. Al cabo de un momento que le pareció eterno, el faraón lanzó un par de gruñidos.

—Eres un jovencito escurridizo —dijo con voz grave y áspera pero no exenta de bondad—. Durante muchas semanas mi inspector de Obras me ha hablado de ti, pero jamás he llegado a ver siquiera tu sombra. Ineni tiene una muy buena opinión de ti: afirma que tienes talento e imaginación. Mi hija te aprecia. Eres realmente afortunado. —Cuando su esclavo se inclinó para servirle el primer plato, Tutmés despejó la mesa con un movimiento del brazo y las flores fueron a dar sobre el amplio regazo de Ahmose—. ¿Ese zarrapastroso faldellín sacerdotal es todo lo que tienes que ponerte? ¿Dónde está tu peluca? ¿Y bien? ¿Tampoco tienes voz?

Hatshepsut contemplaba la escena mientras que en sus labios rondaba una sonrisa divertida.

Senmut contestó con la misma prudencia con que lo hizo cuando le presentaron Hapuseneb.

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