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Authors: Pauline Gedge

Tags: #Histórica

La dama del Nilo (22 page)

BOOK: La dama del Nilo
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—¡Desde luego, Alteza! ¿Dónde queda ese sitio?

Ella señaló hacia el oeste, al otro lado del río.

—Está allá, oculto. Es un valle, el lugar de descanso del gran Mentuhotep-hapet-Ra. No puedo decirte nada más hasta que lo hayas visto. Iremos mañana. Te espero en el desembarcadero una hora después del amanecer. Y trae tus sandalias, pues en algunos trechos el camino es rocoso.

—Allí estaré. Pero ¿por qué yo, Alteza? ¿De qué manera puedo ayudaros?

—Te contaré mi sueño y lo comprenderás. Ineni podría escucharme pero jamás lo entendería, por mucho que lo intentara. En cambio, tú y yo, sacerdote, nos hemos probado mutuamente, aunque no hayamos estado juntos ni diez veces. Tú me conoces bien. ¿No es así?

—Os reverencio, príncipe, pero no creo que nadie llegue jamás a conoceros. Creo que confiáis en mí, y que eso es lo que queréis decirme. No me teméis porque no soy nadie, sólo un humilde sacerdote
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.

—Dejaste de ser un humilde sacerdote
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en el preciso instante en que compareciste delante de Ineni —le replicó ella—. Pero ¿qué eres exactamente ahora?

Cuando sonaron las trompetas anunciando la cena, ella fue la primera en agitarse.

—Esta noche no tengo ganas de comer. Vete ahora, sacerdote; nos veremos mañana.

Era una orden. Senmut se puso de pie torpemente y la saludó con una reverencia, pero ella ya no lo miraba: escrutaba intensamente por encima de los jardines, como si con un esfuerzo de voluntad le fuera posible atravesar la oscuridad y contemplar su valle. Senmut bajó la escalera corriendo. Ya no se preguntaba cuál sería su destino: estaba listo para aceptarlo.

Al día siguiente se apresuró a acudir al muelle y la encontró esperándolo de pie en la cubierta de su pequeña embarcación de caza, con su portador de abanico junto a ella. Hatshepsut estaba envuelta en un manto de deslumbrante lino blanco para protegerse del calor, pero su portador de abanico era un nubio negro como la noche. Después de hacer la reverencia, Senmut trepó ágilmente a bordo y los sudorosos marineros hicieron avanzar la barca.

—Sentémonos debajo del toldo —dijo ella—. Ya hace demasiado calor. Mi padre me autorizó a ir pero me previno que no me internara en las colinas más de lo necesario. Pero con este calor, no sé siquiera si daré un paso —comentó, señalando una litera plegada a un costado del barco con el parasol apoyado sobre ella. Luego lo miró con aire crítico—. Deberías usar kohol para protegerte los ojos del resol—. ¡Ta-kha'et!

De la cabina asomó una esclava que permaneció de pie, aguardando, con los ojos entornados por la fuerte luz solar.

—¡Trae la caja de cosméticos y los pinceles! —le ordenó Hatshepsut, y la muchacha echó a andar por la cubierta con un extraño movimiento cadencioso que cautivó la atención de Senmut—. Ésa es Ta-kha'et, mi esclava más reciente —comentó Hatshepsut al advertir la mirada aprobadora de Senmut—. Es dispuesta y obediente, pero también callada. —Cuando la muchacha regresó, le dijo—: Toma el kohol y unta a este sacerdote. —Eligió un pincel y se lo entregó a la esclava—. No le apliques demasiado y apresúrate. Ya casi hemos llegado a la Necrópolis.

Ta-kha'et se arrodilló delante de Senmut, abrió la caja de cosméticos y la apoyó sobre la cubierta. Su rostro estaba impasible, pero cuando mojó el pincel en el frasco negro, sonrió.

—Os lo ruego, Señor, cerrad los ojos —le dijo, y Senmut obedeció, y luego sintió el aleteo de sus manos cálidas sobre las mejillas y el pincel mojado y fresco que le recorría los párpados—. Ahora abridlos —dijo Ta-kha'et.

Su pequeño rostro ovalado, con ese par de ojos verdes y el flequillo pelirrojo, estaba tan cerca del suyo que, con un leve movimiento, sus narices habrían chocado. La contempló mientras llevaba a cabo su tarea, la punta de la lengua asomándole entre los dientes y su aliento exhalando un aroma a dulces y a semilla de anís. Cuando concluyó, se sentó hacia atrás apoyándose en los talones para examinar su obra y, tras una orden de Hatshepsut, se apresuró a cerrar la caja y a desaparecer con su andar armonioso. El esquife golpeó levemente contra la escalinata de los muertos y ambos se incorporaron.

—Ha hecho un buen trabajo —comentó Hatshepsut, mirándolo—. El kohol te favorece. Ahora debemos apresuramos, pues nos espera un camino largo. Creo que haré que me lleven. ¡Bajad la litera! —ordenó a los marineros.

Senmut la siguió hasta la orilla, donde desplegaron la litera. El nubio abrió el parasol, que arrojó un pequeño círculo de sombra sobre el suelo, y Hatshepsut se acomodó en la litera, apoyándose sobre un codo para poder conversar con Senmut mientras avanzaban.

Iniciaron la marcha y muy pronto ella se sumergió en el silencio con la mirada perdida hacia adelante y expresión meditabunda. Senmut, el nubio y los dos criados que portaban la litera comenzaron a transpirar profusamente con las oleadas de calor, que parecían brotar de la arena y de las rocas y hacían que todo bailoteara frente a sus ojos. Poco después el sendero viraba bruscamente hacia la derecha, pero Senmut observó, un poco más allá, otro camino, más nuevo y más amplio que arrancaba del que transitaban y continuaba en línea recta hasta perderse en el acantilado, donde las rocas rozaban con el desierto. Senmut advirtió también que estaba surcado por huellas de bueyes y hollado por el paso de muchos pies. Se sintió intrigado al respecto pero giró hacia la derecha cuando Hatshepsut así lo ordenó, y comenzaron el lento ascenso por la senda sinuosa.

Las piernas comenzaron a dolerle, pero siguieron subiendo. Justo cuando sentía que no podía dar ni un paso más a menos que tomara un poco de agua, se adentraron en la sombra del acantilado y Hatshepsut ordenó hacer un alto en la marcha. De algún lugar de la litera salió a relucir un botellón y todos bebieron. Hatshepsut ordenó que los marineros permanecieran allí y le indicó al nubio que los acompañara con la sombrilla.

—Es sordo —comentó descuidadamente—, así que podemos hablar con total libertad.

Ella, Senmut y el imponente negro reiniciaron la marcha. No habían avanzado mucho cuando de pronto se abrió delante de ellos un valle profundo y amplio, cuyo terreno se prolongaba, llano, hasta otro grupo de acantilados que lo rodeaban por sus tres lados. Se detuvieron al unísono y Hatshepsut suspiró.

—Mira, el sagrado lugar de descanso de Osiris Mentuhotep —dijo.

Permanecieron en silencio y, de pie bajo la sombra del parasol, Senmut se sintió anonadado. No cabía duda de que era un lugar sagrado; un lugar secreto y magnífico que lo hacía sentir un intruso, un ser insignificante y vacío. El sol se derramaba sobre el valle como de un recipiente inagotable y ardiente, sin que ningún sonido perturbara su sueño.

—Es aquí donde quiero construir —dijo Hatshepsut, con una voz tan tenue que apenas se alcanzó a oír en ese silencio oprimente—. Éste es mi valle sacrosanto, un monumento adecuado para mi Ser Sagrado. En los años venideros los hombres podrán venir aquí a rendirme culto. Pero ¿cómo construir un templo que me haga justicia? ¿Un monumento cuya belleza compita con la mía? No imagino en él una pirámide como la del poderoso Mentuhotep, pues, en mi opinión, la imponencia de los acantilados la hace parecer insignificante. Pero, entonces, ¿qué? ¿Crees que podremos planear juntos una joya adecuada para engarzarla en la corona de estas inmensas rocas?

Senmut no respondió. Ya su mente de arquitecto estaba atareada calculando distancias, evaluando proporciones, midiendo alturas. Sin darse cuenta comenzó a caminar hacia adelante. Hatshepsut y el nubio lo siguieron, avanzando lentamente por esa superficie arenosa. La pequeña pirámide pareció acercarse a ellos pero, incluso después de haber recorrido la mitad del trecho que los separaba de ella, seguía ofreciendo un aspecto pequeño, fuera de lugar. Senmut se detuvo, frunció el ceño y giró la cabeza en dirección a Hatshepsut, quien entonces se le acercó, envuelta en su manto, buscando con sus ojos negros su mirada.

—Aquí podría erigirse el templo más grandioso del mundo —dijo Senmut pausadamente—. Habéis elegido el lugar con gran acierto, Poderosa Alteza. Lo que yo imagino aquí es algo más bien etéreo y fresco, tal vez un conjunto de columnatas. Algunos ángulos, si, pero ningún pico pronunciado que compita con las rocas del fondo. Debo pensarlo mejor. ¿Me otorgáis vuestro permiso, Alteza, para venir aquí de nuevo a recorrer el lugar y meditar?

—Ven cuantas veces quieras —le respondió—. Y cuando tengas una idea más precisa o concreta, comenzaremos a construir. ¿Qué opinas de un santuario, enclavado en las raíces mismas del acantilado, donde mi efigie pueda reposar y escuchar las plegarias?

—Sería posible, pero necesitaría la ayuda de un buen ingeniero, uno que ame la roca y la conozca palmo a palmo.

Pensó inmediatamente en Benya; él sabría dónde practicar los cortes y qué profundidad darles; la tallaría con la total seguridad que le otorgaba su experiencia y la pasión que ponía en su trabajo. Pero sólo los dioses sabían dónde se encontraba, pues había partido con Ineni para participar en un proyecto secreto del faraón. Senmut le habló a Hatshepsut de Benya y la actitud de ella cambió.

—¿Es tu amigo? —preguntó—. ¿Es un buen ingeniero? Debe de serlo, pues de lo contrario no estaría trabajando con Ineni.

Levantó entonces la vista y miró hacia atrás, hacia el otro camino que serpenteaba hasta lo alto del acantilado y continuaba más allá.

Senmut intuyó cierto desasosiego en ella.

—¿Es preciso que sea él?

—Lo conozco bien, Alteza, y confío en su juicio. Trabajaremos muy bien juntos.

—Quizá sea imposible —replicó con brusquedad—. Tal vez no regrese.

Una vez más lanzó una mirada hacia la cima del acantilado.

Senmut se sintió invadido por un extraño temor, un temor que ella le transmitía y que la particular atmósfera de ese lugar intensificaba; pero supo que no debía preguntarle el porqué de sus palabras.

Ella se envolvió más en la túnica y cruzó los brazos. El nubio permanecía inmóvil como una estatua de piedra. Ambos se habían olvidado por completo de su existencia.

—Veré qué puedo hacer —dijo Hatshepsut ásperamente—, pero no te prometo nada. Sólo mi padre tiene en sus manos el poder de hacer regresar a ese tal Benya o dejar las cosas como están.

—Es un hombre sumamente valioso —se apresuró a añadir Senmut.

Ella sonrió y su expresión se iluminó.

—Como tú, Senmut —dijo en voz muy baja.

El inesperado empleo de su nombre de pila en labios de Hatshepsut le produjo una oleada de gozo.

—Yo os venero, Alteza —susurró él, sabiendo que era verdad—. Os serviré hasta la muerte.

Al percibir que esas palabras le habían brotado de lo más profundo de su corazón y no eran la lisonja fácil y hueca de un cortesano adulador, ella le tomó una mano y la sostuvo un momento entre las suyas.

—Hace mucho tiempo que lo sé —respondió—. Y también sé que, tanto si te colmo de favores como si te envío a prisión, tu corazón me pertenece. ¿No es así?

—Sí, así es —replicó con una sonrisa, y echaron a andar lentamente hacia la litera y los criados que los aguardaban medio sofocados y soñolientos por el calor.

La mañana siguiente fue llamado bien temprano para comparecer ante el faraón. Encontró a Tutmés en la oficina del Visir del Sur, caminando por el recinto en uno y otro sentido, con un revoltijo de papiros y despachos en las manos. Cuando anunciaron a Senmut, el faraón los arrojó sobre el escritorio mientras el padre de Useramun se despedía con una reverencia.

Tutmés parecía disgustado y Senmut aguardó con ansiedad, preguntándose qué habría hecho de malo. Esa mañana el Toro Poderoso le recordaba a su viejo maestro, y se quedó mirando esa espalda musculosa que se alejaba hasta el otro extremo de la habitación, giraba y luego el imponente torso marchaba hacia él. Finalmente Tutmés interrumpió sus recorridos.

—Así que quieres a Benya, el humano —ladró.

—Sí, Majestad.

—Elige a algún otro de mis ingenieros. ¡Por Seth! ¡Tengo suficientes Ingenieros Reales como para construir un templo por día durante los próximos mil hentis! Escoge uno. ¡El que se te antoje!

—Majestad, conozco a Benya desde hace muchísimo tiempo. Es un buen ingeniero y un buen hombre. Es a él a quien quiero.

—¿Qué sabes tú para juzgar si un hombre es bueno? —le gritó Tutmés—. ¡Nada menos que tú, que eres poco más que un imberbe!

—Creo que este año sé un poco más acerca del bien y del mal que el año pasado —respondió Senmut sin amilanarse, aunque tenía las palmas de las manos húmedas y le temblaban las rodillas—. Y conozco a un buen ingeniero que creo es, además, una buena persona.

Tutmés lanzó de pronto una risotada y rodeó los hombros de Senmut con su pesado brazo.

—¡Bien dicho! ¡Con las palabras que corresponden al hombre que pareces ser! No cabe duda de que mi hija es sabia, y también malcriada y testaruda. «Senmut será mi arquitecto, me dijo, con el mentón en alto. Y él desea trabajar con ese humano. Así que consíguemelo, padre mío, os lo suplico». —El faraón se serenó, se alejó de Senmut, se desplomó sobre la silla que se encontraba junto al escritorio del Visir y comenzó a tamborilear con sus dedos rechonchos sobre la superficie lustrada—. Y, sin embargo… —musitó para sí—. Y, sin embargo… sabrás, Senmut, que tu Benya debe morir dentro de tres días.

Senmut sintió que las paredes se desmoronaban y, a pesar de sí mismo, extendió una mano en busca de apoyo. Su corazón comenzó a palpitar con latidos lentos y rítmicos que le repercutían en la garganta. Sabía que tenía la cara blanca, pero Tutmés no lo miró.

—Dentro de tres días mi querida Ahmose irá camino a su sepultura, esa tumba cuya localización he ocultado celosamente a todos, salvo a mi hija y a Ineni. Al alba de ese día, todos los hombres que han trabajado en los lugares secretos perderán la vida. El humano conoce todos los secretos de la tumba: trabaja para Ineni en las profundidades de la tierra y, por consiguiente, no regresara.

Senmut comprendió entonces el motivo de la súbita ansiedad de Hatshepsut en el valle, y contestó al faraón con serenidad.

—Majestad, sé muy bien que este secreto debe ser guardado eternamente y, por tanto, los servidores deben ser sacrificados. Pero tal como Vos confiáis en el gran Ineni y permitís que viva, así confío yo en mi amigo. Si me lo concedéis, os garantizo con mi vida que sabrá guardar el secreto. A Benya no le interesan las posesiones materiales ni las recompensas; es imposible sobornarlo. Lo único que ama realmente es la piedra, y por eso me resulta tan imprescindible. La tarea que el príncipe heredero me ha confiado no es fácil, y sin Benya se volverá también muy lenta. Si, es cierto que podría trabajar con otro ingeniero; pero ¿cuánto tiempo tardaría en hacerle comprender cuáles son los deseos de la Flor de Egipto? En cambio, un hombre rescatado de la muerte trabajará con verdadero ahínco.

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