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Authors: Pauline Gedge

Tags: #Histórica

La dama del Nilo (47 page)

BOOK: La dama del Nilo
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—Llamad a los sacerdotes
sem
y, cuando se lo hayan llevado, aseguraos de que tanto las sábanas como el lecho sean lavados a fondo.

Aset seguía hundida en su asiento, con expresión de embotada incredulidad en el rostro. Hatshepsut se le acercó y la ayudó a levantarse.

—Ve con tu hijo —le dijo con tono bondadoso—. Tutmés os amaba mucho a ambos. Por el momento, queda levantada la prohibición que te había impuesto sobre tus movimientos; puedes ir donde desees.

Aset abandonó la habitación con aire ausente, como sumida en un sueño profundo.

Por último también Hatshepsut se alejó. La muerte de Tutmés seguía pareciéndole irreal, como si al día siguiente ella fuese a retomar su rutina diaria mientras él iba de caza y luego ambos cenarían juntos como de costumbre y volverían a lanzarse sutiles pullas en tono cordial. Le resultó casi afrentoso descubrir que, fuera de esa habitación dorada y fétida, nada había cambiado.

Todo Egipto quedó anonadado. Era una mala época del año para que muriera un faraón, sobre todo tratándose de uno joven y saludable. La cosecha estaba a punto de terminar y los hombres no tenían otra cosa que hacer que permanecer cruzados de brazos, chismorreando y contemplando como crecía el río. Fue inevitable que comenzaran a circular infinidad de rumores.

Todos llegaron a oídos de Hatshepsut quien, cierto día hacia fines del periodo de duelo, mandó llamar al médico de Tutmés, solicitando que también estuvieran presentes en la entrevista los magistrados, Aset y el pequeño Tutmés. Cuando estuvieron reunidos, no perdió ni un minuto.

—Me he enterado —dijo lisa y llanamente— de que circulan ciertos rumores malévolos y difamatorios. Puesto que todos los hemos oído, no me ensuciaré la boca repitiéndolos. Por eso quiero que sea precisamente el médico del faraón quien nos diga de qué murió mi hermano.

—Murió de una peste, Majestad —respondió el hombre sin vacilar—. De eso no me cabe ninguna duda.

—¿Es posible administrar algún veneno que produzca los síntomas que él presentaba?

El médico negó con la cabeza.

—Hace muchos años que trato toda clase de enfermedades, Majestad, y no conozco ningún veneno con esas características.

—Tienes delante de ti una serie de documentos. ¿Puedes jurar por Amón, sobre los nombres de tus antepasados, que el faraón murió de muerte natural?

Hatshepsut le lanzó entonces una mirada penetrante a Aset, que permanecía parada y en silencio, con sus ojos de pájaro fijos en el rostro del médico.

—Si, lo juraré en las condiciones que deseéis —respondió con tono seguro.

—¿Me teméis, noble señor?

En los labios del médico se dibujó una sonrisa.

—Soy casi un anciano, Majestad, y en este momento sólo temo a Anubis y a su juicio. ¡Mis palabras son ciertas! Horus murió a causa de la peste. Es así de simple.

—Entonces siéntate y estampa tu sello en todos esos papeles. Mis heraldos los distribuirán por todas las ciudades y aldeas del país. A partir de este día, quien afirme lo contrario morirá.

Todos la vieron mirar intencionadamente a Aset, que se movió con incomodidad y atrajo al pequeño Tutmés hacia ella. Los magistrados asintieron e intercambiaron comentarios en voz baja. Cuando Hatshepsut les preguntó si estaban satisfechos, corearon afirmativamente, la saludaron con una profunda reverencia y salieron del recinto. También Aset partió, sin pronunciar palabra.

El funeral pasó casi sin pena ni gloria. Tutmés II desapareció en su tumba cercana al hermoso templo de Hatshepsut prácticamente sin dejar huellas sobre la superficie de Egipto. Mucho antes de que el cortejo se dispersara sobre la arena, fue como si él jamás hubiese existido, excepto por los niños que caminaban solemnemente detrás del féretro. Hatshepsut se puso a pensar en todos los funerales que había presenciado: el de su hermana, el de su madre, el de su padre, y ahora el de su hermano. Tuvo la sensación de que ella y sólo ella continuaría viviendo, joven, fuerte e incólume, por toda la eternidad.

Durante las semanas que siguieron, Egipto esperó que la reina ratificara los derechos de Tutmés III al trono y se proclamara Regente hasta que el niño tuviera edad suficiente para reinar. Quienes se encontraban más cerca de ella no se sorprendieron cuando el anuncio no se produjo. Los grandes engranajes del gobierno siguieron girando como de costumbre: la reina otorgaba audiencias y recibía embajadores, oraba y salía de caza, bailaba y celebraba, como si Aset y su hijo no existieran.

La misma Aset vivió los días posteriores al funeral sumida en un incesante terror, esperando que en cualquier momento se le comunicara que tanto ella como el pequeño Tutmés habían sido condenados al exilio. A medida que el tiempo fue pasando y comprobó que sus temores carecían de fundamento, comenzó a hacer toda clase de sondeos e investigaciones para tratar de averiguar cuáles eran los planes de la reina. Pero cada intento suyo tropezó con el camino cortés pero inflexiblemente bloqueado. Se confinó entonces en sus aposentos, burlada y algo inquieta. Hatshepsut no había vuelto a hacer referencia a la antigua prohibición que pesaba sobre sus desplazamientos, así que comenzó a recorrer su jardín casi con furia, y su miedo se trocó en cólera. Pasaba el tiempo y la reina no revalidaba la dignidad real de su hijo así que decidió tomar cartas en el asunto.

Cierta mañana, en el momento en que Hatshepsut, Senmut, Ineni y Hapuseneb comenzaban la lectura de la correspondencia del día, Duwa-eneneh, el jefe de heraldos, entró precipitadamente al salón, muy agitado y casi sin aliento. Apenas tuvo tiempo de comenzar a balbucear algunas palabras cuando Ipuyemre, Segundo Profeta de Amón, entró tras él. Menena se deslizó furtivamente en la habitación, las manos cruzadas sobre el vientre y una expresión de mojigato alborozo sobre su rostro zalamero.

—¡De rodillas, todos! —bramó Senmut—. ¡Esto no es un despacho de bebidas!

Ante esta ruidosa admonición, todos se postraron.

—Levantaos —dijo Hatshepsut con tono tranquilo. Su mente despierta y veloz los fue escrutando alternativamente, tratando de descubrir el motivo de semejante irrupción, pero ambos permanecieron en silencio—. Ipuyemre, amigo mío, tú pareces el menos trastornado —le dijo—. Habla, puesto que he jurado no volver a intercambiar palabra alguna con el Primer Profeta de Amón.

Ipuyemre se inclinó y Hatshepsut notó que, a pesar de sus esfuerzos por ocultarlo, las manos le temblaban mientras hablaba.

—Esta mañana se ha producido en el templo una gran señal, Majestad. El príncipe heredero estaba cumpliendo con sus tareas de acólito, junto a los demás niños y el Sumo Sacerdote, ¡y el Poderoso Amón le hizo una inclinación de cabeza!

Hapuseneb contuvo el aliento. Ineni dejó caer el rollo que tenía en las manos y su débil crujido reverberó en el silencio. Aunque Senmut sintió que el corazón se le detenía, no se movió y clavó su mirada llena de furia en el rostro de Menena. El Sumo Sacerdote permaneció imperturbable, salvo por un leve rictus en la comisura de los labios.

También Hatshepsut quedó inmóvil, las manos congeladas alrededor del Sello, mientras el sol encendía destellos en su collar de oro cada vez que respiraba. Entonces se aflojó y esbozó una sonrisa enigmática.

—¿De veras? —murmuró y avanzó hacia Nehesi para entregarle el Sello—. ¿Y qué conclusiones sacáis vosotros de esa… señal?

—Pues que Amón está complacido con el príncipe —farfulló su interlocutor.

La sonrisa de Hatshepsut se hizo más amplia.

—Mi querido Ipuyemre, eres fiel y leal, pero me temes demasiado, lo cual por otra parte es natural. ¡Duwa-eneneh! Te agradezco tu precipitada aparición y te ruego que me relates qué ocurrió exactamente.

El heraldo se acomodó el bastón debajo del brazo y se inclinó frente a Hatshepsut, con los labios apretados y la mirada dura.

—El príncipe se encontraba orando y le preguntó a Amón si sería faraón como su padre lo deseaba.

—¿Y entonces?

La reina parecía estar disfrutando de alguna broma secreta. La tibieza asomó en su boca y sus ojos centellearon, pero detrás de esa fachada Senmut intuyó cierta tensión.

—Entonces, al cabo de un momento, Amón inclinó su áurea cabeza —dijo Duwa-eneneh con voz tan monótona e inexpresiva que bien podría haber estado enunciando lo que había comido esa mañana. Él y Hatshepsut intercambiaron una mirada fugaz y sonrieron.

—Así que Amón inclinó su áurea cabeza —repitió ella con aire pensativo—. Duwa-eneneh, busca al príncipe y a su madre y tráelos aquí inmediatamente. Menena, sal de esta habitación y aguarda en el vestíbulo. Ipuyemre, puedes quedarte.

Luego de la partida del heraldo y el Sumo Sacerdote, Hatshepsut se volvió rápidamente a los otros hombres.

—¿Y bien? —preguntó, arqueando las cejas.

Ineni fue el primero en responderle.

—Se trata, desde luego, de algo que efectivamente ocurrió —le dijo—. La señal tiene que haberse producido, pues de lo contrario Menena y los sacerdotes no se atreverían a hacerlo público. Pero…

—¡Es un truco! —prorrumpió Nehesi salvajemente—. ¡El Dios sólo inclina su cabeza ante Vos, Poderosa Señora!

—Ya lo sé —reconoció ella—, pues son muchos los que se postran ante el Dios pero no lo reverencian con su corazón.

—También yo opino que se trata de una artimaña —terció Hapuseneb—. ¿Quién estaba con el muchacho cuando sucedió?

—Menena, desde luego —se apresuró a responder Senmut.

—Y los demás niños —le recordó Ipuyemre.

—En ese caso —dijo Hatshepsut con calma—, hay en el templo más sacerdotes ambiciosos de los que supusimos, pues si Menena se encontraba con el muchacho, ¿quién estaba en el santuario, detrás de Amón?

Todas las miradas se centraron en Ipuyemre, pero él sacudió la cabeza.

—No lo sé —dijo, con aire impotente—; yo me encontraba fuera del templo. Estaba en el atrio interior con las bailarinas y vi al muchacho y al Dios desde muy lejos.

Duwa-eneneh regresó con Aset y Tutmés. Aset estaba visiblemente excitada; bajo los afeites, se observaban dos grandes manchones rojos en sus mejillas y su cuerpo parecía más tenso y felino que nunca. Tutmés trasuntaba un aire solemne: se acercó a su tía-madre y la saludó con una reverencia, rezumando resabios del incienso que sus manos habían sostenido pocos momentos antes.

—Salud, Tutmés —le dijo Hatshepsut—. Acabo de enterarme de la gracia que el Dios te ha acordado y deseo conocer más detalles. Vamos, cuéntame cómo ha sido.

Los ojos del niño se encontraron con los de la reina. Su madre le había advertido que ella no le tenía simpatía, que desearía no tenerlo en palacio para poder reinar sin estorbos. Pero le resultó difícil odiar a esa mujer alta y hermosa cuyo rostro era tan perfecto que no podía dejar de contemplarlo con arrobamiento.

—Me encontraba orando. Lo hago con mucha frecuencia —añadió con tono desafiante.

—Por supuesto —dijo ella, asintiendo con la cabeza—. La oración es algo bueno y beneficioso —y con una leve sonrisa lo alentó a continuar con su relato.

El muchachito se sintió más seguro y prosiguió:

—Decidí pedirle consejo a Amón —gorjeó. De pronto los presentes tuvieron la cabal sensación de que Tutmés repetía como un loro una frase aprendida de memoria—. Lancé el incienso bien alto y le supliqué que me dijera si llegaría a ser faraón.

—¿Ah, sí? ¿y qué te contestó?

—Me sonrió, y entonces inclinó su majestuosa cabeza. La inclinó muy abajo, hasta que la barbilla quedó apoyada sobre su pecho inmortal. Todos los que estaban conmigo lo vieron.

—Ajá. Dime, Tutmés, ¿quién soy yo?

Él la miró, perplejo.

—Sois la Reina de Egipto.

—¿Y qué más soy?

—Yo… no lo sé.

—Entonces te lo diré, puesto que tu madre no se ha dignado hacerlo. Soy también la Hija de Amón, Su Encarnación Viviente sobre la tierra, el Fruto de Su Simiente Sagrada, Su Bienamada, La que amó aun antes de que naciera. Sus pensamientos son mis pensamientos y su voluntad es mi voluntad. ¿Crees acaso que te diría que puedes ser faraón sin que yo lo supiera?

Aset dejó escapar una exclamación reprimida a medias y dio un paso adelante.

Tutmés sacudió la cabeza, desconcertado.

—N… no, supongo que no. ¿Qué fue entonces lo que quiso decirme?

—Que está complacido contigo. Que desea que trabajes mucho por él y por Egipto, y que quizás algún día seas faraón. Pero no todavía.

—¿Todavía no? —le temblaban los labios, pero logró controlarlos con su furia—. ¡Pero yo soy el príncipe heredero! ¡Eso significa que debo ser faraón!

—Cuando Amón me haga saber que desea que seas faraón, te lo comunicaré. Pero para eso falta mucho: no eres más que un pequeño príncipe y tienes mucho que aprender antes de ocupar el Trono de Horus. ¿Me has entendido?

—¡Sí! —respondió irritado—. Pero, Majestad, ¡os aseguro que aprendo con gran rapidez!

Ella contempló con atención su rostro rebelde.

—De eso estoy segura, pues no podrías parecerte más a tu poderoso abuelo, mi padre, Tutmés I. Ahora vete a tus aposentos. Quiero hablar un poco más con tu madre.

Tutmés abandonó la habitación, con los hombros bien echados hacia atrás y la cabeza rapada muy erguida.

Hatshepsut ordenó que hicieran entrar de nuevo a Menena. Le costaba un verdadero esfuerzo controlar su malhumor, pero deseaba mostrarse justa frente a esa insensata puja por el poder. Así que cuando Menena se situó junto a Aset, ya Hatshepsut había recuperado su serenidad.

—El Dios no inclina su cabeza ante nadie más que yo —dijo—. Todo Egipto lo sabe desde el día en que nací. Vosotros dos habéis conseguido que un muchachito que cree en su dios se vea envuelto en una artimaña vil y despreciable. Habéis deshonrado a Amón, pero no habéis conseguido sino armar un pequeño alboroto entre quienes no tienen otra cosa que hacer que nutrirse de murmuraciones. Si con esto pensabais ejercer alguna presión sobre mí, entonces sois más necios e ingenuos de lo que supuse. ¿Acaso creíais que yo saldría corriendo a colocar la corona sobre la cabeza de Tutmés y luego abandonaría mi país en manos de gente de su calaña? —preguntó con una sonrisa de mofa—. Ni siquiera merecéis mi desprecio.

Aset la escuchó muy inquieta, mientras sus manos jugueteaban nerviosamente con la tela del vestido. De pronto estalló:

—¡Mi hijo es el príncipe heredero y el legítimo sucesor al trono! ¡Su padre así lo estipuló!

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