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Authors: Pauline Gedge

Tags: #Histórica

La dama del Nilo (23 page)

BOOK: La dama del Nilo
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—Lo que dices no son más que tonterías —respondió, irritado, Tutmés, pero sus dedos quedaron inmóviles. Al cabo de un momento se puso de pie—. La senilidad se aproxima —dijo— y yo me vuelvo blando. Hace veinte años, tu amigo habría muerto y tú terminarías siendo azotado. ¡No vuelvas a abusar de tu suerte! —le gritó, agitando amenazadoramente un dedo al ver la sonrisa agradecida de Senmut—. ¡Si llego a escuchar el más leve rumor de las Cortes de Justicia, en el sentido de que mi bienamada ha sido molestada, te prometo que tu sangre cubrirá los suelos del templo! Ahora vete. Enviaré al Mensajero Real a las colinas y él te traerá a ese jovencito más que afortunado. Procura no servir tú a mi Hatshepsut con una lealtad tan insensata como la forma en que yo acabo de obrar.

Lo despidió con un ademán impaciente de la mano y volvió a enfrascarse en los papeles.

Senmut salió del recinto caminando hacia atrás y, en cuanto estuvo fuera del palacio, lanzó una exclamación de alegría y rompió a correr en dirección al templo. Por primera vez ofrecería un agradecimiento formal al Dios cuya Hija era capaz de obrar semejante milagro. Benya conservaría la vida.

Al amanecer del tercer día, mientras él y Benya permanecían sentados en silencio en el pequeño vestíbulo de Senmut, los valientes del Rey, armados con cuchillos, se abatían sobre la pequeña aldea de indefensos trabajadores en medio del desierto y los degollaban, mientras el escriba del capitán registraba cada muerte para asegurarse de que no escapara ninguno. Cuando la matanza llegó a su fin, enterraron los cuerpos juntos en la arena. El sacrificio a Amón había tenido lugar la mañana previa, y Benya fue muy afortunado al poder escapar de él.

Los dos jóvenes oyeron que en el jardín comenzaba a formarse el cortejo fúnebre y Senmut ordenó que le llevaran vino.

—Brindaremos por tu liberación —le dijo a Benya— y por la Bendita Gran Esposa Real Ahmose.

—¡Y también por tu asombrosa buena suerte! —acotó Benya con fervor—. De no haber sido por la intervención del pequeño príncipe heredero, en este momento yacería con la boca llena de arena.

Senmut rió.

—Te aseguro que ya no es tan pequeña —dijo—. Hace mucho que faltas de Tebas, Benya, y las criaturas crecen.

—Tienes razón, y me alegro de que así sea. Y, además, es muy hermosa, ¡por lo menos eso es lo que no cesas de repetirme!

—¿De veras? Ella es mi Señor. Todo parece indicar que me he convertido en su siervo pasando por encima del mismo faraón, aunque te confieso que no tengo la menor idea de cómo puede haber sucedido tal cosa.

Llegó el vino y los dos amigos brindaron.

—¡Charu, podría jurarlo! —exclamó Benya chasqueando los labios—. Por lo visto has escalado bastantes peldaños en este mundo. ¡Pensar que mientas yo me deslomaba allá arriba en las montañas, sudando de lo lindo, tú permanecías aquí sentado, paladeando el vino de los aristócratas!

Senmut lo contempló con afecto. No había cambiado nada. La amenaza de muerte apenas si lo había rozado transitoriamente, y ya era el mismo de siempre: fresco y juguetón.

—El príncipe te ha salvado la vida para que trabajes —le recordó.

—Ah, sí. Para este nuevo trabajo. ¿Qué se supone que debo hacer exactamente? ¿Tú serás mi amo en esta obra, Senmut?

—Nada de eso: trabajaremos juntos. ¡Entre nosotros no habrá amo ni servidor, pedazo de tonto!

Entonces Senmut le habló del valle y de su visión y del sueño del príncipe, y Benya lo escuchó atentamente, con auténtico interés.

—Por lo que me dices, parece tratarse del valle que vi en cierta oportunidad. Lo observé desde lo alto de las montañas.

De pronto se interrumpió, asustado.

—¡Basta, Benya! —exclamó Senmut, alarmado—. ¡Ni una palabra más! ¡Y más vale que controles un poco esa lengua, o acabarás por matarme!

Benya palideció.

—Perdóname, amigo mío —dijo humildemente—. De ahora en adelante jamás volveré a hablar de las cosas que he visto.

—Asegúrate de que así sea.

Bebieron más vino y, al rato, Benya dijo:

—El templo. Dibújame los planos y yo te diré qué tipo de piedra aguantará el peso y cuál no. Tengo la impresión de que preferirías emplear piedra arenisca, pero el granito es mucho más resistente.

—No quisiera que hubiera sensación de paredes, ni de nada demasiado pesado. En su parte posterior, la piedra debe fundirse con el acantilado para que, a primera vista, parezca formar parte de él.

—Pero ella desea un santuario de roca, bien incrustado en la montaña. ¿Cómo piensas equilibrar el conjunto?

—Eso es problema mío. Te sugiero que vayamos allá juntos lo antes posible y estudiemos el lugar a fondo. Después haré un bosquejo junto con Su Alteza. ¿Dónde te alojas?

—En mi antigua celda, junto al Inspector de Ingenieros.

—Eso queda demasiado lejos. Y debemos trabajar mucho juntos. Veré si puedo conseguirte un cuarto aquí.

Benya miró a su amigo con extrañeza, pero no dijo nada. Esa seguridad que advertía en él era nueva, como también lo eran los aposentos, la esclava, el confortable lecho en el pequeño dormitorio. Pero su mirada franca y penetrante no había cambiado y seguía teniendo la misma sonrisa curiosa y tímida. Benya se preguntó si no le esperaba una vida completamente nueva en más de un sentido.

Visitaron juntos el sitio elegido, estudiando atentamente la superficie de la roca, observando el valle desde todos los ángulos posibles, pero en la mente de Senmut todavía no se había formado del todo el plan de la obra, y no veía a Hatshepsut desde antes del funeral de su madre. Volvió al valle, solo, en otras dos oportunidades. Y se puso a deambular por él en busca de inspiración, y en una de esas ocasiones la vio allí, sentada sobre una roca con el mentón apoyado sobre las rodillas y abrazándose las piernas con los brazos, mientas el nubio sostenía el parasol sobre su cabeza. Pero, si lo vio, no dio ninguna señal de ello. Parecía sumergida en una lejana visión interior, así que Senmut se alejó sin hablarle, pues no deseaba molestarla. Ya habría tiempo de sobra para consultas y cambios de ideas. Sintió el sol en sus fuertes espaldas, la sangre fluyéndole por sus largas piernas. Ya habría tiempo para todo. Fue con frecuencia al campo de adiestramiento con la lanza y el arco, esperando que en cualquier momento apareciera ella y lo desafiara a una carrera alrededor de la pista en los carros de guerra. Su puntería mejoró notablemente y sus muñecas cobraron mayor fuerza, pero Hatshepsut no apareció.

10

El último día del mes de Apapa, cuando el Nilo se había convertido una vez más en un lago que cubría la tierra y reflejaba un cielo invernal, Tutmés mandó llamar a Hatshepsut. Habían concluido ya los festejos con que se celebraron sus quince años de vida y todo lo que prometía ser se estaba convirtiendo ya en una realidad. Seguía empecinadamente aferrada a los faldellines de su infancia pero, debajo de ellos, sus caderas insinuaban una suave curva y sus pechos, ocultos tras las joyas que tanto amaba, aparecían plenos y bien formados. Usaba el cabello suelto, desechando las innumerables pelucas que se cubrían de polvo en sus pedestales del dormitorio, pero tenía infinidad de coronas, argollas y bandas de oro, plata y oro argentífero con que se adornaba la cabeza. Cuando recibió el mensaje de su padre se encontraba conversando con Nozme acerca de su niñez y de su madre, compartiendo recuerdos con la anciana y jugando con sus gatos. Pero el tono del mensajero era solemne y Hatshepsut supo enseguida que no sería una audiencia común y corriente.

Soplaban vientos de cambio alrededor del faraón y en el palacio reinaba un clima de desasosiego. Era una mala estación: los mosquitos constituían una molestia permanente y diversas enfermedades acechaban a la numerosa población infantil. El faraón se perdía en cavilaciones y los criados encargados del cuidado de su cuerpo lo tocaban con cautela, pues no había sitio que no le doliera. Sólo el príncipe heredero representaba una fuente de alegría, y todos deseaban que estallara la tormenta de una vez para poder volver a respirar con tranquilidad.

Pero lo que Tutmés incubaba no era una tormenta. Saludó a Hatshepsut con amabilidad, la besó y la acercó a una mesa con vino caliente y pasteles. Pero ella se sentó en el borde de la silla con la mirada clavada en el rostro de su padre, y él permaneció parado a su lado, las manos apoyadas en las caderas.

—El Año Nuevo se aproxima —le dijo—, y con él, muchos cambios. Ya has sido príncipe heredero suficiente tiempo, Hatshepsut. Es un título para una criatura, y tú ya no lo eres. Yo me siento cansado y necesito la ayuda que sólo un regente puede darme. Tú y yo nos iremos de viaje, un viaje oficial. Por fin te mostraré tu reino y todas las glorias que encierra, para que puedas apreciar mejor el don que Dios te concede. Y cuando regresemos, te haré coronar Heredera.

—¿Tendrás que casarte conmigo, padre? ¿El hecho de que mi madre haya muerto hace que debas casarte con una mujer de linaje real para conservar el trono?

Tutmés estalló en carcajadas y Hatshepsut se contrarió.

—¡No me parece que la mía haya sido una pregunta tan desatinada! Se me ha repetido hasta el hartazgo que para ser faraón es preciso casarse con alguien que lleve sangre real y puesto que tú, querido padre, pareces realmente inmortal, supuse que te casarías conmigo.

—¿Crees que necesito otra esposa para legitimar mis derechos al trono? ¿Nada menos que yo, que he tenido a Egipto en un puño durante casi un henti? No, Hatshepsut querida, tal matrimonio no es necesario. Lo único que deseo es descargas en ti parte de mis tareas. Te he prometido la doble corona y la tendrás, pero con ella recibirás también una enorme cantidad de trabajo. ¿Estás preparada para afrontarlo?

—Hace meses que lo estoy —le respondió con la velocidad de un rayo, mientras el Poderoso faraón se consumía como una olla que no consigue alcanzar el punto de ebullición—. Pero jamás dudé de ti. Amón mismo me engendró para ello. Tú me lo dijiste y, en el fondo de mi ser, sé que es verdad. Y gobernaré bien. Eso también lo sé con certeza.

Tutmés se sentó junto a ella.

—Naciste para gobernar, Hatshepsut; del mismo modo que Ineni nació para dibujar y pen-Nekheb para combatir. Pero debo advertirte que no todos se alegrarán de que te nombre Heredera, y si yo muero pronto, es posible que tengas problemas con los legalistas.

—¡Bah! Esos viejos que viven inclinados sobre los libros y cuya sangre se les ha secado hace tiempo en las venas. El ejército es tuyo y, por consiguiente, mío; ¿a quién debo temer entonces?

—Me sorprendes. Desde luego que no tienes por qué temer al ejército. Los soldados tienen una excelente opinión de ti, un príncipe capaz de arrojar la lanza desde un carro que se bambolea y hacer centro. Pero ¿qué me dices de tu hermano Tutmés y de los sacerdotes de Amón?

—¿Qué ocurre con ellos? La ambición de Tutmés no supera a la de un mosquito, Basta proporcionarle mujeres y comida y quedará satisfecho. Y tú mismo expulsaste al artero Menena hace tiempo.

—Así es, pero muchos sacerdotes temerán que bajo el gobierno de una mujer el país se relaje, las fronteras vuelvan a ser asoladas y los keftiu, los kushitas y los Nueve Arqueros dejen de volcar sus tributos en las voraces arcas de los servidores de Dios. En cambio, no tendrían reparos en servir a Tutmés hasta que descubrieras que el calor y la sangre del campo de batalla le inspiran más temor que a cualquier mujer.

—¿Qué debo hacer entonces?

—Ser coronada por mí y trabajar a mi lado. Aprender lo más posible sobre el gobierno de una nación, así tal vez cuando yo muera tendrás suficiente ascendiente y poder como para aplastar los conatos de rebelión que sin duda se producirán.

Ella se puso de pie y comenzó a caminar alrededor de su padre.

—Entonces no será sencillo. Por fin comienzo a comprender los temores de Neferu, aunque ni en sus sueños más oscuros pudo haber imaginado jamás que yo llegaría a ocupar el Trono de Egipto. —Rió y extendió los brazos hacia adelante—. Seré reina. No, más que reina, ¡seré faraón!

—Sólo cuando yo vaya a reunirme con el Dios —le recordó Tutmés, divertido—. Y, para entonces, tal vez te sientas cansada del yugo del poder y busques a Tutmés, prefiriendo un mullido lecho matrimonial al duro trono real. —Se lo dijo en son de broma, pero ella le lanzó tal mirada de espanto que el faraón dejó de sonreír.

—¡Oh, padre mío! Preferiría acostarme con el último soldado del ejército antes que con Tutmés —dijo con un estremecimiento—. No soporto a los tontos.

—¡Cuidado! —la amonestó su padre con severidad—. ¡No sigas hablando así de tu hermano! A tu madre le asustaría la ligereza de tu lengua y cabe la posibilidad de que, a pesar de todas las disposiciones que he tomado, él posea algunas virtudes ocultas y termine sentándose en el Trono de Horus.

—Sólo cuando yo muera —dijo Hatshepsut mostrando los dientes—. Sólo entonces.

—Espero que así sea. Pasaremos el mes de Mesore recorriendo las antiguas maravillas de esta tierra, y es tu deber rendir homenaje a los dioses cuyos santuarios aguardan tu visita. Entonces regresaremos y recibirás la corona. Después de muchas consultas de los astrólogos, he decidido llevarlo a cabo el Día de Año Nuevo. Procura pasar el resto del mes preparándote para tal evento, Hatshepsut, pero no hables de ello con nadie, pues no tengo intenciones de hacer anuncio alguno hasta que regresemos. Examina también todas las dudas que puedas abrigar en tu corazón. Es preciso que estés segura de que eso es lo que realmente deseas. ¿Lo estás?

—No necesito explorar mi mente —respondió, ella con firmeza—. No tengo dudas ni las tendré jamás. Es un don que no depende sólo de ti concedérmelo, faraón, pues sé que desde siempre el Dios así lo dispuso para mí. No temas. Gobernaré bien.

—¡De eso no me cabe la menor duda! —replicó su padre sin vacilar—. Ahora regresa a tus gatos y tus flores y disfruta de los últimos días de verdadera libertad que te quedan.

—¡No digas eso! —exclamó después de besarlo en la mejilla y mientras flotaba hacia la puerta—. Siempre seré libre. Oh, padre mío, porque todo en mí está subordinado a mi voluntad. Así debería ser en todos los seres humanos. Pero como eso no ocurre, son los fuertes quienes prevalecen sobre los débiles, como Tutmés.

Desapareció bailoteando y el faraón ordenó que le llevaran sus mapas. No debían pasar por alto a ningún dios, y los puntos que indicaban los distintos santuarios orlaban ambas márgenes del Nilo en todo su noble recorrido.

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