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Authors: Pauline Gedge

Tags: #Histórica

La dama del Nilo (18 page)

BOOK: La dama del Nilo
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En una oportunidad les dieron el «quién vive» y Tutmés hizo a un lado con impaciencia la lanza que les cerraba el paso y se echó hacia atrás la capucha, dejando su cabeza al descubierto. El soldado, atolondrado, le hizo una reverencia y ellos siguieron avanzando sin hacer ruido. La avenida pronto describió un giro hacia la derecha y se encontraron frente a los peldaños del embarcadero, cubiertos por el agua que crecía y se mecía lenta y sedosamente iluminada por el resplandor mortecino de la luna. Dos figuras encapuchadas los aguardaban, inmóviles, ascendiendo y descendiendo junto con el pequeño bote amarrado allí. Tutmés alzó a Hatshepsut y, muy poco ceremoniosamente, arrojó a la niña por el aire hacia ellas. Ahmose la cogió al vuelo y la instaló sobre un tablón de madera que cruzaba la embarcación de lado a lado.

Parece que estoy destinada a tener aventuras en el agua, pensó Hatshepsut mientras Tutmés le arrancaba a Ineni la pértiga de las manos e impulsaba el bote con un fuerte envión. Se quitó la capa y la arrojó al suelo. Una vez más hundió la pértiga y repitió la operación, mientras Hatshepsut lo contemplaba maravillada, pues era la primera vez que veía a su padre hacer algo que por lo general era tarea de los esclavos. Oyó su respiración profunda y pareja y vio las contracciones rítmicas de sus músculos con un dejo de alarma.

¿Qué estamos haciendo aquí a esta hora, en medio del río que crece? ¿Qué habrá ocurrido de malo? ¿Estaremos huyendo? ¿Acaso Egipto ha sido invadido?

Pero sabía que, de ser así, Tutmés jamás habría huido sino que se encontraría al frente de sus tropas. Justo cuando comenzaba a adormilarse por el suave movimiento de vaivén y los susurros del agua, su padre saltó del bote y los ayudó a ascender por la escalinata de los Muertos. Allí había desembarcado Neferu, y también su abuela y los pequeños príncipes. Hatshepsut tuvo un estremecimiento supersticioso cuando su padre la alzó y la depositó sobre la piedra fría y gris. Luego la siguió su madre. Por último, Ineni le entregó su capa a Tutmés, descendió del bote y ató la soga del remolque al poste del amarradero. Luego, sin decir una palabra, tomó la delantera e iniciaron la marcha hacia el sur, siguiendo la línea de espuma blanca que se dibujaba junto a sus pies. Del otro lado del río se veían las luces de Tebas, cálidas y acogedoras, tendiéndose hacia ellos por sobre el caudaloso Nilo.

No miraron hacia la derecha. Tanto los templos como las cintas blanquecinas y desiertas de los caminos exudaban una atmósfera hostil de desolación, de advertencia, de atención, de triste cavilación, que les hizo apurar el paso y desviar la mirada. Cada tanto Ineni se detenía, estudiaba los acantilados y farfullaba algo para sí. Luego sacudía la cabeza y la comitiva reiniciaba la marcha, cada uno concentrado en sus propios pensamientos. Hatshepsut ya comenzaba a preguntarse si el Poderoso Toro no habría perdido el juicio, cuando Ineni se frenó de golpe con una exclamación de satisfacción y los demás se agruparon a su alrededor. El cielo estaba un poco más claro. Seguían sin poder verse bien las caras, pero los templos ya no se dispersaban entre ellos hacia el oeste y, aunque borrosamente, se podía distinguir el borde de los acantilados. Habían dejado atrás la ciudad al otro lado del río, pero una luz solitaria más al sur, proclamaba la existencia de Luxor y el otro hogar de Amón.

Ineni señaló hacia el suelo y luego hacia los acantilados del oeste.

—Este es el sendero, Majestad —dijo en voz baja, como quien revela un secreto—. Debemos internarnos tierra adentro. La arena estará llena de rocas y las zonas escabrosas, así que tal vez convenga que el príncipe camine detrás de su madre y Tutmés asintió y reiniciaron la marcha.

Había realmente un sendero, algo así como una huella dejada por las cabras por entre las acacias atrofiadas y las higueras dispersas. Hatshepsut, ascendiendo a la retaguardia, comenzó a fijarse bien dónde pisaba. Abundaban las rocas filosas, algunas de las cuales estaban cubiertas por una capa fina de arena, y el sendero serpenteaba y viraba bruscamente como si hubiese sido trazado por el vacilante deambular de un borracho. Hatshepsut ya se sentía menos destemplada con la caminata y la sangre comenzó a fluir con mayor rapidez por sus venas. Cuando lentamente el día los encontró, ella canturreaba en voz baja, trotando detrás de Ahmose en pequeñas arremetidas; y cuando Tutmés ordenó hacer un alto para preguntarle si avanzaban demasiado rápido para ella, la niña sacudió la cabeza con vehemencia, jadeando, los ojos encendidos por la aventura que estaba viviendo. Igual redujeron un poco el ritmo de marcha por Ahmose. Cuando la luz chata y descolorida de Ra iluminó los alrededores con esa extraña claridad de las primeras horas del día, Hatshepsut quedó maravillada al comprobar qué lejos estaban del punto de partida. Más allá de la figura delgada y movediza de Ineni alcanzaba a ver el sendero sinuoso que trepaba hasta la cima de la colina y desaparecía bruscamente en un viraje hacia la izquierda, para luego perderse en esa mole perteneciente a las montañas que separaban Egipto del desierto. En el momento en que bajaba la vista para volver a concentrarse en el terreno que pisaba, Tutmés levantó una mano e Ineni se frenó en seco, como si le leyera los pensamientos. Las dos mujeres aguardaron.

—Ra surge hacia nosotros una vez más —dijo Tutmés—. Aquí nos detendremos un momento para rendirle homenaje.

Hatshepsut quedó como paralizada, sobrecogida por la solemne gloría de ese momento. Los minutos parecieron avanzar con mayor lentitud por el peso de las circunstancias y convertirse en una silenciosa vanguardia áurea que marchaba al frente del dios dorado.

De repente, cuando la quietud, la calma y la espera resultaban ya insoportables, las cumbres de los acantilados comenzaron a teñirse de rojo y los cuatro se pusieron de rodillas. De pronto Tutmés dejó escapar un grito, y Ra se elevó, trémulo, sobre el horizonte; rojo y grávido. La sangre de sus manos cayó sobre las rocas, que parecieron comenzar a brincar y a trocarse en un asombroso escarlata, y sus sombras se tiñeron de un violáceo intenso. A medida que el inmenso globo solar fue ascendiendo, el color se derramó sobre sus adoradores y cayó hacia el río, dejando en su camino una estela de chisporroteantes amarillos, verdes y azules. A lo lejos, la bruma de la noche seguía colgando sobre Tebas, aguardando que su soberano le diera permiso para partir.

Fue en ese momento, por primera vez en su vida, cuando Hatshepsut comprendió cabalmente qué se sentía al ser la Hija del Dios, su perfecta encamación. La pequeña se puso de pie y volvió, con los brazos extendidos hacia la ciudad y el río, el contorno de su silueta orlado con los colores del fuego, su cuerpo tenso por el arrobamiento. Su Padre Celestial seguía elevándose cada vez más, y el gran Sol y su pequeña hija se intercambiaron una sonrisa comprensiva.

Tutmés suspiró.

—Yo también me sentí así la mañana de mi coronación, de pie sobre las torres de Tebas, al ver elevarse al Poderoso Amón-Ra en los cielos con renovado vigor —dijo—. Y creo que no pasará mucho tiempo antes de que me una a él en su recorrido por la bóveda celeste. Prosigamos ahora con lo nuestro. Todavía es mucho lo que nos queda por hacer hoy, y acabamos de recibir la bendición del Dios.

No tardaron en llegar a esa parte del sendero que parecía perderse en el acantilado. Lo siguieron en su curva violenta hacia la izquierda y de pronto se encontraron a la sombra. A ambos lados se alzaban moles de piedra y el camino se volvió más rocoso. Pero después de girar hacia la derecha comenzó a desplegarse frente a ellos un valle cada vez más amplio y extenso.

Era un lugar de silencio total. El sol lo bañaba y no había nada en él que se moviera. El valle se prolongaba en línea recta hasta un imponente acantilado que se levantaba, casi a pico, hasta el cielo. Hacia la derecha y a izquierda las rocas se extendían hacia ellos y el sendero que debían seguir se enroscaba hacia la ladera norte, volviendo a desaparecer de la vista al llegar a la cumbre. Hacia el sur, sobre el terreno del valle y al abrigo del peñasco más lejano, se acurrucaba una pequeña pirámide, que parecía poseer ángulos demasiado agudos, ser demasiado afilada para pertenecer a esa atmósfera calma de suaves declives y curvas masivas y desmesuradas. Sus blancas facetas de piedra caliza relampagueaban al sol y en torno a la misma yacían escombros de gigantescos bloques de granito, de columnas derruidas cuyos tocones parecían dientes desparejos y cariados.

—Es el templo mortuorio de Osiris-Mentuhotep-hapet-Ra —dijo Tutmés con pesar—, hace mucho tiempo olvidado y que yace en ruinas en este lugar.

La atmósfera pareció resultarle oprimente, pues se encogió de hombros y, con un estremecimiento, regresó al sendero.

Ineni y Ahmose lo siguieron, un poco rezagados, pero Hatshepsut no podía arrancarse de esa ensoñadora quietud. Se sentía invadida por una sensación de predestinación y se quedó contemplando las paredes de roca, la pequeña pirámide, la arena amarilla y grisácea que corría desde sus pies hasta la falda del acantilado.

Este valle es tuyo, se dijo. Estás en un lugar sagrado. Sus ojos recorrieron de nuevo lentamente la magnífica elevación del acantilado hasta llegar al azul intenso que lo coronaba. Sé que construiré algo aquí algún día, siguió reflexionando, pero me pregunto qué será. No lo sé todavía. Lo único que sé es que aquí reina la paz y es un lugar apropiado para la Hija de Amón. Y tuvo la sensación de haber sido consagrada, como si el Dios se hubiese apresurado a asentir con ella.

Cuando su madre la llamó con voz preocupada, a Hatshepsut le pareció que ella misma se había convertido en piedra y le costó alejarse de allí. Pero en su interior quedó grabada la magia de aquel lugar.

Pronto llegaron a la cumbre de la colina y el sendero siguió durante un trecho avanzando por la cresta hasta descender súbitamente en el sinuoso y prolongado desfiladero que aparecía frente a ellos. Cuando bajaron hasta el fondo, descubrieron que habían llegado finalmente al destino elegido por Ineni.

—Éste es el lugar del que os he hablado —le dijo a Tutmés—. Sólo los viajeros muy curiosos osarían aventurarse hasta aquí y, como podéis ver, se podrían tallar no menos de cien tumbas reales a lo largo del desfiladero, y su entrada quedaría oculta para siempre a los ojos de todos por las enormes rocas diseminadas por doquier.

Tutmés tomó ánimo y se ajustó el cinto.

—Ven, Ineni, muéstrame cuál es exactamente el lugar que has elegido. Ahmose, Hatshepsut, quedaos aquí. Buscad algún refugio entre las rocas para protegeros del sol —partió junto a Ineni por el valle, y poco después había desaparecido de la vista.

El silencio era opresivo. Ahmose se había tendido sobre la tierra y tenía los ojos cerrados. Parecía muy cansada y jadeaba con suavidad. Al cabo de un rato Hatshepsut se puso a observar los alrededores, pero no había mucho que ver, sólo roca. Se alegró mucho de ver reaparecer a su padre y a Ineni, ambos sudorosos y sedientos.

—Apruebo el lugar —dijo Tutmés—, y te sugiero, Hatshepsut, que también tú aceptes la tumba que Ineni ha escogido para ti, bastante más arriba del lugar en que nos encontramos. Es un sitio adecuado para que en él descanse una reina.

—¿O un faraón?

Tutmés no sonrió. Estaba cansado, y ahora que todo había llegado a feliz término, lo único que deseaba era su vino y su desayuno.

—Si a mí me satisface, entonces supongo que también les resultará satisfactorio a los demás —le contestó con severidad—. Ineni, tendrás que construir el alojamiento para los trabajadores en el desierto y nivelar y ampliar todo lo posible este maldito sendero de ovejas. Elige a tus ingenieros con gran cuidado y no contrates a demasiados hombres. Esta vez todos deben morir cuando el trabajo esté concluido. Quiero descansar a salvo de los profanadores de tumbas, y lo mismo deseo para mi familia. El primero en morir será ofrecido a Amón como prenda del agradecimiento de su obediente Hijo. Vámonos, ahora. El silencio tiene oídos y estoy muy intranquilo.

Como si sus palabras hubiesen desencadenado en cada uno las puertas del pánico, todos se apresuraron a salir del valle y a echar, cada tanto, una mirada temerosa por encima del hombro. Sintieron un enorme alivio cuando llegaron al fondo del soleado valle de Hatshepsut y, de allí hasta el río, sólo fueron pocos minutos de marcha sostenida. El bote se mecía, las aguas centelleaban y, en la otra orilla, las insignias de la ciudad imperial flameaban alegre y gallardamente con la brisa. Treparon a bordo e iniciaron el cruce, mientras Hatshepsut seguía soñando con su valle y las fragancias de las flores se extendían hacia ellos sobre el río.

II
9

Senmut tenía dieciocho años y se sentía aburrido, sentimiento que lo había acompañado durante la mayor parte del año, desde que su maestro había dejado de trabajar en el despacho y partido a las colinas tebanas para emprender cierto proyecto vasto y secreto, llevándose consigo a Benya y a algunos otros ingenieros jóvenes. El primer par de semanas, Senmut se había entretenido haciendo planes grandiosos para su propia tumba futura, pero su entusiasmo no había durado demasiado y terminó por archivarlos. Ese año la inundación del Nilo había sido escasa y una atmósfera de ansiedad flotaba sobre Tebas.

Recibió una breve carta de su padre en la que le informaba que la siembra había sido buena pero que, debido al bajo nivel del río, gran parte del terreno no había sido cubierto por el agua y, por consiguiente, tampoco rendiría frutos. La carta proseguía solicitando a Senmut que, de ser posible, les enviara alguna ayuda pecuniaria puesto que, para colmo de males, su madre se encontraba enferma, su hermano se había roto un brazo al colocarle el yugo a un buey arisco y el futuro no parecía muy alentador. Senmut se preguntó cuáles serían las expectativas de su padre con respecto a él. Era cieno que vivía bien, a pesar de tener un sueldo escaso; pero suponía que su familia lo imaginaba convertido en un gran señor, un arquitecto famoso y solicitado. En realidad, todavía seguía siendo un aprendiz. Sabía que si Ineni se encontrara allí habría dispuesto enviar algún tipo de ayuda, cuanto menos uno o dos esclavos pero, tal como estaban las cosas, Senmut tuvo que contentarse con explicarle a su padre la situación, acompañando sus palabras con una serie de promesas para el futuro. Estaba preocupado, y es bien sabido que la preocupación y el tedio no son la mejor compañía.

Fue así como en ese día en particular, el tercero del mes de Paopi, se preparó un bolso que contenía pescado ahumado, un poco de pan y queso, un puñado de higos y una pequeña botella de vino y partió rumbo al río. Sentía en su cuerpo la necesidad de hacer ejercicio, cosa que no siempre le era posible; pero en esa mañana soleada y diáfana no encontró otra cosa mejor que hacer que caminar. Eligió un sendero que nacía en las afueras de la ciudad y bordeaba el río, rodeando los pantanos y serpenteando por entre cañaverales que casi eran más altos que él y hierbas acuáticas de un verde brillante. Para tener mayor libertad de movimientos se puso el faldellín corto y de tela basta de los campesinos, en lugar del habitual lienzo con ribetes dorados, largo hasta el suelo, así que le resultó muy agradable sentir la caricia del aire sobre sus piernas descubiertas. Tampoco llevaba sandalias, y sus pies descalzos se hundían en la tierra mojada y chapoteaban alegremente entre la hierba. Las palmeras, que crecían por doquier siguiendo los cursos de agua, se tratara de un canal o del río mismo, sacudían intermitentemente sus indómitas melenas y Senmut caminaba feliz, veteado por las sombras y con los ojos entreabiertos por el fuerte resplandor del sol.

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