Dentro de la habitación, alguien se agitó.
—¿Quién es?
—Soy yo, maestro. Senmut. Debo hablarle.
—Entra, entonces.
Senmut abrió la puerta y entró. El filarca, un hombre joven con frente amplia y boca pequeña y fina, estaba sentado sobre el lecho entregado a la tarea de encender la lámpara. La llama surgió, amarillenta, y luego se aquietó. Senmut se acercó y lo saludó con una inclinación, cobrando una repentina y enojosa conciencia de su piel sudorosa y su mejilla rasguñada.
—¿Y bien? ¿Qué sucede? —preguntó el filarca restregándose un ojo y observando a Senmut con expresión soñolienta.
En ese instante, justo cuando Senmut tomaba aire para responder, en su mente se produjo una extraña conexión y las paredes del cuarto comenzaron a girar. Extendió una mano para no caer, mientras un espasmo de náusea le arqueaba el cuerpo.
El hombre sentado en el lecho lo espoleó con tono irritado.
—¡Habla! ¡Habla de una vez! ¿Te sientes mal?
Senmut supo, con una certeza que escapaba a los límites del razonamiento y pertenecía más bien al mundo impenetrable e instintivo de la autoconservación, que no debía confiar en ese hombre, y que tampoco debía relatarle a ningún sacerdote las cosas que había oído. De pronto comprendió, con pánico y un terror paralizante, el motivo para no hacerlo. Pues acababa de encontrarle un cuerpo a esa voz grave y ronca —un cuerpo robusto y rugoso— y también un rostro artero y surcado de arrugas: nada menos que el del Sumo Sacerdote del mismísimo Amón: el poderoso Menena.
Segundos más tarde recobró la cordura y pudo hablar en forma coherente, sin traicionar los pensamientos caóticos y abrumadores que se agolparon en su mente.
—Maestro, lo lamento mucho, pero tengo fiebre y me duele el estómago… aquí —dijo, frotándoselo con la mano—. No puedo dormir.
—Es el calor —gruñó el filarca—. Regresa a tu habitación. Ya no falta mucho para la mañana; si entonces sigues sintiéndote mal, te enviaré un médico. Quedas eximido de tus tareas del día.
Senmut hizo una reverencia y murmuró algunas palabras de agradecimiento. No era que el hombre fuese poco afable sino, más bien, algo fastidioso, preocupado siempre por detalles que carecían de importancia. También él tenía problemas estomacales que con frecuencia le impedían dormir.
Movido por un impulso, Senmut volvió y le preguntó:
—Maestro, si uno quisiera tener una audiencia con el faraón, ¿cuál sería la manera de obtenerla?
—¿Por qué me lo preguntas? —fue la respuesta recelosa del filarca—. ¿Qué Podrías querer decirle tú al faraón?
Senmut lo miró con expresión de asombro y desconcierto.
—¿Yo? Por cierto que no aspiro a semejante honor; sé muy bien que sólo a los personajes importantes les está permitido hablar con él. Pero sólo lo he visto en una oportunidad, desde muy lejos, con motivo de un viaje oficial, y sentía curiosidad por saberlo.
—Pues entonces deja de preocuparte al respecto. No me extraña que tengas fiebre si te pasas las noches rumiando semejantes pensamientos. Ninguno de los de nuestra clase puede soñar siquiera en hablar jamás con él. Sería imposible. Ahora vete, y regresa a yerme por la mañana si no has mejorado.
Senmut no respondió, hizo otra reverencia y salió de la habitación, cerrando la puerta tras de sí. Mientras caminaba hacia su propia celda, tuvo plena conciencia de encontrarse en un estado de agotamiento físico y mental tan abrumador que amenazaba con dejarlo tendido en el suelo antes de que alcanzara a llegar a su jergón. Entró en su pequeña celda con un suspiro y se dejó caer sobre el camastro.
«Si por algún extraño milagro consiguiera estar frente a él, ¿qué podría decirle? Aun cuando no ordenara a sus guardias que me encadenaran y me llevaran, ¿recibiría con beneplácito mi advertencia? ¿Acaso no dijo el Sumo Sacerdote que, en el fondo de su ser, el faraón deseaba que ese acto criminal pudiera cumplirse? ¿La seguridad de Egipto justifica semejante actitud?».
Con los ojos cerrados y el sueño a punto de apoderarse de él, Senmut pensó en la princesa alta y garbosa que acudía regularmente al templo con sus criadas. La había visto de lejos, igual que a su padre. No era hermosa, pero había en ella cierta mansedumbre, cierta delicadeza, que la hacían parecer más accesible que las altaneras mujeres de su séquito. Una punzada de remordimiento alejó el sueño y le obligó a abrir los ojos.
«¿Debería yo sacrificarlo todo y tratar de escabullirme dentro del palacio?». Se dio la vuelta. «Seré realista y sobreviviré, como el Sumo Sacerdote», se dijo con aire sombrío. Deseaba poder confiar en alguien. Pensó en su mejor amigo, Benya el hurriano, que era en ese momento aprendiz de un ingeniero del templo. Pero Benya, con su cabello oscuro y crespo, su sonrisa fácil y luminosa y su simpatía cautivante, se encontraba con su maestro muy al sur de allí, en Asuán, ayudándolo a supervisar la extracción de piedra arenisca de una cantera, en medio del calor sofocante. De todos modos, para Benya nada era serio ni sagrado, y tal vez se mostrara indiscreto.
Senmut se arrebujó en su manto y se durmió, pero tuvo sueños confusos y sórdidos. Despertó cubierto de sudor y vio que por fin se había levantado viento, que la arena se colaba por el único ventanuco diminuto de su celda cerca del techo y que las partículas de polvo gris flotaban suspendidas en el aire fétido. No tenía la menor idea de cuánto había dormido. Se levantó y espió por el corredor: todo estaba en silencio, las puertas de las demás celdas se encontraban abiertas; así que era evidente que sus compañeros estaban ya entregados a sus tareas. Sentía la boca sucia y áspera y estaba deseando lavarse. Fue hasta el final del pasillo y llamó a un esclavo.
Regresó a su celda y se quedó sentado en su única silla, un trasto incómodo hecho de haces de tallos de papiro atados. Le dolía la cabeza y se preguntó si la fiebre no lo habría hecho delirar e imaginar todo el episodio del jardín. A fin de cuentas, tanto él como quienes se movían en la periferia del poder estaban constantemente a merced de toda clase de rumores, y las habladurías sobre el faraón se sucedían desde el alba hasta bien entrada la noche. Pero Senmut poseía una mente práctica y calculadora que, sin dejar por ello de ser perceptiva, no daba lugar a conjeturas ociosas que interferían las realidades de la vida cotidiana. Además, tenía la facultad de observarlo todo con una mirada objetiva y casi despiadada, como si pudiera desprenderse de sus sentidos, y ello le permitía detectar y registrar las actitudes y reacciones de los que lo rodeaban. Por eso no pudo creer que un hecho que le resultaba tan vívido, penoso y reciente pudiera ser fruto de los cansados devaneos de una mente febril.
Su esclavo se acercó corriendo y Senmut le ordenó un recipiente con agua caliente y una túnica limpia. Preguntó al muchacho qué hora era.
—Tres horas después del amanecer, maestro.
—Eso pensaba. ¿Ya han comido los otros sacerdotes?
—Sí, y ya están dedicados a sus tareas. El filarca me dio orden de que le trajera un médico si llegaba a necesitarlo. ¿Quiere que lo haga?
—No. No, no creo que sea necesario. Procura, en cambio, conseguirme algo de fruta en las cocinas. Luego límpiame la celda. He sido eximido de mis tareas del día, y creo que me iré un rato al río.
—No creo que le convenga salir, maestro. Ha comenzado a soplar el khamsin.
—Sí, ya lo sé.
El muchacho se alejó y momentos después regresó tambaleándose por el peso de la humeante palangana. La depositó en la celda de Senmut y partió una vez más, volviendo enseguida con un plato con fruta y una túnica limpia. Senmut le dio las gracias, y el muchacho inclinó la cabeza y desapareció.
Con un suspiro de alivio Senmut sumergió la cabeza y las manos en el agua caliente y se lavó cuidadosamente el cuerpo, mientras oía los gemidos espasmódicos del viento que escupía bocanadas de arena en el cuarto; arena que se le pegaba al cuerpo mojado antes de tener tiempo de secarse. Se envolvió el grueso paño de lino alrededor de la cintura, frunciéndolo delante para que cayera en pliegues hasta el suelo, y se los sujetó con un broche de bronce. En el antebrazo se colocó la banda lisa, también de bronce, con las insignias de su cargo.
Mientras tomaba una fruta recordó, con cierta amargura, el orgullo que sintió la primera vez que se puso el brazalete. No imaginaba entonces que había de convertirse en un símbolo de mi prisión, se dijo.
Senmut no poseía las convicciones religiosas de muchos de sus amigos. Su presencia en el templo no era más que un medio para llegar a un fin, y ese fin era instruirse. Si para alcanzar esa anhelada meta debía entonar himnos sagrados, purificarse cuatro veces al día y afeitarse la cabeza, entonces no vacilaría en hacerlo. Sabía que su destino dependía, en última instancia, sólo de él mismo. Eso era, precisamente, lo que le provocaba una frustración tan formidable. Se sabía capaz y, al mismo tiempo, se sentía impotente, acorralado, prisionero en ese oscuro, estrecho e interminable pasadizo que implicaba hacer recados y fregar suelos. Sólo en el aula se sentía feliz, cuando estudiaba los colosales logros de esos antepasados que eran más que hombres. Anhelaba ver con sus propios ojos las bellezas de piedra, que parecían convocarlo por las noches para reclamarle aquello que él se sentía en condiciones de dar, pero que también sabía que jamás le estaría permitido ofrecer.
No se burlaba, como Benya, de las cosas sagradas. En Hurria, la patria de su amigo, allá lejos al nordeste, los dioses servían a los hombres. Pero en Egipto, en cambio, eran los hombres quienes servían a los dioses, y Senmut sólo deseaba descubrir, a través de éstos, los deseos y las metas de aquellos. Para él, el faraón era más dios que el poderoso Amón. El faraón era un motor visible, la causa de todo lo que ocurría en el reino. Si a alguien le había entregado su lealtad era a ese hombre bajo y con apariencia de toro a quien sólo había visto en una oportunidad, yendo en su enjoyado baldaquín rumbo a Luxor para presentar sus ofrendas. Ése era su dios y la fuente de todo poder. Senmut sabía que, para poder cumplir algún día su destino, debía lograr que el faraón se percatara de su existencia.
Pero no así, se dijo al abandonar el cuarto. No con el relato de una maquinación siniestra y un asesinato alevoso, en los que el mismo faraón quizás esté implicado. Eso implicaría una muerte segura.
Dos días más tarde, el viento no había cesado. Se abatía en rachas sobre el aula real, haciendo flamear los gruesos tapices con pájaros pintados que colgaban de la pared y formando remolinos de arena en el suelo.
Khaemwese luchaba por continuar con la clase, pero el viento había perturbado a sus alumnos, que cuchicheaban y se movían sin cesar.
—Veo que hoy no llegaremos a ninguna parte —dijo, enrollando su papiro—. El escriba afirma que los oídos de los varones están en sus traseros y que cuando reciben una buena tunda prestan mucha más atención; pero esta mañana me parece difícil que ninguno de nosotros logre oír a los demás por encima del rugido del viento.
—¿Me permite, maestro? —preguntó Hatshepsut levantando la mano.
—Habla.
—Si, como dice el escriba, el oído de los varones está en sus traseros, ¿dónde tienen el oído las niñas? —preguntó y lo miró con expresión de total inocencia.
Si se hubiese tratado de un hombre más joven o menos avezado en las preguntas taimadas de los niños, tal vez habría pensado que de veras Hatshepsut deseaba conocer la respuesta; pero como no era así, le golpeó el hombro con el rollo y le dijo:
—Si de veras quieres saberlo, te lo demostraré. Ponte de pie. Menkh, tráeme el látigo de hipopótamo. Pronto lo descubriremos.
—Ahora sí que la hiciste buena —le dijo Hapuseneb en un susurro cuando ella se levantó de mala gana—. Y Neferu no está aquí para protegerte.
—¡Ven aquí delante! —le ordenó Khaemwese, y Hatshepsut le obedeció. Menkh sonrió y le entregó la vara de sauce, y el maestro la hizo restallar ruidosamente en el aire—. Muy bien. ¿Dónde tendrá el oído una niña? ¿Qué crees tú? —preguntó, disimulando una sonrisa.
Hatshepsut tragó fuerte.
—Creo que si me azota, mi padre lo hará flagelar.
—Tu padre me ha encomendado tu instrucción. Tú me has preguntado donde tiene el oído una niña, y yo sólo me propongo demostrártelo.
Khaemwese hizo una mueca con los labios y Hatshepsut pegó un respingo.
—¡No me golpeará! ¡Sé que no lo hará! Sólo pregunté para fastidiarlo.
—Pero, como ves, yo no estoy en absoluto fastidiado. Y te diré que el oído de una niña está exactamente en el mismo lugar que el de un varón.
Hatshepsut levantó el mentón con gesto altanero y lentamente paseó la mirada entre sus compañeros de clase.
—Por supuesto. No existe diferencia alguna. Y, lo que es más, las chicas podemos hacer cualquier cosa que hagan los varones —afirmó mientras se sentaba.
En ese momento Khaemwese levantó un dedo.
—Aguarda un momento. Si es así, entonces no te importará que te dé una buena paliza, pues eso es lo que hago cada tanto con todos los varones de esta clase para mejorar la percepción de sus oídos que, según tú sostienes, es idéntico al de las niñas. Entonces, los oídos de las niñas también deben fallar. Si es así, ¿por qué jamás te he golpeado? ¡Regresa aquí delante!
Khaemwese reía. Ella lo miró sonriendo, con los ojos centelleantes.
—Maestro, usted jamás me ha golpeado porque soy una princesa, y no le está permitido ponerle la mano encima a una princesa. Eso es Maat.
—Eso no es Maat —replicó Khaemwese con tono severo—. Eso es una práctica establecida por la tradición y un mandato, pero no es Maat. Yo he castigado a Tutmés, y él es un príncipe.
Hatshepsut se volvió con descaro y contempló a su medio hermano, pero él estaba con el mentón apoyado en una mano, muy ocupado en trazar círculos con la otra sobre la arena que se amontonaba en el recinto. La niña miró de nuevo a Khaemwese.
—Tutmés es sólo mitad príncipe —dijo—, en cambio, yo soy la Hija del Dios. Eso es Maat. En la habitación reinó un repentino silencio. Khaemwese dejó de reír y bajó la mirada.
—Sí —dijo con voz muy calma—, eso es Maat.
Por un momento sólo se oyó el zumbido del viento.
Hatshepsut volvió a levantar la mano.
—Por favor, maestro. Puesto que el viento nos impide seguir con la clase, ¿podemos jugar a la pelota?
Él la miró con desconcierto, esperando que la niña saliera con otra humorada, pero ella esperaba ansiosamente su respuesta, con los hombros gachos. El maestro se puso de pie con un quejido y estiró el cuerpo.