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Authors: Pauline Gedge

Tags: #Histórica

La dama del Nilo (4 page)

Tutmés estaba sentado junto al lago con su esposa, sus escribas y sus esclavos, descansando antes de la cena y contemplando los rizos rosados que la brisa del atardecer dibujaba sobre la superficie del agua. Cuando Hatshepsut caminó sigilosamente hacia él, descalza sobre el césped tibio, su padre se encontraba conversando con su viejo amigo Aahmes pen-Nekheb, quien permanecía de pie frente a él, con aspecto desmañado y visiblemente incómodo. Era obvio que Tutmés estaba disgustado; si bien seguía contemplando fijamente el agua, Hatshepsut oyó que su voz se alzaba como en oleadas de irritación.

—Vamos, vamos, pen-Nekheb; tú y yo hemos pasado mucho tiempo juntos dentro y fuera del campo de batalla. No tienes nada que temer. Lo único que te pido es que me des tu opinión sincera y dejes de andarte con rodeos como un colegial que tiene algo que ocultar. ¿Acaso no te he formulado una pregunta directa? ¿No te parece, entonces, que merezco que me la respondas de la misma manera? Quiero que me informes acerca de los progresos de mi hijo, y quiero que lo hagas ahora mismo.

Pen-Nekheb carraspeó.

—Majestad, no cabe duda de que siempre os habéis mostrado más que benévolo con vuestro humilde siervo, por eso os ruego que no os enfadéis con él, quien se excusa desde ahora por cualquier reacción airada que sus palabras puedan suscitar en vos…

Tutmés golpeó el brazo de su sitial con su mano cubierta de anillos.

—Déjate de vueltas, viejo amigo. Conozco tu orgullo y también tu idoneidad. Dime de una vez, ¿tiene o no pasta de soldado?

Pen-Nekheb comenzó a transpirar debajo de su peluca negra y corta y, disimuladamente, se rascó la cabeza.

—Majestad, entonces permítaseme acotar que Su Alteza Real ha iniciado su entrenamiento hace relativamente poco tiempo. En tales circunstancias, su desempeño podría ser considerado satisfactorio…

Su voz se fue desvaneciendo y finalmente Tutmés lo miró y le indicó el césped.

—Siéntate. ¡Vamos, siéntate! ¿Qué pasa contigo hoy? ¿Piensas que te he encargado la instrucción militar de mi hijo porque tiene habilidad para la jardinería? Preséntame un informe conciso y claro, pues de lo contrario te mandaré de vuelta a tu casa sin cenar.

Ahmose giró la cabeza para disimular una sonrisa. Si había un hombre en el mundo que se había granjeado el afecto y la confianza de su marido, era precisamente ese soldado grandote y feo sentado en el suelo a considerable distancia de ellos y con franco aire de malestar. Aunque le parecía lamentable que Tutmés hubiese decidido abordar ese tema con el estómago vacío, la situación no dejaba de tener su lado cómico. Y si algo escaseaba últimamente en la vida de Ahmose, era el humor.

Pen-Nekheb parecía haber tomado una decisión. Cuadró los hombros y dijo:

—Majestad, lamento de veras tener que deciros esto, pero no creo que el joven Tutmés tenga en absoluto pasta de soldado. Es torpe y blando, a pesar de sus dieciséis años. No siente el menor amor por la disciplina. Es… —el pobre hombre tragó fuerte y siguió adelante— es perezoso y rehúsa al trabajo y al esfuerzo físico. Tal vez esté mejor dotado para los estudios —dijo, por último, con tono esperanzado.

Tutmés no respondió. Mientras lentamente la sangre comenzaba a teñirle las mejillas, su mirada recorrió los muros de palacio, el lago y la cabeza inclinada de su esposa. Los que lo rodeaban aguardaban temerosos, pues conocían bien las señales que precedían a la tempestad. Cuando ya estaba a punto de estallar, de pronto vio a su hija menor, que aguardaba de pie junto a la muchedumbre y le sonreía. Le indicó por señas que se acercara, y todos lanzaron un suspiro de alivio: la tormenta se había reducido a una fugaz ventolina.

—Yo mismo iré al campo de adiestramiento —dijo Tutmés—. Iré mañana, y tú lo pondrás a prueba para que demuestre lo que vale. Si veo que estás equivocado, Pen-Nekheb, prometo que serás destituido de tu cargo. Hatshepsut, ven aquí, querida, dame un beso y cuéntame qué has estado haciendo hoy.

La niña corrió hacia él, trepó a sus rodillas y le frotó la nariz contra el cuello.

—Oh, padre, qué bien hueles. —Se inclinó y besó a Ahmose—. Madre, fui a ver el cervatillo; Nebanum me permitió alimentarlo. Y Tutmés casi recibió otra paliza esta mañana en la escuela… —En ese momento, con esa veloz intuición propia de los niños, intuyó su error y vio que la cara de su padre se ensombrecía—: Bueno, pero al fin no pasó nada —se apresuro a agregar—. Neferu lo salvó… —El faraón comenzó a respirar pesadamente y Hatshepsut se descolgó deprisa de sus rodillas y buscó refugio junto a Ahmose.— Pero luego decidió no darse por vencida y hacer un nuevo intento. Es una pena, pensó, que este día que empezó tan bien termine convertido en una de esas historias de terror que cuenta Nozme. Padre —dijo con voz fuerte y aflautada—: ¿por qué no eres bueno y haces que Tutmés se case con alguna otra persona? Neferu no lo quiere por marido, y se siente tan desdichada… —Hatshepsut se frenó en seco al ver que la expresión inicial de azoramiento de su padre al oír esas palabras se trocaba en furia. Al percibir el silencio pavoroso que la rodeaba, comenzó a saltar de un pie al otro—. Ya lo sé, ya lo sé —exclamó—. No hago más que meter la nariz en los asuntos de los demás…

—Hatshepsut —gimió su madre, atribulada—: ¿qué te pasa hoy? ¿Has estado bebiendo de nuevo la cerveza de los sirvientes?

Su padre se irguió y, con él, toda la corte.

—Creo que es hora —dijo lentamente— de que tú y yo tengamos una pequeña conversación, Hatshepsut. Pero en este momento me siento cansado y hambriento, y estoy hasta la coronilla de los problemas de mis hijos descarriados. —Le lanzó una mirada fulminante a pen-Nekheb y luego a su infortunada esposa—. Ahmose: averigua por intermedio de Nozme qué es exactamente lo que ha estado pasando por aquí; quiero saberlo esta misma noche. En cuanto a ti, Hatshepsut, ven a mis aposentos antes de acostarte. Y, por tu bien, espero que me encuentres de mejor humor.

Dicho lo cual, los miró ceñudamente, giró sus talones y se alejó, seguido por su camarilla.

Ahmose le sonrió a su hija mientras caminaban juntas hacia los aposentos reales.

—Hoy has actuado con muy poco tino —le dijo—, pero no te preocupes. No está enojado contigo sino con Tutmés. Para cuando llegue la hora de su entrevista contigo, no creo que tenga mucho que decirte. Se sentiría perdido sin ti, Hatshepsut —le dijo, con pesar—. Vela por tu bienestar como un halcón. Pobre Neferu.

—Madre, yo también estoy cansada y tengo hambre. Nozme me obligó a ponerme ropa de hilo almidonada, y me está raspando la piel. ¿No podríamos hablar de alguna otra cosa?

«Amón», oró Ahmose en silencio mientras entraban a su departamento espacioso y fresco y las esclavas se apresuraban a encender las lámparas, «ella es hija tuya. En verdad, es tu mismísima Encarnación. Te lo suplico, protégela de sí misma».

Para cualquier pescador solitario que navegara por el Nilo en la oscuridad en su pequeño bote de juncos, contemplar el palacio de Tebas debía representar algo así como una visión anticipada de las bienaventuranzas prometidas en el paraíso de Osiris. AA caer la noche, miles de lámparas se encendían al unísono. Era como si un gigante hubiese lanzado un puñado de estrellas luminosas y titilantes hacia la tierra y éstas se hubieran depositado, en forma aislada y en racimos, sobre los espaciosos vestíbulos y los innumerables y amplios senderos pavimentados de ese reino dentro de otro reino, y sus reflejos se arremolinaran y danzaran sobre la superficie de ese río de aguas rápidas hasta perderse en la oscuridad de la noche.

Los terrenos del palacio eran extensos e incluían jardines y santuarios, casas de verano y establos, graneros y habitaciones para la servidumbre y, desde luego, el imponente edificio del palacio propiamente dicho, con sus enormes salones de recepción y comedores, sus pórticos y corredores con columnatas, decorado por doquier con coloridas imágenes de peces y aves, cazadores y presas, y gran profusión de verdes: todo aquello que convertía la vida en un gozo. Ese conjunto llegaba hasta las puertas mismas del templo, con sus pilones y una multitud de imponentes estatuas de Tutmés, el hijo de Dios, sentado y con las manos apoyadas sobre sus monolíticas rodillas, cuyos rostros serenos e idénticos parecían perderse en la contemplación de su invencible imperio.

También los jardines estaban iluminados, y eran barridos constantemente por la luz intensa de lámparas en movimiento, cada vez que las esposas y las esposas secundarias, las concubinas y los nobles, los funcionarios y los escribas los recorrían de aquí para allá en las noches fragantes y dulzonas, precedidos y seguidos por sus respectivas esclavas, desnudas y perfumadas, quienes se encargaban de iluminarles el camino.

Sobre el río flotaba la barca real, una verdadera obra de arte de oro, plata y maderas preciosas, amarrada al pie de la ancha escalinata que surgía del agua y desembocaba en un amplio patio pavimentado cuyos tres lados estaban tapizados de árboles altos. Entre estos árboles corrían las avenidas que conducían a los salones blancos y dorados que servían de morada al corazón de Egipto.

No es muy probable que el hipotético pescador se demorara en la margen occidental del río. Allí la Necrópolis, al igual que el palacio, ocupaba también un espacioso terreno, extendida entre el río y los imponentes peñascos grisáceos que la separaban del desierto. En esa orilla, las luces de las viviendas de los sacerdotes y artesanos que trabajaban en las tumbas y templos de los súbditos de Osiris eran más mortecinas y estaban más esparcidas. El viento de la noche gemía suavemente en los santuarios desiertos y los vivos cerraban sus puertas hasta que Ra les invitara a comenzar otro día de trabajo en las residencias de los muertos. Las empinadas columnas y las casas vacías, en las que cada tanto se advertían ofrendas de comida y de flores que comenzaban a marchitarse, en honor de quienes seguían habitando sus últimas moradas, constituían una suerte de imagen en espejo, imperfecta, distorsionada y algo triste, de la vida vibrante y palpitante que bullía en la ciudad imperial de Tebas.

El viento del atardecer había cesado y la noche era serena y calurosa cuando Hatshepsut, Nozme y sus criadas avanzaron rumbo al comedor por los corredores iluminados por antorchas y flanqueados por guardias inmóviles. Esa noche no se agasajaba en el palacio a ninguna delegación extranjera, pero el salón estaba lleno de invitados y nobles, funcionarios privilegiados y amigos de la familia real. Los ecos de su conversación y de sus risas le llegaron a la niña mucho antes de que traspusiera la puerta y aguardara a que el jefe de heraldos la anunciara con tono solemne:

—La princesa Hatshepsut Khnum-amun.

Los invitados interrumpieron por un momento su plática, le hicieron una reverencia y luego retomaron sus conversaciones. Hatshepsut buscó a su padre con la mirada, pero por lo visto aún no había llegado. Tampoco vio a Neferu. Pero sí localizó, en cambio, a User-amun, sentado sobre el suelo en un rincón junto a Menkh. Hacia ellos dirigió sus pasos, esquivando a las esclavas que servían vino y proporcionaban a los comensales algunos almohadones o pequeñas sillas. Al llegar al lugar donde estaban los muchachos se instaló en el suelo junto a ellos.

—Salud. ¿Qué hacéis vosotros dos por aquí?

Menkh le respondió con una inclinación de cabeza nada entusiasta y le guiñó un ojo a User-amun. Hatshepsut les caía bien, pero tenía por costumbre aparecer en los lugares y en los momentos más inesperados y estar siempre deseosa de participar de sus correrías, lo quisieran ellos o no. Pero, por muchos defectos que tuviera, ciertamente no podía afirmarse que fuera aburrida.

User-amun, como hijo de una de las familias más antiguas y aristocráticas de Egipto, la trataba como un igual. Su padre, el visir del Sur y uno de los dos hombres más poderosos después del faraón, se encontraba realizando una gira de inspección por los nomos a su cargo, y User-amun vivía provisionalmente en el palacio. Le hizo una reverencia exagerada y exclamó:

—¡Salve, Majestad! ¡Vuestra belleza eclipsa la de las estrellas y su fulgor es tan intenso que me obliga a apartar la mirada!

Hatshepsut se puso a reír.

—User-amun, te prometo que un día te haré repetir esas palabras con la boca aplastada contra el suelo. Bueno, ahora contadme de qué hablabais.

—De caza —respondió User-amun, enderezándose—. El padre de Menkh nos llevará con él mañana temprano. ¡Con suerte, quizá lleguemos a cazar un león!

—¡Bah! —comentó Hatshepsut—. Aún a los hombres hechos y derechos les resulta difícil matar un león. Además, primero hay que encontrarlo.

—Pensamos ir a las colinas —dijo Menkh—. Tal vez acampemos allí durante la noche.

—¿Puedo ir con vosotros? —preguntó Hatshepsut con entusiasmo.

—¡No! —respondieron los dos varones a coro.

—¿Por qué no?

—Porque eres una niña, y porque el faraón jamás te lo permitiría —adujo User-amun—. Las pequeñas princesas jamás van de caza.

—Pero las princesas crecidas si lo hacen. Cuando sea grande, saldré a cazar todos los días. Seré el mejor cazador del reino.

Menkh sonrió. El amor que Hatshepsut sentía por los animales jamás le permitiría cazar otra cosa que no fueran patos, y ella lo sabía. Pero, a pesar de tener sólo diez años, su amor propio la obligaba a querer superar a los demás en todos los terrenos.

—¿Qué has hecho durante todo el día? —le preguntó Menkh—. No te hemos visto por ninguna parte.

—Metiéndome en líos —masculló ella—. ¡Ah! Aquí vienen mi padre y mi madre. Por fin podremos empezar a comer.

Todos los presentes se postraron y apoyaron la frente contra el suelo. La voz del jefe de heraldos resonó con fuerza:

—… Todo Poderoso de Maat, Horus Viviente, Favorito de Dos Diosas, Portador de la Diadema con el Uraeus.

Tutmés hizo un gesto y los presentes se incorporaron y prosiguieron con sus conversaciones. Los invitados se instalaron en sus sitios, frente a sus respectivas mesas bajas, y las esclavas comenzaron a deambular entre ellos, con las fuentes repletas de manjares. La esclava de Hatshepsut se le acercó y le preguntó, inclinándose:

—¿Ganso asado, Alteza? ¿Carne de res? ¿Pepinos rellenos?

—¡Un poco de todo! —fue su respuesta.

Mientras comía, recorrió el salón con la mirada en busca de Neferu, pero no vio señales de ella. Tras una breve inclinación de cabeza de su padre, los músicos ingresaron en fila: un hombre con un arpa muy alta y una serie de muchachas ataviadas con faldas largas y plisadas, conos de perfume sobre la cabeza y sus instrumentos debajo del brazo. Hatshepsut se alegró mucho al ver que las muchachas tocarían los nuevos laúdes traídos de las regiones del nordeste. Por un momento pensó ordenar que una de ellas fuera a sus habitaciones más tarde para deleitaría con su música, pero luego recordó su cita con el faraón. Cuando la música comenzó, Hatshepsut apartó su plato, se enjuagó los dedos en el bol con agua y se los secó en el faldellín. Luego se deslizó entre los comensales hasta llegar junto a su madre. Su padre, a pocos pasos de allí, estaba abstraído conversando con Ineni, su arquitecto y padre de Menkh, pero su madre le sonrió y le indicó que se sentara sobre un almohadón, junto a la mesa.

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