Senmut se descorazonó más todavía. Así que a esto me trajiste, oh padre mío, cuando vinimos juntos a la ciudad santa, pensó. A una muerte ignominiosa para mi y la desgracia para ti. Luego dijo en voz alta:
—Alteza, ¿puedo haceros una pregunta?
—Jamás imaginé —le respondió ella con cierta irritación— que, después de haberme puesto las manos encima en el lago y haberme cargado sobre tu hombro; después de recorrer toda la zona al trote sacudiéndome sin piedad y de fregarme con tu áspera y vieja frazada hasta casi desollarme, de pronto tendrías reparos en formularme otra pregunta. Confieso —siguió diciendo con admiración— que tienes espaldas muy fuertes. Pues bien; huí del palacio porque… porque mi querida Neferu… —entonces comenzó a llorar muy despacio, mirando hacia otro lado, y Senmut la contempló con preocupada impotencia—. Un veneno… mi preciosa Neferu está agonizando.
La premonición y el horror le recorrieron la piel y le treparon por la columna como las patas suaves y peludas de un puñado de arañas venenosas. Sus manos se cerraron en los brazos de la silla. De modo que había sucedido. Y tan pronto. Y él no había hecho otra cosa que enterrar la cabeza en la arena de su propia seguridad, como esos estúpidos avestruces de Nubia, mientras allá en el palacio una muchacha encontraba la muerte, con el cuerpo destruido y atormentado por el veneno que casi podría decirse que él mismo, Senmut, le había administrado. Cuán apropiados son tus juicios, Poderoso Amón, pensó. Moriré, y merezco la muerte, pero no por el crimen por el que seré acusado. Refrenó un imperioso deseo de estallar en una carcajada histérica.
La pequeña princesa estaba acurrucada contra la pared, la cabeza oculta entre los brazos, sollozando ahora sonoramente, como si todo ese horror pudiese ser lavado con sus lágrimas.
—Ella me llamó —en mis sueños— y yo acudí y la encontré allí, tan enferma… morirá… oh, Neferu, Neferu… —Por último se irguió y le tendió las manos—. Por favor, sacerdote, ¿podrías tomarme de la mano? Tengo tanto miedo y nadie me comprende, nadie.
¿Qué más da?, pensó, abatido, mientras pasaba de la silla al jergón y se sentaba junto a ella. Ya la he tocado, y eso me convierte en hombre muerto. La rodeó con los brazos, la apretó contra su pecho y la acarició para tranquilizarla, mientras sentía que los hombros de la niña, frágiles como las alas de un ave, se estremecían con cada sollozo. La pequeña hundió su cara empapada contra el cuello de Senmut y se aferró a él como si realmente se estuviera ahogando y él fuese la única roca de salvación que le quedaba.
—Calmaos, pequeña princesa —murmuró mientras la acariciaba—. La vida continúa. Vivimos, morimos, y sólo los dioses saben cuándo ocurrirá eso. Llorad, si eso os sirve de consuelo.
De pronto advirtió la ironía contenida en sus palabras y calló.
Hasta que finalmente se quedó dormida, con la cabeza apoyada contra el hombro de Senmut, y él permaneció en silencio, contemplando el aleteo de sus largas pestañas sobre su mejilla bronceada. Al cabo de una hora la sacudió con mucha suavidad y ella se agitó y lanzó un pequeño quejido.
—Vamos, Alteza, es hora de irnos. El viento está amainando y mañana será un día hermoso y lleno de sol. —La ayudó a ponerse de pie y le dio de beber un poco más de vino, cosa que ella hizo sin ningún comentario, balanceándose un poco por el agotamiento que sentía—. Os llevaré de vuelta a vuestro padre. Me parece que deberíais llevaros mi frazada para que os abrigue.
Senmut se ajustó el cinturón y se pasó una mano por la cabeza rapada, pero cuando se volvió para iniciar la marcha vio que ella lo contemplaba con expresión meditabunda. El tenue resplandor del amanecer comenzaba a iluminarlos y bajo esa pálida luz la pequeña parecía a un tiempo vacía pero también mayor, como si las lágrimas se hubiesen llevado para siempre la esencia de su infancia.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó.— Senmut, Alteza.
—Senmut. Mira, Senmut: regresaré sola, como vine, y no me llevaré tu frazada. ¿Crees que no sé lo que mi padre te haría si supiera lo de esta noche? Sólo te pido que me lleves de vuelta hasta el lago; de allí en adelante no me costará mucho orientarme. Y no temas. Mi padre me enseñó la importancia de guardar silencio, y me parece que sólo ahora comprendo el significado de sus palabras. No le hablaré a nadie sobre ti.
—Princesa, tal vez sería mejor que el faraón lo supiese por mis labios en lugar de enterarse a través de las habladurías y los rumores.
—¡No digas disparates! Las habladurías se alimentan de los hechos, por lo menos eso es lo que sostiene mi madre, y sólo tú y yo sabemos lo que ocurrió. Te aseguro que no hablaré. ¿Acaso dudas de mi palabra?
Senmut no abrigaba la menor duda al respecto. Al desplegar la manta y dejarla caer al suelo, la niña irradiaba la arrogancia inconsciente propia de la realeza. Él le hizo una reverencia y, sin más, abandonaron la celda.
En el exterior reinaba una inmovilidad casi total. Los últimos resabios de viento les acariciaron las rodillas mientras atravesaban sigilosamente el patio y se esfumaban en las sombras de los graneros pero, por encima de sus cabezas, el cielo estaba despejado y presentaba el tono blanco lechoso del amanecer. No había ni rastros de bruma alrededor de los obeliscos y torres del templo, y ambos avanzaron deprisa entre los árboles y llegaron por fin a orillas del Lago Sagrado, cuyas aguas apenas se movían en la quietud de la mañana.
Se detuvieron y se miraron. Hatshepsut respiró hondo.
—El khamsin ha cesado. Soplaba por ella, por Neferu, y se la ha llevado consigo. Lo sé. Gracias, Senmut, por arriesgar tu vida por mí. Pues sé bien que eso es lo que hiciste; y cuando descubriste quién era yo en realidad, no te amedrentaste sino que me consolaste como un hermano. No lo olvidaré.
Senmut contempló esa carita sincera y luego se arrodilló y besó la hierba junto a sus pies.
—Alteza —dijo—, sois la mujercita más valiente que he conocido, y también la más sabia. ¡Os deseo una larga vida!
—¡Levántate, levántate! —exclamó ella, sonriendo—. Te aseguro que tu saludo posee mucha más nobleza que la desfachatez del tonto de User-amun. ¡Ahora será mejor que comience a correr antes de que mi padre decida ejecutar a los guardias uno por uno!
Le hizo un saludo con la mano y empezó a correr como un cervatillo hacia los árboles que estaban del otro lado de la avenida festoneada de esfinges, y su cuerpecito desnudo resplandeció al ser alcanzado por los rayos incipientes del sol.
La vieron correr desnuda como una exhalación hacia el portal oeste del palacio, así que cuando por fin traspuso la puerta de sus aposentos, encontró allí a su padre, solo, esperándola. Las esclavas estaban entregadas a sus tareas, barriendo la arena que lo cubría todo, pero ninguna entonaba los cánticos habituales y todos los moradores del palacio que se encontraban despiertos estaban en silencio. En el aire flotaba una atmósfera ominosa, por más que Ra jugueteaba entre el polvillo dorado que levantaban las escobas, saltaba a lo largo de los suelos de mosaico y asomaba por entre las blancas columnas. Hatshepsut intuyó la opresión reinante incluso antes de arrodillarse frente a Tutmés para disculparse por su proceder y sentirse traspasada por su mirada helada.
El faraón había sido bañado y llevaba ceñida a la cintura una tela amarilla de lino. Sobre su torso colgaba un sencillo pectoral de oro y loza azul que presentaba el Ojo de Horus flanqueado por dos halcones. Tenía la cabeza cubierta con un tocado de cuero con listas negras y amarillas que le llegaba hasta los hombros y, en la frente, una banda con el
Uraeus
real. No había dormido ni comido y su aspecto era el de un anciano; debajo del kohol negro recién colocado brillaban un par de ojos húmedos y enrojecidos. Como no le dijo que se levantara, Hatshepsut permaneció con la nariz pegada al suelo, tratando de recuperar el aliento. El faraón comenzó a caminar por la habitación.
—¿Dónde has estado?
—Deambulando por los jardines, padre.
—¿De veras? ¿Durante las últimas cuatro horas?
—Sí, Poderoso Horus.
—¿En la oscuridad? ¿En medio del viento y la arena?
—Sí.
—Mientes —dijo él sin perder la calma, como si se tratara de un comentario casual hecho a su esposa en medio de una caminata matinal—. Desde que te fuiste, los jardines han sido registrados una y otra vez, y mi capitán está a punto de ser azotado porque no te hallaron allí. ¡Contéstame! —exclamó, ahora con voz más severa—. Soy tu padre, pero también soy el faraón. Puedo hacer que te den una buena tunda, Hatshepsut. ¿Dónde estuviste?
La niña vio que los pies de su padre se aproximaban y se detenían uno a cada lado de su cabeza. Lo incómodo de su posición le estaba provocando un calambre en la nuca y desde algún rincón del cuarto le llegaron efluvios de pan recién horneado que le recordaron cuánto apetito tenía, pero permaneció inmóvil.
—De veras estuve en los jardines, padre; sólo que después seguí corriendo hacia el templo.
El pie que estaba junto a su oreja izquierda comenzó a dar leves golpes en el suelo.
—¿Ah, sí? ¿Y no te parece extraño, entonces, que los guardianes del templo, que bullen en su interior como hormigas atareadas a toda hora del día y de la noche, todavía estén buscándote?
—Fui hasta el templo, padre, pero no entré. Me dirigí a la… a la barca sagrada, bajé por la rampa y me quedé tendida dentro de ella, donde el viento no pudiera alcanzarme.
Hatshepsut se alegraba mucho de que su padre no pudiera verle la cara, pues todavía no había aprendido a mentir sin que se le notara.
—¡No me digas! ¿Y por qué hiciste eso?
—Deseaba estar cerca de mi Padre. Quería pensar en… en mi querida Neferu.
De pronto Tutmés se quedó inmóvil. Se alejó de ella y tomó asiento en la silla baja de la niña.
—Levántate, Hatshepsut, y ven aquí —le dijo con tono bondadoso—. Esta noche me has hecho pasar momentos de extrema preocupación, y he descargado mi cólera sobre los soldados y la servidumbre por igual. ¿Cuándo aprenderás a ser prudente? ¿Tienes hambre? —Ella se levantó de un salto y corrió a la mesa mientras su padre levantaba el lienzo de hilo que la cubría, dejando al descubierto pan caliente, pescado ahumado y una ensalada verde que olía a cebollas y brotes de papiro y que hicieron que la boca se le llenara de saliva—. Come, entonces.
El faraón no llamó a ninguna esclava para que le lavara las manos, pero a ella no le importó en absoluto. Ya he purificado todo mi cuerpo en las aguas de mi Padre, pensó, y miró con expresión culpable a Tutmés mientras cruzaba las piernas y se dejaba caer sobre su cojín, partiendo la hogaza de pan con manos anhelantes. Él aguardó pacientemente a que ella hubiese terminado hasta el último trozo de pescado y se hubiese bebido la última gota de leche de la taza. Entonces le dijo en voz muy baja:
—Neferu ha muerto, Hatshepsut.
Ella dejó caer la cabeza y esbozó un gesto de asentimiento.
—Ya lo sé, padre mío. Estaba tan asustada, mucho antes de esta noche. Solía tener unas pesadillas tan espantosas. ¿Por qué tuvo que pasarle a ella? —preguntó, mirándolo a los ojos—. Lo único que deseaba era ser feliz.
—Todos debemos morir algún día, Hatshepsut; algunos antes, otros después, pero todos al final debemos postrarnos a los pies de Osiris. Neferu no era feliz.
—Pero podría haberlo sido. Si tan sólo no hubieses planeado su casamiento con Tutmés. Si no hubiera sido la Hija Principal…
—¿Quieres cambiar lo inmutable, hija mía? —la regañó con ternura—. Lo cierto es que era la Hija Principal. No tengo un hijo que pueda sucederme en el trono por derecho propio. ¿Habrías preferido que la eximiera de cumplir su destino y, con ello, hiciera a un lado a Tutmés?
—Tú no has eximido a Neferu de su destino —replicó Hatshepsut—. Su destino era la muerte.
Sobresaltado, Tutmés estudió a fondo esos ojos serenos y límpidos y observó en ellos cierto cambio. Era un hombre dotado de una fina percepción, agudizada por tantos años de gobierno. Las circunstancias de la muerte de Neferu señalaban, a su criterio, en una dirección que por un lado lo afectaba enormemente y, por otro, le procuraba un gran alivio. A lo largo de su carrera había tenido oportunidad de enfrentarse muchas veces a muertes violentas y sabía reconocer la acción del veneno. También conocía al dedillo las vidas y ambiciones de sus ministros, y más de una vez se había visto obligado a rechazar las sutiles presiones de la manipulación. No le cabía la menor duda de que lo ocurrido con su hija mayor constituía un nuevo intento de torcer el curso de su reinado o de saciar la ambición de algún sacerdote o funcionario, y esa certeza había encendido dentro de él un fuego que seguiría ardiendo hasta que descubriera la verdad de los hechos. Pero no podía negar que sentía también cierto alivio: alivio porque le permitía postergar una toma de decisión que le resultaba difícil y angustiosa. Si bien Neferu había sido la segunda mujer en importancia en Egipto y llevaba su sangre real, nunca había logrado entenderla del todo y le espantaba verse obligado a hacer una proclamación que implicara dejar su bien amado país en manos de un muchacho insensible y gordinflón y una muchacha fantasiosa, soñadora y pusilánime. No era para eso que había arriesgado su vida incontables veces, conspirado y cubierto su cuota de pillaje tanto del
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como del cuerpo. Casi deseaba no descubrir jamás la verdad acerca de la muerte de su hija, pues le venía como anillo al dedo a sus propósitos. Pero la tortuosa maquinación que entrañaba, el grado en que alguien intentaba manejar los hilos del futuro y que podría poner en peligro su dinastía, le obligaban a husmear aquí y allá, y a hacer indagaciones, aunque jamás llegara a acusar a nadie en concreto ni a presentar a ningún reo ante las Cortes de Justicia. Mentalmente se dirigió a esa forma borrosa que había acercado la copa de veneno a los labios de Neferu y le advirtió: Te demostraré una vez más quién detenta el poder en Egipto. Yo soy Maat, y mis deseos son los deseos del Dios. Pero ahora Hatshepsut, su tesoro, se había convertido en Hija Principal, y eso le permitía respirar aliviado. En el trasfondo de su mente comenzó a esbozarse un nuevo plan, todavía impreciso, pero que iba tomando forma con rapidez.
—No —le dijo al resignado rostro que tenía ante sí—. Su destino era ser Divina Consorte, pero ella no quiso aceptarlo. Te lo transfirió a ti, y así te lo dijo expresamente. ¿No lo recuerdas, Hatshepsut? «Yo no elegí el destino que me tocó en suerte. No lo deseaba… tómalo».