Hatshepsut sintió un desagradable escalofrío al recordarlo.
—Tómalo tú… y úsalo —completó la niña—. Sigo sin entenderlo. Neferu siempre decía cosas que me resultaban incomprensibles, por mucho que intentara descifradas.
Tutmés apartó la mesa, alzó a su hija y la sentó sobre sus rodillas.
—Neferu fue llevada a la Casa de los Muertos hace dos horas —dijo—, y eso es algo muy serio para ti, mi pequeña. Ahora tú eres la última hija real. —Sintió que el cuerpo de Hatshepsut se ponía tenso.
Ella giró la cabeza para no mirarlo y al cabo de un momento le dijo con voz apagada:
—Gran Faraón, ¿eso quiere decir que me obligarás a casarme con Tutmés?
—Eres demasiado joven para hablar de matrimonio. ¿No te gusta Tutmés?
—No. Es terriblemente aburrido.
—Hatshepsut, tienes muchos años por delante, y en ellos llegarás a comprender las responsabilidades que Neferu se negó a enfrentar. Precisamente por eso murió; ¿no lo comprendes?
—No —contestó con voz cansada—. Desde luego que no. Jamás entiendo esas cosas.
—Tú has sido forjada en un molde diferente —siguió diciendo el faraón—. El mismo Amón te protege. Pero aun así, de ahora en adelante debes tener mucho cuidado con todo lo que haces y dices. Y no te preocupes por el futuro: de eso me ocuparé yo. Pero si llegara a decidir que es preciso que te cases con Tutmés, me obedecerás, ¿no es cierto?
—Sólo si tú me lo ordenas.
—¡No has tenido reparos en desobedecerme en otras ocasiones! —dijo, sacudiéndola con suavidad—. Pero basta de hablar del futuro y volvamos al presente. Dime, ¿qué estuviste haciendo en realidad esta noche?
—Lo siento, padre, no puedo decírtelo. Pero te aseguro que no fue nada malo —dijo, después de bajarse de sus rodillas y pararse frente a él, con las manos tomadas detrás de la espalda.
—Muy bien —dijo su padre, dando por terminado el tema, pues sabía bien que no lograría sonsacarle nada más—. Ahora comienza el periodo de duelo por Neferu. No habrá escuela, y tampoco verás a ninguno de tus amigos. Tu madre duerme en este momento, y te sugiero que hagas lo mismo; pareces muy cansada. Y no esperes ver a Nozme durante algunos días. Estará desempeñando las tareas de esclava en la cocina para que aprenda que yo, el faraón, así como la convertí en nodriza real, puedo convertirla ahora en asistente de cocina del palacio.
Hatshepsut sonrió.
—No fue culpa suya que yo escapara.
—Era su responsabilidad cuidar de ti. —Su padre golpeó las manos y apareció Tiyi, la segunda nodriza real, hizo una reverencia y se quedó aguardando—. Llévala a la cama y procura que se quede allí toda la mañana —le ordenó Tutmés—. Y no le quites los ojos de encima ni por un momento. —Se agachó y besó a Hatshepsut.
De pronto la niña se le colgó del cuello.
—Te quiero, padre mío.
—También yo te quiero, mi pequeña Hat. Y me alegro de que estés sana y salva.
—¿Cómo podría ser de otro modo, teniendo dos Padres tan poderosos para protegerme? —respondió con tono solemne.
La sonrisa que siempre acechaba en sus labios afloró sin reservas y Hatshepsut echó a andar hacia la puerta de la mano de Tiyi.
Durante setenta días, durante los cuales la inundación alcanzó su apogeo y toda la tierra se convirtió en un vasto lago rojizo, punteado por villorrios convertidos en islas y árboles que parecían flotar enhiestos, como por encanto, sobre la marea calma, el cuerpo vaciado de Neferu yacía en la Casa de los Muertos, mientras era preparado con reverencia para su nueva morada. La piel tersa y cetrina que se había caldeado al sol y sentido el roce del oro y de manos humanas, ahora conocía una paz muy distinta de la que tanto anhelara. Mientras los sacerdotes
sem
envolvían sus miembros con costosos lienzos de lino y rellenaban sus cavidades, no con comida, ni vino, ni amor, sino con paños empapados en natrón, sus ojos sin vista los contemplaban con ciega resignación. En los talleres del templo, los artesanos daban los últimos retoques a los ataúdes que contendrían su cuerpo. Al otro lado del río, a pesar de los inconvenientes creados por el agua que lamía las puertas y se escurría entre el suelo empedrado, los pintores, escultores y albañiles trabajaban día y noche para completar el pequeño templo funerario que la misma Neferu había comenzado a hacer construir a fin de que, en años futuros, pudiera recibir las ofrendas de la gente que recurriera a ella con sus penas y deseos. Pero no tan pronto. No todavía. Había algo patético y cruel en esa biografía truncada que iba tomando forma en los muros exteriores, en el suelo del santuario colocado tan deprisa, en las estatuas rodeadas de polvo y fragmentos sueltos de piedra que los escultores se afanaban por concluir antes de que Neferu pasara por allí camino al acantilado que estaba a sus espaldas, hacia el oscuro silencio de su tumba excavada en la roca, cuya entrada quedaría oculta para todos salvo para ella misma.
Había sido una buena inundación. Los impuestos aumentarían y las cosechas serían abundantes. Los labriegos, al no poder trabajar sus tierras durante esos meses, habían participado, en cambio, en la construcción de las obras encargadas por el faraón. Seguían recibiendo pan y cebollas, y se sentían felices. De Egipto brotaba una música exultante, la música de la fecundidad y la riqueza. Pero en lo más recóndito de la Casa de los Muertos, las mejillas de Neferu eran rellenadas para que pareciera estar durmiendo, hasta que finalmente las vendas cubrieron sus ojos para siempre.
En el palacio no se oían músicas ni risas. En los aposentos de Neferu, la servidumbre se ocupaba en reunir todas sus pertenencias —la ropa, la vajilla, los muebles, los potes de cosméticos—, todo aquello que había empleado en vida y seguiría usando en la solitaria intimidad de su tumba. Sus joyas fueron envueltas y colocadas en sus estuches de oro, y sus coronas yacían en sus cajas forradas. En el cuarto de los niños, Nozme y Tiyi guardaban sus viejos juguetes —las pelotas de cuero rojas y amarillas, los trompos, las muñecas de madera y los pequeños gansos pintados—, y también las diminutas cucharas con que la habían alimentado cuando era bebé, y las cintas y faldellines que había usado cuando era pequeña. Sus pelucas fueron incineradas en una ceremonia breve y conmovedora, y por último las enormes habitaciones quedaron vacías transitoriamente, esperando ser ocupadas por otra heredera real. Las puertas fueron cerradas con llave y selladas, y entonces los rayos del sol se derramaron dentro de ellas, como un río de oro líquido que fluía hasta el último rincón; era Ra, que buscaba a su Hija desaparecida.
Para Hatshepsut fue una época de extremo aburrimiento, entretejido con accesos de extremo pesar. Pasaba gran parte de su tiempo en el Zoológico Real, viendo crecer al cervatillo, alimentando a los pájaros y acompañando a Nebanum en su recorrido por todas las jaulas para dar de comer y de beber a los animales a su cargo. Solía sentarse con él en su pequeño jardín, deshojando las pequeñas margaritas blancas y amarillas que salpicaban el césped y preguntándole cosas acerca de todo lo que crecía, volaba y caminaba sobre la tierra. Nebanum era un hombre simple, solitario y feliz, con una sorprendente sabiduría con respecto a todo lo relacionado con la naturaleza. Sintió una enorme ternura por esa pequeña que parecía sentirse de pronto tan desconcertada e insegura. Le habló de los hábitos de las aves, y de los distintos tipos de flores y qué atención se les debía prestar; le refirió cuáles eran los escondrijos preferidos de los ciervos del desierto. Ella lo escuchaba siempre con avidez. En ocasiones acudía a su puerta con el único deseo de permanecer en silencio, y entonces él se quedaba sentado y contemplaba su rostro impasible y sus dedos inquietos, adivinando la pena y las dudas que acosaban a la pequeña lo mismo que intuía las necesidades de sus animales, pero sin poder ofrecerle otra cosa que su compañía y la tibia leche de cabra que ordeñaba todos los días. De una extraña manera, ella lo necesitaba. Él recordaba a Neferu y también guardaba silencio.
La escuela había suspendido sus actividades, y el preceptor real Khaemwese solía sentarse en algún rincón de los jardines y dormitar al sol. El joven Tutmés pasaba el tiempo en compañía de su perpleja y malhumorada madre; y los hijos de los nobles, que normalmente habrían compartido el aula con Hatshepsut y Tutmés, permanecían en sus respectivas casas, disfrutando de las vacaciones escolares.
Ahmose no salía de sus aposentos, ni siquiera para las comidas; y sólo Hetefras cuidaba de ella. No compartía con nadie su hondo pesar. Había nacido en una corte palaciega, tanto su padre como su abuelo habían sido faraones, así que sabía bien cuál debía ser su proceder. La muerte entre los miembros de la realeza se parecía bastante a la vida: estaba sujeta a súbitos cambios de fortuna y de dirección. Ahmose pasaba mucho tiempo orando a Isis, su amada benefactora, arrodillada delante del altar que había erigido muchos años antes en su dormitorio. Con frecuencia sus súplicas se referían más a la pequeña Hatshepsut que a Neferu, quien sin duda ya se encontraría gozando de la compañía de Amón-Ra en su barca celestial y no necesitaba las oraciones de nadie. En cambio, la preocupación que sentía por su pequeña hija se había convertido en una presencia permanente dentro de su ser, una especie de nueva criatura que llevaba en sus entrañas, cuyos estremecimientos la llenaban de desasosiego.
En cuanto al Poderoso Toro de Maat, adquirió la costumbre de deambular por los salones y los corredores en mitad de la noche, perturbando a la servidumbre y sobresaltando a los guardias que tenían a su cargo la vigilancia en las horas silenciosas y quietas de la noche. Durante el día se dirigía al templo para realizar él mismo los sacrificios que por lo general llevaba a cabo en su nombre el sacerdote que lo sustituía. Ya sabía cuál era su voluntad, y no era precisamente que Tutmés tomara las riendas del gobierno. Durante sus caminatas nocturnas se había debatido tratando de decidir si debía o no hacer regresar a sus hijos Wadjmose y Amun-mose de la frontera y colocar la corona sobre la cabeza de alguno de ellos, pero había terminado por descartar la idea. Los dos tenían más de cuarenta años y eran soldados desde su juventud. No era que ese hecho tuviera demasiada importancia, pues un faraón aguerrido sin duda gobernaría a su pueblo con mano dura y férrea. Más bien se debía al rechazo afectivo que le provocaba la idea de tener que hacer que uno de ellos se casara con Hatshepsut, una niña de sólo diez años; aunque tal vez ésa fuera una solución más atinada que el temerario plan que maquinaba en su mente. Además los dos estaban casados y tenían sus familias y propiedades fuera de Tebas; ambos habían estado alejados de toda actividad política durante muchos años y… y…
«Y no es eso lo que quiero», se dijo al arrodillarse delante de su dios en la penumbra del inmenso santuario. «Mi voluntad es también la voluntad de Amón, pero a veces hay un largo trecho entre desear algo y poder llevarlo a la práctica». Así, pues, siguió presentando ofrendas y recorriendo los recintos de su palacio con pasos resueltos cuyo eco resonaba con fuerza en la oscuridad.
Finalmente, en el mes de Mesores, cuando el Nilo había comenzado a descender, dejando en su lugar un suelo oscuro y fértil, el cortejo fúnebre se congregó en la ribera este para llevar a Neferu a su morada definitiva. Una muchedumbre silenciosa observó cómo su ataúd era ubicado en la barca, junto con todas las cosas que la habían ligado a la vida. Los sacerdotes, la comitiva fúnebre y la familia se embarcaron para ese breve viaje hacia el oeste con los ojos bajos, cada uno sumido en sus propios pensamientos. En la otra orilla aguardaban inmóviles las narrias y los bueyes y, a medida que las barcas se acercaban lentamente a los amarraderos, y las pértigas empuñadas por los esclavos que hacían avanzar las embarcaciones brillaban al sol al hundirse y volver a emerger empapadas, Hatshepsut comenzó a temblar.
Los días de duelo le habían proporcionado una serenidad precaria que le permitió sentirse de nuevo en paz con la vida, pero la visión de esas enormes bestias rojizas sujetas por los servidores inmóviles y de aspecto un poco siniestro de la Necrópolis la llenó de un pánico similar al que la había catapultado del lecho de muerte de Neferu al Lago Sagrado. Sus dedos buscaron el cálido consuelo de la mano de su madre.
Las barcas golpearon suavemente contra la orilla, se colocaron las rampas y Hatshepsut, Ahmose y el faraón se quedaron de pie aguardando a que el ataúd y las arcas fuesen desembarcadas.
Mutnefert y su hijo se mantuvieron a cierta distancia. Hatshepsut advirtió las cautelosas miradas de soslayo que Tutmés le lanzaba, pero la angustia que sentía borró cualquier vestigio de fastidio que eso pudiera provocarle. Deliberadamente le dio la espalda y se apretó a Ahmose. Tutmés la observó con expresión taciturna. Su madre le había dicho que, puesto que Neferu había muerto, para poder ser rey tendría que casarse con Hatshepsut. Eso lo había disgustado mucho, pero su rebelión no había durado demasiado. Como de costumbre, la había ocultado tras la acolchada capa de su indolencia, aflorando apenas bajo la forma de un leve enfurruñamiento.
Mutnefert estaba casi irreconocible ese día: aparecía envuelta en voluminosos pliegues azules y no ostentaba ninguna joya. Observaba furtivamente a su imperial marido con un leve destello en la mirada. Confiaba en que no pasaría demasiado tiempo antes de que su hijo fuese nombrado príncipe heredero y que cuando éste se casara con Hatshepsut, lograría sofocar sin mucho esfuerzo el carácter rebelde e indómito de la pequeña. Reflexionó que, a fin de cuentas, la muerte de la princesa no había sido tan catastrófica para sus planes como creyó al principio, si bien, por supuesto, era un hecho lamentable. Mutnefert sabía que Neferu habría sido una esposa mucho más obediente y dócil que Hatshepsut, pero eso era un asunto que ya no tenía remedio. Sólo significaba que deberían tener paciencia. Lo único que se había perdido era un poco de tiempo.
Se formó entonces el cortejo fúnebre. En primer lugar una serie de esclavas que portaban sobre sus hombros recipientes de alabastro rosado que contenían alimentos y ungüentos preciosos, luego más esclavas, que transportaban las ropas y las joyas de Neferu en arcones de cedro. A continuación, la narria con los cuatro canopes que contenían las vísceras de la muchacha muerta, cada una de cuyas tapas representaba la efigie de uno de los cuatro Hijos de Horus. Este conjunto era precedido por un sacerdote que avanzaba a pie, entonando himnos; detrás de los vasos canópicos venía la rastra con el ataúd, rodeado de sacerdotes. Hubo un leve murmullo cuando la procesión se formó, y Hatshepsut se dirigió con Ahmose y el faraón a ocupar su lugar detrás del ataúd, todavía prendida de la mano tranquilizadora de su madre.