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Authors: Pauline Gedge

Tags: #Histórica

La dama del Nilo (58 page)

BOOK: La dama del Nilo
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Un miembro del Ejército de Su Majestad le interceptó el paso.

—Salud, príncipe heredero. Es una hermosa noche. ¿Deseáis tener audiencia con el faraón?

Tutmés asintió.

—¿Está en sus aposentos?

—Así es. Podéis pasar.

Tutmés franqueó la puerta y avanzó lentamente por los corredores desiertos, con andar cauto pero con una sonrisa en los labios y el cuerpo ardiendo. Cuando llegó a las enormes puertas dobles de Hatshepsut, nuevamente dos guardias se interpusieron en su camino. El heraldo se puso de pie y lo saludó.

—Salud, príncipe heredero.

—Salud, Duwa-eneneh. ¿Sabes si el Poderoso Horus se ha acostado ya?

—Me parece que no, pero está a punto de hacerlo.

—Quisiera hablar con ella. Anúnciame.

Duwa-eneneh se escabulló en la habitación y poco después salió y les hizo un gesto de asentimiento a los guardias, quienes inmediatamente levantaron las lanzas y se pusieron en posición de firmes.

—Podéis entrar —dijo el heraldo, y Tutmés traspuso las puertas.

Había estado allí antes pero no con demasiada frecuencia. Para sus sentidos excitados fue como si de pronto el perfume de Hatshepsut lo hubiese envuelto por completo. Todo rezumaba mirra: su cuerpo, el lecho, los cortinajes, incluso las paredes plateadas. En el otro extremo de la habitación la oscuridad luchaba con la llama de las lámparas y logró divisar el vago contorno negro de copas de árboles del otro lado del balcón. Hatshepsut estaba de pie junto al lecho con su bata de dormir, una suerte de velo blanco y sutil que le caía de los hombros hasta el suelo. Tenía la cabeza descubierta y su cabellera negro-azulada que le rodeaba el mentón brilló bajo la luz cuando ella se volvió para mirarlo.

Tutmés le hizo una reverencia y ella le devolvió el saludo con una tenue inclinación de cabeza.

—Buenas noches, Tutmés. ¡Por cierto que has elegido una hora bien extraña para tener audiencia conmigo!

La sobresaltó el aspecto del muchacho. Parecía ofuscado y no le quitaba los ojos de encima. En el fondo de su mirada percibió un brillo extraño.

Él se acercó con andar vacilante.

—Majestad, deseo hablar con Vos a solas. Tener la bondad de despedir a Nofret.

Hatshepsut meneó la cabeza.

—Me parece que no deseo estar a solas contigo. No es mi intención ser descortés, pero no confió en ti. Nofret no se moverá de aquí.

Tutmés extendió las manos en son de súplica.

—No pienso haceros ningún daño. Hatshepsut, sólo conversar. Si llegáis a sentiros en peligro, no tenéis más que llamar a vuestros guardias. Y Duwa-eneneh está sentado junto a vuestra puerta, listo para pedir ayuda en caso necesario. ¿Me teméis acaso? —preguntó con un esbozo de sonrisa.

—No, en absoluto. Pero por el bien de mi país no debo confiar en ti. Sin embargo, no soy una adolescente inexperta. —Hizo una pausa mientras meditaba cuál sería su decisión—. Muy bien. Puedes irte, Nofret. Espera en tu habitación hasta que te mande llamar. —Ambos permanecieron en silencio mientras Nofret saludaba, se dirigía a la puerta y desaparecía sigilosamente tras ella—. Habla entonces. ¿Qué quieres?

Era obvio que estaba impaciente por terminar con él de una vez para poder acostarse.

Tutmés se quedó inmóvil durante un momento, indeciso, deseando correr hacia ella y estrujarla entre sus brazos. Por un instante se preguntó qué hacía allí, pero al verla sonreír y enarcar las cejas como para alentarlo a hablar, decidió acercarse.

—¿No podríamos beber un poco de vino mientras hablamos? —pregunto—. ¿Pensáis dejarme aquí parado?

—Encontrarás vino a tu derecha y una silla junto al vino. ¿Realmente has venido sólo a hablar conmigo, Tutmés?

—Puede ser. Tengo algo que proponeros.

Giró y se sirvió vino, que bebió de un golpe, y volvió a llenarse la copa.

—¿De veras? Has despertado mi curiosidad. Sigue hablando.

El muchacho se sentó y escondió las largas piernas debajo de la silla. Habría deseado que también ella tomara asiento.

—Iré derecho al grano, Majestad, para no demorar vuestro descanso. Aquí va, entonces. Habíamos quedado en que me comprometeríais con Neferura para que algún día yo pudiera gobernar.

—Sí.

—Pero jamás me daréis a vuestra hija, lo sé bien.

—En cambio, yo no. Deja de tratar de leerme los pensamientos, Tutmés.

—Ambos sabemos también que ya casi soy un hombre. Cuando llegue a la mayoría de edad, me resultará fácil apropiarme de lo que me pertenece y Vos no tendréis manera de impedírmelo.

—Es posible que tú estés convencido de eso, pero yo no. En nombre de Amón, Tutmés, ¿qué estas tramando?

—¿Por qué no podemos gobernar Vos y yo juntos?

Hatshepsut se sentó lentamente sobre el lecho, con un cansancio súbito en los ojos.

—Confieso que no alcanzo a comprender el hilo de tus pensamientos. Habla.

—Es muy simple —dijo Tutmés—. Podemos terminar con nuestras diferencias en un instante y quedar satisfechos ambos. Nos casaremos. Llevadme al templo Vos misma y yo tendré la doble corona y mis derechos al trono quedarán convalidados.

Ella lo contempló atónita durante largo rato. Él le devolvió la mirada con unos ojos llenos de fuego que, pocos momentos antes, eran sólo puntitos de resplandor amarillentos. Tenía los dientes apretados y la mandíbula tema.

—¿Es una broma de mal gusto?

En la habitación reinó por un instante un silencio total.

—Nada de eso. Así no tendré que pasarme la vida esperando que me deis a Neferura, y Vos quedaréis libre del peso de vuestras responsabilidades y ya no me temeréis.

—No es así de simple —dijo ella—. No, en absoluto. Tu padre vino a mí, Tutmés, casi con las mismas palabras con que hoy intentas seducirme. Por ser joven e inexperta consentí en acudir con él al templo, pero le di una corona sin valor y una autoridad inexistente. No soy tan tonta como para creer que tú eres blando y maleable como lo fue él. Jamás podría gobernar sin tu constante interferencia. Al casarme contigo, inmediatamente dejaría de ser faraón y me convertiría nada más que en divina consorte, y ya no tendría sentido luchar contra ti, pues en la palma de la mano tendrías a Egipto… y a mí. ¿Te asusta la idea de tratar de conseguir la corona por tus propios medios? ¿Consideras que mi poder no tiene límites? ¿Te sientes acobardado? ¿No puedes esperar algunos años más y entonces arrancarme el trono? —Hatshepsut se inclinó hacia adelante—. ¡Lo que pasa es que babeas por tener la corona ahora mismo pero todavía me temes! ¡Me temes tanto que no te atreves a tomar la iniciativa!

Tutmés se puso en pie de un salto y con dos pasos estuvo junto a ella.

—¡No tiene nada que ver con la corona! —le gritó—. ¡Si la quisiera podría tenerla mañana mismo!

—Mientes —respondió Hatshepsut sin perder la calma—. Todavía no estás listo para dar semejante golpe, y lo sabes. ¿Por qué estás aquí, Tutmés? ¿Qué es lo que en realidad quieres?

Él la aferró de ambos brazos, se los empujó detrás de la espalda y la apretó contra su cuerpo.

—A ti —dijo salvajemente—. Te quiero ti, orgulloso faraón.

Acometió contra su boca, pero ella forcejeó y apartó la cara. Tutmés le soltó entonces un brazo y le sacudió la cabeza para obligarla a mirarlo, mientras enlazaba brutalmente los dedos en su cabellera.

—Mírame, Hatshepsut —aulló—. Soy un hombre, y tu amante está muy lejos de aquí. No permitiré que sigas provocándome y burlándote de mí. Te haré mía, y no te atrevas a gritar, porque si lo haces te romperé el brazo como una rama podrida antes de que tus guardias acudan en tu ayuda.

Le retorció el brazo y Hatshepsut gritó. Tutmés la besó, incrustándole los labios dentro de la boca, y se apretó contra ella con tal fuerza que Hatshepsut tuvo la sensación de que se le quebraba la espalda.

De pronto percibió sabor a sangre, no sabía si la suya propia o la de Tutmés. En un estallido de furia enloquecida arremetió contra su cara con la mano que le quedaba libre: le rasguñó la mejilla y comenzó a golpearle la nariz, con lo cual él se vio obligado a aflojar el brazo con que la tenía aprisionada. En un abrir y cerrar de ojos Hatshepsut le clavó los dientes en el hombro y él la arrojó de su lado aullando de dolor, momento que ella aprovechó para correr hacia el altar, tomar un soporte pesado de cobre para el turíbulo y blandirlo amenazadoramente. Se tanteó la boca con los dedos y los vio teñidos de sangre.

—¡No eres más que una perra loca! —jadeó él mientras se restregaba el hombro y se preparaba a lanzarse nuevamente sobre ella.

Hatshepsut empuñó el soporte con ambas manos y lo hizo girar sobre su propia cabeza.

—¡Si vuelves a ponerme las manos encima, te aplastaré esos sesos podridos que tienes! —gritó—. ¡No te acerques! ¡Mozalbete cobarde, atacarme cuando estoy indefensa! ¡Ahora están muy claras tus intenciones! ¡Pero tratar de asegurarte tu trono mediante una seducción tan torpe es algo que supera por completo tus posibilidades, cachorrito!

Se miraron echando chispas desde ambos extremos de la habitación, los dos temblando de furia y de agotamiento. Tutmés agarró la jarra de vino y se la llevó a los labios, bebiendo con desesperación hasta dejarla vacía. Se limpió la boca con ademán lento y se quedó mirándola, los brazos colgándole a los costados del cuerpo. Hatshepsut seguía aferrando el soporte sobre un hombro y con los ojos vigilaba cada uno de sus movimientos.

—Lo lamento —dijo Tutmés ceremoniosamente—. No sé qué me ha pasado. Pero te equivocas si piensas que quiero apoderarme del trono de esta manera tan ruda. Cuando entré a tu habitación esta noche no tenía la menor intención de portarme así; únicamente deseaba casarme contigo.

—¿Únicamente? —repitió ella, todavía jadeando—. ¿Qué quieres decir con eso?

—Te amo —dijo Tutmés, sin mirarla a la cara—. Te odio más que a nadie y te amo más que a nadie. Pero creo que de ahora en adelante dejaré de amarte y te odiaré más todavía. No eres más que una trampa artera y profunda, como mi padre pudo comprobar para su desgracia.

—No sabes lo que dices. A nuestro modo, tu padre y yo nos amamos y era feliz conmigo. Sería un enorme disgusto para él verte aquí de pie, con sangre en la boca y el brillo turbulento de la lujuria aún en tus ojos. Hablas de amor, pero ni siquiera sabes de qué se trata. A los diecisiete años, el amor es un fuego que consume el cuerpo, pero en el cual no interviene todavía el corazón. Por eso te perdono que te hayas lanzado sobre mí con semejante violencia. Por eso no te hago arrojar en prisión ¿Amor? ¿Acaso significan algo para ti mis pensamientos, mis planes o mis sueños? ¡Vete de aquí enseguida!

Los labios de Tutmés esbozaron una sonrisa irónica.

—Sin embargo, apuesto a que habría sido glorioso hacer el amor contigo.

—Eso no lo sabrás jamás. Incluso si decidiera recibirte en mi lecho, nunca te daría mi reino. Antes preferiría casarme con Senmut, pues es un hombre hábil, sagaz y bien templado. Preferiría darle a él la doble corona. —Bajó el soporte de incienso y lo colocó en su lugar junto al altar de Amón—. Todavía puedo tener hijos, Tutmés. ¿Quieres que me case con Senmut y le dé un hijo a Egipto?

El muchacho dejó de respirar y se atragantó. Por mucho que le escrutara el rostro, no pudo descubrir si ella hablaba o no en seno.

—¿Es tanto el odio que me tienes, Hatshepsut? —preguntó.

Ella se le acercó, le apoyó un brazo sobre los hombros y le hizo un par de caricias.

—No te odio en absoluto. ¿Cuántas veces tendré que repetirlo para que me creas? Tú mismo provocas mi cólera con tus bravatas y amenazas. ¿No te he prometido, acaso, que te daré Egipto algún día?

—Sí, ¡cuánto estés muerta!

—Si tu padre siguiera con vida, ¿tramarías contra él y confabularías para despojarlo de su divinidad?

—Desde luego que no. Él sería el faraón de acuerdo con la ley.

—Y yo también, pues yo soy la ley. Si… si llegas a convertirte en faraón a tu debido tiempo, comprenderás cabalmente lo que eso significa. No representa un salvoconducto para hacer lo que a uno se le antoje sino una responsabilidad muy grande.

—Muy bien, me escabulliré furtivamente de aquí como un chico travieso reprendido.

De pronto Hatshepsut lo abrazó y él se aferró a ella por un momento antes de separarse.

—Desearía que no fuésemos enemigos —dijo Hatshepsut con pesar.

Tutmés le hizo una reverencia desmañada, abatido y avergonzado, y abandonó la habitación sin mirarla. Ella lo miró irse y luego se volvió, lanzando un suspiro de alivio. Le latían los labios y tenía un dolor intenso en los músculos de la espalda. Se lavó la cara antes de llamar a Nofret, mientras dentro de ella comenzaba a nacer una mezcla de remordimiento y miedo que el silencio de la habitación magnificaba. Sabía que Tutmés no volvería a hablarle jamás de amor, de confianza ni de afecto familiar. A partir de esa noche ella se vería obligada a vigilar sus espaldas durante el día y a apostar otro par de guardias en su puerta por la noche.

En una noche fría y silenciosa de mediados de invierno, durante el mes de Choiak, Neferura apareció en la alcoba de Hatshepsut y permaneció de pie frente a su madre con el rostro pálido y contraído por el dolor. Hatshepsut despertó sobresaltada al ver esa forma vaga inclinada sobre ella.

Al comprobar que su madre estaba despierta, Neferura se dejó caer sobre el lecho y comenzó a llorar.

—Tengo un dolor, madre, un terrible dolor aquí —dijo tocándose el lado derecho del abdomen—. No puedo dormir.

Hatshepsut envió inmediatamente a Nofret a buscar al médico, se levantó y arropó a Neferura en su lecho. La muchacha gemía y se retorcía, y la frente se le empapó con un sudor que, al tocarla, Hatshepsut sintió viscoso y frío. Ordenó que encendieran las lámparas y atizaran el brasero. Miró el reloj de agua: sólo habían transcurrido tres horas desde que se había acostado. Nofret regresó con el médico y, mientras éste revisaba a Neferura, Hatshepsut hizo que Nofret le ayudara a vestirse. Se instaló en la pequeña silla junto a la cama y Neferura buscó enseguida su mano y encogió las rodillas al sentir las punzadas de dolor. El médico se enderezó y tapó con las mantas ese cuerpecillo delgado.

—¿Y bien? —le pregunto Hatshepsut con impaciencia.

El médico meneó la cabeza.

—Tiene una gran inflamación en la zona de la ingle y la piel está caliente al tacto.

—¿Qué piensas hacer al respecto?

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