El alboroto de la fiesta se prolongó hasta bien avanzada la noche. El ruido fue disminuyendo y el júbilo general comenzó a decaer cuando ya se aproximaba el amanecer; y Hatshepsut se quitó el cono de perfume de la cabeza y despidió a todos. Faltaba sólo una hora para que se iniciara el Himno de Alabanzas, momento en que darían comienzo las tareas del día. Quería bañarse y ponerse un faldellín limpio antes de dirigirse al templo para los ritos de la mañana.
Senmut sabía que no lo necesitaría hasta que lo convocara a la sala de audiencias, así que cuando ella abandonó el recinto, precedida por su portador de abanico, sus portasellos y sus escoltas, se acercó a Hapuseneb y tiró levemente de su faldellín. El Sumo Sacerdote lo miro.
—Acompáñame al jardín —le dijo Senmut en voz baja—. Necesito tu consejo.
Hapuseneb asintió y juntos se abrieron paso por entre la multitud. Ambos atravesaron el claustro, se alejaron discretamente de los invitados que se encontraban disfrutando de la brisa fresca que corría por el jardín y dirigieron sus pasos hacia la pared norte del templo. Finalmente se detuvieron. El silencio era total y sólo el resplandor pálido y frío de la luna que se ponía destacaba el contorno negro de los muros por sobre las copas de los árboles. Senmut le hizo una seña a Hapuseneb y ambos se sentaron sobre el césped.
—Escúchame, Hapuseneb, y luego dame tu opinión, haciendo a un lado nuestras diferencias en nombre del faraón. —Su interlocutor asintió en la oscuridad y a Senmut le costó un verdadero esfuerzo decir lo que deseaba consultarle—. Como Superintendente de la Residencia Real, estoy al tanto de las idas y venidas de todos los que viven en el palacio. Como Mayordomo de Amón, nada de lo que ocurre en el templo escapa a mi conocimiento. Durante mucho tiempo, bajo las órdenes del rey, he controlado de manera absoluta los despachos y las audiencias; así que creo poder afirmar, como tú mismo, que tengo a Egipto bajo mi mano como una gran alfombra, la totalidad de cuyos hilos han sido devanados con mi conocimiento. Pero de pronto tengo la sensación de que las cosas comienzan a escapárseme de las manos, Hapuseneb. De alguna manera descubro fisuras en todos los rincones vigilados por mí, y me siento impotente, pues las cuñas que en ellas penetran son martilladas por el príncipe heredero en persona. Creo que los días del faraón están contados. —Hapuseneb se agitó pero no dijo nada, y Senmut continuó, siempre con cierta dificultad—. Ha llegado el momento de dejar de escabullirse por las sombras y tratar de proteger el Trono de Horus por medio de espías: ojos que jamás duermen, ojos que se impacientan frente a una fuerza que comienza a germinar y a ramificarse. Lo diré lisa y llanamente. Si no eliminamos inmediatamente a Tutmés, será demasiado tarde y perderemos no sólo al faraón sino también todo aquello por lo que ella trabajó tanto.
—Ya es demasiado tarde —dijo Hapuseneb con su voz grave—. También yo he visto crecer la simiente en los aposentos de las mujeres y en el campo de entrenamiento. He reflexionado sobre la manera de contrarrestar esas intrigas, pero es demasiado tarde. Si hubiésemos asesinado a Tutmés cuando era todavía una criatura, el hecho habría pasado inadvertido pues son incontables los niños que mueren, víctimas de un sinnúmero de enfermedades. Pero ahora no; ahora que es fuerte y sano como un potrillo retozón.
—Nehesi nos lo sugirió al faraón y a mí, pero ella se opuso terminantemente.
—Y volvería a hacerlo en este momento si se encontrara aquí. No es una advenediza voraz, ambiciosa y sin escrúpulos como la madre del príncipe. Es una mujer noble, que gobierna con la bendición del Dios, pero que también insiste en mantenerse dentro de la ley del Dios. Tutmés es como carne de su carne. No importa lo que pase, ella siempre luchará por que siga con vida.
—Sucumbirá, entonces.
—Así lo creo —dijo Hapuseneb, asintiendo—. Pero preferiría morir antes que ofender a su Padre, y el asesinato constituye un crimen cuyo olor nauseabundo percibiría el Dios sin tardanza.
—Y, ¿qué me dices de ti y de mí, Hapuseneb? A mí no me importaría perder la vida si fuera en servicio del rey. ¿No podemos llevar a cabo este asunto en secreto?
—El secreto no se mantendría mucho tiempo. ¿Cómo crees poder destruir a un joven lleno de vigor y de amor a la vida, sin que surja luego un dedo acusador? Y ese dedo señalaría al faraón, y sería ella la que sufriría y no nosotros.
—¡Deberíamos haberlo envenenado hace años, a pesar de sus órdenes!
—Entonces es posible que se sintiera aliviada e incluso agradecida, pero su confianza en nosotros menguaría paulatinamente y habríamos terminado siendo despedidos. No; ella sabe bien que al frenar su mano se está destruyendo a sí misma, pero no cambiará de parecer. Es un rey de una grandeza admirable.
—¿Entonces no podemos hacer nada, amigo mío? ¿Después de todo, no nos quedará otro remedio que ver a Egipto en manos de Tutmés? Y, ¿qué será de la princesa Neferura?
—Neferura se encuentra a salvo. Tutmés debe casarse con ella para asegurarse el trono, y no me cabe duda de que eso hará. Ya sabes que el rey tiene intenciones de comprometerlos.
—¡Para postergar el momento de su derrota! Pero Tutmés no se dejará embaucar. No está tan lleno de principios y de clemencia como ella. Una vez que tenga a Neferura…
—Quizá. —Hapuseneb extendió las manos con gesto impotente—. Sólo podemos seguir sirviendo a nuestra soberana como lo hemos hecho hasta ahora, poniendo lo mejor de nosotros para prolongarle los años. Ella ha cuidado de Egipto como una criatura adorada. El mismo Tutmés debe reconocer la habilidad con que lo ha hecho. Más allá de eso…
—Pero si lo hiciéramos de una vez por todas y Tutmés estuviera muerto, es posible que su cólera se abatiera sobre nosotros como un rayo, pero después… después…
—Se sentiría culpable, y Tutmés muerto acabaría con ella tan certeramente como Tutmés vivo. Afrenta la realidad, Senmut. No es su voluntad que su sobrino-hijo muera. De no haber sido así, el asunto se haría llevado a cabo hace mucho; lo habrías hecho tú, yo, Nehesi, Menkh, o cualquiera de los que estamos a su servicio.
Habló con vehemencia y sus palabras resonaron enérgicamente en los oídos de Senmut, pero éste de pronto levantó una mano y lo hizo callar. Permanecieron inmóviles en la oscuridad, conteniendo la respiración y aguzando el oído. Hubo un crujido a la derecha de donde se encontraban, debajo de los árboles. Senmut se apoyó un dedo en los labios, lentamente comenzó a incorporarse y de pronto saltó como movido por un resorte lanzando un brazo hacia adelante mientras los arbustos comenzaban a ondular frenéticamente. Cuando Hapuseneb se puso de pie vio que Senmut arrastraba a una figura pequeña y flacucha. Era un diminuto sacerdote
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, con el lienzo envuelto alrededor de su delgada cintura y la cara consternada por el miedo. Aferraba medio ganso en una mano, mientras con la otra daba manotazos al aire cuando Senmut lo ciñó con más fuerza.
—¿A quién tenemos por aquí? —dijo Hapuseneb severamente. Senmut lo soltó y la figura cayó al suelo—. Vaya, si es uno de mis
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. Levántate, criatura necia, y dime qué haces aquí fuera, lejos de tu celda.
Senmut sintió de pronto que una suerte de bruma se levantaba frente a sus ojos. No era Hapuseneb el que hablaba con tanta serenidad, con un tono levemente amenazador, sino el desenvuelto y traidor Menena. Volvió a experimentar el pánico aterrador que lo había llevado a esconderse detrás del sicómoro y el dolor que la corteza le provocó al rasguñarle la mejilla.
El jovencito se puso de pie, abrazando el trozo de carne contra su pecho huesudo y mirando a esos dos hombres poderosos cuyos anillos lanzaban destellos malévolos a la luz de la luna y cuyos ojos helados tenían una expresión implacable y colérica.
—Yo puedo responder a esa pregunta —dijo Senmut con voz pastosa mientras la cabeza le daba vueltas—. Acaba de hacer una incursión por las cocinas del Dios, pues un
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trabaja desde la salida hasta la puesta del sol, y su buche está siempre vacío.
—Debe de haber escuchado todo lo que dijimos —dijo Hapuseneb en voz baja—. ¿Qué haremos con él, Senmut?
El muchachito se sobresaltó y lanzó un sonido abogado e ininteligible, pero no intentó huir.
Senmut se le acercó, con el corazón repentinamente añorando el pasado, los días luminosos llenos de esperanzas y de promesas, sus sueños de grandeza, su propia niñez perdida.
—Es así, ¿no es cierto? —le preguntó francamente—. Nos escuchaste, ¿no?
El chiquillo asintió con la cabeza.
—¿Y qué piensas hacer al respecto?
—No lo sé, poderoso señor —lo dijo con voz disonante y nerviosa, pero sus ojos claros no vacilaron.
—¡Vaya si tienes agallas! Dime, ¿a quién sirves tú?
—Sirvo a Amón, Rey de los dioses, y sirvo al faraón.
—¿Y al príncipe, no?
—También a él sirvo. Pero no sirvo a los hombres que llevan la muerte en sus corazones.
El pequeño mentón se irguió, desafiante, pero las manos que sostenían el ganso se estremecieron. Hapuseneb exclamó, indignado:
—Él mismo ha firmado su propia sentencia de muerte! ¡Si Tutmés se entera de esta conversación, moriremos antes de que nos haya llegado la hora!
—No lo creo —dijo Senmut mientras se sentaba en el suelo y miraba frente a frente a ese rostro delgado—. ¿Quieres ir ante el faraón y relatarle lo que has oído,
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?
—Debería hacerlo, pero quizás el faraón está al tanto de vuestro complot y decida entonces matarme.
—El faraón está bien enterado de nuestras maquinaciones, pues es un plan acariciado hace mucho, mucho tiempo, pero que nunca se puso en práctica. Pero el faraón se opondría a que cumpliéramos nuestros deseos, así que si acudes a él no te dañará. ¿Me crees?
—No.
Senmut se levantó, todavía envuelto en el recuerdo de aquel niño que había regresado a su jergón en lugar de aporrear las puertas del palacio. Sólo entonces comprendió que esa única flaqueza lo había acosado durante el resto de su vida. Rápidamente tomó una decisión.
—Hapuseneb, coincido contigo. ¡Basta de confabulaciones! ¡Debo de haber estado loco! Será lo que deba ser, y que se cumpla la voluntad de Amón. —Se volvió al sacerdote
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y lo aferró del brazo—. Tú y yo, mi pequeño gallito, iremos directamente a ver al faraón y le dirás todo lo que has oído.
Hapuseneb permaneció inmóvil, pero el muchachito balbuceó:
—¡Me llevaréis al río y me cortaréis la garganta!
—Juro en el nombre del faraón que no morirás —respondió Senmut—. Hapuseneb, te agradezco que hayas aceptado oírme. El amanecer se aproxima y ella aguarda su himno. ¡Entónaselo con la conciencia limpia!
Lanzó una carcajada sombría y arrastró al reticente jovencito por el parque, mientras las penumbras cedían ante los primeros resplandores del alba.
Hapuseneb giró sobre sus talones y se encaminó deprisa hacia su propia entrada, debajo de la estatua ceñuda del Dios Tutmés 1, el vengador de Egipto.
—Es demasiado temprano para molestar al faraón —le dijo Senmut al pequeño sacerdote—. Debemos esperar a que el Sumo Sacerdote le haya cantado a Ra en los cielos. Ven a mi palacio y desayuna conmigo. ¿Qué te gustaría comer? ¿Cómo te llamas?
—Smenkhara, gran Señor.
Estaba azorado y no había perdido del todo su desconfianza. Senmut siguió agarrándole con firmeza mientras cruzaron la amplia avenida que desembocaba en el muelle real y continuaba bajo los árboles hasta cruzarse con sus propios senderos y su propio suelo dorado.
—¿Cuánto hace que sirves en el templo?
—Dos años. Mi hermano es Maestro de Misterios.
—¿De veras? ¿Y qué te gustaría ser a ti?
Pasaron junto a los guardias y llegaron al vestíbulo en penumbra. Senmut lo condujo hacia la derecha, pasando por la sala de audiencias hasta su dormitorio privado, y llamó a Paere, su criado personal.
El muchacho observó atentamente en todas direcciones, con una curiosidad que sobrepasaba a su temor. Había oído hablar de la magnificencia del favorito del faraón y de sus tentáculos de poder. Lo había visto algunas veces, entrando en el templo con el faraón, ambos resplandecientes como dioses. De pronto se sintió embargado por una sobrecogedora timidez y admiración.
—No sé, Poderoso Mayordomo. Creo que me gustaría llegar a ser Sumo Sacerdote.
—¡De modo que tú también tienes ambiciones!
Senmut soltó al jovencito y envió a Paere en busca de comida y leche. Luego le indicó a su invitado una bonita silla de cedro tallado y el muchacho se sentó nerviosamente en el borde, contemplando a Senmut mientras se quitaba la peluca. Cuando Ta-kha'et entró medio adormilada en la habitación, envuelta todavía en su bata de dormir y descalza, encontró a su señor enfrascado en una profunda conversación con un desaliñado y joven sacerdote que parecía no haber probado una comida decente en toda su vida. Ambos no hacían más que llenarse la boca con pan caliente y trozos de ganso y parlotear alegremente.
Hatshepsut los recibió una hora más tarde. Estaba vestida y lista para concurrir al templo, pero servicialmente se sentó y los escuchó, mientras el muchacho tartamudeaba y se ruborizaba. No deseaba crearle problemas al Mayordomo Principal, un hombre que lo había alimentado y le había hablado con tanta cortesía y comprensión; pero Senmut frunció el ceño y lo empujó hacia adelante con rudeza, ordenándole en voz baja que cumpliera con su deber. El muchacho se postró y relató su historia, temeroso de levantar la vista y contemplar a esa mujer alta y agraciada que ostentaba la cobra y el buitre en su tocado dorado.
Cuando hubo terminado su relato, Hatshepsut ya no reía. Le ordenó que se levantara y buscó los ojos de Senmut por sobre la cabeza del muchacho, con una interrogación en la mirada. Al verlo asentir, se dirigió al pequeño sacerdote.
—Smenkhara, has hecho bien —le dijo—. Nos alegra mucho que seas un súbdito fiel y hayas confiado en nosotros. Me ocuparé personalmente de este asunto, pues los cargos son graves, pero quiero que me prometas que nunca le dirás a nadie lo que has oído. Yo me encargaré de administrar los castigos a mi manera y en su debido tiempo.
—Sí, Majestad —murmuró el muchacho.
—Ahora dime: ¿qué puedo hacer por ti? ¿Te gustaría llevar el incienso esta mañana y que vayamos juntos a reverenciar al Dios?
El jovencito la miró atónito, con el rostro radiante, y Hatshepsut le dijo que la esperara fuera del recinto. Cuando ella y Senmut quedaron solos, se dirigió a él con irritación.