Read El Reino del Caos Online

Authors: Nick Drake

Tags: #Histórico

El Reino del Caos (9 page)

—No puedo permitir que entres. Si te dejo pasar, la verdad será ineludible —dijo al fin—. Márchate, por favor.

—No puedo. Esperaré aquí hasta que estés preparada —contesté a través de la puerta.

Mientras esperaba en silencio, la gente que andaba por las calles camino de sus quehaceres habituales se me antojó insignificante e irrelevante. Qué poco sabían, pensé, de la oscuridad de la muerte que acecha detrás, debajo y en el interior de todos los aspectos de su vida. Qué poco comprendían de su propia mortalidad, pues surcaban cada nuevo día embelesados con su ropa nueva, los apetitos saciados y sus divertidas relaciones amorosas. Habían olvidado que, en cualquier momento, todo cuanto apreciamos, todo cuanto damos por hecho, todo cuanto amamos y valoramos, nos puede ser arrebatado.

Por fin, la puerta se abrió en silencio. Me senté con Kiya en la pequeña habitación de la parte delantera de la casa. Jety y yo no habíamos alternado mucho, y si bien sabía dónde vivía, nunca había ido a su casa. Ahora veía el otro lado de su vida: los adornos y chucherías, las estatuillas de las divinidades, los muebles de mediocre calidad, los esfuerzos por conseguir que la casa aparentara más de lo que era. Un par de sandalias de estar por casa aguardaban su regreso junto a la puerta.

Conté a Kiya la verdad. Me oí maldecir y prometer que detendría al asesino de Jety y le llevaría ante la justicia. Pero las palabras carecían de significado para ella. Me miraba sin verme. Nada que yo hiciera serviría para recuperar lo que había perdido, jamás.

De pronto pareció emerger de las profundidades negras de la desesperación.

—Tú eras su mejor amigo. Nunca fue tan feliz como cuando trabajaba contigo.

Tuve que apartar la vista. Fuera, continuaban los ruidos de la calle. Una chica cantaba alegre un verso de una canción de amor.

—He de preguntarte algo: ¿te dijo adónde iba a ir anoche? —inquirí, con cierto desprecio hacia mí mismo.

La mujer negó con la cabeza.

—Nunca me contaba nada —contestó—. Creía que era mejor así. Pero no lo era. Al menos, para mí.

Guardamos silencio un rato.

—Este nuevo niño nunca conocerá a su padre —dijo mirándose el vientre.

—Cuidaré de él como si fuera mío —contesté.

Kiya se balanceaba atrás y adelante, como si intentara consolar al hijo que llevaba en su interior por la pérdida de su padre. Después, levantó la vista de repente.

—Aquella noche discutisteis, ¿verdad?

No había ninguna nota acusadora en su voz. Solo pena.

Asentí, aliviado por la confesión. Me miró con una expresión muy extraña, una mezcla de compasión y decepción. Pero antes de que yo pudiera añadir algo más, la puerta se abrió de súbito y apareció su hija. Sus ojos se abrieron mucho en su rostro alegre y delicado cuando percibió la extraña atmósfera de la habitación. La visión de la niña liberó al instante las lágrimas de Kiya. Abrió los brazos y la pequeña corrió hacia ellos confusa y afligida, mientras su madre sollozaba y la aferraba con todas sus fuerzas.

Me quedé parado fuera, a la inútil luz del sol, con la sensación de estar tan vacío como una vasija de arcilla. Empecé a vagar sin rumbo. Cada grito de los vendedores callejeros, cada carcajada, cada trino de un pájaro, cada grito amigable de vecino a vecino, me recordaban que yo ya no habitaba en el país de los vivos, sino que me había convertido en una sombra. Por fin, llegué ante el Gran Río, centelleante e imperturbable. Me senté y contemplé sus aguas perpetuas, verdes y marrones. Miré el sol, que brillaba como si no hubiera pasado nada. Pensé en el dios del Nilo, en su caverna, que vertía las aguas del Gran Río de sus jarros. Pensé en la larga inutilidad de los días imposibles que me aguardaban. Y sentí que una nueva frialdad tomaba posesión de mí: un impulso resuelto, una pureza de intención, como un cuchillo de odio. Encontraría al asesino de Jety. Y le mataría.

10

El hedor de la basura y los excrementos de la calle habrían bastado para matar a una mula. En la estación de
peret
, la de la siembra, el calor puede ser abrasador, y en los suburbios superpoblados de la zona peligrosa de la ciudad, lejos del río y de sus brisas refrescantes, nada se movía. Daba la impresión de que todos los pasajes se comunicaban entre sí, sin ir a ninguna parte. Me quedé en las sombras de la esquina y observé. La mañana ya estaba avanzada. La gente huía del calor del sol como si fuera mortífero. Ancianos de ambos sexos dormitaban y mascullaban en portales oscuros y sombríos. Perros callejeros estaban tumbados de costado en el polvo, jadeando. Gatos esqueléticos y mugrientos se estiraban en la primera sombra que encontraban. Madres jóvenes se abanicaban con movimientos perezosos mientras sus hijos jugaban en la basura y el polvo apilados por todas partes y en los escuálidos riachuelos que serpenteaban por los callejones. Y de vez en cuando, nubios jóvenes, la mayoría adolescentes, pero ya altos y de aspecto impresionante, deambulaban por las calles escudriñando las sombras, observándolo todo, custodiando su territorio.

Me encontraba en una de las calles de los suburbios famosas por el tráfico de opio, donde las bandas juveniles de baja estofa vendían a los adictos más desesperados, los que osaban venir aquí, pese a los peligros, vencido el miedo a causa de la obsesión. Los barrios bajos estaban poblados por inmigrantes de Punt y Nubia, llegados a Tebas por el atractivo de las lucrativas rutas comerciales del sur que llevaban oro y cobre, ébano, marfil, incienso, esclavos y animales raros (leopardos, jirafas, panteras, pequeños monos marrones, avestruces) desde el otro lado de aquellas tierras. Otros habían llegado hasta allí atraídos por el sueño de una vida mejor. Los afortunados acababan trabajando en grandes proyectos de construcción, o encontraban empleo gracias a sus preciadas habilidades en metalistería. Pero durante estos años las últimas construcciones reales se habían terminado, como la Sala Hipóstila inaugurada bajo el reinado de Tutankhamón, o habían quedado abandonadas debido a la austeridad de Ay. Se consideraba una señal de la debilidad de la dinastía el hecho de que no se hubieran encargado nuevos templos o monumentos, pues tales triunfos en piedra eran símbolos de poder y honor. De modo que los hijos de aquellos inmigrantes, sin perspectivas de trabajo y muy conscientes de haber sido marginados de la riqueza de la ciudad, se entregaron a la única otra opción disponible: el delito. No era adecuado para ellos el negocio del saqueo de tumbas, que exigía vigilancia, organización y esfuerzo, y que en cualquier caso estaba reservado a las familias de ladrones más antiguas. Estos adolescentes eran mensajeros, correos y ocasionales asesinos a sueldo de las bandas del opio.

Mientras vigilaba y esperaba, el rostro muerto de Jety destellaba en mi mente. Recordaba a Kiya abrazando a su hija como si le fuera la vida en ello. Y recordaba la expresión desesperada de Tanefert cuando se había esforzado por consolarme después de que yo hiciera acopio de valor para entrar en mi propio patio y caer de rodillas ante ella. Mi corazón estaba roto como cristal en mi pecho. ¿Iba a continuar esto perpetuamente? Hice un esfuerzo por concentrarme en el espectáculo que se desarrollaba ante mis ojos: las sombras macilentas, los jóvenes arrogantes y los andrajosos adictos de dientes amarillentos y ojos apagados. Uno, sin duda un chico rico, andaba arrastrando los pies, su arrogancia minada por el miedo y la necesidad. Mostraba los síntomas de abstinencia: sus piernas temblaban con desaforada energía y se rascaba los brazos hasta que brotaba sangre. Iba bien vestido, con anillos de oro en las manos, y llevaba el pelo cortado con pulcritud. Era como ver a un antílope acechado por leones: los muchachos nubios se acercaron a toda prisa, le siguieron por la calle mientras se silbaban mutuamente. Uno de ellos se acercó con aire desenfadado al chico rico. Tendría unos catorce o quince años de edad, alto ya, pero todavía con la delgadez y la torpeza de un niño, vestido con una falda blanca corta, borlas de cuero, pendientes de oro y el pelo inmaculadamente trenzado. Era el típico bravucón. Sin apartarse de la sombra, asintió e indicó por gestos al chico rico que le siguiera a una callejuela lateral. El chico rico asintió a su vez. Los muchachos nubios rieron con disimulo y fueron a dar la vuelta. Aquellos anillos pronto desaparecerían de las manos del chico rico, probablemente con los dedos incluidos.

Avancé por el callejón. Estaban muy juntos, y el chico nubio había sacado su daga y amenazaba al muchacho rico. Le agarré por detrás. Su arma cayó al suelo con un ruido metálico. Se revolvió como un gato salvaje.

—Lárgate de aquí —susurré al chico rico.

Estaba temblando, pero no de miedo.

—No… Lo necesito. He de comprar…

Ante mi asombro, recogió la daga y la movió inseguro en mi dirección. El chico nubio se rió de nosotros con desprecio indisimulado.

—Estúpido idiota. ¡Dámela!

Miré hacia el final del callejón. Los chicos nubios se estaban congregando. El muchacho al que sujetaba me mordió con fuerza. Le di un bofetón en un lado de la cabeza.

—Soy de los medjay, y si no me das la daga y huyes, irás a parar a la cárcel —dije al chico rico.

Me miró de una manera patética, me entregó la daga y se quedó inmóvil, impotente.

—¡Vete! —grité.

Se largó por fin. Apreté la daga contra la vena del cuello del chico nubio, que latía frágilmente. Llevaba un amuleto tallado con el signo de la flecha, el símbolo de pertenencia a un grupo, y de protección. El mismo que llevaban los chicos muertos.

—¿Qué quieres, hombre de los medjay? —preguntó.

—Quiero que me lleves a ver a tu jefe.

Se rió en mi cara, un gruñido de desprecio ensayado, y me dirigió una mirada burlona.

—¿Quién te crees que eres?

Le abofeteé varias veces.

—¿Crees que eres un soldado, un gran hombre, un valiente? —dije apretando la hoja contra su piel.

Me miró con incredulidad mientras se lamía la sangre de los labios. Vi un destello de temor en sus ojos.

—Te mataré por esta falta de respeto —dijo, al tiempo que lanzaba una mirada a los compañeros que se acercaban.

Le obligué a darse la vuelta y les grité a todos.

—Soy un hombre con preguntas, y quiero algunas respuestas. Y creedme, le arrancaré los ojos antes de que pueda parpadear si dais un paso más.

Alcé la daga para demostrar que hablaba en serio.

El muchacho chasqueó la lengua. Sus ojos se movieron de un lado a otro, mientras intentaba pensar qué debía hacer.

—Nunca saldrás vivo de este lugar. Las sombras te matarán. ¡Te cortarán en pedacitos! —gritó con descaro.

Le di un puñetazo en los riñones. Se dobló en dos, y sus compañeros retrocedieron un poco, escupieron, blasfemaron y sacudieron la cabeza.

—Os ofrezco un trato: o bien os detengo por posesión de opio, lo cual significa que terminaréis en la cárcel y yo, personalmente, me encargaré de que no volváis a ver la luz del día, o me lleváis a ver al jefe de la banda.

El chico lanzó una carcajada desdeñosa.

—Estás loco. ¿Crees que puedes hablar con el jefe así como así? Serías hombre muerto antes de atravesar la puerta.

—Ese es mi problema. Condúceme hasta la puerta. O te arrancaré un ojo…

Y apreté la punta del cuchillo justo al lado de su ojo, hasta que brotó una gota de sangre, solo para demostrarle que hablaba en serio. De repente, su bravuconería se esfumó.

—No, no, no… —empezó a susurrar.

Mi mano temblaba, y ambos nos dimos cuenta.

—Diles a tus amigos que se larguen, a menos que quieras que vean cómo te meas encima —dije en voz baja.

Indicó con un ademán a los demás chicos que se marcharan. Desaparecieron en los callejones sombríos.

La tosca puerta de madera a la que me condujo no revelaba nada de lo que se cocía en el interior. La señal de la flecha estaba dibujada delante, grande y tosca. Alguien había añadido un par de gigantescas pelotas al signo. Oí dentro carcajadas estridentes y chillidos exaltados.

Llamó a la puerta con un código. Alguien que estaba hablando maldijo la interrupción, y la puerta se abrió unos centímetros sobre sus goznes, lo suficiente para que yo la abriera de par en par de un empujón y entrara. Dentro, todo era repugnante: jovencitas desnudas adormecidas por obra del opio yacían en posturas desmañadas, en sofás o en el suelo, y hombres jóvenes reunidos en grupos lanzaban gritos agresivos de triunfo mientras jugaban eufóricas partidas de
senet
, o bien intercambiaban chistes o insultos. Pero en cuanto los hombres me vieron se pusieron en pie de un brinco, se burlaron de mí de manera provocadora, hicieron ademanes amenazantes con sus cuchillos, y gestos obscenos con los puños y la lengua, y aullaron al tiempo que se acercaban. Detrás de ellos vi algunas jarras pequeñas de cuello largo llenas de zumo de opio. Estos jóvenes eran el siguiente paso con relación al chico que me había acompañado. Todos llevaban el amuleto de la flecha en collares de cuero. Todos llevaban el pelo recogido con el mismo estilo de trenzas. Apreté la daga contra el cuello del muchacho. De repente se mostró airado y agresivo, a sabiendas de que le había avergonzado delante de los demás, y temeroso de que su vida valiera todavía menos que la mía para su banda. Un par de los jóvenes más grandes y mayores avanzaron, con los cuchillos desenvainados.

—Señores, sé que me he presentado sin avisar, pero deseo hablar con vuestro glorioso líder. Sobre esto…

Y alcé el papiro con el signo de la estrella negra. Lo miraron. Uno me lo arrebató de la mano; sus ojos centelleaban.

—¿De dónde has sacado esto? —preguntó.

—De la boca de un traficante muerto —repliqué—. Ambos sabemos qué significa, y tengo información. Pero solo hablaré con vuestro líder.

Tenía los ojos vendados, y me hicieron esperar sentado en un taburete bajo. Escuché los gritos y las discusiones, y los insultos que me dirigían. Pero ninguno de los chicos me hizo daño. Por fin me pusieron en pie por la fuerza y nos marchamos. Tres fueron empujándome con rudeza por pasajes y calles laterales, acompañado por el muchacho. Oí los ruidos de la ciudad a lo lejos y supe que habíamos salido de la zona suburbial a otra mejor. Siempre que alguien se acercaba, le disuadían de ello. Al final llegamos a nuestro destino. Me condujeron al interior. El aire era fresco y olía a limpio, y escuché el sonido del agua, chapoteos, y seductoras risitas de chicas. Me quitaron la venda.

Other books

The Vikings by Robert Ferguson
Weava the Wilful Witch by Tiffany Mandrake
The Set Up by Sophie McKenzie
Shark Bait by Daisy Harris
Top Bottom Switch (The Club) by Chelle Bliss, The Club Book Series


readsbookonline.com Copyright 2016 - 2024