Read El Reino del Caos Online

Authors: Nick Drake

Tags: #Histórico

El Reino del Caos (5 page)

Y salió corriendo al patio.

Me masajeé la cara. Tanefert se limitó a sacudir la cabeza.

—Ve y dile que le llevarás más tarde.

—No puedo. Prometí a Najt que le ayudaría en algo.

Mi mujer me miró.

—Te necesita…

—Lo sé. Y nosotros necesitamos lo que me paga Najt. Si no, ¿cómo comeríamos? ¿Qué quieres que haga?

Nos miramos durante un tenso momento.

—Tú y el babuino sois tal para cual. Los dos os estáis convirtiendo en viejos cascarrabias —dijo, y desapareció con la cesta de ropa limpia que había estado doblando.

Di a conocer mi presencia en la jefatura de los medjay, como procuraba hacer cada día. Acompañado de Tot, pasé bajo la imagen tallada en piedra del Lobo, el Abridor de Caminos, nuestro estandarte. El patio interior estaba silencioso. Tan solo algunas personas (representantes y peticionarios, y mujeres que esperaban con comida para sus hijos o maridos encarcelados, o con sobornos para los guardias) estaban de pie o acuclilladas a las sombras cada vez más escasas de la mañana. El sol ya quemaba. La puerta del despacho de Nebamón estaba cerrada. Algunos colegas me saludaron con un movimiento de la cabeza al pasar, y Panehesy, el sargento nubio, levantó la mano para invitarme a reunirme con él en la conferencia matutina de los demás agentes. Yo respetaba a Panehesy por su capacidad para proteger a sus agentes de los peores embates de la política burocrática que nos aplastaba, pero en los últimos tiempos tenía que mantenerse fiel a los protocolos, la deferencia y los sombríos compromisos que exigía el trato con Nebamón.

—Otro día de broncas —dijo con aire risueño mientras distribuía las tareas del día. Me destinaba a lo que podía: por lo general, patrullas callejeras. Hoy era igual. Había pasado mucho tiempo desde que me habían asignado un buen y sólido asesinato en el que hincar el diente. Sabía que no era culpa de Panehesy. Pero me sentía raro.

—¿Qué pasó anoche? —pregunté.

—Cinco en el bote y quedan cincuenta y cinco mil —bromeó un joven agente, lo cual le ganó las carcajadas de los demás—. No era mi intención ofenderte —añadió, y señaló con la cabeza a Panehesy.

—Espero que no —replicó su superior con frialdad.

—Dejemos que las bandas se maten entre sí, nos ahorra la tarea de lidiar con ellas —dijo otro.

Los hombres asintieron en señal de aprobación.

—¿Tienes alguna otra idea acerca de lo de anoche? —me preguntó Panehesy. Los demás esperaron mi respuesta.

—No. Salvo que un día las bandas van a mandar en esta ciudad, si seguimos haciendo caso omiso de lo que ocurre.

—¿Y qué crees que podemos hacer al respecto? —preguntó el primer oficial.

Me encogí de hombros.

—¿Nuestro trabajo? —dije.

Los demás hombres parecieron irritarse.

—Nuestro trabajo es mantener el orden en las calles de la ciudad. No intervenir en guerras de bandas que no podemos ganar —se apresuró a decir Panehesy—. Y en cualquier caso, los culpables han sido detenidos. Han confesado esta mañana.

—Seguro que sí —dije—. ¿Debo suponer que ya han sido ejecutados?

Miré a Panehesy, pero tuvo la decencia de apartar la vista.

5

Mientras esperaba sentado a Najt en el fresco patio de su casa de la ciudad, di vueltas en mis manos al papiro de la estrella negra. Me encantan las pruebas, por encima de todo lo demás. Es el primer elemento de la santísima trinidad que preside el éxito de cualquier investigación. Lo segundo son los testigos y, por último, los que confiesan. Pero concedo menos valor a lo segundo, y casi ninguno a los últimos. No me atrae el sombrío drama del interrogatorio. Para mí, la escena del crimen es la verdad. Por tanto, mi costumbre es leer cada una de manera obsesiva en busca de lo que contiene, lo que parece contener y, sobre todo, lo que debería contener pero está ausente. La mayoría no son tan misteriosas, pero algunas pocas poseen una atmósfera especial, una peculiar sensación de misterio significativo que solo puedo calificar de escurridizo. Esas me encantan.

La escena de los muchachos decapitados era una de ellas. Muerte por decapitación. Hora de la muerte: la madrugada. Asesinados en otra parte. Testigos: ninguno. Pero, por lo demás, todo era un misterio. ¿Por qué habían asesinado a aquellos pequeños traficantes nubios de una manera tan eficiente, audaz y experta? ¿Por qué los habían dejado en un sitio donde pudieran ser encontrados rápidamente? ¿Por qué habían borrado de la calle con tanto cuidado huellas de sandalias, rodadas de carros y todas las señales de lucha? Eso no era propio de las bandas de la ciudad, cuya violencia era de una incompetencia notable, tan plagada de errores y sentimientos como los actos de los niños enrabietados. Pero si no eran ellas, ¿quién? ¿Y por qué, sobre todo, la misteriosa señal de la estrella negra? ¿Por qué la habían dejado en la boca del muchacho? ¿Quién esperaban que la encontrara? ¿Otras bandas? ¿Los medjay? ¿Yo? Intenté imaginar la escena. Intenté ver a los hombres que ejecutaban aquellos asesinatos. No parecían pandilleros, pero continuaban en las sombras.

De pronto Najt apareció en la escalera de adobe. ¿Cuánto rato hacía que me estaba observando?

—¿En qué estabas pensando? —preguntó.

—Solo en que tu casa siempre parece otro mundo; tan cerca del caos de la ciudad que se halla justo al otro lado de estos altos muros, y sin embargo alejada por completo —contesté—. Dos mundos diferentes…, tan diferentes como la luz y la oscuridad…, el orden y el caos…

Y era cierto. Aquí reinaban el orden y la tranquilidad. Los pájaros cantaban complacidos en sus jaulas; las plantas florecían en sus macetas de arcilla y en los estanques de escasa profundidad. Los criados se dedicaban a sus tareas en un silencio deferente, pues era evidente que cada uno conocía y respetaba su lugar en el gran esquema ordenado de la vida de Najt. Hoy observé que se había tomado considerables molestias con su apariencia. Iba ataviado con un soberbio vestido blanco plisado, además del collar
shebyu
de oro que había lucido en la fiesta. Me repasó con frialdad de arriba abajo, y tomó nota de mi estado desharrapado, polvoriento y raído.

—¿Orden y caos? Bien, tu aspecto es bastante caótico —observó con una leve sonrisa.

—Todo forma parte del servicio, señor —contesté, al darme cuenta del aspecto desastroso de mi túnica de lino.

—Inadecuado para el lugar al que vamos —replicó.

Me condujo arriba y me estuvo observando mientras me lavaba en una palangana de agua fría; después insistió en prestarme una larga y delicada túnica de lino blanco, muy fresca y plisada a la perfección, de manga corta y extremos plisados, una faldilla con flecos y el típico collar ancho, todo procedente de su extenso ropero. Me sentí extraño con aquella ropa tan exquisita y noble. Me iba a la medida por poco, porque Najt es alto y delgado como un papiro, y yo soy más corpulento.

—¿Qué aspecto tengo? —pregunté.

—Mejor —dijo, satisfecho, mientras me examinaba y efectuaba ajustes mínimos.

—¿Adónde vamos? —pregunté—. ¿Por qué he de vestirme así?

—Ya lo verás —contestó.

Recogió el estandarte de su rango (una larga pluma de avestruz, curvada en el extremo, sobre una varilla pintada con hermosos motivos) y lo apoyó contra su hombro. Cuando abandonamos el refugio de su casa, sus guardias de seguridad ordenaron al punto a las masas que se apartaran y crearon un cordón entre las puertas de la calle y su carro, hermoso, de poco peso y dorado, además de carísimo, tirado por dos elegantes caballos negros. Ocupamos nuestros sitios, erguidos uno al lado del otro sobre el suelo de malla de cuero. Los guardias se desplegaron con eficiencia, corriendo detrás y delante de nosotros mientras gritaban órdenes perentorias a cualquiera que osara cruzarse en nuestro camino, y nos adentramos en el estruendo de la ciudad.

Las calles estaban abarrotadas de mulas cargadas con adobe o verduras, criadas que se dirigían a sus recados domésticos y niños callejeros que mendigaban. Minmose, el criado de Najt, se erguía en la parte posterior del carro intentando protegernos del sol de mediodía con una sombrilla. La gente paraba para mirar el espectáculo del gran y noble Najt, con el estandarte de su rango, dirigiéndose a sus importantes asuntos y atravesando el mar de humanidad como un dios perfecto con su indumentaria blanca plisada.

Najt aún no me había dicho a donde íbamos, pero en cuanto nos acercamos a los muelles mis sospechas se despertaron. Y cuando subimos a un barco oficial del palacio real, se confirmaron. Najt ocupó su lugar en el camarote principal, oculto a la vista de los demás; y en cuanto inspeccioné a mi plena satisfacción la seguridad del barco y su tripulación, monté guardia a la entrada del camarote. El timonel, parado ante sus dobles remos de dirección, lanzó una orden, los remeros empezaron a trabajar y dejamos atrás los muelles abarrotados de bajeles y barcazas, hasta salir del gran puerto.

Cuando nos adentramos en la corriente principal del Gran Río, noté que se levantaba aire fresco. Alcé la cara, saboreé los intensos aromas del río y, desde el oeste, al otro lado de los grandes templos y las necrópolis de piedra, la sencillez en estado puro del aire del desierto. Sabía que nos dirigíamos hacia el inmenso complejo del palacio real de Malkata. Pensé en la última vez que había efectuado esa misma travesía. No llevaba una túnica prestada, ni era empleado de otro hombre. Era Rahotep, el Buscador de Misterios, convocado al funeral de Tutankhamón por un dios viviente, la mismísima reina de Egipto. Y ahora, regresaba.

En el camarote, Najt estaba examinando una serie de papiros oficiales, pero cuando vio que lo estaba mirando me invitó a entrar a la sombra, y me senté a su lado en el hermoso banco.

—No me necesitas como guardia de seguridad para acompañarte al palacio de Malkata —observé.

—Da igual —dijo; parecía preocupado por otra cosa.

—Supongo que debería disculparme por mi exabrupto durante tu fiesta —dije a regañadientes.

—Hablaste cuando no te correspondía y de algo que no debías —replicó mientras continuaba examinando por encima un papiro—. Parecías furioso por algo que, al fin y al cabo, es de conocimiento común. De lo más inapropiado.

Me encogí de hombros y de repente me sentí como un colegial malhumorado ante el frío poder de un profesor.

—Mi tolerancia por la cháchara de la élite se ha agotado casi por completo —repliqué.

—De modo que ahora, llegado a la edad madura, te consideras la magnífica y amarga savia de la verdad.

Alzó la vista y examinó mi rostro.

—Créeme, me considero algo muy diferente —contesté, quizá algo tirante.

Estuvo a punto de sonreír.

—Viejo amigo. Sé que ves la realidad de las calles y las miserias de la gente, lo cual aporta una valiosa perspectiva. Pero recuerda que el mundo de los ricos, los sacerdotes y los nobles también sufre peligrosas tribulaciones. Ambos no se excluyen mutuamente. Todo el mundo se juega mucho en nuestros días. Todos estamos desconcertados y atormentados por la cuestión de la sucesión. El futuro parece muy inseguro, lo cual crea condiciones de peligroso malestar.

—Pero mientras todo el mundo habla y se lamenta, el mundo que conocíamos y en el que creíamos está siendo destruido a nuestro alrededor.

Najt me miró con cierta impaciencia, y después escribió a toda prisa con su pluma de caña. Los caracteres se formaron con fluidez en tinta negra. Yo le envidiaba su buena letra. La mía siempre ha sido desmañada y torpe, en el mejor de los casos.

—Y crees que eres la única persona que se da cuenta de eso, ¿no? Y supongo que también tienes una propuesta para salvarnos a todos del abismo desastroso que presientes. Supongo que sabes cómo solucionar el problema de la sucesión. Supongo que sabes cómo equilibrar la autoridad vital de la familia real con los intereses y poderes enraizados de los sacerdotes y los nobles, y cómo proteger ambos de las enormes ambiciones del ejército a las órdenes del general Horemheb. O tal vez prefieres quedarte al margen y ver cómo todo se desmorona, para luego decir: «¿Lo veis? Ya os lo había dicho».

En ocasiones Najt podía resultar de lo más frustrante, porque su retórica era capaz de atraparme enseguida en el absurdo. Y también porque solía tener razón. Pero yo aún no estaba dispuesto a dar mi brazo a torcer.

—Tienes razón, por supuesto, pero tú y todos tus amigos nobles os quedáis sentados en vuestras encantadoras villas, con vuestra ropa limpia y elegante, vuestras exquisitas joyas, escribiendo poemas y manteniendo relaciones amorosas, y jugando a la política. No tenéis ni idea de lo que está pasando al otro lado de los muros de vuestras villas. El imperio de la ley carece de eficacia, de poder. Anteayer vi a cinco golfillos nubios, traficantes de opio de ínfima categoría…

—¿Y?

—Y alguien había cortado sus jóvenes e insensatas cabezas con gran eficacia y sin la menor piedad.

Me miró con sus ojos color topacio.

—¿Qué quieres decirme?

—¿Te acuerdas de mi antiguo ayudante, Jety?

Asintió.

—Por supuesto.

—Vino a verme. Hablamos. Al principio pensé que era la habitual guerra entre bandas. Pero ha estado investigando. Y ha descubierto algunas cosas que me preocupan.

—¿Por ejemplo?

Najt dejó su pluma de caña. Creí distinguir en sus ojos un brillo de interés.

—Por ejemplo, que el opio circula de nuevo. De repente, existen grandes cantidades disponibles. De excelente calidad. El precio es más barato que el de las bandas habituales, que están siendo aniquiladas.

—¿Qué tiene eso de malo? Esas bandas son muy desestabilizadoras para la ciudad…

—Eso dice todo el mundo. Pero yo quiero saber quiénes son esos nuevos bandidos que matan con impunidad y destreza. ¿Cuánto poder desean? ¿Son los nuevos legisladores de esta ciudad?

—¿Cómo voy a saberlo?

De pronto su frivolidad me exasperó. Hacía mucho tiempo que nos conocíamos. Al menos conmigo podría relajarse un poco.

—Eres el enviado real. Resides en el corazón del poder. Lo sabes todo.

Me observó con sus extraños ojos desapasionados. Nunca sabía en qué estaba pensando.

—Hace mucho tiempo que no veía esa expresión en tu cara —dijo, casi divertido.

—¿Qué expresión?

—La de un gato observando a un pájaro. Fascinado. Admirado, bien a tu pesar.

—Bueno, es importante…

—En efecto. ¿Qué propones?

Other books

Caught by Jami Alden
Two Weeks with the Queen by Morris Gleitzman
No Daughter of the South by Cynthia Webb
The Pale House by Luke McCallin
Sex With the Guitarist by Jenna James


readsbookonline.com Copyright 2016 - 2024