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Authors: Nick Drake

Tags: #Histórico

El Reino del Caos (6 page)

—Jety me pidió que colaborara con él en una nueva investigación. Descubrir quiénes conforman esta nueva banda.

—¿Y tú qué dijiste?

—Dije que me lo pensaría.

Reflexionó un momento.

—Deberías ir con cuidado. Se me antoja muy peligroso.

Dio la impresión de que iba a añadir algo más, pero una llamada del capitán nos interrumpió. Estábamos cruzando las aguas estancadas, donde reinaba un silencio sobrenatural, del Birket Habu, el inmenso lago artificial que se extendía ante el complejo del palacio de Malkata, ya cerca del largo muelle de piedra donde desembarcaban los miembros del gobierno o la diplomacia. Al otro lado estaban los aposentos reales, con sus estanques y el lago de recreo, el inmenso laberinto de oficinas gubernamentales, y el enorme mundo subterráneo de cocinas, panaderías, graneros, almacenes y establos que servían a esta ciudad dentro de una ciudad.

Najt enrolló sus documentos oficiales, alisó sus ropas de lino, alzó el estandarte y se preparó para desembarcar.

—Suceda lo que suceda ahora, haz el favor de confiar en mí —dijo de forma inesperada—. Y basta de charlas imprudentes. En la fiesta fue relativamente inofensivo. Aquí significaría insubordinación.

Después saltó con agilidad desde el barco a las piedras del muelle de palacio.

6

Esperé fuera de la sala de audiencias, en un largo pasillo por el que iban y venían funcionarios, administradores y sacerdotes con sus ropajes de lino blanco, dándose aires de importancia y susurrando con aquel horrendo tono quedo que daba la impresión de retener en su poder a todo el laberinto del palacio. Con el fin de acceder a este lugar sagrado, nos habían acompañado cámara tras cámara, salón tras salón, cada uno más glorioso que el anterior, adornados profusamente y llenos de dignatarios, sacerdotes y funcionarios cada vez más importantes, quienes nos habían dedicado reverencias y observado como chacales mientras continuábamos nuestro camino hacia el corazón del palacio. Las gloriosas pinturas que cubrían el suelo, las paredes e incluso el techo no lograban atenuar la sensación de melancolía. Peces elegantes nadaban bajo mis pies. Patos salvajes se alzaban de los lechos de papiro del Gran Río. El agua pintada estaba limpia, y las flores pintadas eran perfectas. Todo parecía una fantasía.

Como no podía hacer otra cosa que esperar, me enfrasqué en el recuerdo de una de las últimas veces que había entrado en ese palacio. Había regresado de la cacería real con el cadáver de Tutankhamón, quien había muerto debido a un accidente de caza. Por ello, había incurrido en la ira de Ay, ganándome su eterna enemistad. Y Anjesenamón, la joven esposa del rey, hija de Nefertiti, supo al instante que su destino había cambiado para siempre. En lugar de la nueva ilustración que Tutankhamón y ella habían intentado aportar al imperio, había sido obligada a casarse con el malvado y anciano visir, Ay. Había tenido que acceder a su ascensión al poder absoluto con el fin de evitar un resultado todavía peor: un golpe militar del general Horemheb. Y ahora, ante la inminente muerte de Ay, daba la impresión de que el gran desastre solo había quedado aplazado y que pronto caería sobre nosotros.

Mientras meditaba sobre estos asuntos, oí pasos que se acercaban. Levanté la vista y vi una cara cordial. Era Simut, comandante de la guardia de palacio. De origen nubio, era escultural y de anchos hombros, y poseía un rostro de refulgente integridad. Habíamos estado juntos con el rey Tutankhamón cuando este murió.

—¿Has engordado? —preguntó mientras me examinaba.

—Es probable. Ojalá pudiera decir lo mismo de ti. Siempre tienes un aspecto absurdamente sano y saludable.

Rió en voz queda y me invitó a tomar asiento en uno de los bancos dorados cercanos.

—¿Qué te trae por el palacio después de tanto tiempo? —preguntó.

—Acompaño al enviado real, Najt. Pero de forma privada. Solo estoy aquí para impresionar…

—Ah —dijo con delicadeza, al captar mi significado—. Bien, me alegro de verte. ¿Cuánto tiempo ha pasado?

—Bastante —repliqué con cautela.

—Vale más no ahondar en el pasado. Aunque el presente tampoco es prometedor. Y en cuanto al futuro… —Encogió sus grandes hombros. Luego añadió en voz baja—: Ella todavía pregunta por ti de vez en cuando, ¿sabes?

Me sentí ridículamente agradecido al saber que la reina aún se acordaba de mí.

—Espero que todo le vaya bien —dije.

Miró a un lado y otro del pasillo para comprobar que estábamos solos.

—La posición de la reina es delicada. Despierta gran admiración, y muchos la quieren con la antigua devoción. Pero cuando Ay muera, será extremadamente vulnerable. La gente que detenta el poder está sopesando las alternativas. Sin Ay, será incapaz de controlar al ejército. De hecho, nadie podría. De todos modos, Horemheb se ha lanzado al sendero de la guerra…

—Pensaba que se encontraba muy lejos, en las tierras del norte, combatiendo contra los hititas.

—En teoría sí, pero… —Se acercó un poco más y bajó la voz hasta transformarla en un susurro—… nadie sabe con exactitud dónde está. Podría estar en Menfis, o con sus batallones. Las cosas han cambiado, sobre todo en materia de guerra. Él se ha responsabilizado de todo, construido una nueva red de guarniciones, cambiado toda la administración del conflicto. Los viejos tiempos de los heroicos y poderosos ejércitos enfrentándose en el campo de batalla entre sangre y valentía son cosa del pasado. Ahora existe una nueva estrategia: ocupaciones discretas de ciudades y poblaciones. Las guarniciones controlan los caminos y las rutas comerciales. Y… —bajó la voz todavía más—… ha organizado un nuevo sistema muy eficaz de mensajeros militares. Básicamente, ha creado su propia red de inteligencia, independiente de palacio…

Estaba a punto de hacer más preguntas a Simut acerca del asunto, cuando las enormes puertas doradas ceremoniales se abrieron de repente ante mí. Ambos nos pusimos firmes. Apareció Najt, pero en lugar de partir, como yo suponía, contempló la escena de mi diálogo con Simut y después, ante mi estupefacción, me invitó a entrar en la gran sala de audiencias.

—Vida, prosperidad, salud.

Ofrecí el saludo real postrado de hinojos, la cabeza gacha.

Mis palabras resonaron quedas entre las columnas del gran salón.

—Levántate, Rahotep.

Percibí un cálido placer en la voz de Anjesenamón, la que vive por Amón, la reina de Egipto, cuando pronunció mi nombre.

Alcé la vista. Estaba sentada en un trono dorado elevado sobre un estrado al final de la sala. Su rostro había cambiado. Las suaves, delicadas, algo indefinidas facciones juveniles que yo recordaba habían adquirido gran belleza y angulosidad, sin perder el brillo carismático tan propio de ella. Sus ojos reflejaban una nueva capacidad de comprensión. Llevaba una peluca negra muy elegante, rizada a la perfección, con un corte preciso bajo la parte posterior de su cabeza que enmarcaba su rostro de forma inmejorable. Resaltaba su belleza y añadía una poderosa y enigmática severidad. Su vestido plisado transparente era refinado y trabajado, con un nudo bajo el seno izquierdo, y dejaba un hombro al desnudo. Llevaba un magnífico collar de oro en forma de buitre incrustado de joyas, y la cobra de oro alzada del
uraeus
sobre la frente, expresión de su autoridad real. En la muñeca exhibía un brazalete de oro con un gran escarabajo de lapislázuli engastado. Su aspecto era sereno y majestuoso. Había madurado. Se había convertido en reina. Me sentí conmovido de una manera inesperada, como si fuera una joven a la que yo hubiera admirado en su momento y volviera a encontrarme con ella transformada en una adulta famosa y de formación muy completa. Pero cuando la miré a los ojos, me di cuenta de que estaba muy tensa, presa de una angustia que se esforzaba por disimular.

Y no estábamos solos. En otro trono dorado dispuesto sobre el estrado vi un extraño fardo de ropa de lino. Y entonces me percaté de que el fardo estaba vivo. Era Ay, el Benefactor, rey de Egipto. La última vez que le había visto sufría la desdicha del dolor de muelas y chupaba pastillas. Ahora, en su sudario de lino blanco, y con un exquisito amuleto del
Anj
colgando alrededor de su esquelético cuello, parecía algo que habría debido cruzar la línea divisoria entre los vivos y los muertos hacía mucho tiempo. Observé los ángulos romos de su cráneo huesudo, su mandíbula prominente y temblorosa, sus dedos tullidos. Parecía tan diminuto y frágil como un pájaro carente de alas y plumas. Su piel era delgada y reseca, estirada entre hueso y hueso, manchada de púrpura y marrón por la acción del tiempo. Pero también percibí una sombría tensión, una fuerza decidida que aún le sostenía, y caí en la cuenta de que esa tensión era un agudo dolor físico. Porque el lado izquierdo de su cara estaba desfigurado completamente por una horrible úlcera. Daba la impresión de que le estaba devorando vivo. Era rosa, roja y negra, y en algunos puntos sangraba. Desprendía un olor que no era a carne podrida, sino a algo más acre, repugnante y animal. Supe que me atormentaría hasta el fin de mis días. Jadeaba un poco, porque le costaba respirar. No podía hablar. Solo su ojo derecho parecía vivo. Brillaba con todo el odio del dolor que destruía su cuerpo. En otro tiempo, aquel monstruo empequeñecido había tenido en sus manos todo el poder terrenal. Había controlado a reyes, destruido a grandes enemigos, declarado la guerra a otros imperios, y aspirado a la posición y el poder de un dios en la tierra. Y ahora no era más que piel y huesos, y el horripilante brote negro de la úlcera que no tardaría en destruirle.

En verdad, la revancha del tiempo sobre este tirano parecía justicia terrenal. Pero hasta yo me quedé sorprendido cuando observé que las heridas abiertas estaban sembradas de huevas blancas y que, pese a las atenciones del portador del abanico, que se erguía impasible detrás del trono agitando el adornado abanico real de plumas de avestruz, diminutas moscas negras revoloteaban incesantemente alrededor de la cabeza de Ay formando una nube silenciosa. Indicó con un gesto que me acercara, como si quisiera comunicarme algo. Se esforzó por hablar, pero solo surgieron débiles gruñidos de su garganta constreñida. En un ataque de furia impotente, levantó el brazo poco a poco y me señaló con un dedo nudoso y tembloroso, como si concentrara toda la fuerza y el significado en aquel gesto. Después, sus ojos se volvieron hacia Najt como para decir algo, pero de repente cayó hacia atrás, sin fuerzas, y se desplomó sobre los brazos del trono dorado.

Con sorprendente compasión, Anjesenamón enlazó su mano tibia y hermosa con la repugnante garra. Este sencillo gesto pareció devolver la conciencia al moribundo, y revivió un poco. Había una pizca de espuma en sus labios resecos. Jadeaba en busca de aire como un pez en trance de asfixiarse. Había deseado tanto la vida inmortal en esta tierra, y ahora estaba abocado a la más sencilla de las verdades: iba a morir, y pronto. La clepsidra de su vida estaba casi seca. Las últimas gotas iban cayendo, muy lentamente. Pronto yacería en su magnífica tumba, encerrado en el nido de oro y piedra de su sarcófago y ataúdes, a la espera de la vida después de la vida. Sin duda estaría ya bien preparada.

Anjesenamón asintió. Cuatro criados levantaron el trono con escaso esfuerzo y lo sacaron del salón, en dirección a los aposentos privados que había al otro lado. Comprendí que nunca más volvería a verle. Y no pude evitar el pensamiento de que el mundo estaría mejor sin él, con independencia de lo que sucediera después.

Me pregunté por qué me habrían invitado a ser testigo de aquel grotesco espectáculo. Miré a Najt, quien parecía ajeno a lo sucedido y solo esperaba a que las puertas se cerraran detrás de Ay. Después inclinó la cabeza en dirección a la reina y esperó. Al parecer la reina deseaba decirme algo. Empezó a pasear por la sala de audiencias, a través de las elegantes columnas, alejándose de la fuerte luz de las ventanas del triforio, hasta adentrarse en las profundas sombras que caían sobre el hermoso suelo pintado. Contempló las paredes con losetas de colores que plasmaban las victorias de Egipto sobre sus enemigos cautivos: hileras de sirios con los brazos atados a la espalda, libios arrodillados y nubios de pelo rizado postrados de hinojos.

—¿Recuerdas, Rahotep, que hace años nos sentamos juntos en aquel patio y te confié lo que mi madre me había dicho en una ocasión?

Su voz sonó amortiguada en el gran espacio de la sala.

—Dijo que, si alguna vez te encontrabas en peligro, deberías llamarme. Y tú lo hiciste —contesté.

Se acercó más a mí. Vi miedo en sus ojos.

—Hice bien. Confié en ti. Mi madre confiaba en ti.

De pronto me sentí desconcertado. No tenía ni idea de adónde quería ir a parar.

—Fue un honor servirte —dije.

Me examinó, después dio media vuelta, se sentó en su trono dorado y adoptó una vez más la postura de reina. La fugaz intimidad de su comportamiento había desaparecido. Íbamos a hablar en serio.

—Lo que estoy a punto de decirte es absolutamente secreto. Ha de continuar así, so pena de muerte. Si traicionas mi confianza no podré ni querré perdonarte la vida. ¿Comprendes?

Mis dudas debían de haberse reflejado en mi cara, porque ella miró a Najt, quien retomó el hilo.

—La reina te está recordando tu deber. No es una cuestión de libre albedrío. Acércate más a la reina —ordenó, y los dos nos aproximamos a ella.

Incliné la cabeza. Aunque hubiera espías escuchando a través de aberturas secretas en las paredes, ahora no podrían oírnos.

—Rahotep, he pedido al noble Najt que te trajera aquí porque te necesito una vez más. No lo habría hecho de no ser absolutamente necesario. No te he pedido que vinieras por mí. Es como reina de Egipto que debo apelar de nuevo a tu lealtad —dijo en voz baja y tono confidencial.

Asentí con la máxima lealtad posible.

—Como Ay y yo hemos gobernado juntos el imperio, he aprendido muchas cosas sobre el poder y lo que hacen los hombres para conseguirlo. No vivirá mucho más, por supuesto. Por el bien del imperio, y por la continuidad de los valores civilizados que tanto aprecio, y por la continuidad de mi dinastía, gobernaré sola como reina después de su muerte. El noble Najt y yo hemos trazado planes para una sucesión estable. Soy una mujer, pero tengo partidarios. Muchos hombres importantes, y mujeres, me han informado de su lealtad. Pero también debo tener en cuenta los consejos sinceros que otros me han dado: los intereses políticos y económicos de algunos estarían mejor protegidos si ascendiera otro gobernante. Estoy segura de que sabes de quién hablo. El general Horemheb ha dejado muy claras sus ambiciones desde hace mucho tiempo. Sé que muchos funcionarios ministeriales y sacerdotes se pondrán de su lado si creen que puede ofrecerles, a ellos y a las Dos Tierras, algo mejor que yo, o, lo más probable, si se sienten lo bastante atemorizados. Debo reconocer la verdad de la situación. Los nobles y sacerdotes desean proteger su poder y sus posesiones. Horemheb tiene al ejército bajo su mando, y es una fuerza enorme. Sin el apoyo de los grandes batallones del ejército egipcio, me resultará imposible gobernar Egipto.

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