Hizo una pausa para mirarme.
—Conozco a la perfección el gran defecto de mi situación. Soy una mujer sin heredero. Tiene que producirse una sucesión. Debo engendrar herederos. Debo prolongar mi linaje familiar. Debo prolongar mi dinastía. Pero yo seré quien elija al padre de mi hijo. Con Ay, por supuesto, nunca existió la menor posibilidad. Tal vez el general considere las ventajas políticas de ofrecerme un compromiso matrimonial. Pero nunca le aceptaré como marido. Conozco demasiado bien su despiadada ambición y su crueldad inhumana. Recuerdo cómo trató a mi tía después de casarse con ella. Aunque pudiera decidirme a que compartiera el trono conmigo, sé que no viviría mucho… Algún accidente, o un veneno hábil e invisible, acabaría conmigo…
Se estremeció al pensar en ello.
—Si fuera rey, tomaría una esposa noble. Pero soy una mujer y estoy sola. Ya he perdido un marido, y padecido a otro lo bastante mayor para ser mi abuelo. ¿Quién queda para desposarme? ¿Cómo puedo salvar mi gran dinastía? Pienso y pienso, y solo oigo las voces de mis padres y de mi abuelo cuando decían: «Eres la última, has de salvar nuestra dinastía del olvido», porque Horemheb aniquilaría sin duda cualquier señal de nuestro reinado. Nuestros nombres reales serían borrados de las piedras, y los grandes monumentos de nuestros reinos serían arrasados. Nuestras glorias serían aniquiladas y nadie volvería a pronunciar jamás nuestros nombres reales. Los dioses no nos conocerían. Sería como si nunca hubiéramos existido. Pero no debo pensar tan solo en mi familia, sino también en lo que representamos: somos Egipto. Hemos creado su grandeza. Hemos aportado orgullo, estabilidad, riqueza y paz a este imperio. ¿Qué hará Horemheb con esta herencia, con este legado de gloria? Todos sabemos que lo hará añicos por el bien de su gloria. Su reinado sería cruel y tiránico…
Dejó de hablar y se levantó del trono, como abrumada por la visión de tal catástrofe. Empezó a pasear de nuevo por las grandes sombras de la sala de audiencias, y Najt y yo la seguimos respetuosamente. Najt retomó el hilo de la historia.
—Pero existe una fuerte oposición a Horemheb. No tiene sangre real. Los dioses aún no le han elegido. Los oráculos no han hablado todavía en su favor. Muchos sacerdotes no le aceptarán de buen grado como rey. Muchos son leales —añadió. Inclinó la cabeza, de una forma bastante ostentosa en mi opinión.
Ella se volvió de inmediato, y habló de nuevo en tono perentorio.
—¿Por qué me halagas con palabras amables, noble Najt? Tú sabes tan bien como yo que su poder es grande, y si decide entrar en Tebas para conquistarla y arrebatarme el poder, muchos afirmarán que se trata de la voluntad de los dioses. Dirán que uno u otro oráculo había pronosticado su ascensión, y se la dotará de sanción divina. No es ningún sacrilegio decir que es fácil comprar a los oráculos…
No hubo respuesta a una verdad tan evidente. Daba la impresión de que aquella extraña conversación no iba a ninguna parte. Pero entonces se volvió hacia mí otra vez. Esta diosa viviente, la reina de Egipto, estaba tan cerca que percibí el delicado aceite perfumado que llevaba en sus hombros relucientes y en su delicado cuello. Y con el antiguo ímpetu en su voz, recobró el ánimo de repente y susurró en mi oído:
—Pero tengo un plan. He ordenado a Najt que te lo explique todo y que resuma los deberes que te exijo. Confío en él plenamente, y su palabra es portadora de mi autoridad.
Najt se arrodilló, y yo le imité.
—Te necesito una vez más, Rahotep. Sé que no me fallarás —dijo la reina.
Daba la impresión de que la audiencia había concluido, pero ella se quedó donde estaba, vacilante.
—Me alegro de haberte visto de nuevo. Najt hubiera podido comunicarte mis órdenes, pero confieso que deseaba verte en persona. Te he echado de menos.
—Y yo a ti, majestad —contesté.
Ella sonrió por primera vez.
—¿Cómo está tu familia? ¿Tus tres hijas? Ahora ya serán hermosas jóvenes. ¿Y tu hijo pequeño? Supongo que ya no será un bebé.
—Están bien, gracias a los dioses. Mi hija mayor estudia medicina. Sueña con convertirse en médico.
—¡Oh, eso es maravilloso! Hace demasiado tiempo que Egipto está dominado por hombres. Lo sé muy bien. Las mujeres han sido subestimadas. Necesitamos mujeres fuertes y cultas que nos ayuden a construir un mundo mejor. Si todo sale bien, gozará de un brillante futuro bajo mi reinado. Me encargaré de ello personalmente.
—Así sea —dije en voz baja.
—Espero ser testigo de su éxito. Dile que puede contar con mi apoyo personal.
—Lo haré.
Me miró. Hablar de esas nimiedades parecía proporcionarle un gran placer, como si por una vez pudiera compartir las cosas de la vida corriente.
—Sé indulgente contigo mismo, Rahotep —dijo ella, y después, ante mi sorpresa, apretó una bolsita de oro contra mi palma y se alejó a toda prisa antes de que yo pudiera tartamudear mi agradecimiento.
Cuando Najt y yo regresamos en barco a los muelles de Tebas, la luz de la tarde había cambiado. El sol se estaba poniendo detrás de nosotros, hacia el oeste, al otro lado de las colinas pedregosas, pintando un cielo dorado, rojo y azul. Nos sentamos solos en el camarote. Me sentía como un perro a la espera de que su amo le diera de comer. Le vi terminar de preparar sus documentos, perfeccionar la forma en que le caían los ropajes de lino y tomar un sorbo refrescante de su bebida. Por fin iba a hablar, y para entonces yo ya estaba a punto de estrangularle, tenso a causa de la impaciencia.
—Antes de empezar, debo pedirte que guardes silencio hasta que haya terminado. Somos viejos amigos. Pero, créeme, no permitiré que la amistad se interponga entre nosotros en relación con lo que estoy a punto de contarte. Esto es muy serio. Es una cuestión de alta política. ¿Comprendes?
—Por supuesto.
Esperó, y al fin susurró:
—La reina ha escrito y enviado una carta oficial secreta al rey de los hititas. En esa carta le ha pedido que le envíe a uno de sus hijos para que sea su esposo y para que gobierne en el trono de Egipto a su lado.
Pensé que estaba bromeando.
—No hablarás en serio.
—No suelo hacer bromas sobre el destino de las Dos Tierras —replicó.
Me levanté, estupefacto, mientras intentaba asimilar las ramificaciones de esta revelación.
—Pero eso es imposible. Nadie en Egipto aceptará a un extranjero en el trono de las Dos Tierras…, y menos al hijo de nuestro archienemigo…
—Guarda silencio. ¡Y siéntate! —susurró. Estaba furioso conmigo. Se plantó ante mí y dijo en tono perentorio—: Te he pedido que me escucharas sin hacer comentarios. La propuesta es radical, pero posee muchas ventajas.
—¿Por ejemplo?
Ya no se sentía cómodo en el pequeño camarote, temía que alguien pudiera escucharnos. Por lo tanto, paseamos por la cubierta a la luz del anochecer, mientras discutíamos.
—En primer lugar, eso dejará en situación desfavorable a Horemheb. Jamás habría podido adivinar esa jugada. A continuación, resolverá la espinosa cuestión de la sucesión. No hay nadie en el reino con quien la reina pueda casarse. De esa forma, tendrá un marido al que podremos controlar, y ella engendrará hijos —insistió.
—¡Pero serán los hijastros de nuestros enemigos! —exclamé.
—¡Y ese es el golpe maestro! Con este matrimonio, la guerra entre Egipto y los hititas tendrá un final espectacular, una paz que solo nos reportará ventajas. Ha durado demasiado. Es absurda, innecesaria y muy cara. Es impopular entre el pueblo, y ya no nos reporta beneficios internacionales. En suma, estamos dilapidando tiempo y recursos en un conflicto obsoleto que debería concluir lo antes posible. Un acuerdo negociado interesa a ambas partes. De hecho, la guerra solo está beneficiando a los enemigos de la estabilidad internacional —arguyó, con los ojos brillantes de determinación y el dedo alzado para reafirmar sus palabras.
—¿Quiénes son?
Sacudió la cabeza, al parecer frustrado por mi estupidez.
—No tengo tiempo para explicártelo todo, solo has de hacer lo que te ordenen.
—Si me estás ordenando que participe en algo, has de explicarme todos los motivos para que arriesgue mi vida.
Me miró fijamente.
—Muy bien. Pero escucha, y piensa. Los reinos y ciudades-Estado del Levante, con sus señores de la guerra, sus pequeños tiranos y su política desastrosa, son motivo de una gran inestabilidad internacional. Algo que, como imperio preeminente del mundo, no podemos ni queremos tolerar. Las relaciones pacíficas con los hititas no solo son ventajosas desde un punto de vista económico para ambas partes, sino también, y esta es la consecuencia que confío en que valores más, significará que el ejército ya no tenga un enemigo definido.
Le devolví la mirada.
—¿Crees que Horemheb no podría continuar defendiendo los inmensos poderes y necesidades económicas del ejército si no existiera conflicto que los justificara?
—¡Sí! Por fin empiezas a comprender. Eliminará su principal propósito, y por lo tanto minará en gran medida su poder y autoridad personales. Los conflictos definen a las naciones. Los enemigos justifican los ejércitos. Las guerras glorifican a los generales. Sin su gran enemigo, que le confiere propósito y significado, quedará sensiblemente disminuido. Tendrá que pactar con nosotros. No podrá oponerse a la reina.
Najt se erguía a la luz del sol del anochecer; tenía la expresión de un colegial inteligente, y sus tersas facciones reflejaban la satisfacción que le causaba la audacia del plan. Tuve que admitir que era extraordinario. También se me antojaba de lo más peligroso. Pero, de alguna manera, Najt había tomado una idea que sonaba ridícula para transformarla en algo que semejaba política brillante. Me miró expectante.
—Si esto fuera una partida de
senet
, yo diría que te iban a sacar a patadas del tablero bien pronto para echarte a los cocodrilos —dije en voz baja.
Me miró ceñudo, irritado y decepcionado.
—Tu metáfora es grosera. Pero si insistes en utilizarla, sí, nos lo estamos jugando todo con el último lanzamiento de las tablillas. Para ser sincero, ¿qué otra opción nos queda?
—Podrías librar una batalla abierta por la sucesión contra Horemheb aquí, en Egipto. En Tebas —sugerí.
—No saldría bien. Horemheb se halla al mando de los dos cuerpos del ejército del Alto y Bajo Egipto, o sea, las divisiones Ta, Ra, Seth y Amón, cada una compuesta por cinco mil soldados. Los jefes de las divisiones de las tres primeras le son leales. Vamos a especular: Horemheb es del delta, la división Seth es de su tierra, le debe la mayor lealtad y es la que más ganaría si le apoyara. Digamos que le ordena regresar de la guerra en el norte. Una sola división sería suficiente para tomar el control de Tebas. Ya controla Menfis. Y si fuera capaz de ordenar a una o dos divisiones más que atacaran Tebas, ¿qué sería de nosotros?
Sacudí la cabeza y me alejé hacia la proa del barco mientras intentaba asimilar lo que estaba escuchando. Vi que estábamos cerca de la ciudad.
—¡Si crees que la situación es mala ahora, bajo el mando de Horemheb se producirían ejecuciones sumarias, toques de queda y la masacre total de la jerarquía y los sacerdotes de palacio! La reina y sus partidarios serían ejecutados. Se apoderaría de las riquezas de todo el mundo, y si los sacerdotes le opusieran resistencia, serían aniquilados. La sangre correría por las cunetas. Sería el final de todo —afirmó, como para convencerme más.
—Ahora hablas como Hor —dije.
—Hor tenía razón.
Nos miramos en silencio. Los dos estábamos irritados y alarmados.
—Aunque tu plan salga adelante, aunque el rey de los hititas acceda a esta propuesta, y a un plan de paz, y aunque Horemheb no lance un golpe, todavía me queda una pregunta: ¿por qué me estás contando todo esto? ¿Por qué se me está invitando a participar en este gran secreto? —pregunté.
Najt paseó la vista a su alrededor a toda prisa, con el fin de confirmar que nadie podía oírnos, me tomó del brazo y habló en mi oído.
—He sido honrado con la suprema responsabilidad de dirigir la misión diplomática a la capital hitita para negociar el acuerdo matrimonial. Será una misión secreta. Viajaremos de incógnito. Es esencial que Horemheb no conozca nuestros propósitos ni nuestro paradero. Viajaremos como mercaderes por el Camino de Horus, lo más rápido posible. Fletaremos un barco comercial desde Ugarit hasta la costa sur de las tierras hititas. En cuanto lleguemos a Hattusa, la capital hitita, negociaremos las condiciones del tratado de paz y del matrimonio. Si tenemos éxito, cargaremos con la responsabilidad de conducir al príncipe hitita sano y salvo hasta Egipto. Nos acompañará Simut, así como un séquito de guardias reales de élite cuya lealtad ha sido investigada a fondo.
—Sigo sin saber qué tiene que ver todo esto conmigo.
—La reina ordena que te sumes a la misión como mi guardaespaldas personal. Simut y sus guardias se encargarán de la seguridad de las cartas reales y los regalos de oro que llevaremos al rey hitita, así como de la seguridad de la misión en general. Pero tú serás responsable de mi seguridad personal. Vamos a dejar las cosas claras: en caso necesario, tendrás que sacrificar tu vida por mí. Debería añadir que no ha sido idea mía. La reina insiste. Y tal vez tenga razón, porque solo yo puedo asumir las negociaciones. Además, también serás responsable de la seguridad personal del príncipe hitita durante el viaje de regreso.
Mi corazón martilleaba en el pecho. No sabía cómo reaccionar.
—Me has puesto en una situación en la que no puedo negarme —dije.
La expresión de Najt se endureció.
—Yo no, la reina. Pero te conozco muy bien, amigo mío. Veo en tus ojos que estás ilusionado. Veo algo de la chispa, el brillo de la aventura, que ha estado ausente de ellos durante demasiado tiempo. No lo niegues. Saboreas la emoción de la perspectiva. Necesitas misterio. Te creces en él. No puedes vivir sin ello. Y en un aspecto más personal —hizo una pausa—, también deberías valorar la recompensa sustancial que recibirás, además del oro que ella ya te ha entregado, si coronamos la misión con éxito.
Miré la panorámica del Gran Río sin ver nada. Tenía razón. Estaba ilusionado. Después de tantos años de frustración y humillación, y de tedio doméstico, la perspectiva de este viaje, de una responsabilidad tan alta, y de una aventura en otras tierras, era como agua fresca y transparente para un hombre perdido en el desierto.