Durante mis años de servicio en el cuerpo de policía de Tebas había visto todo tipo de brutalidades gratuitas perpetradas contra el cuerpo humano. La crueldad, la rabia, el dolor (y algo que otros llaman, a la ligera, maldad) son capaces de reducir la extraña amalgama de blasfemia y belleza que constituimos cada uno de nosotros a un pedazo inanimado de carne en descomposición. Había entrado en cuartuchos siniestros y me había inclinado sobre los cuerpos retorcidos de niños golpeados hasta morir. Había contemplado los restos estragados de mujeres jóvenes, tendidas boca abajo sobre las sombras todavía tibias de su propia sangre. Había visto la materia cerebral (esa peculiar gelatina de color marfil que algunos consideran el receptáculo de nuestros pensamientos y recuerdos) esparcida sobre muros de adobe. Había visto la carne viva de nuestro ser físico expuesta como en una carnicería. Conocía la celeridad con que juventud y belleza se hinchan y apestan cuando los espíritus
ka
y
ba
han partido.
Había visto cosas mucho peores que las cinco cabezas de aquellos muchachos nubios decapitados con tanta pericia. Aun así, me enfureció. Tal vez por nuestra clara impotencia para detener aquella oleada de violencia. Tal vez por la evidente falta de interés de los medjay por proteger a los pobres. O tal vez porque me estaba haciendo mayor. Tenía el pelo cano, el negro lustroso de mi juventud ya era un recuerdo lejano. Todavía conservaba el vientre liso, pero algunas madrugadas notaba que mis huesos crujían, el peso de la piel en mi cara, y una extraña lentitud en la sangre cuando me levantaba para afrontar un nuevo día.
Sacudí la cabeza para expulsar aquellos pensamientos inútiles. Y entonces me fijé en algo apenas visible entre los labios pálidos de una de las cabezas. Introduje un dedo entre los blancos dientes y recuperé una hoja doblada de papiro. Estaba pegajosa de sangre y saliva. La abrí con cuidado. Había un extraño signo dibujado con tinta negra: una estrella negra con ocho puntas de flecha radiales. A menudo las bandas dejaban toscos mensajes garabateados en los restos de sus víctimas como parte de un siniestro ritual, una exhibición de poder empapada en sangre. Pero, por lo general, esos mensajes eran banales: «Aprende respeto», «Guarda silencio», «Témenos». Esto era diferente. Para empezar, no era un jeroglífico egipcio, porque nuestras estrellas tienen cinco puntas y no se parecen en nada a lo que yo tenía delante.
De repente, un carro tirado por dos cansados caballitos, y acompañado de un guardia que corría a su lado, se acercó con estruendo por la calle y de él descendió Nebamón, jefe de los medjay de Tebas. Los agentes, que hasta aquel momento habían estado intercambiando sus habituales comentarios morbosos, se pusieron firmes en silencio. Nebamón miró en mi dirección. Sabía que ordenaría limpiar la escena del crimen y deshacerse de los cadáveres antes de que rompiera el día y la ciudad despertase. No se llevaría a cabo, estaba claro, una investigación en toda regla. Se detendría, eso sí, a los sospechosos habituales en las calles de los barrios pobres y se les torturaría hasta que confesaran, para luego ejecutarlos rápidamente, como queriendo dar un mensaje al mundo de que los medjay de la ciudad todavía eran capaces de hacer su trabajo. Fueran cuales fuesen sus delitos de escasa importancia, aquellos chicos muertos seguían siendo víctimas de asesinato y merecían justicia. Pero, por ser nubios pobres, no la obtendrían. Nebamón («un hombre de este mundo», como él mismo repetía con frecuencia con el fin de justificar sus atajos para conseguir justicia, su corrupción ocasional y su práctica de violencia despiadada) se ocuparía de eso. Hablar de justicia era ser caduco, anticuado y risible. Ahora Nebamón se dirigía hacia mí. Contraviniendo las normas, y con la correspondiente pizca de placer, me apresuré a esconder el papiro en mi bolsa de piel para examinarlo en otro momento.
—La mierda siempre resbala colina abajo, ¿verdad, Rahotep? —dijo Nebamón, al tiempo que señalaba con la cabeza a los muchachos muertos y emitía una tosecita sombría en honor a su rancio y manoseado chiste. Ciñó su larga túnica de lino plisada alrededor de su forma majestuosa. Como siempre, llevaba el
shebyu
, el collar de honor hecho de oro, solo para recordarnos su éxito mundano. En otros tiempos de una musculatura impresionante, su físico corpulento se había degradado en la fofa edad madura de un hombre que había triunfado en su profesión. Tenía las facciones embotadas, y sus manos ya no eran tan firmes como antes, pero sus ojos todavía destellaban con el placer del poder. Percibí en su aliento el dulce olor a cerveza. Nunca le había interesado el buen vino. Retrocedí un paso de manera instintiva. Sonrió dejando al descubierto su dentadura en mal estado, y después lanzó un grueso escupitajo en el polvo, demasiado cerca de mis sandalias. Mi babuino, Tot, emitió un gruñido quedo.
—Otros cinco golfillos nubios muertos. ¿A quién le importa? —dijo mientras empujaba los cuerpos con las sandalias.
Me abstuve de responder.
—Que despejen todo esto. Es absurdo afligir a los honrados y laboriosos ciudadanos de Tebas con un espectáculo tan desagradable como este, ¿no? —dijo, e indicó con un ademán a los agentes que pusieran manos a la obra. Después se volvió hacia mí, como si se le acabara de ocurrir algo—. ¿Qué estás haciendo aquí, Rahotep?
—No podía dormir.
Lo cual era cierto.
Nebamón y yo nunca nos habíamos llevado bien. Había conseguido el cargo de jefe de los medjay de Tebas al que yo aspiraba, y de inmediato demostró su estupidez al convertirse en un mezquino tirano que intimidaba a sus mejores hombres en lugar de dotarles de libertad para hacer su trabajo. Concretamente, había utilizado su poder para ningunearme, hasta el punto de que ya no me llamaban para acudir a la escena de un crimen y me destinaban a casos insignificantes de los que habrían debido ocuparse agentes más inexpertos. De esta forma me había apartado de lo que yo más valoraba: mi trabajo de Buscador de Misterios. En dos ocasiones anteriores me habían llamado, pasando por encima de él y de su autoridad, para solucionar misterios relacionados con las personas más poderosas del país: primero Nefertiti, y más tarde su hija Anjesenamón y su marido, el rey Tutankhamón. En dos ocasiones me habían llamado para trabajar al margen de su autoridad. Y en dos ocasiones, insistía regocijándose siempre que se le presentaba la oportunidad, yo había fracasado. Porque Nefertiti había desaparecido y Tutankhamón había muerto. Y no obstante, jamás podría contarle la verdadera historia de dichos acontecimientos con el fin de justificarme, pues había prometido guardar silencio sobre esos asuntos.
De repente, una mujer nubia llegó corriendo. Iba sin aliento y parecía desesperada. Los agentes se aprestaron a detenerla, pero Nebamón negó con la cabeza y le concedió permiso para acercarse a su hijo muerto. Cayó de rodillas ante una de las cabezas y empezó a lanzar alaridos agudos y desesperados de desdicha inconsolable.
—Lamento la muerte de tu hijo —dije en voz baja.
Ella me miró con expresión trastornada.
—¿Cómo se llamaba? —pregunté con la mayor dulzura posible, pero Nebamón me interrumpió.
—No deberías estar aquí, Rahotep. Este caso no es tuyo.
—No será de nadie —repliqué, sin poder contenerme—. Como has dicho antes, «otros cinco golfillos nubios muertos. ¿A quién le importa?». Final de la historia.
—Exactamente. De modo que ¿por qué no te marchas corriendo a casa, antes de que te envíe a patadas al final de la calle? —replicó, complacido por haberme contrariado.
Inclinó la cabeza en dirección a sus hombres. Agarraron a la madre por debajo de los brazos y se la llevaron a rastras, mientras sus aullidos resonaban en las calles oscuras y silenciosas.
En otro tiempo, la escena de este crimen habría sido mía. En otro tiempo, tenía fama de ser el mejor Buscador de Misterios de la ciudad. El caso habría sido mío, y tal vez habría podido dar algo a aquella madre, algo parecido a la justicia. Tal vez habría averiguado por qué los nudos de las cuerdas eran tan expertos, y descubierto al asesino tan extrañamente hábil decapitando adolescentes nubios.
Paseé la vista a mi alrededor por última vez y me protegí los ojos de la luz del amanecer. Muy pronto, el calor se adueñaría de la ciudad. Tebas rielaría y se cocería bajo el ojo furioso de Ra. Sería un día más gobernado por los nuevos dioses de este mundo: el oro y el poder.
Le puse la correa a Tot y nos alejamos poco a poco hacia las últimas sombras.
El noble Najt, alto, delgado y elegante, estaba parado en lo alto de la escalera de entrada de su majestuosa mansión de la ciudad, saludando a sus ricos amigos de la élite cuando llegaban y accedían al gran vestíbulo de recepción. Vestía sus más exquisitos ropajes de lino plisado y un magnífico collar
shebyu
con dos sartas de anillas de oro macizo. Los
shebyu
eran presentes reales, señal de elevado favor y categoría, de una belleza impresionante y muy pesados. Esa ostentación era un cambio reciente, su apariencia personal siempre había sido austera. Pero su acceso a un prestigio todavía mayor, en tanto que enviado real, daba la impresión de haberle animado a una exhibición más franca de opulencia personal, sobre la cual, tal como había dejado muy claro, no admitía bromas. Najt era ahora uno de los hombres más poderosos del país: el funcionario encargado de supervisar las relaciones entre la judicatura, los sacerdotes, el gobierno y el palacio, y que, como enviado real, representaba a Egipto en el extranjero. En suma, era la piedra angular del poder. Y sin embargo, jamás era yo capaz de conciliar eso con el hombre al que conocía, quien estaba más interesado en estudiar los misterios de las estrellas y los crípticos enigmas de los textos antiguos, que en los burdos asuntos cotidianos del poder y la política. Le observaba en acción desde mi posición privilegiada de guardaespaldas, justo a su lado. Su rostro bien dibujado, con sus facciones delicadas, recorría la gama de expresiones apropiadas con toda exactitud cuando saludaba a cada dignatario según su importancia y por el nombre (pues su memoria tenía fama de prodigiosa): a los nobles y sacerdotes con ecuánime elegancia, a los supervisores con un travieso guiño de complicidad, a los nuevos magnates con respeto. Y no obstante, sus ojos color topacio, rebosantes de inteligencia, daban la impresión de observar el desfile de personalidades, en realidad de toda vida humana, como un espectáculo algo lejano. Tenía los ojos concentrados y depredadores de un halcón en el terso rostro de un caballero.
Nuestra amistad era improbable. Nos habíamos conocido cuando éramos más jóvenes, en una suntuosa recepción celebrada en Ajtatón, la nueva capital construida por Ajnatón y Nefertiti a mitad de camino entre Tebas y Menfis. Najt había nacido en un mundo de oro y privilegios, pero pese a las diferencias de nuestros orígenes nos habíamos tomado afecto de inmediato.
Y ahora, tantos años después, y pese a su prestigio en la alta política y la vida intelectual, todavía parecía encontrar en mí algo divertido e interesante. Yo, por mi parte, continuaba intrigado por su vida mental, su acerada inteligencia y, sobre todo, por el amor que sentía hacia mis hijos. Tal vez tomaba prestado de mí lo que no tenía en su vida: una familia. Y yo me alegraba de compartirla con él.
En otro tiempo había acudido como invitado a las famosas recepciones de Najt. Esa noche había ido a trabajar. Najt había empezado a emplearme de vez en cuando como guardaespaldas personal, aduciendo que podía confiar en mi discreción más que en la de cualquier otra persona. Con su tacto habitual, había logrado aparentar que le estaba haciendo un favor. Y teniendo en cuenta el salario cada vez más menguante e inestable que recibía de los medjay, y los costes cada vez más desaforados de los alimentos más básicos, estaba desesperado por encontrar cualquier medio de sostener a mi familia. Muchos de mis compañeros de los medjay, alarmados por la creciente tasa de colegas que caían asesinados y el empeoramiento de la violencia en nuestra ciudad, se habían sentido atraídos por trabajos de seguridad privada, bien en casas de hombres ricos, bien en tumbas de familias acaudaladas, cargadas de oro y tesoros, siempre bajo la amenaza de robos violentos. Algunos ganaban dinero en ambos bandos, colaborando con bandas de saqueadores de tumbas. Otros, ya fuera por necesidad o debilidad, se habían sentido atraídos por el chantaje, el proteccionismo y la extorsión. Muchas veces me arrepentía de haber rechazado, cinco años antes, la oferta de la reina de convertirme en su guardia personal, pero el palacio no era mi mundo. Yo era un Buscador de Misterios, y costara lo que costase, y por absurdo que pareciera, la única alternativa era continuar siendo fiel a mí mismo.
En el amplio terrado habían dispuesto gran cantidad de bandejas, que descansaban sobre soportes, repletas de los mejores manjares en cantidades ostentosas: patos enteros con una capa espesa de glaseado; piernas de gacela asadas cortadas en finas lonchas de carne rosada; porongo y chalotas asadas; panecillos; panales; aceitunas relucientes de aceite en fuentes adornadas; lustrosos racimos de uvas centelleantes que captaban el sol del atardecer; y montañas de higos y dátiles. Los criados servían excelentes vinos del oasis de Dajla. Me habría encantado tomar una copa de vino decente, pues ya no podía permitirme esos lujos en casa. Se me hacía la boca agua. Reprimí el impulso de afanar un puñado de almendras de un plato. Después de que los últimos invitados se hubieran ido, Najt insistiría en que me llevara todas las sobras que quisiera para los niños. «De lo contrario, lo tirarán todo», me diría, con la intención de encontrar una manera de que su caridad resultara aceptable, al tiempo que apretaría contra mi mano un barrilito de excelente vino. Comeríamos como reyes durante unos cuantos días, y durante ese tiempo no tendríamos que padecer las mismas cebollas viejas, el ajo, el raquítico pescado y el pan de textura arenosa que habían llegado a conformar nuestra dieta básica.
Cuando Najt entabló una elegante e ingeniosa conversación con una pareja rica, y mientras se adulaban y alababan mutuamente, aproveché para contemplar la ciudad a la gloriosa luz del anochecer. Las azoteas grises, rojas y amarillas de Tebas, atestadas de verduras puestas a secar y restos de muebles, se extendían en todas direcciones. La Avenida de las Esfinges, el inmenso paseo pavimentado, corría recto en dirección norte, hasta reunirse con el templo de Karnak y el templo del Sur, cuyos altos muros de adobe pintado se alzaban cerca. Vi que una falange del ejército del templo efectuaba el cambio de guardia nocturno en el descampado que había delante del inmenso pilono. Hacia el oeste corría el Gran Río, la fuente de toda vida, como una serpiente marrón y verde que proyectaba destellos plateados ahora que el ocaso bañaba su superficie en constante cambio. Más allá, al otro lado de los cultivos de la orilla occidental y de la inhóspita frontera donde la Tierra Negra de los cultivos y las Tierras Rojas del desierto se separaban, se hallaban los largos templos mortuorios de piedra; y al otro lado, las colinas y los valles, ahora pintados del negro, amarillo y rojo del ocaso, donde las tumbas reales protegían a los grandes reyes en sus sarcófagos de piedra y ataúdes de oro, eternos y secretos. Hacia el sur, también en la orilla occidental, distinguí apenas las formas rechonchas del palacio de Malkata, hogar de la familia real, oculto en el corazón del extenso laberinto de las viviendas de supervisores, administradores y funcionarios. Y al otro lado de los límites de la ciudad, al otro lado de los campos verdes y negros, al otro lado de los monumentos y las estatuas erigidos por hombres sobre el rostro de la tierra, se encontraban las misteriosas Tierras Rojas, aquel otro mundo de polvo, tormentas de arena, espíritus peligrosos y muerte, que siempre había ejercido tanto poder sobre mí.