El sol del anochecer estaba bajo, y el cielo se veía azul turquesa, añil, púrpura y oro. La dulce brisa nocturna del norte había empezado a enfriar el aire. A una discreta señal de Najt, los criados bajaron los toldos exquisitamente bordados y encendieron numerosas lamparillas de aceite. Los invitados se acomodaron en sillas (tumbonas bajas para las mujeres) preparadas a tal efecto. Contemplé sus caras prósperas y sus atuendos opulentos, teñidos de oro por los últimos rayos de luz. Vivían en un mundo diferente al de aquellos que habitaban en las calles circundantes.
Pisé los talones a Najt cuando se acercó a un pequeño círculo de amigos íntimos que frecuentaban su mansión. Hor, el poeta, estaba hablando, como de costumbre: entretenía a sus amigos con comentarios ingeniosos e insidiosos, procaces anécdotas sobre indiscreciones y escándalos de alto nivel, por lo general de naturaleza sexual. Yo opinaba que los poetas eran soñadores de verdad y belleza, con la cabeza puesta en el Otro Mundo. Pero Hor era gordinflón y petulante, sofisticado y triunfador. Sus pequeños dedos estaban recargados de valiosos anillos de oro. Era famoso por una serie de versos que habían circulado de manera anónima unos años antes, los cuales satirizaban con osadía a Ay, entonces visir y ahora rey. Hoy, tales cosas le habrían deparado una ejecución sumarísima.
—Amigos, he escrito un nuevo poema —anunció ostentosamente—. Es una bagatela, pero quizá pueda abusar de vuestra buena voluntad…
Se produjeron corteses murmullos de aliento.
—Espero que sea alegre —comentó alguien.
—No existen poemas alegres —replicó el vate—. La felicidad escribe con agua, no con tinta.
Todo el mundo asintió, como si hubiera dicho una gran verdad. Asumió la postura de recitado poético, la cabeza ladeada, los dedos de la mano derecha alzados, y cuando pensó que había captado la atención de todo el mundo entonó:
¿En quién puedo confiar hoy?
Hay hermanos malvados, amigos sin compasión.
Los corazones son codiciosos
y cada hombre roba
los bienes terrenales del prójimo.
La compasión ha perecido,
la violencia recorre los caminos,
la maldad campa por sus fueros
a lo largo y ancho del país.
Maldad, eterna maldad…
Y así sucesivamente. Cuando terminó, su canto fúnebre (que yo consideraba acertado, pero repetitivo y no muy original) fue recibido con un preocupado silencio, antes de que el público se apresurara a aplaudir. Najt intuyó que la atmósfera de la velada amenazaba con estropearse.
—Notable poema. Conciso, memorable y sincero —dijo.
—Veo que os he sorprendido un poco. Pero ser poeta significa aceptar la responsabilidad de decir la verdad. No importa el precio que mi seguridad personal pueda pagar —dijo Hor, al tiempo que tomaba un largo y generoso sorbo de su vino.
—Tu relación con la verdad siempre ha sido muy flexible y acomodaticia —dijo Nebi, un famoso arquitecto, vestido con una costosa túnica bordada.
—Por supuesto, en asuntos de hombres y de este mundo. Soy un poeta, no un idiota redomado… —replicó Hor.
—Pero la verdad es muy complicada en estos tiempos —dijo otro.
—La verdad es siempre la verdad —dijo Najt, sonriendo de su propio tópico.
Hor desechó sus palabras con un ademán.
—No soporto las perogrulladas. De hecho, hieren mis sentimientos —dijo.
Toda aquella cháchara sobre la verdad me daba ganas de ir a hacer algo útil.
—Sin embargo, me he enterado de algunas noticias interesantes, amigos —continuó Hor, exhibiendo su sonrisita maliciosa. Los demás se acercaron un poco más y miraron hacia atrás para asegurarse de que nadie les estaba escuchando. Y después, tras una pausa calculada, el poeta se inclinó hacia delante, como si se encontrara entre conspiradores, y dijo con un susurro teatral—: Él no tardará en reunirse con los dioses.
Todo el mundo comprendió a qué se refería, aunque no podía decirlo. Ay, el odiado tirano que gobernaba las Dos Tierras, había superado hacía tiempo las expectativas de su vida natural.
—Pero no se trata de una nueva noticia. Y aunque falleciera, ¿cómo nos íbamos a enterar? Hace años que parece muerto… —bromeó la esposa de Nebi, que fue obsequiada con un coro de carcajadas.
—Hacedme caso: lo sé de buena tinta. Puede que sea cuestión de pocas semanas. Y ninguno de nosotros reirá entonces.
Los invitados intercambiaron miradas y se estremecieron, como si corrientes frías y extrañas se hubieran introducido de repente en el templado y agradable aire de la noche.
—Por tanto, el momento que todos hemos temido durante tanto tiempo está a punto de llegar. El final de esta gran dinastía… ¡y el final de la era de paz y prosperidad! —exclamó otro en tono lastimero.
—Y por fin llega la oportunidad del general Horemheb —dijo Nebi—. Y con ella, quizá el final del mundo tal como lo hemos conocido.
—El general exigirá algo más que las coronas. Lo exigirá todo. Y después hará lo que le plazca con nosotros… —dijo un hombre anciano, cuya elegante y bella esposa se hallaba sentada recatadamente detrás de él.
—Me han dicho que guarda un papiro secreto con la lista de los nombres de todos sus enemigos y de todos cuantos se han opuesto a él o no le han apoyado durante estos años —susurró Nebi.
—¿Cuántos de nosotros constaremos en esa lista? —preguntó el anciano, al tiempo que paseaba la vista alrededor de la sala.
—Es una perspectiva deprimente —admitió Hor. Alzó su mano regordeta hacia el oeste, como un actor trágico—. Como un ejército de sombras —entonó—, los incontables soldados de sus divisiones regresarán de sus largas campañas contra nuestros archienemigos, los hititas, y volverán sus fuerzas contra nuestro gran pueblo con el fin de conquistar, dominar y proscribir nuestra libertad. Veo sus barcos, bajo velas rojo sangre, apareciendo de la oscuridad de la noche. Veo sus tropas ocupando las calles de nuestra ciudad. Veo a los mejores hombres conducidos a su ejecución. Veo calamidades. Veo sangre corriendo por las calles. Veo el mundo al revés.
El público parecía embobado por aquella profecía. Miré a Najt, quien estaba observando al poeta. Ambos nos miramos y enarcamos las cejas, en honor al melodrama profético de la interpretación. Pero Hor hablaba en serio.
—Os he asombrado a todos, pero Horemheb es famoso por sus crueldades y su pasión por la venganza. Alguien que estuvo presente me contó que, en cierta ocasión, el general ordenó que hirvieran vivo delante de él a un comandante hitita, solo para divertirse… mientras cenaba.
Exclamaciones de repugnancia se elevaron del grupo. Más invitados se habían congregado para escuchar, con sus copas y bandejas. Pero en aquel momento Najt intervino:
—Venga, amigo. Tu imaginación poética es un gran don, pero como profeta tal vez te deleitas en exceso en tus visiones agoreras. El futuro no es tan seguro. Ni necesariamente tan sombrío. Ningún oráculo puede decidir con seguridad qué ocurrirá. De hecho, tenemos motivos para imaginar un futuro diferente por completo.
—¿Por ejemplo? ¿La ascensión al trono de Horemheb, que traerá «orden», un «regreso a los antiguos valores» y todo eso…? —dijo Hor con sarcasmo.
—Su ascensión, en todo caso, sería del todo ilegítima: no posee ni una sola gota de sangre real. Hasta el mismo Ay podría reivindicar una relación consanguínea con la familia real, por discutible que fuera. Pero Horemheb solo se casó con un miembro de la familia, empujó hacia la locura y la muerte a su pobre esposa, y después convirtió a la reina, la última de la verdadera dinastía, en su enemiga jurada —dijo Najt.
Se levantó y paseó entre la pequeña concurrencia.
—Vida, prosperidad, salud para la reina —entonó con lealtad, lo cual levantó murmullos de aprobación entre casi todos los presentes—. Amigos, ¿en verdad es Horemheb tan poderoso? ¿No tiene oposición? Sí, es el comandante en jefe del ejército de las Dos Tierras de Egipto, pero nosotros, los hombres más importantes de Tebas, ¿no tenemos fe en nuestro poder y autoridad? ¿El intelecto y la moralidad no cuentan para nada en el desarrollo del futuro? ¿Es que Amón, el dios de nuestra gran ciudad y de la mismísima familia real, carece de poder para salvarnos? ¿Somos incapaces de salvarnos a nosotros mismos?
Se oyeron murmullos de apoyo al discurso de Najt procedentes de los invitados. Pero solo Hor verbalizó lo que todo mundo pensaba.
—No nos encontraríamos en esta situación si el rey Tutankhamón no hubiera muerto en circunstancias tan trágicas. Habría gobernado, quizá de manera gloriosa. Habría tenido herederos. El imperio quizá habría vuelto a ser grande. Un nuevo rey, hijo de reyes, habría aparecido, heraldo de un brillante futuro. En cambio…
Alzó sus manos rechonchas, con sus numerosos anillos de oro, y se encogió de hombros, impotente.
—La muerte del rey fue un accidente. Nadie habría podido preverla o evitarla —replicó Najt, de una forma que advertía a todo el mundo que no le llevaran la contraria ni añadieran nada más.
Solo una persona alzó la voz.
—Es cierto que este país se halla en crisis. Fuera de esta burbuja de riqueza e ilusión existe desesperación. Pobreza, crueldad e injusticia han obrado su influencia sobre la gente. La corrupción ha sustituido a la justicia para los pobres, y el desprecio ha sustituido al respeto por la dignidad, el trabajo y la integridad. La codicia es nuestro rey, y la corrupción, su criado.
Todo el mundo se volvió a mirarme estupefacto, porque esa voz irritada y amarga era la mía. Najt me miró con una indiferencia muy poco cordial. Era evidente que todos los demás creían que estaba loco y que sería despedido al instante: ¡un criado osa hablar! Pero alguien estaba aplaudiendo poco a poco. Era Hor.
—Te recuerdo, señor. Eres el Buscador de Misterios de los medjay que escribía poesía en su juventud inocente.
—Soy Rahotep —contesté.
—Hay verdad en lo que dices. La verdad es una musa peligrosa. Es posible morir por culpa de la verdad.
Cogió una copa de vino de una bandeja y la apretó contra mi mano.
—¡Por la verdad! Que mucho bien nos puede hacer —exclamó con sarcasmo, y bebió. Después, se despidió de mí con una inclinación de cabeza y se alejó, seguido a toda prisa por otros invitados.
—Por la verdad —mascullé, y bebí de la copa. Me llevé otra sorpresa. El vino era soberbio, provisto de una belleza oscura y melancólica. Esos eran los placeres de la riqueza.
Cuando alcé los ojos vi que Najt me estaba mirando de una forma extraña, pero dio media vuelta y se puso a hablar con otro invitado.
Tendría que haber vuelto a casa a toda prisa a través de las calles tenebrosas, con la bolsa de las sobras para la familia. Al final de la velada, Najt no había dicho nada sobre mi exabrupto. Cuando me dio mi pequeña paga en oro, y el paquete con comida y vino, se limitó a ordenarme, en un tono que no admitía la menor discusión, que al día siguiente, a mediodía, le acompañara a una reunión importante. Estuve a punto de intentar excusarme, a mi manera desmañada, pero me dedicó un breve buenas noches y se apresuró a cerrar la puerta.
La velada me había dejado de mal humor. Lo último que deseaba era desahogarme con mi mujer y mis hijos. Así que cogí a Tot por la correa y me dirigí a una taberna situada en una calle alejada, un viejo antro adonde iba cuando quería pensar sin que me molestaran. Pedí una jarra de vino pequeña y escogí un desvencijado taburete en una esquina, donde las sombras me harían compañía y nadie se me acercaría. Tot se acomodó a mis pies. En cualquier caso, a aquella hora intempestiva el local estaba casi vacío. Los únicos bebedores que quedaban eran obreros y peones. Sus caras agotadas se veían demacradas a la luz macilenta de las lámparas de aceite. Aferraban sus cuencos con manos castigadas por el trabajo, retorcidas como garras tras años de duras tareas. Cuando el vino llegó en su jarra, su sabor era el mismo que mi estado de ánimo: barato, ordinario y amargo.
Saqué el papiro, lo desenrollé y examiné la estrella negra. Todas las bandas tienen sus propias señales y símbolos. Definen su identidad y se diferencian de sus rivales por medio de gestos, artículos de ropa y códigos de lenguaje y comportamiento: motes, complicados apretones de manos, detalles como «llamar tres veces». Una banda se identificaba por los cortes que efectuaba con un cuchillo en la cara de sus víctimas. Esta estrella negra debía de ser otra señal que dejaban para impresionar. Pero sentado en las sombras con mi vino barato, no pude evitar la sensación de que ocultaba algo más oscuro y extraño. Me dije que tenía que controlarme. Le estaba concediendo demasiado crédito. Probablemente no fuera más que la obra de un lunático aficionado al simbolismo extravagante.
De repente me di cuenta de que alguien me estaba mirando.
—¿Qué tienes ahí?
Era Jety, mi antiguo compañero. Habíamos trabajado juntos durante años, él como mi ayudante, hasta que el ascenso le había ofrecido otras vías de promoción, y mi degradación extraoficial le había obligado a continuar sin mí. Había sido testigo de su rápido ascenso en la jerarquía. Una extraña y algo incómoda distancia se había creado entre nosotros, y durante un tiempo ninguno de los dos había intentado salvarla. Pero ahora, de repente, había aparecido ante mí. Su apariencia era sorprendentemente juvenil. Todavía conservaba el pelo negro, las facciones vivaces y, a juzgar por su aspecto, estaba tan en forma como un perro de caza.
—Solo mirarte hace que me sienta viejo.
Sonrió.
—Tan optimista como siempre —contestó.
—¿Qué haces aquí?
—Estaba de paso.
—Una historia de lo más plausible…
Dejó que Tot olfateara su mano, y después le acarició la cabeza.
Le acerqué un taburete y le serví vino. Bebió, hizo una mueca pero no dijo nada; se limitó a contemplar aquel vino peleón como si le hubiera dicho cuanto necesitaba saber.
—De haber sabido que venías, hubiera pedido algo con más clase —dije.
Me miró.
—Qué desastre.
—Lo sé.
Cabeceé en señal de asentimiento y volví a llenar mi copa de más vino malo.
—Me refiero a ti… Pareces más desdichado que una mula.
—No cabe duda de que estás de buen humor.
Asintió y se acercó al tabernero con aire despreocupado. Volvió con otra jarra de vino y lo sirvió en cuencos limpios. Era lo mejor que el local podía ofrecer.