El rey hitita empezó a gritarme, y Najt se apresuró a traducir.
—Quiere saber cómo sabías que estaba ahí, y qué significa —explicó. A juzgar por su mirada, supe que también me estaba diciendo: «Medita muy bien tu respuesta».
—No sabía qué iba a encontrar. Solo estaba examinando el estado de las mandíbulas, porque eso nos proporciona una indicación de la hora de la muerte…
—No es una estrella egipcia, como puedes ver —me interrumpió Najt—. En nuestro jeroglífico, una estrella tiene cinco puntas que rodean un pequeño círculo de luz. Esta tiene ocho flechas alrededor de un centro negro. ¿Será un símbolo hitita?
—Pues claro que no. Estáis diciendo tonterías —interrumpió el príncipe heredero. Agitó el papiro ante la reina con ademanes agresivos—. ¿Reconoces acaso este símbolo, mi querida señora? Tal vez se trate de una estrella babilonia. Tu pueblo es famoso por sus observadores de estrellas, ¿verdad?
La reina echó un vistazo al símbolo.
—No es un símbolo del zodíaco de mi pueblo —dijo con voz clara.
—Es el símbolo del Ejército del Caos —dije.
Todo el mundo me miró estupefacto.
—El embajador ha sido asesinado como castigo por su relación con Egipto y con nuestra misión —continué—. Considero sospechoso a Aziru.
El príncipe heredero lanzó un rugido de furia, pero Najt se apresuró a intervenir.
—Hablemos claro. Hay un asesino en esta ciudad, y está enterado de nuestras conversaciones más secretas. Te está advirtiendo, al igual que a nosotros.
El mayordomo mayor se llevó a un lado al rey con respeto, para que no pudiéramos escuchar su conversación. El príncipe heredero se plantó delante de Najt y de mí.
—Deberíais iros ya, antes de sufrir el mismo sino —dijo de modo que solo nosotros pudiéramos oírle. Después se volvió hacia su padre y su tío.
La reina continuaba inmóvil en silencio, contemplando la cabeza del embajador.
—He visto antes ese símbolo. No es babilonio, pero para nosotros representa a Ishtar, la reina del Amor y la Guerra. Pero ¿por qué está aquí, de esta forma? —nos preguntó en voz baja a Najt y a mí.
Najt sacudió la cabeza, muy alarmado. Yo estaba desesperado por hacer más preguntas a la reina, pues aquella nueva información podía ser concluyente en cuanto al significado del símbolo. Pero el rey y el príncipe heredero estaban discutiendo sin disimulos. ¿Qué estaba sucediendo bajo la superficie de aquellos acontecimientos? El príncipe heredero se sentía traicionado: su padre había exiliado a su madre, y él no podía perdonarle. Por útil que fuera desde un punto de vista político la unión con los babilonios, la sangre es la sangre. Pero ¿había ordenado ese asesinato el príncipe heredero? ¿Había participado en la muerte de Hattusa? ¿O Aziru estaba actuando por su cuenta? Costaba creer que el príncipe heredero no supiera nada sobre el asesino, porque servía muy bien a sus propósitos. Tal vez por eso se había mostrado tan alegre durante la fiesta. Miré a la reina, que seguía inmóvil como una estatua de melancolía entre aquellos irritados hititas. Me pregunté cuánto tiempo más podría sobrevivir.
De pronto, los guardias volvieron corriendo: empujaban a dos hombres que se inclinaron aterrorizados al ver al rey. Yo los había visto antes: eran los guardianes de la puerta. En cuanto vieron la cabeza de Hattusa se pusieron a temblar como corderos antes de ser sacrificados. El mayordomo mayor empezó a interrogarles, y ellos negaron con la cabeza de inmediato, con las manos alzadas hacia el dios, mientras afirmaban su inocencia a gritos.
—Afirman que todos cuantos entraron o salieron durante la fiesta tenían permiso y autorización —tradujo Najt.
—Pregúntales si vieron a un hombre cargado con algo, una caja o una bolsa —le dije.
Tradujo a toda prisa, pero ambos negaron con la cabeza.
—Pregúntales si vieron a un hombre, un levantino, de pelo rojo, más o menos de mi estatura —insistí.
Una vez más afirmaron su inocencia, pero de repente, sin previo aviso, el príncipe heredero avanzó y hundió la espada en el pecho de uno de los hombres, que compuso una expresión de horror y se desplomó poco a poco de rodillas. El príncipe heredero extrajo su espada. El hombre cerró la mano inútilmente sobre el torrente de sangre, como para contener la vía de agua de un barco, y después cayó hacia delante. El príncipe heredero secó la espada en la ropa del muerto. El segundo hombre cerró los ojos y empezó a gimotear y suplicar misericordia.
—Todo hombre ha de pagar el error de no saber proteger al rey —dijo el príncipe heredero, dispuesto a matar de nuevo. Pero el rey avanzó y ejecutó con su propia espada al segundo hombre, quien lanzó un penoso aullido que enmudeció a todos los presentes.
A la mañana siguiente desperté rígido y dolorido por la paliza de los guardias del príncipe heredero. Tenía morados en las piernas y los brazos, y un cardenal cubría mi mejilla derecha.
—Al menos conservas los dientes —bromeó Simut cuando atravesamos las calles de la ciudad en dirección al palacio, acompañados de nuestros guardias.
—Y la cabeza sobre los hombros —añadió Najt.
Me pareció detectar una nueva atmósfera de tensión en las calles. Ahora los hititas nos desairaban con descaro y volvían la cabeza cuando nos acercábamos. Y el mayordomo mayor, que nos estaba esperando dentro del palacio, parecía muy inquieto. Su seguridad interna se había reforzado. Aparte de los guardias hititas de palacio, que nos rodearon en cuando entramos, el lugar parecía desierto.
Esta vez no tuvimos que esperar a que el rey nos recibiera. Nos condujeron de inmediato a través de pasajes lúgubres y desiertos hasta la sala de las columnas. Una vez más, el príncipe heredero parecía muy satisfecho consigo mismo, como si supiera algo que nosotros ignorábamos. Observé que Najt también caía en la cuenta de este detalle, receloso.
—¿Qué está pasando? —preguntó en voz baja al mayordomo mayor.
—Temo que no he participado en las últimas conversaciones con el rey. Su hijo ha estado con él toda la mañana —contestó nervioso.
El rey entró a toda prisa en el salón. Habló con rapidez y el mayordomo mayor tradujo, intentando seguir el ritmo.
—Hemos meditado sobre la propuesta de la gran reina y la hemos encontrado de nuestro agrado. Que nuestros dos grandes imperios se unan como una familia mediante el matrimonio. Enviaremos a nuestro hijo para que contraiga matrimonio con la reina y se siente en el trono de Egipto con ella. Será rey. Las condiciones de sus poderes y necesidades han de ser satisfactorias. No nos decepcionéis.
Miró a Najt y después al príncipe heredero. Najt, complacido por el desarrollo de los acontecimientos, avanzó para responder.
—En nombre de la reina de Egipto, permitidme que os ofrezca mis felicitaciones por la dichosa noticia. El príncipe será bienvenido y honrado en Egipto como un hijo y como rey. Entrego mi propia vida como fianza de su seguridad, bienestar y satisfacción. Podrá contar conmigo en cualquier momento. Soy su leal servidor.
Hizo una reverencia respetuosa al príncipe heredero.
Pero el príncipe heredero sonrió con extraña satisfacción, y negó despacio con la cabeza. Najt se dio cuenta, demasiado tarde, de que había caído en una trampa. Una breve fanfarria anunció la llegada de un nuevo personaje. Un silencio absoluto se hizo en la sala. Y entonces entró alguien sin hacer ruido, a regañadientes, a través de la entrada abovedada que permitía el acceso a los aposentos reales. Todos los ojos se clavaron en aquella figura cuyo nerviosismo y angustia eran dolorosamente evidentes.
Su rostro era exquisito. El pelo caía alrededor de sus hombros en relucientes ondas negras. Proyectaba orgullo, pero también vulnerabilidad, y carecía de la viril seguridad en sí mismo que caracterizaba a su padre y a su hermano. No obstante, era asombrosamente carismático.
—Soy el príncipe Zannanza —dijo.
El silencio reinaba en la sala. Vi que Njat se esforzaba por recuperar la serenidad. Era evidente que le habían engañado, pues ¿cómo podía regresar con aquel hombre dulce y delicado para que fuera el esposo de la reina y se sentara en el trono de Egipto? Era como si los hititas nos hubieran gastado una broma enorme y catastrófica. Pero ¿qué podía decir Najt? Era demasiado tarde. Así que dedicó una reverencia al príncipe Zannanza.
—El enviado real Najt se presenta. Será un gran honor para mí escoltaros hasta Egipto en nombre de la reina, que os desea lo mejor.
El príncipe Zannanza devolvió la reverencia. Me miró con ojos brillantes, inteligentes y asustados. Simut y yo hicimos una reverencia cautelosa.
—Mi hijo partirá hacia Egipto lo antes posible. Recordamos la urgencia de la petición de la reina —dijo el rey—. Además, negociaremos las condiciones del acuerdo relativo a los territorios disputados y rebeldes que se extienden entre nosotros.
Ante mi sorpresa, el príncipe heredero asintió para mostrar su acuerdo. Tan solo unos días antes se había opuesto de plano a un armisticio. Ahora daba la impresión de ser el arquitecto del plan. De pronto, el rey se levantó y caminó hacia Najt con aire amenazador.
—Pero escucha mis palabras: el príncipe Zannanza se halla bajo tu responsabilidad. Debes velar por que llegue a Egipto sano y salvo, y por su seguridad. Si algo malo le ocurriera, en cualquier momento, ten la certeza de que nuestra ira se desbordará, nuestra cólera será terrible, y el ejército hitita se levantará y destruirá Egipto. Díselo también a tu reina, pues la vida de mi hijo está en sus manos.
Najt hizo una profunda reverencia, y el rey se marchó con tanta brusquedad como había llegado, acompañado del príncipe Zannanza. En cuanto se fue, la atmósfera cambió. El príncipe heredero, rodeado de su tío y otros ministros, habló con una cordialidad inédita, muy poco fiable. Le faltaba poco para ponerse a bailar de alegría.
—Estamos complacidos, enviado real. Tu misión en Hatti se ha saldado con un éxito absoluto. Tu reina tendrá un marido nuevo maravilloso. Egipto tendrá un rey nuevo magnífico. Mi querido hermano posee mucho talento. Baila de maravilla. Adora la música y la poesía.
Y entonces, la sonrisa falsa desapareció de su rostro, sustituida por otra exultante.
—¿Quién habría dicho que llegaría un día como este, en que antiguos enemigos se unen de repente en matrimonio? ¿Quién habría profetizado que nos apoderaríamos del trono de Egipto con tanta facilidad? Hemos de celebrar la inmensa fortuna de mi querido hermano, pese a que lamentamos en lo más hondo su partida. Lo que nosotros perdemos lo gana Egipto, por supuesto. Estamos seguros de que será el marido perfecto para la reina de Egipto. Que su matrimonio sea bendecido con muchos hijos fuertes y hermosos, que se conviertan más adelante en reyes guerreros, fruto de esta encantadora alianza, y en el futuro de una gran dinastía.
Lanzó una carcajada atronadora.
—Que la paz sea entre nuestros imperios —dijo Najt—. Estamos satisfechos. Pero ¿qué me dices de Aziru?
El mayordomo mayor avanzó, incómodo.
—Se han tomado las medidas necesarias —dijo.
—¿Qué medidas? —preguntó el príncipe heredero, vacilante.
—Por desgracia, nos queda poco tiempo para concluir los preparativos de la partida. Dejaré que vuestro tío os hable de nuestro acuerdo concerniente al tirano Aziru —dijo Najt, tomándose la única venganza que podía. Y así, tras haber sembrado la cizaña, prefirió marcharse. Hizo una reverencia y dejó que discutieran a sus anchas.
De vuelta en nuestros aposentos, Najt se quedó inmóvil intentando asimilar lo sucedido. Sostenía un cuenco y bebía agua. De pronto, en un arrebato de furia, lo arrojó contra la pared. Se partió en mil pedazos. Yo me quedé estupefacto. Nunca le había visto sucumbir a tal furia. Siempre controlaba su comportamiento.
—Soy un imbécil. ¿Por qué no lo vi venir? —susurró.
—Si ese delicado muchacho engendra alguna vez un rey guerrero, estoy dispuesto a comerme mis sandalias —dijo Simut, poco dispuesto a colaborar.
—Es un insulto terrible y calculado —continuó Najt—. No me extraña que el príncipe heredero pareciera tan complacido consigo mismo. He cometido un error fatal. Le subestimé.
Empezó a pasear de un lado a otro, pensando en la forma de eludir aquella catástrofe.
—Sin embargo, no tenemos alternativa. Hemos de regresar a Egipto con el príncipe Zannanza y pensar en una manera plausible de presentarlo a la corte y al pueblo. Egipto ha padecido mayores dificultades. El propio Tutankhamón no era un rey guerrero. Ni tampoco su padre. Tal vez un noble hitita tranquilo, artista e intelectual en el trono sea más aceptable, y hasta deseable, que un guerrero estúpido y de escaso cerebro. ¿Quién dice que no habrá herederos? Estas cosas pueden manipularse, arreglarse…
Pero Najt no parecía demasiado convencido de sus argumentaciones.
—El hecho de que sea guapo no significa que sus deseos íntimos vayan en… otra dirección —dije—. Y aunque fuera así, ¿quién puede afirmar que un hombre como él no pueda llegar a ser un buen rey y engendrar herederos? A mí, el príncipe me ha parecido noble y hábil, y habrá tenido que armarse de valor para ser como es en un país que no valora esas cualidades.
Najt asimiló mis palabras en silencio. Él y yo nunca habíamos hablado de los motivos de que no se hubiera casado y formado una familia.
—De hecho, el
Cuento del rey Neferkare y el general Sasenet
es la historia de uno de tales amores secretos —dijo en voz baja. Y después, me miró con cautela.
Siguió un momento de silencio.
—Todo esto está muy bien, pero ningún relato de amor nos ayudará a regresar a Egipto con el príncipe sin contratiempos —dijo Simut—. El viaje es peligroso.
—Cuanto antes regresemos a Tebas, mejor —repuso Najt—. El tiempo se nos está acabando. ¿Quién sabe qué habrá pasado en la corte? Tal vez Ay haya muerto ya…
—Ambos estáis olvidando algo —dije—. El asesino está aquí. Aziru es el sospechoso más probable, y no le han detenido. Conoce nuestra presencia. No podemos permitir que este asunto quede sin resolver. No podemos permitir que nos siga como una sombra para que luego nos ataque lejos de la ciudad, cuando no contemos con la protección del rey.
Najt estaba a punto de contestar, cuando alguien llamó a la puerta. Era el mayordomo mayor, que volvía con las instrucciones del rey para nuestro viaje de vuelta.
—El rey considera demasiado arriesgado el viaje por mar desde Ura a Ugarit —explicó—. Las corrientes, como ya sabéis, fluyen en dirección contraria al viaje de regreso, y existe el peligro de que acerquen demasiado el barco a la costa de Alasiya. Además, tal vez espías extranjeros ya sepan que habéis viajado por ese camino, sería una mala estrategia repetir vuestros movimientos.