—Faltan las cabezas —susurré a Simut.
—¿Dónde están?
Registramos el fuerte. Todo había sido destruido: habían destrozado los toscos bancos de madera, roto en mil pedazos las jarras y cuencos donde guardaban el agua, y acuchillado los jergones. Había manchas y charcos de sangre en el suelo y en las paredes.
Levanté la mano para pedir silencio. Algo me estaba atormentando: un zumbido lejano. Me acerqué a la pequeña cisterna circular. Levanté la tapa con la punta de la daga. Al instante, una nube negra de moscas salió volando. Retrocedí a toda prisa y agité las manos para ahuyentarlas. Cuando se calmaron, y después de cubrirme la cabeza y la cara con la ropa, volví a levantar la tapa de la cisterna y eché un vistazo al interior. En el oscuro y húmedo pozo, las cabezas seccionadas del pelotón me miraban fijamente, todavía goteando sangre y envenenando el agua potable sobre la que flotaban.
Simut envió a sus hombres a reconocer el terreno que rodeaba el fuerte. Tras haber seguido durante un rato las huellas de caballos que se alejaban hacia el oeste, no encontraron nada en las inmediaciones. Por consiguiente, apostó guardias, que se acuclillaron en la escasa sombra que pudieron encontrar y vigilaron con atención la tierra resplandeciente. Necesitábamos descansar unas horas antes de iniciar la siguiente jornada del viaje aprovechando la oscuridad. Pero todos estábamos muy despiertos, a la escucha de cualquier sonido que pudiera traicionar el regreso de los atacantes. Najt improvisó una cama y un toldo para el príncipe Zannanza. Explicó por qué no podíamos erigir tiendas, pero el príncipe desechó sus explicaciones con un ademán y le dio la espalda a todo.
El calor de la tarde era insoportable. Najt, Simut y yo nos sentamos juntos, ahuyentando a manotazos a las incesantes moscas, y hablamos en susurros para que nadie pudiera oírnos.
—Esta barbarie me resulta familiar —dije.—. Coincide con lo que Paser nos contó sobre el Ejército del Caos.
—Estoy de acuerdo. ¿Cuál sería la mejor manera de defendernos ante otro posible ataque? —preguntó Najt.
—Enviaré exploradores para que hagan un reconocimiento del terreno circundante mientras avanzamos —contestó Simut—. Tenemos veinte hombres. Están mucho mejor preparados y son muchísimo más mortíferos que una horda de mercenarios indisciplinados.
—Esto no ha sido un ataque aleatorio —interviene—. Sean quienes sean, sabían que veníamos. Y siento tener que decir esto, pero había más de veinte soldados en esa guarnición y mira qué ha sido de ellos.
Seguimos sentados en silencio, meditando.
—Aquí no hay agua —dijo Najt al rato—. Los caballos están sedientos. Hemos de continuar adelante, no nos queda otra alternativa. Mejor viajar de noche. Los guardias con arco han de ir armados hasta los dientes en todo momento. Ataremos trapos alrededor de los cascos de los caballos y nadie dirá ni una palabra. Viajaremos en silencio. Nuestro deber fundamental es proteger al príncipe, y eso significa que ambos debéis vigilarle en todo momento.
Y así, en cuanto el sol se puso, nos levantamos, hicimos los preparativos, comimos un poco de pan y nos encaminamos hacia la fresca oscuridad del desierto. Las estrellas destellaban en el cielo, pero había luna nueva, apenas un gajo blanco, el cual nos proporcionaba escasa luz para viajar y, por suerte, escasa luz para ser vistos. Con el sonido de los cascos amortiguado, aguzábamos el oído en aquel silencio extraño por si percibíamos algo que pudiera alertarnos de la presencia de enemigos montados a caballo en las sombras. Teníamos los nervios a flor de piel. Parpadeaba y me frotaba los ojos cuando escudriñaba la oscuridad. Poco a poco, íbamos salvando distancias. Las estrellas giraban en sus esferas, y después, tras horas de tensión, la oscuridad de la noche empezó a cambiar. El borde del mundo adquirió un tinte azul, que se fue extendiendo lentamente, hasta que el horizonte se iluminó y la luz volvió a conquistar el mundo. Ra, el Sol, había renacido a un nuevo día. Pero lo que reveló, delante de nosotros, a la luz blanca y dorada del sol naciente, fue la imagen de nuestra pesadilla: a lo lejos, una línea oscura de figuras tenebrosas a caballo nos estaba esperando.
Simut levantó la mano y la caravana se detuvo al instante. El príncipe Zannanza, que estaba dando cabezadas, se despertó.
—¿Por qué hemos parado?
Entonces parpadeó y vio las figuras oscuras.
—No, no, no… —susurró.
—Cierra la boca —repliqué con brusquedad, olvidando el protocolo. Simut hizo una señal, y los guardias provistos de arcos adoptaron formación de combate delante de nosotros y alzaron sus arcos. Las flechas apuntaban al cielo, las puntas centelleaban a la nueva luz. Otros se colocaron detrás de ellos, con las largas lanzas preparadas. Y entonces oímos un estruendo a nuestro alrededor como jamás había escuchado, un tamborileo de armas sobre escudos, cánticos y gritos. Nos volvimos en la silla. A lo lejos, en la rutilante aurora del desierto, habían aparecido jinetes y nos rodeaban por todas partes.
Simut dio una rápida orden y los arqueros apuntaron los arcos hacia las figuras tenebrosas, aunque nos superaban en número. Habría más de un centenar. Cuatro de nuestros hombres se movieron para proteger al príncipe Zannanza y a Najt, con los escudos de piel levantados, las espadas dispuestas para defenderlos a ambos de la muerte. Vislumbré la cara de Najt, con un brazo protector y tranquilizador rodeando la espalda del príncipe.
Los misteriosos jinetes continuaban emitiendo su espantosa música de guerra y el círculo se iba cerrando a nuestro alrededor. Todavía se encontraban demasiado lejos para verles la cara con claridad, pero entonces una figura autoritaria a caballo avanzó en el interior del círculo. Me protegí los ojos con la mano. Distinguí su pelo largo, las ropas sueltas. La figura obligó a su caballo a bailar sobre las patas traseras, al tiempo que hacía girar en el aire de manera amenazadora una larga espada curva, y profirió a voz en grito incomprensibles amenazas y salvajes aullidos. El enorme círculo de hombres respondió con júbilo, aporreó los escudos con las armas, y gritó con rabia y furia.
Simut esperaba, concentrado en percibir la primera señal de movimiento. Sus hombres estaban preparados, disciplinados, las armas a punto. Y de pronto se produjo: el líder lanzó un feroz aullido de placer y cargaron contra nosotros desde todas direcciones. Simut bramó órdenes y las flechas salieron disparadas hacia el cielo azul, centellearon en el punto más alto de su arco y cayeron en cascada sobre la horda. Algunos jinetes fueron alcanzados y cayeron de sus caballos lanzados al galope, para luego ser pisoteados por los cascos de los demás. A una orden de Simut, dispararon otra andanada de flechas, pero esta vez no al aire, sino directamente contra los atacantes, y muchas dieron en el blanco, derribando hombres y caballos en una maraña mortífera. Pero siguieron avanzando, y ahora sí pude distinguir su barba y su pelo revuelto, su boca vociferante, y su rostro enloquecido por el éxtasis de la batalla.
Mi corazón martilleaba en el pecho. Najt apareció de repente a mi lado.
—¿Qué debemos hacer? —gritó.
—¿Dónde está el príncipe? —pregunté a mi vez.
—¡Con los guardias!
—¡Deberías estar con ellos!
—Necesitamos a todos los hombres para que combatan —replicó con ojos brillantes.
—Levanta tu espada. ¡Quédate detrás de mí, lo más cerca posible!
Najt desenvainó su espada. Recordé que en el pasado el uso del cuchillo le estremecía y aborrecía la violencia de cualquier tipo, pero debía de haber entrenado desde entonces, porque sostenía la hoja con renovada confianza. Los arqueros dispararon más flechas contra los atacantes, y más bárbaros cayeron. Pero de pronto lanzas y hachas surcaron el aire hasta clavarse con espantosos golpes secos y crujidos en la cabeza y el pecho de algunos guardias del círculo protector exterior, que se desplomaron con gemidos o en silencio. Al cabo de un momento, los atacantes cayeron sobre nosotros.
Alcé la vista y vi que uno de los jinetes, con el brazo echado hacia atrás, arrojaba la lanza con todas sus fuerzas. Vibró en el aire mientras volaba hacia Najt. Él no la había visto. Levanté el escudo justo a tiempo, y la lanza se estrelló contra él con un enorme impacto que recorrió mi brazo, me echó de espaldas al suelo y me dejó sin aliento. Agarré a Najt, le obligué a agacharse y lo protegí con mi cuerpo cuando una tormenta de jinetes atravesó el círculo de arqueros asestando salvajes y alegres hachazos, separando brazos y cabezas de los torsos. Chorros de sangre roja brotaron y describieron arcos en el aire fresco de la mañana. Vi que Simut contraatacaba y animaba a sus hombres a imitarle. Eran soldados y tiradores excelentes, y sus armas hendían y cantaban en el aire, para luego seccionar carne y hueso, y más jinetes de la horda caían muertos de sus caballos. Pero su superioridad numérica era abrumadora. Najt se revolvía debajo de mí.
—¡Déjame luchar! —gritó.
—Quédate quieto —dije. Nuestros ojos se encontraron un momento y me dio la impresión de que casi sonreía.
—No tengo miedo a la muerte —dijo—. Y menos aún si morimos juntos.
De pronto el estruendo salvaje e incesante de la batalla se me antojó muy lejano; la barbarie de los atacantes, mientras se abrían paso a cuchilladas y hachazos, pareció calmarse. Pensé en que la vida era lamentable, en mis hijos, en mi mujer. En silencio, empecé a despedirme de todos ellos.
Pero entonces, mientras me embargaba una terrible sensación de inutilidad, una sombra cayó sobre mi cuerpo. Alcé la vista, deslumbrado por el sol que enmarcaba a la oscura figura montada sobre un magnífico corcel; me estaba mirando. De la brida del caballo colgaban varias cabezas maltrechas de hombres muertos, la carne desprendida, los ojos arrancados, las mandíbulas rotas, flácidas. Cadenas de manos humanas pendían a modo de collar alrededor del cuello del caballo, y los dedos nudosos y amarillentos suplicaban auxilio, demasiado tarde. El jinete había alzado la cimitarra, que centelleaba al sol, preparada para acabar conmigo.
Pero de pronto la figura se echó a reír y se apartó del sol. Miré a mi enemigo a la cara y vi que no se trataba de un hombre, sino de una mujer, que reía complacida del derramamiento de sangre y de su victoria. Tenía el pelo negro y espeso, recogido con trenzas y anudado de cualquier manera alrededor de la cabeza. Sus ojos eran de un azul sorprendente e irresistible, y la magnificencia de su rostro desmentía la furia demencial de su expresión. Me miró a la cara, con curiosidad; y un momento después, ante mi perplejidad, sonrió. Y entonces la oscuridad cayó sobre mí.
Intenté moverme, pero un intenso dolor recorrió mi cuerpo. Tenía las manos y los pies atados, me habían amordazado con un trapo asqueroso, y encima me sentía incapaz de abrir los ojos. Una sed enloquecedora resecaba mi garganta y el sol brutal quemaba mi cara. Intenté hacerme una idea de lo que estaba sucediendo: el estruendo de los carros, el sonido irregular de los cascos de los caballos sobre el suelo accidentado, las bromas ocasionales, los gritos jubilosos y las carcajadas agresivas de los hombres que me rodeaban, en un idioma incomprensible para mí.
Conseguí abrir un ojo. El otro estaba hinchado y cerrado. Me dolía. Lo primero que distinguí fue la cara de Najt, muy cerca de la mía. Tenía la boca abierta, el rostro contusionado y los labios agrietados. Sus ojos estaban cerrados. Al otro lado yacía el príncipe Zannanza, despierto y aterrorizado, también amordazado; sus hermosos ojos me miraban desesperados y suplicantes. Al otro lado del carro estaba tendido Simut, inconsciente. Sangre seca cubría su cara y su barba; las moscas zumbaban alrededor de un gran corte abierto en su cabeza. Tenía la cara cubierta de moratones. Vi que sus labios se movían para ahuyentar a las moscas. Los cuatro seguíamos con vida. ¿Por qué? ¿Qué había sido de los guardias?
El carro traqueteaba sobre las piedras. Poco podía distinguir de los hombres a caballo que nos rodeaban: eran sombras silueteadas contra el resplandor cegador del sol. Uno de ellos reparó en que yo había recuperado la conciencia y lanzó un grito. El carro se detuvo de repente. Se inclinó, me quitó la mordaza y la tiró. Lancé una exclamación ahogada en el aire caliente y seco del desierto. Intenté hablar. «Agua…» Mi voz se quebró. Uno de ellos dijo algo a los demás que les hizo reír. Entonces, algunos se alzaron sobre los estribos, apartaron sus mantos y empezaron a mear sobre mí. Cerré los ojos y la boca para protegerlos del tibio y repugnante líquido, pero solo conseguí que mis esfuerzos les arrancaran más carcajadas. Después mearon encima de Najt y el príncipe. Esto despertó a Najt de su sopor. Tosió y lanzó un grito de asco. Se apoderó de mí una gran indignación y, pese a que tenía las manos atadas a la espalda, me puse en pie, salté del carro y corrí hacia los hombres, gritando de rabia, al tiempo que intentaba golpearles con la cabeza, pero mis piernas cedieron y caí al suelo, humillado. Esto solo logró complacerles todavía más, y rieron a pleno pulmón. Algunos descabalgaron, supuse que para darme una paliza. Me puse en pie para correr hacia ellos de nuevo. Pero entonces, una voz de mujer, autoritaria y profunda, regañó a los hombres, que retrocedieron, obedientes como una jauría de perros malhumorados.
Se quedó mirándome, con los brazos en jarras y el revuelto cabello, una gloriosa melena alrededor de su cara, manchado de polvo y sangre. Mojó mi cara con agua de su odre de piel, después agarró mi cabeza entre los dedos y la movió de un lado a otro, como si tasara un caballo. Levantó la espada, apoyó la punta de la hoja debajo de cada ojo, en la nariz y sobre mis labios, como una tosca versión de la ceremonia de la apertura de la boca y los ojos, como si ella fuera una suma sacerdotisa y yo el cadáver que esperara la resurrección en el otro mundo: «Eres joven de nuevo, vives de nuevo, eres joven de nuevo, vives de nuevo, eternamente». Eché la cabeza hacia atrás para soltarme. Me abofeteó con fuerza, pero luego, como complacida por algo, gritó, con una voz que habría podido derrumbar un templo de piedra, algo que sonó como «¡Inanna!», y su salvaje Ejército del Caos lanzó un chillido en señal de respeto.
Asió mi cabeza de nuevo, apartó mis dientes, acercó el odre de agua a mi boca y vertió un maravilloso chorro de agua clara y fresca para que yo bebiera. Después hizo un gesto a uno de sus hombres, quien dio a Najt y al príncipe breves sorbos de agua de su odre. Simut continuaba inconsciente. El hombre le mojó la cara con agua, pero no obtuvo el menor resultado. Yo temía que hubiera muerto. Pero entonces el hombre abofeteó a Simut en la cara, lo sentó e introdujo agua en su boca. Simut tosió y sufrió arcadas. Estaba vivo.