—Pero Ura es dominio de los hititas, y Ugarit es leal a vosotros —repuso Najt—, de modo que sin duda el rey podrá garantizar la seguridad de un convoy que atraviese esas ciudades.
—Como ya sabes, el segundo hijo del rey es el virrey de Alepo. Por consiguiente, un convoy militar hitita os acompañará hasta la ciudad fronteriza de Serisa y después hasta Alepo. Tenemos guarniciones, por supuesto, pero el invierno está próximo y nuestras tropas volverán a la patria. Desde allí, viajaréis sin escolta, pero vuestro ejército libra guerras en esa zona. Creo que no todas las divisiones se han retirado hasta Menfis. Por lo tanto, podréis solicitar su apoyo.
—Mi señor, es bien sabido que vuestras fronteras orientales son inseguras, y que el motivo de que el segundo hijo del rey, el príncipe Telepinu, haya sido enviado a Alepo es aplastar a las fuerzas que se oponen a los hititas en esa zona —replicó Najt—. Lo que quiero decir es que sabemos que el Ejército del Caos se muestra activo en dicho territorio.
El mayordomo mayor parecía incómodo.
—Apreciado enviado real, tu información está anticuada. La autoridad hitita está bien consolidada en el este. Nuestros fuertes y torres de vigilancia os proporcionarán seguridad y alojamiento. Nuestros vigilantes de la Carretera Larga serán responsables de vuestro libre tránsito. Y sin duda sabrás que, según nuestras leyes, todos los ciudadanos, de cualquier localidad, son responsables del libre tránsito tanto de mercaderes como de dignatarios. Si algún mal les sobreviene, han de pagar una indemnización.
—De poco servirá eso si ya estamos muertos.
—El honor hitita está en juego. Tal cosa es inconcebible —se apresuró a replicar el mayordomo mayor.
—No solo es concebible, sino alarmantemente plausible. No podríamos ser más vulnerables, y cualquier desgracia que nos aconteciera sería catastrófica para ambas partes. Espero que lo comprendas. Espero que comprendas mi preocupación por las alarmantes discordias internas en el seno de la familia real.
—El príncipe heredero se ha reconciliado. No debéis temer represalias. Además, hemos llegado a un acuerdo capaz de cimentar la paz entre nuestros imperios.
—Pero no será confirmado hasta el momento del matrimonio, de modo que el peligro perdura. Existen grandes disensiones entre vosotros. Hay un asesino en la ciudad, y lo más probable es que se trate de Aziru. ¿Dónde volverá a atacar? Viajaremos a través de territorios peligrosos e inestables. Eso le ofrece la oportunidad perfecta de asesinarnos. Espero que comprendas mi preocupación.
El mayordomo mayor asintió y se encogió de hombros, exasperado.
—He hecho cuanto he podido. Estas son las órdenes del rey. De momento, el príncipe heredero goza de su confianza. Hemos de sacar partido de ello.
En cuanto el mayordomo mayor se fue, nos pusimos a intercambiar opiniones.
—Tiene razón en lo de no volver sobre nuestros pasos. Tendrán que protegernos durante todo el trayecto a través de las tierras hititas —opinó Simut—. Y después podemos desviarnos hacia el oeste y tomar un barco con rumbo al sur, o enlazar con el Camino de Horus. Cualquiera de esas vías nos conducirá con celeridad de vuelta a Egipto.
—No tenemos elección. Pero ¿podemos confiar en esos guardias? Temo más traiciones por parte del príncipe heredero —dijo Najt.
—Me gustaría indicar que la ruta por tierra nos conduce a un territorio en el que Egipto carece de alianzas, fuertes y estaciones de paso —intervine—. Tendremos que atravesar lo que es, en esencia, tierra de nadie entre nosotros y los hititas. Y recordad algo más: lo último que necesitamos es que Horemheb nos descubra. ¡Eso sería aún peor que encontrarnos con el Ejército del Caos!
—El Camino de Horus será probablemente el más seguro. Enviaré cartas que nos precederán. Nos haremos pasar de nuevo por una delegación comercial, siempre que el príncipe Zannanza esté de acuerdo. Y en cuanto a Horemheb, la guerra ha terminado por esta estación. Los hititas se están retirando a Hattusa. No tiene necesidad de perder el tiempo en el frente. Le aguardan asuntos más urgentes en casa. Necesitará el mayor número de tropas posible en Egipto. Por motivos obvios.
Abandonamos la ciudad a la tarde siguiente. Habían anunciado el futuro matrimonio, de modo que la vía procesional estaba flanqueada de nobles, burócratas y dignatarios. Nuestro convoy iba rodeado de una tropa de guardias hititas armados con lanzas y hachas. El rey cabalgaba delante de nosotros, con el príncipe heredero y el príncipe Zannanza a cada lado. La reina iba detrás, pero en ningún momento se volvió hacia Najt. Yo paseaba la vista a mi alrededor, escudriñando las incontables caras de la muchedumbre, desesperado por vislumbrar el rostro levantino que había visto en el banquete. En vano.
Cuando llegamos a la Puerta del León, el rey abrazó en público al príncipe Zannanza, pero pocas veces he visto un abrazo más frío y menos efusivo entre padre e hijo. El príncipe Zannanza se volvió para mirar su hogar, pues debía de saber que jamás volvería a verlo. El príncipe heredero le palmeó vigorosamente el hombro y susurró algo en su oído, lo cual provocó que el príncipe Zannanza se pusiera rígido y enrojeciera, como si hubiera sido objeto de mofas y maldiciones.
Y después, ensordecidos por el bullicio de las fanfarrias que siguieron, atravesamos el largo y oscuro túnel de la gran puerta. Salimos a la luz. Los leones tallados saltaron de su piedra. Alcé la vista hacia las almenas de los muros de la ciudad, abarrotadas de gente. Busqué al hombre que había visto mirando a Najt, o a un hombre con el pelo rojo. Pero fue inútil. Nuestro camino estaba trazado y nuestro viaje no había hecho más que empezar. Ante nosotros se extendían bosques umbríos y el largo y peligroso camino que nos devolvería a casa.
Si no abres la puerta para dejarme entrar,
romperé la puerta, arrancaré la cerradura,
destrozaré las jambas, derribaré las puertas.
Resucitaré a los muertos para que devoren a los vivos,
y los muertos serán más numerosos que los vivos.
El descenso de Ishtar a los infiernos
Las antiguas puertas de la ciudad de Alepo se abrieron al amanecer, y nos unimos a la multitud de trabajadores que iban a los campos y a los mercaderes y tenderos que se dirigían a sus ocupaciones. Nos alegramos de partir, porque el segundo príncipe de los hititas, virrey de la ciudad, nos había proporcionado alojamiento de mala gana. No existía amor fraternal entre él y Zannanza, hacia el que solo había demostrado condescendencia desdeñosa. Habíamos llegado a la frontera del territorio dominado por los hititas. La guardia hitita que nos había acompañado desde Hattusa hasta Alepo —atravesando las áridas llanuras que conducían al norte, las pobres aldeas y ciudades fronterizas, las pistas sinuosas de los fríos pasos montañosos poblados de pinos— daría ahora media vuelta. Nos siguieron un trecho después de salir de la ciudad, pararon de repente, se pusieron firmes, ofrecieron un discreto saludo y se alejaron; parecían aliviados de quitarse de encima una responsabilidad tan preocupante y desagradable. Durante todo el viaje no habían intercambiado ni una palabra con nosotros, ni la menor señal de cordialidad.
Finalmente estábamos abandonados a nuestra suerte. Nos aguardaban eriales desconocidos e inseguros, por los cuales habíamos luchado durante los últimos treinta años, y que habían sido peligrosos en extremo para los viajeros durante mucho tiempo más. Najt había decidido que seguiríamos la ruta comercial hasta Hamah, situada a unos cinco días al sur de Alepo, y desde allí nos desviaríamos al oeste para reincorporarnos al Camino del Mar en Biblos. El príncipe heredero hitita se había ocupado de que nos alojaran en ciudades fortificadas a lo largo del camino, y a tal efecto nos había proporcionado documentos.
Era un hermoso día. Partimos hacia lo desconocido. Nuestros guardias corrían delante y detrás de nosotros. La carretera estaba flanqueada de prados, con los campos todavía cubiertos de rocío, y los pájaros cantaban en las ramas de los árboles y revoloteaban siguiendo los cursos de agua. Por primera vez en muchos días, pese a los peligros que nos aguardaban, todos sentimos como si nos hubiéramos librado de un peso. Hasta el príncipe Zannanza parecía conmovido por la belleza y el frescor de la mañana. Najt le dijo algo en tono cortés, y el joven asintió, incluso estuvo a punto de sonreír. Durante todo el viaje, hasta aquel momento, había estado sumido en una profunda y silenciosa tristeza. Apenas había comido, bebía poco, y la falta de sueño se evidenciaba en sus elegantes ojos de círculos oscuros.
Nos desplazábamos juntos, el príncipe Zannanza en medio, Najt y yo a cada lado, Simut y sus guardias delante y atrás. Najt intentó entablar conversación con el príncipe.
—La belleza de la reina Anjesenamón es notable. ¿No es cierto? Rahotep, me faltan palabras para describir su gracia e inteligencia. Es muy perspicaz, y constituye un placer conversar con ella.
—En tal caso, ¿por qué ha tenido que suplicar un marido a su peor enemigo? —preguntó en voz baja el príncipe Zannanza en un perfecto egipcio con algo de acento.
Najt empezó a contestarle, pero el príncipe le interrumpió.
—No soy idiota. Sé lo que hacen las familias por el poder y la gloria. Mi padre me ha vendido. No soy más que una mercancía trocada a cambio de ventajas políticas. Y cuando ya no sea útil, sé que se desharán de mí sin pensarlo dos veces.
—Eso no es así, majestad. Mientras yo viva, te serviré y protegeré tu vida con la mía —replicó muy serio Najt.
El príncipe Zannanza le miró.
—¿Y hasta cuándo esperas sobrevivir en tu corte real egipcia, tan notoriamente plagada de asesinos y traidores? ¿Y tú quién eres? —preguntó, y se volvió hacia mí inesperadamente.
—Vida, prosperidad, salud, majestad. Soy Rahotep.
—Háblame de ti —ordenó el príncipe.
Oí que Simut tosía divertido detrás de mí.
—¿Qué deseas saber, majestad?
—No eres noble, pero tampoco un guardia. ¿Por qué estás aquí?
Miré a Najt, quien estaba siguiendo con cautela el desarrollo de aquella conversación inesperada.
—La reina de Egipto ordenó mi presencia. Soy un Buscador de Misterios y trabajaba para los medjay de Tebas.
—Debe valorar en mucho tu lealtad.
No se me ocurrió nada que decir. Me miró.
—Veo algo más en tus ojos. Una oscura rabia se aloja en tu corazón, ¿no es cierto, Rahotep, Buscador de Misterios?
Me quedé estupefacto.
—Reconozco las señales demasiado bien. Yo tampoco fui hecho para la crueldad de los hombres. Pero los dioses se burlan de todos nosotros —continuó. Después, espoleó a su caballo y se adelantó un poco para volver a su soledad.
Simut guiñó un ojo y me dio una palmada en el hombro.
—Creo que le caes bien —susurró en mi oído—. «Pero los dioses se burlan de todos nosotros…»
—Estás celoso —contesté.
Ambos reímos. Najt no estaba de buen humor.
El sol se alzó enseguida mientras continuábamos el viaje, y el paisaje no tardó en rielar a causa del calor. Más adelante, en la tarde resplandeciente y deslumbrante, uno de los guardias de reconocimiento se detuvo de repente y silbó a modo de advertencia. Simut y yo nos reunimos con él sobre una pequeña elevación del terreno. Indicó con un gesto que guardáramos silencio y señaló a lo lejos un edificio de adobe de forma cuadrada. Era difícil distinguirlo debido al resplandor cegador.
—Es un puesto avanzado. Hay una cisterna de agua en el centro —dijo.
—¿Dónde están todos? —pregunté.
Daba la impresión de que no había vigías ni soldados de guardia. De hecho, reinaba un silencio siniestro en el lugar, como si lo hubieran abandonado. Nos secamos el sudor de la frente y escudriñamos el terreno abrasado y vacío.
Simut y yo desmontamos, indicamos a dos guardias que nos acompañaran y avanzamos poco a poco y con sigilo hacia el fuerte. Si nos atacaban, no podríamos escondernos en parte alguna. Los guardias prepararon sus arcos. Un silencio sepulcral reinaba en la tierra desértica, y nosotros no hacíamos el menor ruido. Yo iba examinando paso a paso el suelo polvoriento. Vi numerosas huellas de cascos de caballos, sandalias y pies desnudos que corrían locamente en todas direcciones. Cuando nos acercamos más al fuerte, la tierra estaba sembrada de manchas, arcos y rastros de sangre negra y seca. Era el diagrama de una batalla, pero ¿dónde estaban los muertos?
Simut estudió el lugar y luego indicó a los dos guardias que nos cubrieran, con los arcos apuntados hacia los muros. Después, veloces y silenciosos como sombras, Simut y yo atravesamos el peligroso terreno despejado hasta apoyar la espalda contra el muro del puesto. Sequé el sudor que empapaba mi frente. Aguzamos el oído, pero no se oía nada en el interior del fuerte. Tan solo el zumbido de las moscas. Simut ordenó a los guardias que ocuparan posiciones delante de la puerta, y tras indicármelo con un cabeceo, él y yo entramos corriendo en el patio con las armas levantadas.
Nos asaltó al instante un hedor espantoso y nos tapamos la nariz con la ropa. Vimos el escenario de una masacre: un pelotón de soldados egipcios mutilados, sus piernas, manos y pies separados de sus torsos con rudos golpes. Los cuerpos habían empezado a pudrirse debido al intenso calor. Había sucedido no hacía mucho. Y entonces reparé en algo sorprendente.