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Authors: Georges Simenon

Tags: #Policiaca

El perro canelo

 

Maigret trabaja en la brigada móvil de Rennes y es destinado a la localidad costera de Concarneau para descubrir qué se esconde tras una serie de misteriosos sucesos. En la ciudad se están produciendo una serie de atentados de los que un perro vagabundo parece ser el testigo final.

Georges Simenon

El perro canelo

Maigret, 6

ePUB v1.0

Ledo
07.05.12

Título original:
Le chien jaune

Georges Simenon, 1951.

Traducción: Carlos Suárez Morilla

Diseño/retoque portada: Ledo

Editor original: Ledo (v1.0)

ePub base v2.0

Capítulo 1
El perro sin dueño

Viernes, 7 de noviembre.

Concarneau está desierto. El reloj luminoso de la vieja ciudad que se asoma por encima de las murallas, marca las once menos cinco de la noche.

La marea está alta y una tempestad del sudoeste hace que las barcas del puerto se entrechoquen. El viento enfila las calles donde a veces se ven trozos de papel correr a toda velocidad al ras del suelo.

En el muelle del Aiguillon no hay una sola luz. Todo está cerrado. Todo el mundo duerme. Sólo están iluminadas las tres ventanas del
Hotel del Almirante
, en el ángulo de la plaza y del muelle.

No tienen contraventanas pero, a través de los cristales verdosos, se vislumbran borrosamente unas siluetas. Y el carabinero de guardia, cobijado en su garita, a menos de cien metros, envidia a aquellas gentes que se entretienen en el café.

Frente a él, en el agua, un mercante ha venido a refugiarse por la tarde. Nadie en el puente. Las poleas rechinan y un foque mal tensado da sacudidas con el viento. Luego, el ruido continuo de la resaca, un chasquido en el reloj que va a dar las once.

La puerta del
Hotel del Almirante
se abre. Aparece un hombre que continúa hablando un instante por la puerta entornada con alguien que se ha quedado dentro. La tempestad lo absorbe, agita los faldones de su abrigo, le arranca el sombrero hongo que consigue atrapar a tiempo y que se sujeta en la cabeza mientras anda.

De lejos se conoce que va alegre, con un paso poco firme. Canturrea. El carabinero le sigue con la mirada, sonríe cuando el hombre se empeña en encender un cigarro. Luego comienza una lucha cómica entre el borracho, su abrigo que el viento quiere arrebatarle y el sombrero que sale disparado a lo largo de la acera. Diez cerillas se apagan.

Y el hombre del sombrero hongo ve un portal con dos escalones, se refugia en él y se inclina. Tiembla una llamita muy breve. El fumador vacila y se agarra al tirador de la puerta.

¿No ha oído el carabinero un ruido extraño a la tempestad? No está seguro de ello. Se echa a reír primero al ver al noctámbulo perder el equilibrio y dar unos cuantos pasos hacia atrás, tan inclinado que la postura parece increíble.

Ha terminado por quedar tendido en el suelo, junto al bordillo, con la cabeza enfangada en el arroyo. El carabinero se da palmadas en los costados para calentarse, observa con mal humor el foque, cuyo aleteo le irrita.

Pasan un minuto, dos. Vuelve a mirar de nuevo al borracho que continúa inmóvil. Por el contrario, un perro, que no se sabe de dónde ha salido, está allí olfateándole.

—¡Sólo entonces tuve la sensación de que había pasado algo! —declara más tarde el carabinero en el sumario.

* * *

Las idas y venidas que sucedieron a esta escena son más difíciles de establecer en riguroso orden cronológico. El carabinero se adelanta hacia el hombre tendido, algo más tranquilo por la presencia del perro, un animalazo amarillo y sarnoso. Hay un farol de gas a unos ocho metros. Al pronto, el funcionario no ve nada de anormal. De repente, observa que hay un agujero en el abrigo del borracho y que por este agujero sale un líquido espeso.

Entonces corre al
Hotel del Almirante
. El café está casi vacío. Una mujer apoya los codos en la caja. Cerca de una mesa de mármol, dos hombres están acabando de fumarse el cigarro, recostados, con las piernas estiradas.

—¡Pronto! Se ha cometido un asesinato. No sé…

El carabinero se vuelve. El perro canelo ha entrado tras él y se ha echado a los pies de la mujer de la caja.

Parece como si hubiera un vago espanto flotando en el aire.

—Su amigo, que acaba de salir…

Unos instantes después, son tres los que se inclinan sobre el cuerpo, que no ha cambiado de sitio. El Ayuntamiento, donde se encuentra el puesto de policía, está a dos pasos. El carabinero prefiere actuar por su cuenta. Corre a la puerta de un médico y se cuelga materialmente del cordón de la campanilla.

Y repite, sin poder librarse de esta visión:

—Ha retrocedido tambaleándose como un borracho y de esa manera ha dado por lo menos tres pasos.

Cinco hombres, seis, siete… Y por todas partes, alguna ventana que se abre, cuchicheos.

El médico, arrodillado en el barro, declara:

—Una bala en pleno vientre. Hay que operar urgentemente. Que telefoneen al hospital.

Todo el mundo ha reconocido al herido, el señor Mostaguen, el principal negociante en vinos de Concarneau, una buena persona que sólo tiene amigos.

Los dos policías de uniforme —uno de ellos no encontró su quepis— no saben por dónde empezar la investigación.

Alguien habla, el señor Pommeret, que por su aspecto y sus ademanes en seguida se nota que se trata de un notario.

—Hemos jugado juntos una partida de cartas, en el café del
Almirante
, con Servières y el doctor Michoux. El doctor fue el primero en marcharse, hará una media hora. Mostaguen, que teme a su mujer, nos ha dejado al dar las once.

Incidente tragicómico. Todos escuchan al señor Le Pommeret. Olvidan al herido. Y en ese momento, éste abre los ojos, trata de levantarse y murmura con una voz de asombro, tan suave, tan débil que la mujer de la recepción estalla en una risa histérico-nerviosa.

—¿Qué pasa?

Pero le sacude un espasmo. Sus labios se agitan. Los músculos del rostro se contraen mientras el médico prepara la jeringa para una inyección.

El perro canelo circula entre las piernas. Alguien se extraña.

—¿Conocen a este animal?

—Nunca lo he visto.

—Probablemente es el perro de algún barco.

En aquella atmósfera de drama, el perro tiene algo inquietante. ¿Quizá su color de un amarillo sucio? Es patilargo, muy flaco y su enorme cabeza es una mezcla de mastín y de dogo de Ulm.

A cinco metros del grupo, los policías interrogan al carabinero, único testigo del suceso.

El portal de los dos escalones es examinado minuciosamente. Es el umbral de un caserón burgués cuyas contraventanas están cerradas. A la derecha de la puerta, un cartel de la notaría anuncia la venta pública del inmueble el 18 de noviembre:
«Tasada en 80.000 francos
».

Un guardia municipal intenta inútilmente abrir la cerradura. Hasta que el dueño de un garaje próximo consigue hacerla saltar con un destornillador.

Llega la ambulancia. El señor Mostaguen es colocado en una camilla. A los curiosos no les queda más distracción que contemplar la casa vacía.

Está deshabitada hace un año. En el corredor reina un pesado olor de polvo y de tabaco. Una linterna de bolsillo ilumina, sobre las baldosas, cenizas de cigarrillos y rastros de barro que prueban que alguien ha permanecido bastante tiempo en acecho detrás de la puerta.

Un hombre, que sólo lleva un abrigo encima del pijama, dice a su mujer:

—¡Ven! No hay nada más que ver. Ya nos enteraremos de lo demás en el periódico de mañana. Ha venido el señor Servières.

Servières es un personajillo regordete, que se hallaba con el señor Le Pommeret en el
Hotel del Almirante
. Es redactor del
Faro de Brest
, donde todos los domingos publica entre otras cosas una crónica humorística.

Toma notas, hace indicaciones, y casi da órdenes a los dos policías.

Todas las puertas del corredor están cerradas con llave. La del fondo, que da acceso a un jardín, es la única abierta. El jardín está rodeado de un muro que no llega a tener un metro cincuenta del alto. Al otro lado del muro, hay una calleja que desemboca en el muelle del Aiguillon.

—¡El asesino ha salido por ahí! —anuncia Jean Servières.

* * *

El resumen de estos acontecimientos fue establecido al día siguiente por Maigret, en la medida que se lo permitieron los datos obtenidos. Hacía un mes que ya no pertenecía a la brigada de Rennes, donde se iban a reorganizar algunos servicios. El alcalde de Concarneau, alarmado, le había llamado por teléfono.

Llegó al pueblo en compañía de Leroy, un inspector con quien no había trabajado todavía.

La tempestad aún no había cesado. Algunas borrascas arrastraban sobre el pueblo grandes nubes convertidas en chaparrones de lluvia helada. Ningún barco se atrevía a salir del puerto y se hablaba de un vapor en peligro frente a Glénan.

Maigret, naturalmente, fue a alojarse al
Hotel del Almirante
, que era el mejor del pueblo. Eran las cinco de la tarde y acababa de hacerse de noche cuando penetró en el café, un salón alargado, bastante tristón, con un suelo gris cubierto de aserrín, que los cristales verdes de las ventanas hacían aún menos acogedor.

Había varias mesas ocupadas. Pero al primer golpe de vista podía reconocerse la de los clientes serios, cuya conversación intentaban escuchar los otros.

Por lo demás, hubo alguien que se levantó de esta mesa, un hombre de cara colorada, de ojos redondos, y labios sonrientes.

—¿El comisario Maigret? Mi buen amigo el alcalde me ha anunciado su llegada. A menudo he oído hablar de usted. Permítame que me presente. Jean Servières. ¡Hum! ¿Es usted de París, no? Yo también. He sido director durante mucho tiempo de la
Vaca Roja
, en Montmartre. He colaborado en el
Petit Parisien
, en el
Excelsior
, en
La Dépêche
. Conocí mucho a uno de sus jefes, el buen Bertrand, que pidió la jubilación el año pasado para retirarse al campo, en el Nièvre. Y yo le he imitado. Estoy, por decirlo así, retirado de la vida pública. Colaboro, por distraerme, en
El Faro de Brest
.

Daba saltitos, gesticulaba.

—Voy a presentarle a nuestra tertulia. El último corrillo de gente de buen humor de Concarneau. Aquí, Le Pommeret, tenorio impenitente, rentista de profesión y vicecónsul de Dinamarca.

El hombre que se levantó y le tendió la mano iba vestido como un señorito de aldea: pantalones de montar a cuadros, polainas ceñidas, sin una pizca de barro, corbata ancha de piqué blanco. Tenía unos elegantes bigotes plateados, pelo liso brillante, la tez clara y las mejillas cubiertas de pecas.

—Encantado, comisario.

Y Jean Servières continuó:

—El doctor Michoux. Hijo del antiguo diputado. En realidad sólo es médico por su título, ya que nunca ha practicado. Ya verá cómo acaba por venderle algún terreno. Es propietario de los mejores terrenos de Concarneau y tal vez de Bretaña.

Una mano fría. Un rostro como una hoja de cuchillo, con la nariz torcida. Cabello de un pelirrojo poco corriente, aunque el doctor aún no tenía treinta y cinco años.

—¿Qué quiere tomar?

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