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Authors: Nick Drake

Tags: #Histórico

El Reino del Caos (22 page)

Y volvió a sus reflexiones privadas. Pero de pronto, cuando yo ya empezaba a pensar que nosotros también tendríamos que esperar un año, las puertas de la antecámara se abrieron unos centímetros y nos llamaron.

Los guardias de palacio nos escoltaron en un sombrío silencio a través de varios peristilos, cada uno mayor y más impresionante que el anterior. Luego subimos un amplio tramo de escaleras hasta un piso más alto, que se abría a una inmensa terraza, la cual albergaba un espacioso patio rodeado de una enorme y elegante columnata. Nos ofrecieron cuencos con agua fría, y después servidores reales nos lavaron manos y pies minuciosamente. El aroma acre de manojos de hierbas quemándose flotaba en el aire. Por fin, nos guiaron hacia unas magníficas puertas cubiertas de pan de oro y labradas con el símbolo real del león. Reinaba un silencio absoluto. Hattusa hizo un gesto con la cabeza a un heraldo real, quien llamó tres veces a la puerta con su maza ceremonial, y fuimos admitidos en el interior.

Nos encontrábamos en una hermosa sala sombreada. Arcos abiertos en tres de los lados dejaban pasar la luz y una cálida brisa. Incontables columnas, de suma elegancia, sostenían el alto techo. Al final de esta sala había un grupo de hombres a la sombra. El embajador nos condujo hacia ellos. Reconocí a algunos de la noche anterior, incluido el príncipe heredero, quien una vez más fingió no reconocer a Najt, y su tío, el mayordomo mayor, quien se mostró educado y respetuoso. Nos presentaron a los demás: Hazannu, alcalde de la ciudad; Zida, primer ministro, y varios asesores políticos que formaban el gabinete real. Pero no vimos ni rastro del rey. Los guardias de Simut, que cargaban con el baúl del oro, lo depositaron ante el trono real.

Esperamos en hilera a su majestad en un incómodo silencio, hasta que al fin el heraldo real anunció con aire majestuoso su inminente aparición, y de súbito, a través de una doble entrada que debía permitir el acceso a sus aposentos reales, el rey apareció, como si tuviera mucha prisa, proyectando una impresión de energía impaciente e imperiosa. Todo el mundo se apresuró a postrarse de hinojos y agachar la cabeza.

Cuando al fin se nos permitió erguirnos, me descubrí mirando con cautela a un hombre de escasa estatura pero corpulento, vestido de manera inmaculada aunque sin ostentación, con un aire de mal genio apenas contenido mezclado con melancolía, y ojos azul grisáceos de penetrante y alarmante astucia. Se sentó y contempló con hostilidad y desdén al grupo mientras tamborileaba con sus dedos cargados de anillos sobre los brazos del trono. De repente bramó algo en su idioma. Uno de los criados, tembloroso de miedo, avanzó e inclinó la cabeza ante él. El rey gritó una orden, el criado volvió a hacer otra reverencia, dio media vuelta, se alejó a toda prisa hacia el otro lado de la cámara y, sin vacilar, se precipitó al vacío.

—Soy el amo de todos los seres vivos de este mundo, y soy el amo de la muerte. Recordadlo —dijo el rey hitita a Najt en un egipcio con un acento muy marcado.

Entonces hizo un gesto brusco con la cabeza en dirección a Hattusa, y el embajador empezó a pronunciar un discurso en hitita. No entendí nada, pero vi que el rey fingía no escuchar, o al menos procuraba no delatar la menor reacción. A continuación, Hattusa invitó a Najt a avanzar. Confieso que, por primera vez, estoy seguro de que las manos de mi amigo temblaban a causa de los nervios, pero cuando habló lo hizo con voz clara y serena. Y habló en acadio, el antiguo idioma oficial, caído en desuso, de toda la diplomacia internacional, como si fuera su idioma nativo. Hattusa tradujo frase por frase al idioma hitita, y el rey escuchó con atención, negándose en todo momento a mirar a Najt con el fin de manifestar respeto u honor. Los demás ministros y autoridades escuchaban con la vista clavada en el suelo, sin delatar tampoco ninguna reacción. Por fin, Najt hizo una reverencia y abrió el baúl para revelar los regalos de oro. El rey hitita fingió que ni siquiera echaba un vistazo al contenido. En cambio, se inclinó hacia delante, impaciente, y habló con celeridad en hitita. Hattusa tradujo a Najt en egipcio.

—Ordena que hablemos en egipcio e hitita. Dice que es mejor. Que cada hermano hable al otro en su verdadero idioma.

Najt inclinó la cabeza.

—La sabiduría del rey nos honra.

Hattusa tradujo eso también, pero el rey desechó con un ademán la alabanza de Najt e inició un discurso largo y autoritario, que empezó en tono enérgico y terminó a voz en grito. El embajador respiró hondo y tradujo la diatriba en tono oficial, sin alterarse. Aquel alarde belicoso era de cara a la galería; bajo él, algo más sutil estaba tomando forma.

—El rey, Hijo del Sol, envía sus mejores deseos a su hermana, la reina de Egipto. Le da las gracias por sus humildes obsequios. Agradece su preocupación por su salud que, como podéis ver, es perfecta. Le desea lo mismo a ella. ¡Vida, prosperidad y salud al rey y la reina de Egipto! Da las gracias a la reina por su sorprendente propuesta. Pero pregunta cómo considera ella posible que un príncipe hitita pueda ser entregado para satisfacer las desesperadas necesidades del trono egipcio. ¿Por qué el rey, el Hijo del Sol, enviaría a uno de sus hijos como rehén a la corte de Egipto? ¡No le convertiréis en rey!

El rey y sus cortesanos observaban con atención la reacción de Najt mientras Hattusa hablaba. Najt asintió, como si ya hubiera esperado aquello, y replicó al punto: enseñó al rey la tablilla en la que estaba grabado el mensaje de la reina y osó dirigirse directamente al rey.

—Mi señor, Hijo del Sol, aquí están las palabras privadas que la reina de Egipto os envía por mi mediación, su leal e indigno servidor: «Si tuviéramos un hijo del gran rey Tutankhamón, no te pediríamos uno de tus príncipes. Viviré en soledad. Viviré sola. Quiero que uno de tus príncipes sea rey y marido. He acudido a ti, y a ningún otro país».

Najt ofreció la tablilla, pero el rey se negó a cogerla. Najt continuó hablando.

—Honraríamos nuestra gloriosa alianza garantizando la seguridad del príncipe. La reina lo jura. Suplica a cambio tu indulgencia y que reflexiones sobre las ventajas para ambos imperios de una relación más fraternal y amigable.

Hizo una pausa, y el embajador tradujo con fluidez. El príncipe heredero se apresuró a intervenir.

—No, no, no, enviado real de los egipcios. No somos idiotas. Mis hermanos son virreyes de Alepo y Karkemish, controlamos esos territorios, y desde allí conquistaremos todas las tierras de Egipto…

Pero el rey le indicó con un brusco ademán que se callara. El príncipe heredero frunció el ceño pero obedeció.

Najt continuó.

—En el espíritu del respeto fraternal que se deparan grandes iguales, meditemos sobre la verdad de las cosas. La guerra entre nosotros ya no es beneficiosa para ninguno de nuestros países. Los únicos que salen beneficiados del conflicto son los estados inferiores que se extienden entre nosotros. ¿Alguno de nosotros puede confiar en su lealtad? Nunca. Mienten y engañan como ladrones con el fin de obtener ventajas y fomentar la enemistad entre cada uno y entre los grandes hermanos. Tanto a Egipto como a Hatti les cuesta muchas divisiones mantener el orden entre tanto caos. Pero un tratado de paz colocaría a esos territorios a los pies de la reina de Egipto y a los pies del gran rey de los hititas.

Algunos ministros intercambiaron palabras entre sí, pero el príncipe heredero se enfureció.

Se levantó y gritó:

—Hablas palabras de paz, pero Egipto ha lanzado en repetidas ocasiones ataques no provocados contra los aliados hititas y las ciudades dominadas. ¡Atacasteis Qadesh! Fuisteis malvados con los hititas…

—Sí, señor. Y después Hatti violó el tratado y nos atacó a su vez. ¡Asediasteis Karkemish! ¿Cuál fue el propósito de esa agresión? Si mantuviéramos una relación de hermanos, ¿no llamaríamos a eso un desperdicio de amor y un desperdicio de confianza? —replicó Najt en un tono más autoritario.

El rey estaba escuchando con atención. Najt abundó en sus argumentaciones.

—La guerra entre Hatti y Egipto es un asunto costoso y antieconómico. Somos imperios orgullosos. Y, no obstante, ¿por qué cada uno ha de esforzarse tanto para ganar tan poco? Solo la paz cosecha los beneficios del tiempo. ¿Por qué no debería existir una paz gloriosa y respetuosa entre nuestros países hermanos? ¿Por qué no deberíamos sumar fuerzas, como hermanos, para aplastar los disturbios estúpidos y las fuerzas anárquicas del caos que suponen un problema para ambos en las tierras que se extienden entre nosotros? Lo diré delante de todos los reunidos: hablo de Amurru, y de su autoproclamado rey Aziru, y de la banda de infames rebeldes a la que ha permitido, con gran desprecio hacia nuestros respectivos imperios, saquear las tierras que deberían ofrecernos en tributo lo mejor de su producción (grano, maderas, vinos y aceites). ¿Por qué se reparten esas cosas unos criminales, cuando podríamos compartirlas juntos, en celebración?

Este discurso radical causó una oleada de comentarios susurrados entre los asesores, y hasta el rey se removió en su trono. El príncipe heredero se acercó a Najt. Pensé que iba a abofetearle.

—Aziru, que en otro tiempo fue súbdito de Egipto, es ahora un aliado leal del rey hitita y un enemigo de Egipto. Está claro que lo ignoras —dijo.

Najt lo miró.

—Soy el enviado real a todas las tierras extranjeras. Conozco muy bien los trucos de Aziru, aquí, en esta gran ciudad. Que todos los presentes sepan que digo la verdad. Me atengo a lo dicho. Aziru es una serpiente. Atacará y envenenará a cualquiera que confíe en él.

—¡Padre mío real, ya hemos escuchado bastante! ¡Llevemos a este hombre, a este enviado, al lugar de la ejecución, y demostremos al mundo el desprecio que sentimos por nuestros enemigos! —gritó en respuesta el príncipe heredero.

El rey miró a Najt, y luego al príncipe heredero. Pero entonces, para mi gran alivio, indicó a Najt que continuara. El príncipe heredero montó en cólera, pero fue silenciado por la autoridad de su padre.

—Egipto respeta a Hatti. El rey es un gran guerrero, un rey héroe, y un dios. Su gloria es famosa en todas partes. Ha conquistado imperios y grandes ciudades. Dejemos que medite ahora sobre una victoria todavía mayor: la de una alianza pacífica, beneficiosa para ambos, que traerá una nueva era de orden y triunfo. ¡Que la diplomacia y el amor logren más que la fuerza de las armas! Concluyamos un nuevo tratado. ¡Que nuestros dos imperios se unan en matrimonio! —gritó Najt, con una teatralidad retórica que yo jamás había sospechado que poseyera.

El silencio se apoderó del gran salón. Najt había hablado con brillantez, y me di cuenta de que algunos cortesanos hititas estaban interesados en su propuesta. El rey lo observó y después habló; Hattusa traducía.

—Hemos escuchado las palabras de nuestra hermana, la reina de Egipto. Meditaremos sobre ellas. Quedaos en nuestra ciudad, bajo nuestra protección, hasta que os llamemos de nuevo.

Najt y Hattusa hicieron una profunda reverencia, y después el rey se alejó a toda prisa hacia sus aposentos privados, tal como había llegado, seguido por criados que cargaban los baúles llenos de oro. Algunos ministros nos miraban con franco antagonismo, al igual que el príncipe heredero. Otros no revelaban nada. Salimos de la sala haciendo reverencias. Oímos la furiosa discusión que se desató entre los hititas que se habían quedado dentro incluso antes de que las grandes puertas se cerraran.

22

Ahora que la audiencia había terminado, Najt era incapaz de contener su angustia. Paseaba de un lado a otro de la antecámara intentando recuperar el aliento; parecía un hombre que acabara de terminar una carrera y no supiera si había ganado o no. El embajador también estaba nervioso.

—Creo que ha ido muy bien —dijo Hattusa—. Creo que lo has hecho extremadamente bien.

—Pero ¿ha sido suficiente? —preguntó Najt.

—Ya veremos, ya veremos. Pero la oferta está sobre la mesa. Es una oferta muy justa. Nadie podría malinterpretar su honradez ni su valor para ambas partes.

Najt sacudió la cabeza.

—Para empezar, el príncipe heredero no va a picar el anzuelo. Él tiene otros intereses. Además, en el seno de nuestras dos culturas existe una antigua admiración y un arraigado apetito por la guerra, interpretan la paz como debilidad…

—Tienes razón. En cuanto al príncipe heredero, hará todo cuanto sea necesario para proteger su futura ascensión al trono, así como la continuación de la guerra. Es el que más tiene que perder con una alianza matrimonial —admitió Hattusa.

Pero cuando nos preparábamos para salir del palacio, un mensajero abordó a toda prisa al embajador y le susurró algo en tono perentorio.

—Nos han pedido que asistamos a una reunión urgente con el hermano del rey, el mayordomo mayor —explicó—. De inmediato.

—Excelente —dijo Najt, al tiempo que se frotaba las manos—. Las ruedas ya se han puesto en movimiento.

Nos escoltaron a toda prisa hasta un aposento privado, donde el mayordomo mayor estaba esperando, junto con otros nobles de la audiencia.

—Deseamos hablar de tu propuesta más en profundidad. Queremos hacer algunas preguntas —dijo muy deprisa.

—Observamos la ausencia del príncipe heredero en esta reunión —contestó Najt.

—Esta es una conversación privada. No ha tenido lugar. Nadie ha dicho nada. Ningún escriba tomará nota. ¿Comprendes y aceptas?

Najt inclinó la cabeza. Adiviné que estaba complacido y que se sentía al mando de la situación.

—El rey está dispuesto a meditar a fondo tu propuesta. Al principio, este matrimonio le pareció una señal de la absurda desesperación de Egipto, y lo habría desechado sin pensarlo de no haber contenido tu discurso otros puntos de interés. Pero subsisten muchas dudas. Por ejemplo, si cediéramos y proporcionáramos a Egipto el príncipe que tu reina tanto necesita, ¿cómo reaccionarían los nobles de Egipto ante la presencia de un príncipe hitita en el trono? Sería una simple marioneta, y es fácil imaginar que pronto dejaría de tener… utilidad. ¿Qué sucedería entonces?

—Sería bienvenido por dos razones: en primer lugar, ocupará su lugar en la dinastía más grande que Egipto haya conocido. Se unirá con una reina admirada y amada, y que cuenta con el afecto de todos sus súbditos…

El mayordomo mayor negó con la cabeza.

—Hablemos con franqueza. Vuestra reina está desesperada. Pronto se quedará sin marido. No tiene hijos. Tiene en su contra a los avariciosos sacerdotes y a un ejército rebelde cuyo general no ha ocultado jamás que aspira a las coronas. Está jugando su última baza, y no somos tan estúpidos como para no saberlo. Por eso habéis venido.

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