Me agaché pegado a la muralla, sudoroso. Notaba un nudo en el estómago. El interior estaba frecuentado por sombras. Por todas partes, los animales habían dejado sus olores y excrementos. Las aves graznaban, posadas en sus hendeduras. A lo lejos distinguí el sonido de voces que lanzaban breves órdenes. Repté con cautela en la oscuridad, tanteando el suelo irregular, hasta que, al doblar un recodo, vi delante de mí un amplio patio. Los carros estaban parados en el centro; habían apilado ataúdes a lo largo de una pared, como si esperaran para ser utilizados de nuevo. Los soldados de infantería estaban descargando los últimos ataúdes de los carros y los trasladaban a un almacén. Una vez concluida su tarea, cargaron los carros con ataúdes vacíos y, tras saludar, se alejaron con ellos, acompañados por oficiales a caballo. Las grandes puertas se cerraron con un chirrido a su espalda. Los dos soldados de guardia continuaron en su sitio. El sol se había hundido por debajo del horizonte, y la última luz dorada de la noche ocupaba el arco del cielo, pero no tardaría en oscurecer. Los dos soldados encendieron una lámpara de aceite y buscaron un lugar cómodo donde sentarse y descansar, sin desviar su atención de las puertas cerradas.
Me deslicé en silencio, pegado a la pared del almacén que tenían detrás, y entré, siempre al abrigo de las sombras. La oscuridad impedía ver el final del edificio. Hacía frío, pero el olor a carne podrida era abrumador. Los ataúdes, veinte en total, estaban apilados. En cada uno se veía el mismo jeroglífico: Seth, el dios del caos, las tormentas, las tinieblas y el desierto, con su hocico curvo, la cola bífida y el cuerpo de perro. En el averno de la ciudadela abandonada, delante de los ataúdes marcados de los muertos, me estremecí. Casi podía sentir la presencia oscura del dios a mi espalda y su aliento pestilente en mi cuello.
La postrera luz del anochecer se estaba desvaneciendo. Abrí la tosca tapa de madera de un ataúd. El hedor de la muerte, casi dulzón, impregnó al instante mi pelo y mi piel. Me obligué a mirar en el interior: el cadáver estaba envuelto en una fina capa de vendas de lino blanco sembradas de manchas amarillentas. Volví el cuerpo de costado, deslicé mi daga entre las capas y, con el mayor sigilo posible, corté las vendas. Las aparté con cuidado, pero la piel del muerto pegada al lino se desprendió también. Habían abierto el costado del oficial desde la axila hasta la cadera, y después lo habían cosido de cualquiera manera. La herida era amarilla y azul. Saqué a toda prisa los puntos y la cavidad se abrió. Habían llevado a cabo algunos toscos preparativos para conservar el cadáver durante el viaje. Le habían extraído todas las vísceras. La piel se había teñido de gris y verde debido a la desecación de las sales de natrón. Reprimí las náuseas y hundí la mano en el interior. Aliviado, mis dedos no tardaron en descubrir varios paquetes envueltos. Saqué uno y, con la hoja de mi daga, lo abrí. Y allí estaba, por fin: un pegajoso ladrillo marrón de opio. Una prueba, la prueba de mi argumentación, y la clave de todo cuanto aguardaba. Sentí que estúpidas lágrimas de alivio inundaban mis ojos. Con esto podría presentarme ante Horemheb y salvar mi vida y la de mi familia.
Pero a pesar del alivio del descubrimiento, algo más me poseyó: una abrumadora necesidad de regresar a la dicha dorada del opio. Mis manos, que sujetaban el ladrillo, temblaban. Introduje la mano de nuevo a toda prisa y saqué tres ladrillos más. Si cada cuerpo contenía cuatro paquetes, ese cargamento de ataúdes contendría por sí solo ochenta paquetes de opio, una cantidad de inmenso valor en las calles de Tebas. ¡Qué inteligentes habían sido los inventores de aquel grotesco método de transporte! Una vez vaciada la cavidad, observé que la columna vertebral, las costillas y el tórax del soldado constituían una bodega de almacenaje muy eficaz. Los músculos del abdomen parecían cuero viejo.
Y entonces se me ocurrió preguntarme cómo había muerto aquel oficial. Daba la impresión de que no había manchas de sangre en el lino que rodeaba el cuerpo. Desenrollé los vendajes de su cabeza. En la parte posterior las vendas estaban duras y agrietadas debido a una masa de sangre seca, y fue difícil desprenderlas sin arrancar también pelo y piel. La cara del muerto era una máscara azul oscuro y negro, como un enorme cardenal. Los músculos de sus labios se habían encogido y pelado, y revelaban sus dientes mal conservados. Sus ojos ya no eran blancos, sino órbitas negras desteñidas en sus cuencas que ya no veían nada. Pese a todo, deduje que era joven, tal vez unos dieciocho años de edad, y no era un oficial. Era un recluta de infantería, y no existían motivos para devolver su cuerpo a Egipto y celebrar un funeral costoso. En circunstancias normales lo habrían enterrado en el lugar donde hubiera caído. El pelotón no solo estaba pasando opio de contrabando. También estaban utilizando los cuerpos de soldados rasos como contenedores. Contemplé la ruina de su rostro y traté de imaginarle con vida: un muchacho sin perspectivas, que había elegido la milicia, pese a su reputación de desdicha y desesperación, como el mejor, tal vez el único, camino de abrirse paso en la vida. Conseguí levantar su cabeza lo suficiente para echar un vistazo a la parte posterior del cráneo. Descubrí al punto que se lo habían partido de un solo golpe. No era una herida de batalla, sino una ejecución sumaria. Y ahora comprendí el secreto dentro del secreto. El pelotón estaba asesinando a los suyos con el fin de transportar el opio.
De repente, el hedor de la muerte, junto con mi terrible deseo de opio, se impusieron. Me doblé en dos, presa de las náuseas, intentando contenerlas, desesperado por no hacer ruido. Pero los guardias debieron de oír algo. Aparecieron juntos en la entrada, con la lámpara de aceite en alto, y escucharon.
—Son imaginaciones tuyas —susurró uno de ellos.
—No, he oído algo —dijo el otro.
—Tal vez no estén todos muertos. Tal vez han vuelto a la vida…
Hizo un ruido como si fuera un espíritu, y de pronto aferró a su compañero por el cuello. Este rió, se soltó y se adentró en las tinieblas.
—Será mejor que echemos un vistazo.
—¡Ni hablar! Este lugar me aterra. Ahí dentro no hay nada. Vámonos…
El suspicaz, que llevaba la lámpara, echó un último vistazo a la oscuridad y sacudió la cabeza.
—Cuanto antes llevemos este cargamento a Menfis, mejor —masculló—. Ya estoy harto. Quiero irme. Quiero volver a casa.
—Una vez te has alistado, la única manera de volver es en un ataúd, ¿verdad? —preguntó su amigo.
—Obsidiana nos tiene a todos en su puño —dijo el que sostenía la lámpara—. Sea quien sea…
—Dicen que no es un hombre, sino Seth redivivo. Dicen que mata a todos aquellos que se oponen a él o le desobedecen cortándoles en pedazos mientras todavía viven. Tiene una espada, una cimitarra negra, tan fina y afilada que es capaz de cortar el aire. Dicen que hasta puede cortar el tiempo, y así es como vuelve a entrar en nuestro mundo donde y cuando le place… Lo oye todo, conoce tus pensamientos, y podría estar aquí, ahora, justo detrás de nosotros…
—¡Basta! Lo único que sé es esto: exige lealtad, y todos cuantos le fallan desaparecen y nunca más se vuelve a saber de ellos.
Los hombres guardaron un breve silencio.
—Vamos. Nos estamos asustando. Hagamos nuestro trabajo y no tendremos de qué preocuparnos —dijo el suspicaz.
Me quedé petrificado en las sombras cuando oí de nuevo el nombre de Obsidiana, como si le hubieran conjurado delante de mí. Sabía que no era un dios redivivo. Era un hombre, el asesino de Jety, y pensaba regresar a Tebas para destruirle, aunque eso me costase la vida.
Coloqué en su sitio los tres ladrillos y envolví de nuevo el cadáver. Después salí del almacén, regresé por las oscuras callejuelas de la ciudadela y, gracias a la loca energía de mis piernas, trepé por las piedras caídas de la muralla. Una luna casi llena brillaba en el cielo. La noche estaba plagada de estrellas, y desde lo alto vi las hogueras del campamento y las antorchas, al otro lado del cementerio, y más a lo lejos las formas oscuras de los barcos amarrados en el puerto que esperaban sus cargamentos secretos. En mis manos temblorosas sujetaba un precioso ladrillo de opio. Sabía que jamás podría concluir mi misión si intentaba sobrevivir sin él. Me decía que no tenía alternativa.
A la mañana siguiente, los soldados volvieron a la ciudadela, cargaron los ataúdes en la caravana de carros y los acompañaron hasta un bajel militar recién llegado al puerto. Vi que subían los ataúdes a bordo y que les rendían honores militares. Ningún observador portuario o militar examinaba los ataúdes o interrogaba a los oficiales. Yo sabía su destino: Menfis. Tenía que llegar antes.
Ocupé un espacio en el primer barco de pasajeros que pude encontrar. Ya estaba atestado de comerciantes, mercaderes y sus productos, y en cuanto subí a bordo, y el oficial del río hubo comprobado nuestras autorizaciones, nos adentramos en el Gran Río; sobre nuestra cabeza, la gran vela, entre su tensa red de cuerdas, recogía la brisa de la tarde y nos transportaba hacia el sur contra la fuerte corriente.
Cuando me senté, escuché a mis compañeros de viaje en la cubierta. Todos intercambiaban rumores y especulaciones: Ay había muerto, Anjesenamón estaba aislada y desesperada, el Fin de los Días se avecinaba, decían algunos. Otros afirmaban que Ay seguía con vida. Nadie pronunciaba en voz alta el nombre de Horemheb, aunque debía de estar en la mente de todo el mundo.
Encontré un hueco apartado. Quería estar solo, pensar y tomar más opio sin que me vieran. Palpaba a cada momento el pequeño bulto que llevaba dentro de mi bolsa, para asegurarme de que seguía allí. Pero un mercader anciano y ventrudo, cuyo negocio era el comercio de madera para la construcción de barcos, me vio, se presentó y se puso a hablar de inmediato.
—Los últimos informes de Tebas son malos, muy malos —dijo con el extraño placer que experimentan los hombres cuando hablan de un desastre inminente.
Le dije que solo había oído rumores. Había estado ausente de las Dos Tierras durante varias semanas.
—Pues más te habría valido continuar ausente. Dicen que el rey Ay ha muerto, pero el palacio no dice la verdad por temor a lo que pueda provocar en el pueblo el miedo a la sucesión. Pero en mi opinión, al no decir nada, provocan una incertidumbre todavía mayor.
—Sea o no cierto, la reina Anjesenamón todavía detenta el poder —aduje.
—¿Cómo puede detentar el poder, hombre? ¡No es más que una muchacha! Quiero decir, sí, ojalá fuera así, por su bien. Es una desgracia que la dinastía haya llegado a un final tan triste. Empezó con la inmensa gloria de Amenhotep el Magnífico, al cual recuerdo muy bien porque yo era un niño cuando gobernaba, y todos los grandes monumentos de su reinado, la columnata, el gran pilono de Karnak y, por supuesto, el palacio real de Malkata, del cual dicen que es un prodigio, fueron todos obra suya. Pero ¿desde entonces? Tuvimos que vivir los tiempos desastrosos de su hijo, cuyo nombre jamás me persuadirán de pronunciar, con todas aquellas tonterías sobre una nueva religión. La locura de los sacerdotes vació sus templos. Todo se puso patas arriba, y ya no pudo enderezarse de nuevo.
Se acercó más a mí, con el dedo índice alzado, como un profesor.
—Y después todo empeoró todavía más con su hijo, Tutankhamón. No me digas que no fue una señal de los dioses. Quiero decir, lamento que muriera joven, y fue una gran tragedia, por supuesto, pero creo que jamás hubiera llegado a ser un rey fuerte. Era débil como el agua. ¿Te lo imaginas aniquilando al enemigo? ¿Destruyéndolo en una batalla? ¿Teniendo los redaños de ejecutar a la oposición?
—Tal vez ya fuera hora de tener un rey que no hiciera eso. Tal vez ha llegado el momento de tener un rey con otros valores —dije mientras jugueteaba nervioso con mi daga para calmar la creciente angustia que me embargaba.
—¿Por ejemplo?
—Reforma de la corrupción. Orden civil para impedir los abusos del poder. Justicia.
El anciano hizo un ademán desdeñoso.
—¿En qué mundo vives? Esto es Egipto. La justicia es para los niños. Al final del día, el oro habla —dijo, al tiempo que se frotaba los dedos—. Ahora necesitamos un rey fuerte, no una chica guapa. No me malinterpretes, me da pena la reina. ¡Imagínala compartiendo trono y lecho con Ay, que es todavía más viejo que yo! No habrá sido un placer, ¿verdad? Aunque sé que las mujeres respetan a un anciano poderoso…
Y dio un codazo a la mujer de semblante hosco que estaba sentada a su lado.
—¿De veras? —intervino ella—. Bien, soy la esposa de este, y ya te digo que no es ningún placer compartir un trono y un lecho con él. Cuando no está hablando, está roncando y no me deja dormir. En resumidas cuentas, esos son sus poderes.
El viejo sacudió la cabeza.
—Bien, no olvides mis palabras. Muy pronto celebraremos la entronización de un nuevo rey. El general es un hombre de mundo. Sabe distinguir un extremo de la espada del otro. Ha luchado en las guerras. Ha vencido al enemigo. Restablecerá el orden.
—Compadezco a la reina —dijo la anciana con tristeza—. No es más que una joven solitaria en un mundo de hombres malvados. Detesto pensar en lo que le harán ahora. No quisiera estar en su lugar ni por todo el oro de Nubia.
Una vez hube tomado más opio y su bendición dorada me calmó, me quedé sentado mirando los campos que desfilaban, donde daba la impresión de que la terrible historia de reyes y generales nunca importaba, porque las cosechas siempre eran las mismas, y los hombres y mujeres que trabajaban en ellos nunca experimentaban un cambio en sus eternas labores. Mientras escuchaba, daba la impresión de que los niños que había en la orilla alzaban la voz al ocaso dorado de un mundo diferente. Miré hacia el norte. De momento, solo barcas de pesca y algunos cargueros ocupaban las aguas brillantes y lánguidas del río. Pero dentro de pocos días los barcos de Horemheb, cargados con divisiones compuestas por miles de soldados, se dirigirían hacia Menfis, en preparación de la conquista de Tebas. Pensé en Anjesenamón, sola en su palacio, y me pregunté qué podía hacer yo, un adicto al opio, un hombre caído en desgracia, para salvarla de la venganza del general.
Cientos de barcos abarrotaban los muelles del gran puerto de Menfis. Regimientos de soldados descendían por las planchas de los buques de transporte y se congregaban en largas filas en los muelles, a la espera de recibir órdenes. Sacaban de los establos caballos y carros, y los estibadores descargaban el rico botín de las guerras y lo transportaban con celeridad a los depósitos militares. Pesadores y supervisores pesaban los inmensos cargamentos de grano, mientras los escribas tomaban nota de las transacciones.