Emergí muy despacio de las profundidades del sueño. Experimentaba la sensación de haber estado con los dioses. Pero cuando desperté al mundo, a la estancia, al diván, sentí una tristeza inexplicable. Inanna estaba a mi lado, todavía extraviada en su sueño. Tenía los labios entreabiertos; sus ojos cerrados parpadeaban. Ambos estábamos desnudos. Noté su piel tibia y suave contra la mía. De pronto, el miedo estrujó mi corazón. Me aparté al punto de ella y me quedé de pie en la oscuridad mientras la habitación daba vueltas a mi alrededor. ¿Qué había pasado? ¿Qué había hecho? Me esforcé por recordar los acontecimientos de la noche. Recordé la invitación a compartir la droga. Luego, el deseo de vomitar. Pero a continuación me había embargado una lenta y dorada sensación de tranquilidad y dicha. Y después recordé que Inanna había cantado a su diosa, desnuda delante de mí… y yo me había quedado deslumbrado.
Tenía la boca seca. El pánico se había apoderado de mi cuerpo. Intenté respirar despacio, pero Inanna se removió, se dio la vuelta y se estiró como una gata. Y me vio, y sonrió, y me buscó. Y entonces supe exactamente qué había hecho.
Antes de que pudiera ver mi expresión, me agaché sobre la jofaina, recogí agua en mis manos temblorosas y me lavé la cara. Tenía que recuperarme. Había experimentado una especie de dicha, pero ahora me sentía atormentado. Tenía que huir de ella. Avancé en silencio hacia las puertas, pero cuando las abrí me topé con dos guardias, los cuales me indicaron que volviera a la cámara. Inanna me llamó por señas.
Cabalgamos juntos sobre dos magníficos caballos en la fresca mañana. Sus esbirros me miraban con hostilidad, y después me dieron la espalda mientras murmuraban entre sí en silencio, como si supieran algo que yo ignorara.
El sol brillaba en el cielo transparente y aportaba un agradable calor al aire frío y puro. De vez en cuando, Inanna me miraba. Habíamos sido íntimos, pero ahora nos mostrábamos tan distantes como desconocidos. Yo me sentía también como un extraño. El mundo de mi vida real parecía muy lejano. Mis amigos eran prisioneros de esa mujer, pero yo cabalgaba a su lado como si fuera su amante. La dorada dicha de la droga aún perduraba en mi interior, pero me sentía como atrapado en una pesadilla de traición de la que no podía despertar.
Seguimos un camino transitado y pasamos entre campos que trepaban a las laderas del ancho valle. Sobre nuestras cabezas, las montañas grises y plateadas brillaban bajo la potente luz de la mañana. Los inclinados campos de opio estaban llenos de hombres y adolescentes que se cubrían la cabeza con telas para protegerse del sol; caminaban hacia atrás entre los cultivos al tiempo que rascaban la pegajosa cosecha nocturna de las cápsulas y la guardaban en contenedores que colgaban de su cuello. Niños más pequeños arrancaban las malas hierbas que crecían entre las plantas. Algunos peones sembraban campos recién arados. En otros, brotaban nuevas flores blancas de las plantas de la amapola.
—Cada cosecha da fruto en cuatro lunas. La diosa nos recompensa —dijo Inanna con orgullo.
Me enseñó una cápsula lista para recolectar. Era de color verde oscuro, y la corola, que había albergado los pétalos, se erguía enhiesta. Sacó el cuchillo de tres hojas con el que había hecho el corte a Zannanza y recorrió hacia arriba la piel de la cápsula. Solo efectuó la más leve de las incisiones, pero al instante brotaron lágrimas blancas de savia acre.
—Las lágrimas de la alegría —dijo.
—Hacen falta cientos de trabajadores para recolectar la cosecha…
—Todos me pertenecen. Este es mi reino.
—¿Y no tienen ni idea de que cada uno de ellos está recolectando algo que podría depararles fortunas en las ciudades de Egipto y, sin duda, en cualquier otra parte?
Se volvió hacia mí.
—¿Y qué harían con esa información o esa fortuna? Les doy cuanto necesitan, cuanto desean.
—Algunos de tus hombres conocerán el valor del opio, sin duda.
—Reciben su parte. Y además, no se atreverían a plantarme cara.
—¿Por qué?
—Porque les mataría —dijo ella, y espoleó a su caballo.
Continuamos cabalgando hasta llegar a una pequeña agrupación de sencillas cabañas que rodeaban una zona despejada y un almacén de adobe. Los agricultores habían ido a trocar su cosecha de savia de opio por comida y grano, algo de tela y herramientas primitivas. Habían extendido semillas de adormidera en amplias zonas para secarlas al sol. Grandes calderos hervían sobre hogueras. Vi con estupor que dentro estaban guisando la savia de opio. Observé que espumaban un caldero de hojas y restos y después filtraban el líquido mediante una tela. El resultado fue un caldo de color marrón oscuro, que recalentaron de nuevo, hasta que se espesó y formó una pasta a la que dieron forma de ladrillos. Inanna me tendió uno. Le di vueltas en las manos, fascinado. Era pegajoso, pero seco y relativamente ligero, y sobre todo, mucho más fácil de transportar que en su forma líquida, que exigía pesadas tinajas de arcilla.
Entramos en el almacén. Estante tras estante albergaban centenares de bloques de la resina marrón. Por fin sabía cómo la banda de Tebas había podido suministrar tales cantidades de opio y transportarlas tan lejos.
—¡Estás asombrado! —exclamó ella, complacida por la expresión de mi cara, y enlazó mi brazo con el de ella.
—Eres rica como una diosa —dije.
Asintió muy contenta.
—¿Dónde lo vendes? —pregunté, al tiempo que indicaba con la cabeza los estantes atestados.
—¿Por qué haces tantas preguntas? ¿Por qué quieres saber esas cosas?
Tenía que proceder con cautela. Si hacía todo esto con el propósito de salvarnos a los cuatro, tenía que recordar la orden de Najt. Sabía que debía aprovechar la oportunidad, así que la estreché en mis brazos y la besé. Me miró con recelo, y al final permitió que una amplia sonrisa apareciera en su cara. Sus ojos azules brillaban. La besé de nuevo. ¿Quién era ese traidor, quién estaba haciendo esas cosas? ¿Qué sentía en mi interior? ¿Cómo era posible que fuera placer?
Me condujo fuera del edificio y echó a correr, excitada. Cabalgamos al galope y seguimos un sendero ascendente, bordeado de árboles frutales y flores silvestres, hasta que nos volvimos y miramos el valle, iluminado bajo el sol de mediodía.
Entonces sacó una jarra de vino de su silla, echó la cabeza hacia atrás para que el vino tinto pasara de la jarra a su boca, y dio un largo sorbo. Se secó los labios y me la pasó.
Nos sentamos en la hierba, bajo el sol y contemplamos el gran valle de sus extraordinarios dominios. Al tumbarme, con el eco de la dorada dicha del opio todavía en las venas, confieso que de repente sentí la terrible tentación de desprenderme del peso de mi antigua vida, de sepultarla bajo la tierra y las piedras sobre las que estaba tendido. Lo único que debía hacer era permitir que aquella extraña luz dorada de mi cuerpo penetrara en mi alma.
De pronto, Inanna se puso a horcajadas sobre mí, me miró y su magnífico pelo brilló alrededor de su cara ensombrecida. Alcé las manos y tomé sus senos, y luego recorrí su cuerpo con mis manos. Se inclinó para darme un beso y su pelo rozó mi rostro.
—¿Qué ves? —preguntó.
—Te veo a ti.
—Me complaces —dijo. Y después rió, una sincera y franca carcajada de placer. Me ofreció la mano. La tomé y nos levantamos. Pero de pronto me detuvo y me miró fijamente a los ojos.
—Todavía no confío en ti. Las sombras del pasado siguen vivas en ti. Lo veo. Pero se difuminarán, como las sombras. Ahora estás aquí. Has despertado a un nuevo mundo y a una nueva vida. No puedes volver.
Suponía que me devolverían a la celda, con mis amigos. Cuando entramos en el recinto, Inanna saltó de su caballo y gritó órdenes a sus hombres. Yo salté de mi montura, pero en cuanto mis pies tocaron el suelo me rodearon y ataron mis manos a la espalda. Me condujeron a una celda diferente y me dejaron allí el resto del día. Grité los nombres de Najt y Simut a pleno pulmón, pero no recibí respuesta. Me senté con la cabeza en mis manos, arrepentido de lo que había hecho. La dicha dorada se había desvanecido y me sentía presa de una nueva y terrible oscuridad. Mi cuerpo estaba tenso. Paseé de un lado a otro de la celda, atrapado, desesperado por recuperar la libertad, di patadas a las paredes, intentaba pensar en una forma de salvarnos antes de que fuera demasiado tarde.
Cuando la luz del anochecer empezó a disiparse, los guardias vinieron a buscarme. Las mujeres me bañaron una vez más. El agua fresca me devolvió la razón. Cuando las mujeres me dieron la espalda, agarré la túnica y salí con sigilo. Corrí en silencio hacia el pasaje, y después atravesé el terreno al aire libre del patio delantero. Casi había conseguido llegar a las celdas cuando los hombres me vieron. Me persiguieron, y antes de que pudiera llegar donde estaban mis amigos me encontraba inmovilizado en el suelo, con los tobillos y las muñecas atados, y me devolvieron a la cámara de Inanna.
Inanna me estaba esperando. Mi intento de desafiarla no parecía preocuparla. Se limitó a derretir más opio sobre la lámpara de aceite y me lo ofreció. Me negué, pero confieso que esta vez la sangre me lo pedía a gritos. Inanna llamó a los guardias, quienes me sujetaron. En cuanto la calma dorada, la lenta dicha y la aniquilación de todo dolor y cólera se apoderaron de mí, me sentí caer con escalofriante gratitud en su hermoso abrazo.
Cuando nos tendimos una vez más al lado de la lámpara encendida, destelló en mi mente la visión de hombres y mujeres aturdidos por sueños y que yacían juntos en sombras oscuras. Y entonces, de repente, un rostro de mujer, afligido, se alzó en el ojo de mi mente y me miró con tristeza. Era mi esposa, Tanefert. Una puerta a mi vida anterior se abrió un momento, y el dolor de lo que había hecho, y que puede ver en sus ojos, me conmovió. Pero la dicha dorada me absorbió en su luz gloriosa, sentí que mis huesos se reblandecían, mi piel despedía luz, y largas oleadas de placer empezaron a recorrerme.
Mucho más tarde me desperté en la oscuridad. La lámpara de aceite se había apagado. De pronto sentí que había alguien más en la habitación. Oí un sonido, una leve risa. Escuché en el silencio, con los nervios a flor de piel. La oscuridad parecía viva, habitada por presencias. Me incorporé.
—¿Quién está ahí? —susurré.
De nuevo el extraño sonido, una carcajada, o quizá algo que se movía en las tinieblas, como un animal diminuto. Se me erizó el vello. Clavé la vista en la negrura, vi breves estrellas de luz y diseños de colores que desfilaban. Y entonces distinguí una forma pequeña y oscura de pie al borde de la cama. Forcé la vista. De pronto un pequeño rostro se materializó en las sombras: mi hijo. Me miró, y yo me alegré tanto de verle… Pero él no sonreía.
—¿Cuándo iremos a pescar, padre? —susurró.
Oí las palabras, pero su boca no se movió. Se puso a llorar y, mientras tanto, su rostro se desmoronó y empezó a disolverse ante mis ojos. Un temor que sentí como agua helada se derramó sobre mi cuerpo. Salté para cogerle, pero ya no estaba, había desaparecido. Y en la oscuridad descubrí de pronto algo más esperando a mis pies. Algo pesado. Lo levanté. Sostenía en mis manos la cabeza muerta de Jety. Tenía los ojos cerrados, pero su boca estaba abierta, con un ladrillo pegajoso de opio encajado en ella, y emitía un chillido de rabia…
Inanna me rodeaba entre sus brazos. Yo temblaba y gritaba; la respiración entrecortada, el pánico atrapado en mi pecho como un animal salvaje. Mis piernas se movían frenéticamente, como si hubiera arañas corriendo sobras ellas. Empujé a Inanna lejos de mí y atravesé corriendo la habitación, desesperado por escapar. Abrí las puertas y corrí por un pasaje, golpeándome contra las paredes, sin sentir nada, hasta que me encontré en el patio del recinto. Alcé la vista. La luna brillaba alta en el cielo. Su luz blanca iluminaba las figuras inconscientes tendidas en el suelo, pero empezaron a levantarse, murmurando, y extendieron las manos para atraparme. Corrí hacia las puertas del recinto, pero de pronto me topé con Inanna. Me detuve. Avanzó hacia mí y el pánico me dominó de nuevo. Entonces, alguien me agarró por detrás y me arrastró hasta el suelo. Me oí gritar como desde muy lejos, y oí carcajadas y maldiciones. Después me ataron las muñecas y los tobillos, como si fuese un animal capturado, y me devolvieron a la estancia de Inanna. Me obligó a acostarme a su lado y me calmó. Sabía lo que necesitaba para recuperar la paz: una nueva dosis del líquido dorado. Me la preparó y yo la tomé como un bebé. Y una vez más abandoné el mundo y penetré en la luz dorada. Y en algún lugar dentro de mí supe que ahora me había extraviado del todo.
—Él ha llegado —dijo Inanna, y me sacudió para que despertara.
Ya se había vestido; el sol estaba alto en el cielo. Me esforcé por recobrar el conocimiento. Todas las mañanas, cuando despertaba, las paredes ondulaban y el suelo subía y bajaba con cada respiración. Inanna parecía inquieta. Me condujo a toda prisa a una estancia más pequeña, lejos de la suya.
—Pase lo que pase, prométeme una cosa: no saldrás de aquí. Quédate escondido hasta que vuelva a buscarte. Si él te encuentra…
Por una vez parecía extrañamente vulnerable. Me besó y salió de la estancia. Oí que los hombres gritaban en el exterior, el resonar de cascos de caballos y carcajadas. Me tendí en la cama y cerré los ojos para aplacar el mareo. Pero sentía comezón en las piernas. No podía estar quieto. Después, en el espacio en blanco de mi mente, apareció de nuevo la cara de Jety. Nos hallábamos en el tenebroso callejón de Tebas. Me miraba con una expresión de terrible decepción. Me incorporé y sentí una punzada de angustia. Tenía que hacer algo.
Salté de la cama, me vestí y seguí con cautela el pasaje que conducía al patio del recinto. Los edificios estaban desiertos. Las mujeres y los niños habían desaparecido. Cuando miré el patio, vi a Inanna reunida con sus sicarios. Había tres hombres alineados, de rodillas, atados como cautivos, la cabeza gacha. Simut, Najt y Zannanza. ¿Cuántos días habían transcurrido desde la última vez que los viera?
Inanna estaba hablando con un hombre. Tenía el pelo rojo. Reconocí su rostro al instante: le había visto en el gran salón en sombras de los hititas. Ahora estaba aquí. Aziru. Se volvió para examinar a sus presas, una a una. Su rostro se veía animado por una intensa ira que parecía devorarlo. Señaló con la cabeza la cicatriz que deformaba la hermosa mejilla de Zannanza.