Ambos negamos con la cabeza como colegiales reprendidos. Chasqueó la lengua en señal de desaprobación.
—Atum, Creador del Universo, fue autocreado, autoengendrado, pero estaba solo en el universo. Por consiguiente, creó los nueve dioses, la Enéada, quienes encarnaban las energías y las grandes fuerzas que forman este mundo y el Otro Mundo. Ordenó que todos y cada uno de los reyes debían gobernar mediante el justo y legítimo ordenamiento de estas fuerzas. Uno de los templos alberga una columna llamada el Benben, que ofrece al cielo la Piedra de la Creación. Es la semilla oscura de toda existencia. Es, nada más y nada menos, una estrella que cayó a la tierra. Y es también a ese sagrado recinto al que regresa el ave gris, la cual, como estoy seguro que sabéis, está plasmada en nuestro Libro de los Muertos como la garza real, porque es la manifestación tanto de Ra como de Osiris, y renace de sus cenizas como una golondrina, canta sobre la piedra al amanecer, según el calendario de Osiris, renueva el año y el mundo, y da la bienvenida a una nueva era con su cántico.
—¿Cuándo será la próxima vez que el ave os honre con su presencia? —preguntó Hattusa, y no supe si su tono era serio o irónico.
—Oh, ese conocimiento es secreto —replicó Najt—. Por supuesto, podríamos decir que es muy deseable su pronto regreso. Los sacerdotes de Heliópolis saben calcular y predecir la salida y la puesta de las grandes estrellas. Ellos son los guardianes del sagrado calendario del universo. Se podría decir que controlan el tiempo. Pero todo eso es conocimiento secreto…
—Pero sin duda Najt, sabio y grande, es un maestro en dicho conocimiento… —dijo Hattusa, esta vez con más calidez en la voz.
—Oh, no. Sueño desde hace mucho tiempo con venir a estudiar aquí. Pero las exigencias del mundo no me han dado esa oportunidad. Muchos vienen a buscar el conocimiento y la sabiduría de los cuerpos celestes y lo que nosotros llamamos la geometría del tiempo sagrado. —Najt hizo una pausa y miró hacia las lejanas y deslumbrantes torres—. Se dice que el propio Tot dejó aquí un libro secreto que contiene conjuros para encantar el cielo, la tierra, el Otro Mundo, las montañas y las aguas. Se dice que hay conjuros que dan al hombre la capacidad de comprender el lenguaje de las aves. Y se dice que el más secreto de los conjuros suscita una visión de los vivos y los muertos, y el gran dios aparece con los nueve dioses y lleva la luna nueva en la mano.
—¿Y dónde se encuentra ese libro maravilloso, y quién puede leer sus secretos? —preguntó Hattusa.
Najt sonrió y recitó:
—«En mitad del agua se halla una caja de hierro. En la caja de hierro hay una caja de cobre, y dentro de esta una caja de madera de enebro. Dentro de esta hay una caja de ébano y marfil, y dentro se halla el libro. Pero la caja está llena de escorpiones, y alrededor del libro hay enrollada siempre una gran serpiente. E incluso si un hombre abre todas las cajas, destruye los escorpiones y mata a la serpiente, lee el libro y aprende su sabiduría, incluso así, Tot echó también una maldición a su propio libro y prometió la muerte al lector.»
Solo el sonido de la quilla que hendía el agua siguió a estas palabras extraordinarias. Najt había hablado con una extraña melancolía. Hattusa rompió el silencio.
—Esto es muy interesante. Pero creo que no es el momento de pensar en libros secretos y maldiciones. Ya hay bastantes serpientes y escorpiones a nuestro alrededor en estos tiempos extraños y cambiantes. Concluyamos cuanto antes nuestra misión, y ya hablaremos después de estos otros misterios más prodigiosos.
Paseaba por la cubierta. Hora tras hora no tenía nada que hacer más que deambular de un lado a otro sintiéndome como un perro enjaulado, y mientras lo hacía me di cuenta de que estaba de acuerdo con las palabras de Hattusa. Los demonios de este mundo eran mis enemigos; los del otro podían esperar. La curiosidad de Najt por el más allá era demencial, y sentí que se apoderaba de mí una extraña ira hacia él. Era mi amo, por supuesto, y yo ahora era su criado. Pero me mantenía alejado de él cuanto me permitían mis tareas, y debió de darse cuenta, pues no hizo el menor esfuerzo por resolver el nuevo silencio que se había producido entre nosotros.
Y mientras miraba, el paisaje también iba cambiando: el Gran Río había empezado a dividirse en sus cinco afluentes, a partir de los cuales los numerosos afluentes más pequeños se subdividían en el interior de los fértiles campos y las inmensas zonas pantanosas del delta. La antigua línea divisoria entre la Tierra Negra del valle y la Tierra Roja del desierto, que traza la gran división entre la vida y la muerte, había desaparecido. La distinción entre tierra y agua se había hecho borrosa. Al otro lado de este puesto avanzado se extiende el mar, aquella misteriosa frontera donde las Dos Tierras de Egipto terminan y todo cuanto no es Egipto empieza. Ardía en deseos de cruzarla.
Al día siguiente llegamos a Bubastis, la capital comercial y religiosa del decimoctavo
nomos
del Bajo Egipto, famosa por sus mercados y por su culto a Bast, la diosa gata, de resultas de lo cual eran enterrados más gatos allí que en cualquier lugar de las Dos Tierras. Su ubicación entre nuestras grandes ciudades egipcias del sur y las rutas comerciales del nordeste, que atravesaban Canaán, Qadesh y Biblos, para llegar luego a los remotos imperios de Babilonia y Mitanni, la habían convertido en un centro comercial fundamental.
Estaba impaciente por sentir tierra firme bajo mis pies de nuevo. Pero Bubastis solo aumentó la sensación de extrañeza que había empezado a atormentarme y que era incapaz de calmar. Pese a la fama del gran centro de la ciudad, lo que vi fue un lugar absolutamente horrible: improvisado a partir de barro, agua y sol, y dominado por un insoportable calor húmedo que se pegaba a la piel. Los muelles olían a putrefacción y suciedad. Las mercancías estaban apiladas en grandes montones, entre confusión y ruido. Miles de trabajadores y estibadores, indistinguibles unos de otros, se fundían en una masa de humanidad furiosa que trabajaba y gritaba en el calor sofocante. ¡Y las moscas y los mosquitos! Najt insistió en que todos masticáramos sin cesar dientes de ajo, como remedio contra la enfermedad de la fiebre, pero sus zumbidos incesantes y sus atenciones agresivas me irritaban profundamente y no me concedían paz. Me pasaba el rato ahuyentándolas y abofeteándome como un lunático.
Pedí permiso a Najt para ir a visitar la ciudad. Accedió al suponer que deseaba visitar los monumentos de la urbe, ansioso ya por escuchar las explicaciones que le daría mientras cenábamos. No le dije que no me interesaban en absoluto templos y monumentos. Si las tinajas de opio entraban en Tebas por el Gran Río, casi con toda seguridad no serían desembarcadas en Menfis para ser comercializadas, pues era la ciudad militar más controlada y segura de Egipto. Lo más lógico sería comercializarlas y trasladarlas aquí a barcos más pequeños, entre cuyas mercancías podrían ocultarse las tinajas. Decidí que intentaría encontrar alguna pista. Pero cuando me estaba preparando para marchar, Simut apareció y preguntó si podía acompañarme. Intenté negarme, pero sonrió y me acompañó de todos modos.
Abandonamos el barco y bajamos al caos de los muelles. Al instante, el sudor inundó mi piel. Nos apropiamos del mejor transporte que pudimos encontrar para que nos condujera a la ciudad: un pobre carro de madera tallada con tosquedad, sin adornos y carente de toda suspensión, conducido por un lugareño desdentado y al que era imposible entender. Nos miró maravillado y contento, como si fuéramos dioses caídos del cielo para que él pudiera desplumarnos en la tierra. Nos dirigimos hacia la puerta del muelle, mientras nuestros huesos corrían el riesgo de desencajarse con cada sacudida y el hombre dedicaba espantosas maldiciones a las masas con su insondable acento.
En cuanto atravesamos la gran puerta de los muelles, una inmensa y patética multitud de suplicantes y mendigos, jóvenes y viejos, elevaron un aullido de esperanza y desesperación muy practicado, clamando por nuestra atención y compasión. Jovencitos de ambos sexos desesperados y de nulo atractivo se nos ofrecían con una sonrisa. Madres sollozantes alzaban niños esqueléticos que lloriqueaban. Niños tullidos a propósito suplicaban caridad con sonrisas y lágrimas ensayadas, y gritaban por piedad, por el amor de los dioses. Todos fueron apartados por los guardias del muelle, que deambulaban entre ellos con sus porras, y al cabo de muy poco pudimos avanzar.
La calle principal de la ciudad se perdía en la asfixiante y rielante distancia. A través del aire húmedo vimos los muros de un gran templo cuadrado que se elevaba sobre las majestuosas casas que lo rodeaban. Las copas verdes de los árboles asomaban sobre los muros del recinto, una visión agradecida entre tanta tierra reseca. Pero ordené al conductor que se desviara en dirección a los barrios menos salubres de la ciudad. Me dedicó una sonrisa, escupió sorprendido, y siguió una calle estrecha y polvorienta que conducía a los barrios pobres que se apretujaban al borde del agua. Las casuchas consistían en montones oscuros e inestables de adobe de varios pisos de altura, casi todas indistinguibles de los montones de basura e inmundicias en descomposición que había por todas partes, patios de recreo que acogían a niños mugrientos, gatos silvestres, perros salvajes y aves agresivas.
—Pensaba que querías ver los lugares de interés turístico —dijo Simut.
—Y así es. Se me ha ocurrido tomar una ruta pintoresca.
Me miró con suspicacia.
—¿Qué tramas, Rahotep?
—Solo satisfacer una pequeña curiosidad privada.
Estrechas callejuelas se adentraban en oscuras madrigueras y viviendas deprimentes. Diminutas tiendas oscuras vendían verduras apiladas sobre esterillas tejidas, pero no eran las hermosas frutas a las que estábamos acostumbrados en Tebas. Estas eran las sobras más baratas, la mayoría ya dañadas o podridas bajo una nube de moscas, no aptas para la venta en los mercados centrales de las grandes ciudades. Y todas las demás tiendas y callejones estrechos ofrecían carne humana joven. Incontables chicas se exhibían, gritaban ofertas e imprecaciones, y cuando pasábamos sin responder, nos dirigían los insultos más obscenos e imaginativamente injuriosos que había oído en mi vida, sobre todo acerca de la superioridad de los perros respecto a Simut y a mí como amantes.
Simut alzó la voz para hacerse oír sobre el ruido de la calle y los crujidos del carro.
—Me han dicho que este lugar se llama la Calle de la Vergüenza. ¡Ahora ya sé por qué! Supongo que la mayoría proceden de pequeñas aldeas del delta y acaban en este vertedero plagado de moscas hasta el fin de sus días.
—Casi todas habrán sido abandonadas por sus familias, y aquí están, vendiendo lo único que les queda… —contesté.
Con nuestras excelentes ropas de lino constituíamos una visión inusual en aquel arrabal. Los niños nos perseguían, gritaban y vociferaban improperios, y voces de mujeres, ásperas y cáusticas, se llamaban de casucha a casucha, riendo y burlándose. Continuamos adelante, yo aún no había visto ni rastro de lo que iba buscando cuando de repente divisé algo cerca de una taberna. Ordené al conductor que parara. Al instante, mujeres y muchachas muy jóvenes se congregaron a nuestro alrededor, ofreciendo sus senos desnudos con exageradas sonrisas seductoras que solo servían para revelar sus dientes podridos. Muchas exhibían los lunares y las marcas negras propias de las enfermedades de su oficio. Simut las repelió a gritos, pero las mujeres no se asustaron: se limitaron a reír en voz más alta y acercaron sus cuerpos hacia nosotros con más ostentación, juguetonas pero decididas.
—¡No podemos parar aquí! —dijo Simut.
—Espera en el carro. No tardaré mucho —contesté.
—Creo que deberíamos irnos ahora mismo —replicó, y asió mi brazo.
—Concédeme un momento —dije, y salté del carro.
Simut me siguió.
—Te acompaño, pero no me gusta este…
Entramos en la taberna. Paseé la vista a mi alrededor, pero no vi por ninguna parte al joven de ojos extraviados y movimientos lánguidos que había llamado mi atención cuando entramos en la calle. El propietario, un hombre inmenso vestido de lino mugriento, no daba crédito a su suerte. Se acercó a nosotros arrastrando los pies, hizo una reverencia obsequiosa y gritó a su diminuta esposa que trajera cerveza. El local era un vertedero. Los escasos y toscos bancos y taburetes se habían roto y reparado muchas veces, el suelo estaba sucio de pedazos de comida y excrementos de pato incrustados en el barro, y la clientela era una abigarrada pandilla de marineros de baja estofa y estibadores. Algunos egipcios, pero la mayoría nubios o sirios. Mujeres jóvenes llamaban desde la escalera que conducía al burdel del primer piso. Simut inspeccionaba el entorno con indisimulado desprecio.
El propietario expulsó a patadas a dos gatos sarnosos de un banco y nos invitó a tomar asiento. Dejó dos cuencos con cerveza y un plato con pan y garbanzos. Cuando recibimos aquellas ofrendas, todo el local parecía tan expectante como el público de una representación. La cerveza era espesa y turbia, y el pan estaba lleno de gravilla desmenuzada.
—Esto no es lo que queremos —dije—. Estamos buscando otros placeres…
El hombre frunció el ceño, pero cuando captó mi significado, su cara mofletuda se transformó en una desagradable sonrisa. Apuntó con el pulgar hacia el techo.
—Solo lo mejor para ti, mi señor. Solo lo mejor. Sube, por favor…
—Si quisiera una mujer, no habría venido aquí… —mascullé en su mugriento oído.
Entornó los ojos. Nos examinó, y luego asintió, se echó al hombro el sucio paño e indicó que le siguiéramos.
—Ha llegado el momento de irnos —dijo Simut, y se levantó.
—Todavía no. Espera aquí —contesté.
—¿Has perdido la cabeza?
Seguí al casero por un fétido pasillo que daba a un patio todavía más mugriento donde algunos patos desdichados, sujetos por las patas, se acurrucaban a la sombra; después, tras atravesar un portal agrietado, nos internamos en un oscuro y húmedo callejón. Excrementos humanos corrían por un canal abierto en el centro, y niños desnudos chapoteaban en el barro y la mierda. Llamó al dintel de un portal que había enfrente. El trapo raído que servía de cortina se apartó, y el casero se encogió de hombros con desprecio apenas disimulado y me invitó a entrar. A la escasa luz polvorienta que se filtraba en las sombras, vi hombres y mujeres tendidos juntos, en una especie de desorden paralizado. La mayoría tenían los ojos cerrados, sumidos en sus sueños. El lugar olía a algo dulce y a corrupción. El hombre lánguido en el que había reparado antes estaba absorto en el arrobo de la última dosis. Un joven que estaba en los huesos, con el rostro pusilánime sembrado de granos, me indicó que entrara con un ademán y una sonrisa desprovista de dientes; señaló unas jarras que tenían la forma de la semilla de adormidera que contenía el opio, y asintió con entusiasmo.