Y mientras avanzábamos empezó a obsesionarme la intuición escalofriante de que nos estaban siguiendo figuras invisibles. Cada árbol nudoso, cada roca, cada casucha en ruinas parecía sugerir peligro. Llevaba siempre la daga en la mano. Me habría creído paranoico de no haber observado la misma tensión en los guardias. Ellos también tenían las armas preparadas y las flechas listas en los arcos. Los dos guardias de Hattusa nunca se alejaban de su lado, y yo era la sombra de Najt. De modo que, unos cuantos días después, cuando la siguiente estación de paso, con sus familiares muros cuadrados de adobe y la torre vigía central, se materializó de un espejismo hasta cobrar realidad, todos nos sentimos aliviados en silencio.
Pero en cuanto atravesamos el gran portalón de madera bajo los muros almenados y entramos en el patio, esperando un recibimiento respetuoso y alojamientos cómodos en la medida de lo posible, descubrimos que los toscos muebles de madera habían sido destrozados y reducidos a astillas. Casi todos habían ardido en una hoguera que llevaba tiempo apagada y cuyas cenizas dispersaba el viento. Algunas cabras sueltas se alimentaban de lo que podían encontrar, y el suelo estaba sembrado de mierda de cabra. Pero lo más sorprendente de todo era que el lugar estaba lleno de nativos: pastores pobres y evidentemente hambrientos con sus familias, acurrucados en silencio a la sombra, que nos miraban con ojos temerosos.
Najt se puso furioso.
—¿Qué ha pasado aquí? Esto es un desastre. Buscad al capitán.
Lo encontré en su pequeña habitación asfixiante. Estaba borracho, aovillado en una esquina, la cabeza echada a un lado, la boca abierta, las manos enlazadas como un niño. Su pesado tocado de lino, que le habría servido de casco, estaba torcido y revelaba su pelo enmarañado. Un pequeño chacal domesticado aguardaba paciente a sus pies, protegiéndole. Se lanzó sobre mí cuando me acerqué. Eso despertó al capitán, que me miró con ojos llorosos inyectados en sangre. De pronto me estrechó entre sus brazos y se puso a lloriquear como un bebé. Apenas logré comprender sus palabras, pero estaba claro que se alegraba muchísimo de verme.
—Perdona —dijo por fin al tiempo que se secaba las lágrimas—. Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que vi una cara egipcia amistosa. Una verdadera cara del país.
—Espero que puedas dar alguna explicación a caras egipcias menos amistosas —contesté.
Le arrastré hacia el patio, donde se paró tambaleante y se frotó los ojos cuando vio que Najt lo fulminaba con la mirada.
—Embajador, te ruego que perdones estas espantosas circunstancias. Me ocuparé de organizarlo todo enseguida para procurarte comodidad —dijo Najt a Hattusa.
—Que sea rápido. Esto no es lo que cabe esperar de una guarnición militar egipcia —replicó Hattusa, y se retiró airado a la sombra.
Najt llevó dentro al capitán para echarle un rapapolvo mientras Simut y sus hombres se disponían a poner un poco de orden en el caos y gritaban a las numerosas familias locales que se marcharan, lo cual hicieron con extremada reticencia, gimoteando, suplicando y protestando en su extraño idioma.
—Pensaba que un lugar tan al norte tendría un cuerpo de guardia apropiado, no un capitán borracho abandonado a su suerte. Ni siquiera hay una mula para cargar víveres. Es como si todo el lugar estuviera abandonado —comentó Simut.
—¿No te has dado cuenta? Esta gente está aterrorizada de lo que hay al otro lado de estos muros —dije.
—Tal vez solo tengan miedo de echar de menos la comida y el agua gratis —replicó, mientras veía que sus hombres rodeaban a los últimos rezagados y ahuyentaban a una pareja de ancianos.
—No, es otra cosa. Son pastores nómadas. Solo se refugiarían aquí si temieran por su vida.
—¿Qué estás insinuando?
—No lo sé, pero creo que deberíamos interrogar al capitán. Y encargarnos de que todos tus hombres monten guardia durante el período de descanso.
Najt y el embajador Hattusa comieron y descansaron en una habitación que limpiamos para ellos, disponiendo los muebles de viaje lo mejor posible. Simut y yo nos acomodamos en el patio para comer pan y un guiso de cabra preparado en la cocina de la guarnición por una anciana demente que se había negado a abandonar sus ollas y fuegos, insistiendo en su idioma en que tenía derecho a quedarse. Mientras dábamos cuenta de la carne sembrada de huesos y hablábamos de la extraña situación, apareció el capitán. Tuvo la decencia de mostrarse avergonzado, y había hecho algunos esfuerzos por adecentarse. Su pesado tocado de lino descansaba sobre su cabeza con corrección.
Le invité a reunirse con nosotros y se sentó a mi lado, agradecido, con las piernas cruzadas. Parecía víctima de una gigantesca resaca, pero cuando vio la jarra de vino (pues Najt había llevado con él lo que llamaba «una modesta cantidad» para compartir con nosotros durante el viaje), sus ojos se iluminaron y una gran sonrisa apareció en su rostro mal afeitado. Ante la irritación de Simut, le serví una generosa cantidad en uno de los toscos cuencos astillados, lo único que la estación podía ofrecer.
—¡Vida, prosperidad, salud! ¡Por el rey!
El capitán saludó, y después bebió el vino, con los ojos entornados de placer.
—Saborear un excelente vino egipcio, en compañía de excelentes hombres egipcios como vosotros, es un placer que ya consideraba perdido para siempre —dijo en tono apenado.
Pensé por un momento que iba a llorar, pues empezaron a brotar lágrimas de sus ojos una vez más.
—El vino sabe al hogar. Os saludo, camaradas. Me habéis traído alegría. Sí. Alegría en abundancia…
Asintió, bebió un buen trago para confirmar la profunda verdad de su afirmación y después atacó famélico su comida.
—¿Desde cuándo estás al mando de esta guarnición? —le pregunté.
—Seis años —contestó con expresión cada vez más deprimida—. Seis largos, duros y solitarios años. Se me antoja una eternidad. Pero este es el sino de soldados como yo. Una larga estancia en un miserable vertedero como este es la única forma de ascender. Cuando regrese a Menfis, tendré el porvenir asegurado. A cambio de esta existencia desesperada me han prometido un tranquilo puesto en uno de los cuarteles generales de la división. En la armería, espero. Sí, me gusta la armería… Y después buscaré una esposa. Y tendré una familia. Antes de que sea demasiado tarde…
—Cuéntanos cómo te ha ido por aquí.
Me miró, sorprendido de que me interesara por él. Tenía los ojos de un loco, vidriosos como el esmaltado de un plato barato.
—¡He vivido en la Ciudad de la Perdición! —exclamó—. No he tenido apoyo, ni compañía, ni provisiones, ni cartas. Y aunque me han prometido todas esas cosas, no ha llegado nada. Nada. Ni siquiera mensajes. Las provisiones que traje conmigo se agotaron hace mucho tiempo. Y ni siquiera hay mulas, todas han sido robadas o devoradas. De modo que me paso el día observando a los pájaros, pescando y vigilando el camino, presa de una terrible nostalgia…
Simut y yo intercambiamos una mirada.
—Me cuesta creer que el ejército del general Horemheb te haya abandonado en esta situación —se apresuró a intervenir Simut—. ¿Dónde están los demás hombres? ¿Dónde están tus soldados?
—¡Se fueron! —gritó el capitán—. Estarán muertos —añadió, y asentía—. Después de desertar, lo más probable es que la mayoría perecieran. Ahora ya no serán más que huesos.
—¿Y los reemplazos? A buen seguro este puesto tiene valor estratégico.
—¿Valor estratégico? ¡Pues claro que tiene valor estratégico! Nadie viene aquí, salvo un pelotón muy de vez en cuando, y no nos dan nada, aunque cuentan con excelente comida y vino, y después se marchan sin decir una palabra. Nunca me invitan a comer o beber con ellos. No, ni siquiera me dedican una palabra amable.
—¿De qué pelotón estás hablando? —pregunté.
De pronto dio la impresión de que el capitán se arrepentía de sus palabras. Empujó el cuenco hacia delante para que le sirviera más vino, pero me negué a darle hasta que respondiera a mi pregunta.
—No lo sé —contestó—. No me acuerdo.
—Te acordarás si deseas continuar probando el sabor del hogar —repliqué.
Frunció el ceño, pillado en la trampa.
—Un pelotón de la división Seth.
Simut y yo nos miramos. La división Seth era del delta. Era famosa por su apasionada lealtad al general Horemheb. El capitán asintió expectante. Le serví más vino.
—No debería hablar tanto. Me obligaron a jurar que nunca hablaría de ellos, pero no tengo a nadie más con quien hablar, salvo esa chiflada de la cocina, y ninguno tenemos idea de lo que dice el otro.
Simut se encolerizó de repente.
—Eres un soldado del ejército egipcio y un representante de los poderes del rey de Egipto. ¿Por qué has permitido que este lugar se degradara hasta tal punto? ¿Dónde está tu sentido del deber? ¡Eres una vergüenza para tu uniforme!
El capitán se puso en pie vacilante y, con los últimos restos de su orgullo, se alisó la faldilla y la túnica arrugadas y manchadas de comida.
—Tienes razón, señor, pero estoy solo aquí. Vivo presa del miedo. No cuento con el menor apoyo. Cada noche rezo a los dioses para que me protejan, y para poder ver salir a Ra un día más.
—¿Por qué tienes miedo? —pregunté al punto—. ¿Por qué tienen miedo todos esos pastores?
—Están por todas partes —contestó—. Atacan de noche. Lo destruyen todo. No perdonan la vida a nadie.
—¿Quién? —pregunté.
—¡Los
apiru
! —susurró en tono furtivo.
Confieso que un escalofrío recorrió mi espina dorsal cuando oí aquel famoso nombre. No obstante, me dieron ganas de reír de su absurdo comportamiento.
—Los
apiru
fueron exterminados hace años —dijo Simut con desdén.
—Tal vez —contestó el capitán—, pero puedo asegurarte que vuelven a estar muy vivos.
Se dio la vuelta para marcharse, pero a mí todavía me quedaba una pregunta.
—¿Por qué ese pelotón de la división Seth te hizo jurar que guardaras el secreto?
—No lo sé. Prometieron matarme si hablaba de ellos. Pero tú no dirás nada, ¿verdad?
—No —contesté—. No diré nada.
Simut y yo nos retiramos a nuestros jergones para descansar.
—¿Crees que estaba diciendo tonterías? —pregunté.
—Está borracho, ha fracasado en el cumplimiento de su deber, no tiene ni idea de lo que está pasando. ¿Por qué iba a tomarme en serio las afirmaciones absurdas de un hombre semejante? —dijo Simut. Pero parecía muy angustiado.
—Pero ¿y si tiene razón? Eso explicaría el miedo de los pastores a marcharse. Y una caravana de mercaderes como la nuestra es un objetivo perfecto para los
apiru
.
—Aunque diga la verdad, no están a la altura de mis guardias. Los
apiru
no eran más que una pandilla de bandidos desafectos. Y sabíamos que sus terrenos de caza se hallaban muy lejos, hacia el nordeste.
Salió para ver cómo estaban sus hombres.
Me tumbé con las manos detrás de la cabeza y pensé. La fama de los
apiru
de ser una banda salvaje de notorios asesinos se había propagado a lo largo y ancho del país en otros tiempos. Decían que asolaban el Levante, saqueando, masacrando y destruyendo aldeas y pueblos. Gente marginal e ingobernable, sin afiliación étnica o religiosa, eran sobre todo presidiarios, esclavos y ladrones de caballos fugitivos que habían formado bandas de mercenarios y que a menudo eran contratados por déspotas y caciques de poca monta en insignificantes guerras locales. Se sabía que habían causado el caos y el derramamiento de sangre en Canaán, sobre todo en Biblos y Megido, y en otras ciudades de la costa del Levante durante la era de Ajnatón. Pero Simut tenía razón: eso había sido años atrás, y decían que se habían autodestruido en luchas intestinas. Por lo tanto, ya nadie se los tomaba en serio.
Saqué el papiro de mi bolsa de piel y lo miré. La estrella negra: la estrella del caos, de la nada, del desorden y el desastre. No era un símbolo egipcio. Y era absurdo relacionarla con los
apiru
, si todavía existían, porque era cosa sabida que solo actuaban en las malas tierras del nordeste. Los asesinos de la nueva banda de Tebas, por lo que yo sabía, estaban muy bien preparados. Me intrigaba el pelotón de la división Seth, así como su cargamento. ¿Se trataba de la división particular de Horemheb? ¿Formaban parte de su red de espionaje? Y en tal caso, ¿por qué se desplazaban siguiendo una ruta, si sabían que eran vulnerables a ataques de una banda de mercenarios? Algo no encajaba. Y no me dejaba dormir.
Continuamos hacia el norte durante ocho días más. El camino estaba cada vez menos frecuentado y resultaba más siniestro que nunca. Las palabras del capitán sobre los
apiru
habían obrado un extraño efecto. No creíamos en ellos, pero ahora imaginábamos que nos seguían bandidos, aunque no se les viera por parte alguna. Habíamos confiado la información del capitán a Najt, y había tomado nota de ella, pero dijo que la idea de que los
apiru
habían vuelto a reconstituirse no era creíble. No obstante, Simut y yo nos habíamos descubierto más de una vez mirando hacia atrás y prestando mayor atención a las rocas de las laderas cubiertas de maleza, las cabañas alejadas y los recodos del camino donde podía acechar el peligro. Evitábamos aldeas, dormíamos al raso, en cualquier sombra que pudiéramos encontrar de día, mientras los guardias se turnaban para vigilar, apostados al calor.
Durante aquellos días cruzamos la frontera del reino de Amurru. Nos detuvieron guardias amorreos jóvenes, desesperadamente aburridos, que holgazaneaban a la sombra de una cabaña de cañas. Cuando nos vieron se pusieron en pie de un brinco, gritaron y blandieron sus pobres armas con agresivo entusiasmo, tal vez convencidos de que podrían divertirse un poco atormentando a una solitaria caravana de mercaderes egipcios. Pero Najt les habló con firmeza en su propio idioma y ordenó que mostraran respeto a los mercaderes egipcios. Después suavizó el diálogo con un pequeño soborno, de repente ellos sonrieron con amabilidad y retrocedieron como perros obedientes, y nosotros pasamos de largo.
Nos aproximamos a las enormes murallas y portales del gran puerto de Ugarit con alivio considerable por haber concluido con éxito aquella extraña parte del viaje, así como con estupefacción por el espectáculo que deparaba la famosa ciudad donde, según dicen, todos los caminos se encuentran. Después de tantos días en el aislamiento de las tierras agrestes, era un placer ver y escuchar los sonidos de las calles abarrotadas y los mercados atestados. Yo lo asimilaba todo: desde los rostros y ropajes diferentes, a las extrañas estatuas de su dios, Baal, y los sonidos incomprensibles de su idioma. Vi a mucha gente de diferentes imperios y reinos, todos con su indumentaria nativa, todos en viaje de negocios, porque Ugarit es el emporio más importante del mundo debido a su próspera ubicación entre el gran mar y las rutas comerciales que corren a lo largo de los dos grandes ríos, el Tigris y el Éufrates, así como hacia el sur, hacia Egipto.