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Authors: Nick Drake

Tags: #Histórico

El Reino del Caos (12 page)

Los marineros llevaron a cabo los últimos preparativos para la partida. Trasladaron desde el tejado del camarote, donde las guardaban cuando no se utilizaban, las palas de los grandes remos pintadas con flores de loto azules y blancas, y más
udjats
, el Ojo de Horus, hasta la popa, donde las introdujeron en sus gazas de cuero y las ataron a los montantes verticales que las sujetarían durante el viaje hasta el norte. El mástil central se alzaba ante el camarote. Sus velas permanecerían recogidas durante la travesía, la corriente del río se encargaría de todo el trabajo. Los marineros examinaban la complicada red de jarcias para comprobar que estuvieran bien atadas y sujetas. Y después, cuando el capitán gritó una orden, todos aquellos que no iban a efectuar el viaje corrieron a tierra, los remeros de la cubierta inferior iniciaron sus cánticos, y poco a poco salimos del muelle y dejamos atrás centenares de embarcaciones. Navegábamos muy por encima de los esquifes de los pescadores que regresaban de la faena nocturna. Se apartaban para dejarnos paso como bancos de pececillos. Después, el río nos aferró en su firme y poderoso caudal y nos condujo a buen paso hacia el norte, lejos de la ciudad, como si compartiera nuestra prisa. Aunque casi nunca rezo, me sorprendí susurrando una oración, como un muerto que recordara los encantamientos necesarios para sobrevivir en la oscuridad del Otro Mundo.

Me había despedido de mis hijos la noche anterior. Había querido alejarme de mi casa lo más temprano posible con el fin de evitar una despedida dramática o lacrimógena. Tanefert había mantenido su airado distanciamiento durante toda la noche. Nos acostamos alejados, despiertos e incapaces de hablar. Me volví para mirar su rostro en las sombras, pero mantuvo los ojos cerrados con fuerza. Susurré su nombre, pero ella se limitó a darse la vuelta y se aovilló sobre sí misma.

Por la mañana, en el último momento, después de despedirme de Tot, acariciar su pelaje marrón, hablarle en voz baja, e imaginar que entendía la orden de que cuidara de mi familia, entregué la correa a mi esposa y permanecimos en silencio; sabíamos que habíamos llegado al punto de no retorno. Incluso entonces se negó a permitir que la tomara en mis brazos. La besé a toda prisa en la cabeza y le dije que era el amor de mi vida. Me miró como si esa fuera una verdad amarga. Yo estaba desesperado por recibir alguna señal de afecto por su parte, pero ella se había enclaustrado en su dolor y fue incapaz de transmitir nada. Por un momento estuve a punto de postrarme de hinojos y decirle que no me iba a marchar, que no iba a abandonarla, ni tampoco nuestro hogar. Pero me armé de valor y, cuando me volví hacia la puerta, juro que experimenté la sensación de que mi corazón se partía en dos.

Me alejé por la calle polvorienta, en la gélida oscuridad que precede al alba. Cuando me di la vuelta, deseé que estuviera en la puerta del patio, sujetando la lámpara de aceite con la mano extendida mientras me veía desaparecer en la oscuridad. Deseé que los niños estuvieran a su lado, cada uno sosteniendo su propia lámpara de aceite, como diminutas estrellas en la oscuridad. Deseé que se tomaran de los brazos, temblorosos, y me dijeran adiós con la mano. Pero la puerta continuó cerrada en las sombras. Miré por última vez, saludé aunque no hubiera nadie que recibiera mi gesto, y después doblé la última esquina. Y luego, bien a mi pesar, admito que experimenté un extraño alivio por haber iniciado al fin mi misión y por haberme comprometido firmemente con su éxito, costara lo que costase.

Najt nos invitó a Simut y a mí a presentar nuestros respetos al embajador Hattusa en su camarote. Tenía el pelo cano y largo, e iba totalmente afeitado, como todos los hititas. Su expresión era altanera y sus ojos azules tenían la viveza de los de un chacal. Su porte era muy digno.

—Mi señor —dije, e hice una profunda reverencia.

—Simut es comandante de la guardia de palacio. Rahotep es mi guardia personal. Goza de la confianza de la familia real. La reina en persona ha ordenado su presencia en esta misión —dijo Najt a modo de presentación.

Hattusa me examinó de pies a cabeza, como en busca de defectos, y después asintió, al parecer satisfecho.

—Supongo que el enviado real os ha confiado la verdadera naturaleza de nuestra misión —dijo en voz baja en un egipcio impecable.

—Sí —contestó Simut.

—¿Y ha dejado claro que mantener el secreto es fundamental?

—Sí, mi señor.

Hattusa me miró expectante.

—Sí, mi señor —contesté.

—Permitidme que me exprese con claridad. La seguridad de nuestro enviado real es vuestra única y absoluta prioridad. Sin él, esta misión fracasará. Solo él puede hablar en nombre de la reina de Egipto. Espero que sacrifiquéis vuestra vida por él, en caso necesario. ¿Comprendido?

—Perfectamente, mi señor —contesté.

Asintió, nos despidió e hizo un gesto a Najt.

—Ven, honorable amigo, retirémonos. Tenemos mucho de que hablar —dijo.

Najt hizo una reverencia, y nosotros abandonamos la sombra fresca del camarote, seguidos de los dos guardaespaldas, que asumieron el papel de centinelas a cada lado de la entrada.

Simut y yo nos quedamos en la proa del barco, contemplando la gran extensión centelleante del Gran Río y los dominios que se extendían al otro lado de la gloria verde y amarilla de los cultivos.

—Todos los embajadores son iguales. Tienen los ojos de Anubis. Consiguen que te sientas como un criado. Como un
shauabti
en una tumba. «Aquí estoy. ¡Lo haré!» —dije, usando la fórmula inscrita en los
shauabtis
, las estatuillas que se entierran junto a los difuntos para que le sirvan en la otra vida.

Simut rió.

—Llegas a acostumbrarte. La vida es así. Son seres de una clase aparte y albergan ciertas expectativas. Pero es cierto, con frecuencia parece que no tengan sangre en las venas.

—¿Confías en él? —pregunté.

—Por supuesto que no, es un hitita. Confiaría más en un escorpión.

Echó un vistazo a los guardias hititas con una estudiada medida de desprecio. No le hicieron caso. Los guardias de Simut estaban ocupados en sus preparativos un poco más lejos, a la sombra de su alojamiento al aire libre.

—Supongo que al rey hitita esta propuesta podría parecerle una trampa de oro —dije—. Hattusa habrá exigido garantías de que cuando el príncipe hitita se encuentre en Tebas no será marginado o asesinado.

—Bueno, sería lógico que estuviera preocupado por eso. Pero habrán alcanzado un acuerdo, porque aquí estamos, en el inicio de nuestro gran viaje. Debo admitir que jamás pensé que me hallaría a bordo de un barco con destino a la capital de nuestros enemigos.

—Ni yo.

Contemplamos el río, camino del norte.

—¿Qué sabes de los hititas y su país? —pregunté.

—Dicen que tienen un millar de dioses. Dicen que su dios principal es el dios de las Tormentas. Dicen que tienen muchas leyes y que nadie es condenado a muerte, ni siquiera por asesinato…

—También dirán que copulan con monos y que devoran a sus propios hijos —repuse en broma.

—Los hititas son capaces de cualquier cosa —dijo Simut sin ironía, y escupió en las profundas aguas verdes que pasaban bajo nosotros.

Los guardias hititas se mantenían al margen, preparaban su comida, la tomaban aparte, y dormían delante del camarote donde se alojaba el embajador. Najt, Simut y yo comíamos aparte de los doce guardias egipcios porque ellos, más que nosotros, lo habían decidido así. Eran hombres en plena forma, muy disciplinados, equipados con cimitarras, lanzas, arcos y flechas de excelente calidad, y silenciosos, como si las meras palabras pudieran traicionarles. Transmitían una peculiar atmósfera de intensidad y concentración, y Simut los lideraba con absoluta autoridad. Me aconsejó que no intentara entablar conversación con ellos, porque era contrario a su preparación. Además, evitaban el contacto visual.

Con nada más en qué ocuparme, aparte de en recorrer el barco y vigilar la orilla para comprobar que no había asesinos escondidos con arcos y flechas en los campos o en los árboles de las orillas, dediqué los primeros días de viaje a la contemplación del Gran Río. Sus aguas siniestras se adaptaban a mi lúgubre estado de ánimo, y observé que su superficie plasmaba un interminable abrazo de luz y oscuridad, se aovillaba y se desplegaba, recogía reflejos del cielo inmutable como recuerdos lejanos y extraños. A veces las aguas fluían en una lúcida suspensión, después vacilaban y discutían formando nudos y arabescos, hasta que tomaban una decisión y continuaban adelante con calma. Imaginé que el río intentaba constantemente describirse a sí mismo y describir el mundo que reflejaba. Y los pequeños dramas de la vida humana (puntos y manchas de color y movimiento, trabajadoras pobres con ropas de lino, niños jugando en el barro, aves dispersas en el cielo, cocodrilos al acecho entre los papiros) eran su ensueño pasajero. Pero mientras contemplaba todo eso, yo pensaba sobre todo en los muertos. Veía su rostro frío y decepcionado que se volvía hacia mí en el agua, los rostros de los muchachos nubios muertos, y el de mi amigo Jety. También veía a mi padre, y solo él albergaba la expresión de implacable ausencia propia de quienes mueren en paz. Pero no veía en ningún punto de las aguas cambiantes el rostro del hombre al que deseaba matar. Y eso me atormentaba.

Cinco días después de nuestra partida pasamos ante las antiguas pirámides y monumentos invisibles de la meseta, en dirección a Menfis, la ciudad del ejército. De pronto, el río volvía a estar transitado, y la costa, atestada de pequeñas casas de adobe. Y después, a lo lejos, entre los cientos de barcos con las velas desplegadas al viento del norte, divisamos por primera vez el inmenso puerto de la gran capital, la ciudad de Horemheb, y por lo tanto muy peligrosa para nosotros. Majestuosos bajeles de guerra, con el Ojo de Horus pintado en la proa y las velas todavía desplegadas al viento del norte que los había llevado a casa, se adentraban poco a poco en los inmensos muelles. Desde cubierta, Simut y yo veíamos que cientos de cautivos encadenados bajaban de cada barco y eran obligados a postrarse de rodillas, en una postura de abyecta sumisión; arcones con el botín de guerra eran descargados en el muelle. Miles de soldados habían desembarcado y desfilaban en batallones hacia edificios lejanos; entretanto, miles más esperaban a embarcar en aquellos mismos barcos, que habían sido reparados, limpiados y vueltos a cargar, para servir de nuevo en el mar.

—Son de la división Ptah —dijo Simut, e indicó con la cabeza una enorme aglomeración de soldados que formaban hileras precisas y disciplinadas.

Contemplé el inmenso espectáculo de la maquinaria de guerra moderna. Me sentía frío e impotente.

—Si Horemheb controla tales fuerzas, ¿qué esperanza nos deparará el futuro aun si fuéramos capaces de regresar a Tebas con el príncipe hitita? —dije, al recordar lo que Najt me había contado sobre las divisiones del general.

Simut se encogió de hombros.

—Tienes razón. Pero su éxito no puede basarse solo en la fuerza. Eso le facilitaría controlar el poder, pero no le ayudaría necesariamente a mantener la autoridad civil. Y tendría que negociar con los sacerdotes, pues son los dueños de todo…

—¿Crees que Horemheb está aquí, en Menfis?

Simut negó con la cabeza.

—La estación de la campaña terminará pronto. Estará en las tierras del norte, al mando de sus tropas. —Vaciló—. Pero, aun así, sabe todo lo que sucede aquí y en Tebas. Reformó el sistema de mensajería militar. Ahora puede recibir noticias de la ciudad en cuestión de pocos días.

—Si tiene ojos y oídos en todas partes, eso es malo para nosotros. Si se entera de nuestra misión, nos detendrá. Nos matará a todos.

—Sí, pero por suerte no es el único que cuenta con las ventajas del espionaje.

—¿Qué quieres decir?

Me miró y bajó la voz.

—Vamos a ver, Rahotep. ¿Cómo crees que el enviado real Najt recibe información de los acontecimientos del norte y de la guerra? El ejército posee su propio espionaje, y palacio también. Los tiempos en que una invasión o un ataque tenían lugar y nadie se enteraba hasta pasados unos meses han periclitado. Esta guerra depende de la velocidad y la información, y no te quepa duda de que Najt cuenta con un sistema muy eficaz. El problema es que cada sistema siempre intenta infiltrarse en el otro. Y siempre existe el peligro de los espías.

—Pero no en nuestro bando, ¿verdad?

—Espero que no. Mis guardias han sido investigados. Todos los miembros de la tripulación de este barco han sido investigados. Lo sé todo sobre ellos: sé lo que comen, a quién aman, con quién se acuestan y de qué tienen miedo. Su lealtad está fuera de toda duda.

—Pero ¿y los demás? En Tebas habrá más gente de palacio enterada de nuestra misión. La mera presencia del embajador hitita en el palacio habrá suscitado todo tipo de especulaciones.

—Es posible, pero su presencia ha sido muy discreta, y el motivo oficial de su visita se achacó a negociaciones sobre la guerra. Hemos de dar por sentado que Najt ha pensado en todo eso y ha tomado las precauciones necesarias.

Más avanzado el día pasamos cerca de Heliópolis, la ciudad del sol, donde se alzaban los templos más antiguos de las Dos Tierras. Tenía fama de ciudad de misterios y prodigios, pero nada de lo que me habían dicho me había preparado para la visión que apareció ante nuestros ojos: a lo lejos, al otro lado de los cultivos, en el árido desierto del este, los centelleantes piramidones de electro que coronaban innumerables obeliscos de granito negro brillaban incandescentes, más rutilantes que Ra, el mismísimo Sol. Estaba contemplando la luz deslumbrante que ningún hombre podía mirar sin quedar ciego. Hattusa y Najt nos acompañaban en la borda, admirados, protegiéndose los ojos. Najt nos dio una conferencia sobre la ciudad, su infinita riqueza, sus cinco antiquísimos templos del Sol, a los que los reyes de nuestra dinastía, incluido el mismo Ajnatón, habían añadido sus propias construcciones monumentales en honor del gran señor del Sol. Yo creía que nuestro templo de Karnak era el más grande del mundo, pero Najt nos aseguró que los templos de Heliópolis eran el doble de grandes.

—Uno de los templos tiene un suelo tan perfecto, las piedras están tan pulidas por el tiempo, que el cielo nocturno se refleja a la perfección en él, como si fuera agua. Supongo que ambos conocéis los orígenes de la gran teología de Egipto —dijo como sin darle importancia.

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