Aunque aún no era de día, reinaba una gran actividad en la ciudad. Las ruinas de la antigua ciudadela se habían transformado en inmensas zonas de almacenamiento. Equipos de constructores y obreros ya estaban trabajando, con el frío de las horas que preceden al alba, en un inmenso edificio nuevo de oficinas y hospedaje destinado al ejército. Batallones de soldados de infantería se alojaban en campamentos, y había hileras de cuadras para los caballos de los carros de la élite. Caravanas de mercaderes y artículos procedentes del norte aguardaban con impaciencia el momento de subir a sus barcos y volver a casa con alivio y satisfacción, mientras que, desplazándose en dirección contraria, cientos de otros mercaderes en viaje de negocios al extranjero estaban a punto de iniciar sus grandes recorridos. El aliento de unos y otros formaba nubes en el agradable aire frío. Los hombres bostezaban hasta desencajarse las mandíbulas, se frotaban las manos y se golpeaban los brazos contra los costados para conservar el calor, mientras tomaban pan y cerveza, o compraban los últimos artículos necesarios en los puestos rebosantes de clientes, situados a lo largo de la plaza que señalaba el inicio del Camino de Horus. Todo el mundo aprovechaba aquellas frías y tempranas horas, antes de que el calor del día hiciera los trámites demasiado incómodos. Era extraño ver tantos carruajes y carros partiendo bajo la luz de la luna, junto con algunos jinetes solitarios (mensajeros comerciales, o tal vez militares) a lomos de caballos descansados que marchaban a toda prisa en dirección a sus negocios particulares en el norte.
Nuestro grupo se puso en marcha: Najt, Simut y yo, todos a caballo. Como cualquier otro mercader acaudalado, el embajador Hattusa viajaba en un palanquín cubierto. Los carros transportaban nuestros artículos imprescindibles, custodiados por hombres de Simut, que corrían a su lado como si cada día se dedicaran a esos menesteres, los escudos sobre los hombros, las armas en la mano, como los demás grupos de guardaespaldas de comerciantes. Al poco rato, el caos y la actividad de Avaris desaparecieron a nuestra espalda, a nuestro alrededor se extendían los cultivos verdes en sombras, acunados por un inmenso silencio. Las estrellas no tardaron en desvanecerse y el cielo empezó a virar del negro al azul cuando, de repente, los cultivos terminaron y empezó el desierto. Al romper la aurora y alzarse Ra sobre el horizonte, con el regreso de la luz y la vida al mundo, vi que el famoso Camino de Horus se desplegaba en la distancia, su tierra roja pisoteada por los incontables hombres y soldados que lo habían recorrido desde los tiempos del rey Tutmosis I, hasta convertirlo en una superficie dura, ancha y fiable. Ya no había vuelta atrás. A partir de aquel punto cruzábamos la frontera de las Dos Tierras y nos adentrábamos en las tierras del Levante. Pese a las angustias del viaje, todos nos espabilamos de repente. Najt agitó la mano en el aire y, con la aprobación del embajador Hattusa, iniciamos la siguiente fase de nuestro viaje hacia el corazón de lo desconocido.
—¿Qué llevas en tu bolsa? —pregunté a Najt al cabo de un rato de viaje. El sol se había alzado muy deprisa a nuestra derecha, y el aire había perdido de inmediato el frío de la noche. Ya hacía calor.
—Cartas y documentos importantes. Si algo sale mal, las destruiré antes de que alguien se apodere de ellas.
—¿Puedo ver una?
Me enseñó una pequeña tablilla de arcilla cubierta de diminutas marcas inclinadas incomprensibles.
—¿Qué clase de documentos son?
—Cartas diplomáticas y cosas así. Pero lo más importante es que la carta personal de la propia reina, dirigida a Shubiluliuma, rey de los hititas, se halla a buen recaudo en mi baúl.
Hizo una pausa.
—La escribí yo mismo en su nombre… —añadió en tono confiado.
—¿Escribes cartas para la reina de Egipto?
Asintió, agradecido por mi admiración.
—¿Con esas marcas extrañas? —inquirí.
—Esas marcas extrañas, como tú las llamas, es acadio. Ha sido la lengua franca del mundo desde tiempo inmemorial. Los babilonios y los asirios lo hablaban, con variantes. Pero ahora es sobre todo un lenguaje escrito, utilizado por funcionarios de alto rango en intercambios internacionales relacionados con la política y la diplomacia entre los grandes imperios.
—¿Por qué no se utiliza el egipcio? ¿No es el idioma más importante?
Sabía que a Najt le gustaría aprovechar la oportunidad de extenderse sobre el tema.
—El egipcio es el más complejo y sutil de todos los idiomas modernos, pero a pesar de su evidente superioridad, no sería diplomático imponerlo a todo el mundo ni que llegara a ser ampliamente conocido fuera de las Dos Tierras. El acadio es útil por diversos motivos. En primer lugar, significa que todo el intercambio diplomático ha de llevarse a cabo en una lengua extranjera para ambas partes. Las ventajas son evidentes: neutralidad de expresión, ambivalencia mínima, igualdad de pronunciación y ausencia de metáforas confusas o significados ocultos. Además, el lenguaje ceremonioso se reconoce y comprende en todas partes. Los reyes, por más que se desprecien mutuamente, son siempre «hermanos». La casa real es la «casa». Los imperios son grandes «familias», con las rivalidades, los celos y la armonía cordial común a todas las familias corrientes. Negociaciones, tratados, acuerdos matrimoniales, intercambio de regalos y servicios, todo se organiza alrededor de esta sencilla metáfora de las relaciones familiares. Y, por supuesto, es una garantía de rango; todos aquellos países y autoproclamados reinos incapaces de comunicarse en acadio pierden el derecho a sumarse al grupo de los que sí pueden. Son, literalmente, bárbaros.
Medité al respecto.
—En ese caso, supongo que funciona como un código, porque has de ser muy culto para descifrarlo —sugerí—. Y sin este antiguo idioma, que ya nadie habla, no existiría estabilidad ni orden en nuestros asuntos internacionales, ¿verdad?
Najt sonrió.
—Exacto. Si bien a veces me pregunto si el idioma es lo bastante poderoso para vencer a Seth y a sus fuerzas perturbadoras. Pero ese es el dilema del mundo actual. La ilustración contra las fuerzas oscuras del caos…
—¿Tan claro está eso? ¿Es posible dividir los asuntos humanos de una forma tan fácil?
—Nuestros tiempos son una lucha entre la luz de Osiris y la oscuridad de Seth —contestó Najt, en voz baja y con absoluta convicción—. ¿Cómo te encuentras? —preguntó, solícito de repente.
—Siento dolor. Pero la rabia de la venganza se ha disipado —mentí.
—Mejor así. La venganza solo consigue destruir al vengador. Es una tragedia.
Nos sumimos en el silencio. Los únicos sonidos eran la brisa que agitaba la maleza y la arena, el fragor metálico de nuestros carros y el ruido repetitivo de los cascos de los caballos. El camino se alejaba serpenteante hacia el calor rielante de la distancia, sembrada aquí y allí de diminutas figuras de viajeros, así como de sus sombras decrecientes. Me pregunté una vez más cuánto opio podía transportarse a lo largo de esas rutas interminables.
—Es extraordinario pensar en el complicado sistema de las rutas comerciales que parten desde Egipto hacia los confines del mundo —dije—. Y en cuán vitales son para nuestro modo de vida moderno.
Najt me miró y se preguntó por qué de pronto había cambiado de tema.
—Te conozco muy bien, amigo mío, de modo que, en lugar de especular ociosamente sobre la forma en que está organizado el mundo, ¿por qué no dices lo que en realidad estás pensando?
—Tal vez no te guste el tema —objeté.
—Si el tema no me gusta, no experimentaré la necesidad de contestarte —replicó con frialdad.
—Bien, supongo que todas estas transitadas y lucrativas rutas comerciales y de comunicación a alto nivel han de permitir también el intercambio de otros negocios y productos clandestinos e ilegales.
—No sé muy bien adónde quieres ir a parar —dijo en voz baja.
—El valor de cualquier cosa depende de la demanda, y si es ilegal o está sujeta a impuestos, todavía más. Tomemos el opio como ejemplo. Existe un comercio correcto y legal destinado a la profesión médica y los templos. Pero existe también un nuevo comercio que crea fortunas, perpetúa la violencia y provoca desorden en las ciudades, un mercado negro, por decirlo de alguna manera. ¿Y si alguien ha comprendido que se trata de una gigantesca oportunidad comercial y la está aprovechando?
—Puede ser, pero no estoy seguro de comprender lo que quieres decir…
Respiré hondo y me concentré en mis ideas.
—Es evidente que organizar una cadena de aprovisionamiento entre distancias tan descomunales exige un complejo sistema de partes independientes, comunicadas entre sí de una forma segura pero secreta. La comunicación y el secretismo son los aspectos más importantes y poderosos de dicho sistema. Pero me sorprende que eso también se aplique de forma similar al ejército…, o a palacio, por ejemplo.
Dejé que la frase colgara en el aire.
—Ve con mucho cuidado —contestó, sin traslucir nada—. ¿Has estado reflexionando sobre eso todo este tiempo?
Asentí.
—Creo que tienen que existir redes de agentes en todas las ciudades y puertos clave… Creo que el Camino de Horus es la ruta de transporte más evidente. Me pregunto si tu red de inteligencia no habrá descubierto algunos aspectos de esto…
Najt me miró de una forma extraña durante un momento.
—Amigo mío, debo darte un consejo. Espero que lo sigas al pie de la letra, porque ha sido meditado y sopesado con mucho detenimiento. Sería prudente por tu parte desechar tales pensamientos. Sería prudente que jamás volvieras a hablar de ello.
Pronunció aquellas palabras en voz queda pero con mucha claridad.
Pero entonces su gesto viró de la frialdad al asombro. Estaba mirando al frente con una expresión de franca estupefacción, como cuando era más joven, antes de convertirse en enviado real, antes de convertirse en un gran hombre de mundo. Me volví para mirar en la misma dirección y mis ojos quedaron deslumbrados por un brillo enorme y glorioso: el mar.
Sé que el mar está hecho de agua, pero sin duda también está hecho de luz, porque su brillo danzaba, transformaba un sol en miles de puntos de luz chispeante, siempre cambiante. Nos protegimos los ojos con la mano mientras se regalaban con aquella maravillosa visión. Yo deseaba recordarlo todo, contar a mi familia lo que había visto y sentido: el olor salobre que impregnaba el aire y que se posaba sobre mi piel; la fascinante repetición de las suaves olas que llegaban, trepaban a la arena y después retrocedían, una y otra vez. Y sobre todo la luz deslumbrante, una lluvia furiosa de estrellas diurnas, como un dios que se revelara a este mundo.
Simut y yo nos acercamos al borde del agua. Como niños, nos quitamos de una patada las sandalias polvorientas y dejamos que el agua lavara nuestros sucios pies. ¡Fue una sensación muy curiosa! Deliciosamente fría y vivificante. Los guardias, apostados sobre una loma de arena, miraban hacia otro lado, como fingiendo que no estaban interesados, aunque sin duda ardían en deseos de sumarse a nosotros.
Al principio Najt se negó a acercarse al agua, pero yo no estaba dispuesto a permitir que desistiera, de modo que le incité entre risas y al final cedió, vacilante, mientras las olas lamían con suavidad sus tobillos. Y allí nos quedamos los tres, bajo el sol deslumbrante de la mañana, el Enviado Real a Todas las Tierras Extranjeras, el comandante de la guardia de palacio y yo, Rahotep, el Buscador de Misterios convertido en guardaespaldas del enviado real, riendo complacidos, hundidos hasta las rodillas en el centelleo incandescente del mar.
Pronto nos acostumbramos al ritmo y la rutina repetitivos pero necesarios para cubrir las grandes distancias que nos habíamos propuesto. Nos levantábamos a oscuras, viajábamos bajo las últimas estrellas y llegábamos a la siguiente etapa, con sus provisiones y su seguridad, antes de que el sol llegara a su cénit, donde comíamos, descansábamos y, cuando había un depósito de agua, lavábamos. Parejas de soldados jóvenes refugiados a la sombra de sus pequeñas cabañas, así como unidades del ejército cercanas a las aldeas y pueblos, vigilaban el camino. La documentación de Najt siempre conseguía que atravesáramos de inmediato aquellos puntos de control. En cuanto la veían, nos dejaban pasar con un breve saludo respetuoso. Yo siempre me mantenía cerca de él, escudriñaba el paisaje y el horizonte en busca de alguna señal de peligro, consciente de que era responsable de su seguridad.
Era la estación de la cosecha. Los agricultores vendían cestos de aceitunas, uvas y pistachos, así como montones de trigo y cebada en la cuneta de la carretera. Nos atendían y alimentaban bien, con cordialidad y respeto. A mediodía, el aire era imposiblemente caliente, pero al atardecer un viento procedente del mar, y por las noches una brisa vivificante llegada de las tierras altas, refrescaba la atmósfera de una forma maravillosa. Yo me sentía agotado y ligero al mismo tiempo, y dormía de una manera rara, con intensos sueños que me dejaban un regusto amargo en la boca. Me despertaba con frecuencia, pues siempre estábamos alerta. Me acordaba de mi familia, de mi hogar, y se me partía el corazón al pensar en ellos. Pero también se me antojaban pequeños y lejanos. Con frecuencia, cuando miraba hacia las distancias que todavía debíamos conquistar, o hacia atrás, hacia el camino que habíamos recorrido, rielaban espejismos en el aire. Caravanas y jinetes se levantaban para encontrarse con nosotros, nos saludaban con cautela, y después continuaban hacia el sur. Poco a poco se fue apoderando de mí una extraña sensación de irrealidad. Sentía que la oscuridad de mi sangre se transformaba en algo más luminoso, como si cada paso que me alejaba de Egipto me convirtiera en un hombre diferente. En un desconocido: un hombre sin hogar.
No tardamos en atravesar una parte del norte de Canaán mucho menos hospitalaria y mucho más remota. Las pocas aldeas que prestaban servicio al Camino de Horus eran pobres y miserables. Las grandes tierras fértiles y agrarias del interior habían dado paso a tierras altas áridas, grises, verdes y blancas, que invadían nuestra senda. Más allá, en la distancia transparente, divisé montañas mucho más altas de las que nunca había visto en Egipto. En lugar de agricultores, encontramos sobre todo pastores con dispersos rebaños de cabras que pastaban en la escasa maleza que cubría ahora el paisaje. Y cuando atravesábamos los pueblos cada vez más empobrecidos, captaba miradas de hostilidad manifiesta y los insultos ofensivos de niños invisibles en un idioma que no entendíamos. A veces, aterrizaban cerca de nosotros piedras lanzadas por atacantes invisibles desde algún escondite de rocas o hierba.