—Supongamos que la cadena de producción y distribución sigue el curso del Gran Río y las rutas comerciales, vía Bubastis y las demás ciudades del este del delta. Supongamos que las autoridades locales, motivadas por la codicia o el miedo, intervienen en el proceso con el fin de maximizar la eficacia y minimizar el peligro. Supongamos que la cadena abarca desde los vendedores callejeros de poca monta, pasando por las bandas y los intermediarios, hasta lo más alto, los malhechores cuya influencia corrupta alcanza el corazón del poder del imperio. Pero todo empieza con la cosecha. ¿De dónde viene? ¿Dónde crece? ¿Cómo es posible que esas cantidades lleguen de contrabando hasta las ciudades de Egipto aun suponiendo que la corrupción lo controle todo?
Paser indicó con la cabeza la cordillera lejana.
—Al otro lado de aquellas montañas, al sudeste, se encuentran valles elevados y remotos, lugares salvajes, bárbaros, muy peligrosos. Oculto de manera inaccesible, el valle más elevado y remoto es un lugar secreto, estrechamente custodiado. Nadie regresa de él. Dicen que es largo y estrecho, verde y exuberante hacia el sur, más seco y árido hacia el norte. Los veranos son largos y secos. Y dicen que es un paraíso perfecto, pues cualquier semilla que dejes caer en la tierra crecerá…
—¿Es de ahí de donde procede tu glorioso vino? —pregunté. Paser asintió. Entonces caí en la cuenta de la otra conexión—. Y también es la tierra perfecta para el cultivo del opio.
—Yo no he dicho eso. Y no debes permitir que el enviado real se entere de que hemos hablado de otras cosas que no sean el vino. Al menos el vino es seguro.
—Nuestra conversación es privada. Pero si ese lugar es tan peligroso, ¿cómo adquieres ese glorioso vino?
—Casi todo el vino que compro y vendo procede de este lado de las montañas. Pero muy de vez en cuando un cargamento de ese valle llega al mercado, en secreto. Sé cómo conseguirlo, a un precio muy alto, por supuesto, para mis clientes más exigentes.
—¿Has ido allí en persona?
Lanzó una carcajada.
—¡Claro que no! ¿Crees que no valoro en nada mi vida?
—Pero, si yo quisiera ir allí, ¿tienes contactos que podrían guiarme?
Alzó las manos en señal de frustración. Había ido demasiado lejos.
—¿Es que no has escuchado ni una palabra de lo que te he dicho? ¡Has de jurarme que vas a olvidarte de todas esas ideas! No sobrevivirías. Es un lugar de terrible pobreza y extrema violencia tribal. —Estaba sudando a borbotones—. Te contaré una historia. Dicen que la razón de que el vino sea tan perfecto, tan oscuro y complejo, es porque le añaden sangre humana. La banda que dirige ese jardín paradisíaco es el Ejército del Caos. El valle es su tierra natal.
Que aquel que llega en la oscuridad y entra furtivamente pase de largo…
Conjuro para la protección de un niño
Zarpamos del puerto de Ugarit a bordo de un barco mercante hitita cargado de grano egipcio y nos dirigimos hacia el norte una vez más. Siempre teníamos a la vista el despoblado litoral del país que quedaba a nuestro este, pues, para todos los marineros, aquel mar era famoso por sus peligros: piratas de la isla de Alasiya, capaces de embestir, abordar, robar y asesinar; y tal vez todavía peor, repentinas tempestades desastrosas que podían hundir un barco en cuestión de segundos. Pero teníamos suerte con el tiempo, pues el cielo continuaba despejado y el viento era fuerte. Sin embargo, el bajel luchaba con las olas contradictorias, y las subidas y bajadas afectaban a todo el mundo. Pasé los primeros días mareado, solo encontraba alivio en la cubierta, al aire libre, con los ojos clavados en el horizonte. Najt sufría muchísimo. Siempre estaba confinado en su jergón, dentro del asfixiante camarote, y yacía sudoroso, incapaz de comer o moverse, con los ojos cerrados, en silenciosa rendición al poder inexorable de las aguas.
Pero gracias a la protección de Ra, al cabo de cuatro días en el mar llegamos sanos y salvos al puerto de Ura, bajo un sol radiante. Una amplia llanura verde se extendía alrededor del puerto y sus extensos dominios. Ni siquiera nos detuvimos una noche para descansar: partimos de inmediato en una larga caravana hacia tierras hititas. A partir de aquel momento el embajador Hattusa tomó el mando del viaje. Parecía impaciente por llegar a casa.
Atravesamos pequeños campos y prados cultivados con esmero. Vi varias especies de trigo y cebada, junto con judías y guisantes, zanahorias, puerros, ajo y hierbas aromáticas. Sus olivos eran nudosos a causa de la edad, y sus pulcros huertos estaban llenos de frutos que no conocía. Cada casa o cabaña criaba sus propios cerdos, gallinas, ovejas, cabras y, quizá, si tenían más dinero de lo normal, una vaca. Niños sonrientes se acercaban con modales respetuosos a trocar higos y albaricoques, granadas, tamariscos, miel y quesos. Reaprovisionamos el carro de la comida para el viaje que nos aguardaba.
Después dejamos atrás aquella llanura verde y empezamos a ascender por rutas serpenteantes de sendas grises, polvorientas y bien conservadas que subían atravesando valles pedregosos. Espesos bosques de árboles plateados, con susurrantes hojas verdes en forma de corazón, crecían junto a aguas torrenciales que se precipitaban por grietas insondables. Junto a puentes y cruces de caminos encontrábamos pequeños altares dedicados a las deidades del país: estatuas toscamente labradas de hembras deformes, que Najt decía eran las diosas de la fertilidad, y ofrendas de flores silvestres dentro de jarrones agrietados. A medida que íbamos subiendo, extrañas neblinas se formaban y amontonaban entre los afilados ángulos verdes de los bosques, luego se convertían en repentinas lloviznas que nos refrescaban la cara, y después se disipaban a la luz del sol. Cuando descansábamos, mirábamos hacia los inmensos valles desiertos que habían quedado abajo, eriales de bosque, roca y yerma tierra marrón, bajo cielos azules y templos a la deriva de nubes de un blanco purísimo.
Por fin, después de tres días de ascensión, nos encontramos en una alta meseta barrida por los vientos. Estaba generosamente sembrada, como por obra de un dios constructor descuidado, de puñados de enormes rocas y los escombros de innumerables piedras sobrantes. Hierbas leñosas de potente aroma crecían en todos los rincones, formando espesos matorrales erizados de espinos, y de ellas brotaban flores blancas y de un rojo intenso en el extremo de tallos hirsutos. Arroyos invisibles se abrían paso entre estrechos declives, y el viento fuerte y constante transportaba un frescor cortante y estremecedor. Acampamos para pasar la noche cerca de una escarpadura, y a la luz grisácea del amanecer del siguiente día contemplamos asombrados un océano de niebla y bruma que se había levantado en silencio en la oscuridad y que ahora cubría el mundo inferior. Se movía con parsimonia en enormes divisiones que sobrevolaban nuestras cabezas, pero sin capacidad de hacernos daño. Miré a mis compañeros: un grupo de cansados viajeros egipcios, forasteros en tierra extraña.
Continuamos el viaje y nos adentramos en una tierra perdida y de pronunciada altitud, amarilla, marrón y gris bajo cielos azules, donde el viento agitaba sus manazas sobre y a través de las hierbas salvajes en gigantescas oleadas. Dejamos atrás grandes rebaños de ovejas y vacas conducidos hacia pastos más elevados por pastores de rostro arrugado, curtido por el sol y el viento. Silbaban a sus competentes e inteligentes perros, quienes llevaban a cabo maniobras de una complejidad desconcertante con el fin de mantener agrupados a los animales. Dejamos atrás afloramientos rocosos rojos y grises que sobresalían de campos verdes inclinados, y nos detuvimos a mirar valles neblinosos que se alejaban a derecha e izquierda, hacia la luz del sol o la sombra. Caballos salvajes, de color castaño claro o gris plateado, pacían en la hierba dorada, movían la cola y no nos hicieron caso hasta que nos acercamos demasiado. Entonces se alejaron a medio galope, corcoveando y agitando la crin, alzados sobre sus patas traseras. Llegamos a un lago de aguas oscuras y frías, inmóviles como un espejo de bronce, acunado en la enorme mano rocosa de un dios de la montaña cuya cabeza se perdía en los confines del cielo, coronada con la blancura de la nieve.
Y después, una tarde, mientras cruzábamos una inmensa llanura reseca de hierba dorada, vimos entre la calima una extraña nube de polvo. Hattusa alzó la mano y señaló. Sus guardaespaldas avanzaron al galope, doblaron un recodo del camino y desaparecieron. Esperamos en silencio. Simut y sus guardias se mantuvieron ojo avizor y tomaron posiciones al punto, con sus armas destellando a la luz del sol. Yo me quedé cerca de Najt, con la daga y una lanza larga preparadas en mis manos. Escuchamos con atención. Oímos el susurro del viento a través del mar de hierba, y el canto de diminutos pájaros invisibles en el cielo despejado. Pero también algo más: un tenue rumor lejano, como el producido por numerosos animales que suspiraran y se movieran.
Entonces los guardias hititas reaparecieron y nos indicaron por señas que avanzáramos. Los guardias de Simut mantuvieron su vigilancia, y yo insistí en viajar al lado de Najt. Pero cuando doblamos el recodo, en lugar de una larga reata de animales camino de los pastos, vimos una multitud de lastimosos y desconsolados seres humanos: largas columnas de cautivos extranjeros, hombres, mujeres y niños; habían sido secuestrados en pueblos y ciudades saqueados y asediados, y eran conducidos como ganado a Hattusa. Daban tumbos, gemían y arrastraban los pies, insultados y empujados por soldados hititas.
—Botín de guerra —dijo Najt en voz baja—. Los conducen a una vida de trabajos forzados en tierras hititas.
—Si sobreviven —añadí.
Mientras pasábamos, una mujer demacrada se desplomó, y allí la dejaron, carroña para los amenazadores halcones oscuros que volaban y se lanzaban en picado desde el cielo azul. Los cautivos desviaban la vista de nosotros instintivamente; no les estaba permitido mirarnos. Eché un vistazo a Hattusa, quien iba delante, al parecer indiferente a aquel espectáculo de desdicha.
—¿Qué clase de pueblo trata así a sus prisioneros? —pregunté en voz baja a Najt.
—Con tantos hombres sanos enviados a las guerras, siempre escasea la mano de obra. Esta gente pasará el resto de su vida como pueda.
—Pero esto es inhumano. ¡Míralos! Son menos que animales.
—No estamos aquí para criticar las prácticas de los hititas, pero admito que el espectáculo es descorazonador. Tal vez los hititas no estén tan avanzados como nosotros en el trato a los esclavos.
De pronto, uno de los cautivos se salió de la columna de hombres y aferró mi pie. Era más joven que yo, y algo en sus facciones, pese a que estaban cubiertas de polvo, me recordó a Jety. Me di cuenta de que sus ojos eran del mismo color que los de Jety, y me estaba mirando con angustia. Pronunció algunas palabras en un idioma que no entendí, pero sabía que era una súplica de ayuda. Agarró mi pierna de nuevo, como para descabalgarme de mi caballo. De forma instintiva, sorprendido, y decidido a proteger a Najt de cualquier peligro, le propiné una patada, pero se asió con la fuerza de la desesperación. De repente montó en cólera y animó a los demás hombres a unirse a él, pero los otros se limitaron a mirarle con apatía. Una joven, probablemente su esposa, que aferraba como podía un bulto que debía de ser su hijo, se puso a chillar. Al punto, sus captores se precipitaron hacia él y uno de ellos le dio un garrotazo en el cráneo. Me soltó y cayó con un gemido al polvo.
—No mires atrás —ordenó Najt, pero noté clavados en mí los ojos del hombre durante todo el camino. ¿Qué habría podido hacer?, me preguntaba una y otra vez. Nada, me dije. No obstante, la idea me atormentaba, y su rostro se confundía con el de Jety. También habría podido salvar a Jety, si le hubiera escuchado con más atención.
El paisaje que se extendía ante nosotros daba la impresión de reflejar mi estado depresivo, pues la meseta dio paso a espesos bosques interminables de árboles oscuros, erizados de afiladas agujas verdeazuladas. Sus extrañas sombras caían en ángulo sobre el camino y creaban preocupantes escondrijos invisibles, donde se agitaban aves y animales, y los grillos lanzaban sus alarmas de improviso. Todo me ponía nervioso a estas alturas. Esos bosques podían albergar con toda facilidad a bandidos o enemigos al acecho. Y entonces, una mañana, nos vimos rodeados de repente por un grupo de hombres a caballo. Salieron del bosque, delante y detrás de nosotros, al tiempo que gritaban órdenes en un idioma incomprensible. Los guardias de Simut se desplegaron al instante en un cordón defensivo alrededor de Najt, y yo alcé mi lanza. Mi corazón se había acelerado. Busqué una posible vía de escape, y lo único que vi fue la profundidad imposible de los árboles oscuros.
Pero cuando el embajador habló en su idioma y levantó la mano a guisa de saludo, los jinetes al mando del grupo respondieron con el mismo gesto. Después Hattusa se volvió hacia Najt.
—No es preciso alarmarse. Son soldados hititas. Estaban haciendo su trabajo y nosotros aparecimos de manera inesperada. Nos acompañarán durante el resto del camino. Diles a tus hombres que depongan las armas.
Todos los soldados hititas llevaban cascos cónicos de cuero con orejeras y zapatillas de cuero con la punta curvada hacia arriba. Iban armados con lanzas, cimitarras y escudos cubiertos de piel. Su pelo era largo, lustroso y bien peinado, como el de una mujer. Y también iban totalmente afeitados. Sus ojos perspicaces nos examinaron, curiosos y hostiles. Se posicionaron con rapidez delante y detrás de nuestra compañía. Dejamos atrás una torre vigía de madera, cuyos guardias nos observaron con cautela, para luego atravesar el interminable bosque umbrío del país hitita, rumbo a la capital.