—Estás en lo cierto, por supuesto —admitió Najt ante mi sorpresa, pero después continuó—: Sin embargo, siempre hay que buscar la forma de transformar una crisis en un éxito, ¿no crees? Estoy seguro de que también es una norma general de vuestra política. Tenéis un rey cuyo reciente matrimonio ha causado desacuerdos en el seno de su propia familia. Los príncipes están enemistados. Su madre ha sido repudiada. Ella también cuenta con sus partidarios. Existen considerables disensiones en la corte hitita al respecto. La madre del príncipe era muy popular. Además, vuestras cosechas recientes han sido mediocres. Vuestro pueblo padece hambre, y habrá que pagar y alimentar a vuestras tropas cuando regresen. Todos los reyes saben que han de tomar decisiones difíciles, sobre todo cuando se enfrentan a disensiones internas. Por lo general, organizan una boda o emprenden una guerra útil. Bien, la guerra ya no es útil, y el matrimonio solo ha conseguido empeorar la situación…
El mayordomo mayor le miró, y después desvió la vista hacia sus colegas, que conferenciaron entre sí en su idioma. Najt aguardó con calma.
—Es posible que exista espacio para una solución que sea beneficiosa para nuestros mutuos dilemas políticos internos. Sin embargo, vosotros, con este tratado, obtendréis estabilidad interior e internacional. ¿Qué ganaremos nosotros?
—Tendréis un príncipe en el trono de vuestro archienemigo, Egipto, lo cual presentaréis en público como un triunfo diplomático, junto con un nuevo tratado económico excelente. Conseguiréis la paz en el Levante, lo cual significa que negociaremos una división de los poderes menores existentes, un justo reparto del botín y un equilibrio de poder que os permitirá expandiros más hacia el este, tal como tengo entendido que es vuestra intención tras vuestra alianza con Babilonia. Elimináis de un golpe la justificación de la actitud beligerante del príncipe heredero con relación a los asuntos exteriores, y concentráis sus energías juveniles en otros problemas preocupantes —dijo Najt con seguridad.
—¿Por ejemplo?
—Liberadas de la inmensa carga de la guerra, vuestras fuerzas armadas podrían ser apostadas a lo largo de vuestras fronteras interiores, donde, según creo, hacen mucha falta. Al fin y al cabo, no pueden estar en todas partes a la vez. Vuestros enemigos locales deben de saberlo. Creo que se ha producido cierto número de misiones de combate y ataques agresivos en los últimos tiempos… —añadió para obrar efecto.
Me di cuenta de que la negociación se decantaba a favor de Najt, pero el mayordomo mayor se apresuró a replicar.
—Egipto y Hatti son los dos únicos grandes imperios del mundo. Pero vamos a examinarlo desde nuestro punto de vista. Hemos conquistado Mitanni. Hemos conquistado Babilonia. Biblos, que es vuestro, se ha rebelado y puede caer. Ugarit ahora nos es leal a nosotros. Habéis perdido Qadesh. Karkemish es nuestra. La partida se decanta a nuestro favor. Tenemos más piezas que vosotros.
—De momento —admitió Najt—. Pero Asiria sigue siendo una espina clavada en vuestro costado, y no descansará hasta que haya conquistado Mitanni. Arzawa se inclina hacia nosotros. Alasiya siempre será nuestro socio comercial. Pero, por encima de todo, dependéis casi por completo de la importación de trigo egipcio. ¿Qué haríais sin él? Una mala cosecha, un invierno duro, y vuestro pueblo moriría de hambre. Si rechazáis nuestra propuesta, en un futuro podríamos suspender todo el comercio de grano. No podríais esperar compasión si el general Horemheb tomara el poder en Egipto.
Najt aguardó mientras asimilaban sus palabras. Sabía que había ganado aquella ronda. Alisó sus ropajes, y después abordó otro problema.
—¿Qué me decís de Aziru de Amurru? —preguntó.
—Es leal a Hatti —replicó el mayordomo mayor sin convencimiento.
—Ve con cuidado, hermano. ¿Cómo puedes considerar leal a un ser tan traicionero como Aziru? ¿Estás enterado de su relación con el Ejército del Caos? Su alianza con vosotros es falsa y poco fiable, pero no obstante le protegéis, o al menos lo hace vuestro príncipe heredero. Tiranos insignificantes y peligrosos como él crean las condiciones en que florece la anarquía. No os dejéis seducir por él. A ambos nos interesa subyugarle, y también a sus fuerzas, con el fin de traer estabilidad a la región, una estabilidad que vigilaríamos y controlaríamos ambos mediante el nombramiento pactado de reyes vasallos, que nosotros instauraríamos, apoyados por guarniciones y fuerzas leales.
—No tenemos contactos con el Ejército del Caos —dijo el mayordomo mayor.
—Por supuesto que no —corroboró Najt con diplomacia—. Al menos, oficialmente. Pero seamos sinceros: estamos enterados de la relación de Aziru con el Ejército del Caos y de sus negociaciones con miembros de la administración hitita. Estamos enterados de sus cambios de lealtad. Tenemos mucha experiencia con esa serpiente, y te aconsejamos, hermano, que vayas con cuidado, no sea que te muerda y te envenene.
El mayordomo mayor sacudió la cabeza.
—Esa es una cuestión de política interna. No puede preocupar a Egipto.
—Preocupa mucho a Egipto. Ha de formar parte de nuestro acuerdo. Hemos de desembarazarnos de Aziru de tal manera que nunca más vuelva a molestarnos. Es decir: de manera definitiva. Es algo en que podríais ayudarnos. Yo no he dicho nada, por supuesto.
Se hizo el silencio en la cámara. Nadie podía albergar la menor duda sobre el significado de las palabras de Najt.
—Hemos de continuar reflexionando —dijo el hermano del rey—. Habéis introducido un nuevo elemento inesperado en la propuesta. Existen… implicaciones.
—Lo comprendo muy bien. Estas cosas son complicadas. Siempre hay lealtades en conflicto. Siempre hay peligros. Pero el compromiso puede comportar grandes ventajas. Os recuerdo, señores, que la oportunidad de cambiar solo aparece una vez. Hay que aferrarla con confianza.
El mayordomo mayor se levantó, y Najt le siguió.
—Tú y tu séquito continuaréis vigilados, dentro de los muros de palacio…, por vuestra propia seguridad, por supuesto. Pero el rey también desea que contempléis y admiréis las maravillas y prodigios de su ciudad para que podáis hablar a vuestro pueblo de sus grandes logros. El embajador os acompañará. Informaré al rey en privado de inmediato, por supuesto, pero ignoro cuándo tendrá tiempo libre para meditar sobre todo esto. No se ha tomado ninguna decisión.
—No me cabe duda de que ha de ocuparse de muchos problemas urgentes, pero os recuerdo que cada día es importante. No vacilemos. Los que desean destruir nuestra propuesta de paz y estabilidad ya se han reunido. Están aquí, en esta ciudad. Lo sabemos. No debemos concederles tiempo para atacar.
El mayordomo mayor le examinó.
—En tal caso, es estupendo que estéis en la ciudad, pues podréis presenciar la gran fiesta que celebra la recogida de la cosecha y que empieza mañana. La llamamos la Fiesta de la Prisa.
Y sonrió ante la ironía.
A la mañana siguiente nos dirigimos a la Ciudad Alta acompañados de los guardias hititas y los de Simut. El embajador y Najt conversaban, mientras Simut y yo nos concentrábamos en intentar que todo saliera bien y nos abríamos paso entre multitudes hostiles de hombres hititas. Por fin llegamos a una amplia calle pavimentada de piedra caliza que corría entre dos enormes complejos de edificios. Dos monumentales pilonos construidos con enormes bloques de piedra estaban encarados, flanqueados por garitas de centinelas. Era la entrada al santuario del dios de las Tormentas.
A un gesto del embajador, los guardias nos dejaron pasar bajo los pilonos al repentino frío de las sombras. Salimos a una zona al aire libre, con oficinas y estrechos almacenes llenos de grandes tinajas a cada lado de la planta baja, y escaleras que conducían a las oficinas del primer piso. Este, a su vez, llevaba hasta un enorme patio pavimentado, dentro del cual se alzaba el templo.
Mientras que nuestros templos son antiguos y cada superficie de los enormes edificios está cubierta de jeroglíficos y relieves, aquí la ornamentación y los frisos de piedra eran escasos, y plasmaban a los dioses hititas con una estatura muy modesta. Se tocaban con gorros puntiagudos provistos de cuernos, calzaban zapatillas curvadas hacia arriba en la punta y portaban hachas, pero aquella, para mí, no era la imagen de un poderoso dios de las Tormentas. A nuestro alrededor, sacerdotes hititas, ataviados con ropas extrañísimas (mantos largos, sandalias con la punta curvada y solideos) y que blandían bastones cuyo extremo dibujaba una espiral, se dedicaban a sus asuntos con una pompa no muy diferente de la de nuestros sacerdotes.
—En el lado norte se halla la Casa de la Purificación, donde todos los fieles deben lavarse antes de acceder al templo. El rey entra por una puerta cercana, cruza el patio, se purifica las manos, y después penetra en el santuario para llevar a cabo los ritos —explicó Hattusa.
—Fascinante. ¿Podemos entrar? —preguntó Najt, cuyos ojos brillaban de curiosidad.
—En el santuario no, pero acompañadme…
Hattusa nos guió alrededor de un pórtico, que atravesamos para acceder a un patio interior. Delante de nosotros había dos entradas practicadas en los muros de piedra ornamentados. Los sacerdotes que entraban y salían nos miraban de reojo, desconcertados por nuestra presencia en el templo sagrado.
—Esto es lo más cerca que podéis estar de los santuarios —dijo Hattusa en voz baja—. Si os acercarais un paso más, cometeríamos un acto de sacrilegio. Pero en la sala de la derecha se alza la estatua de Arinna, la diosa del Sol, reina del Cielo y de la Tierra, reina del país de Hatti. Y a la izquierda, la del dios de las Tormentas. Al contrario que vuestros santuarios sagrados, que son oscuros, los nuestros están llenos de luz. Cada santuario cuenta con muchas ventanas. Nuestros dioses están por todas partes. Cada roca, cada árbol, cada fuente de nuestras tierras tiene su propio dios, y aquí, en este templo, servimos y rendimos culto a los más grandes. Y les traemos comida perfectamente purificada como ofrenda, así como diversión. «¿Son diferentes los deseos de dioses y hombres? ¡De ninguna manera! ¿Su naturaleza es diferente? ¡De ninguna manera!» —declamó.
Experimenté la extraña sensación de que Hattusa hablaba algo nervioso, como para llenar el tiempo, como si esperara que ocurriera algo. Y entonces algo ocurrió. De la arcada del templo de la diosa del Sol salió una mujer extranjera de asombrosa belleza y tocada con un velo de magnífico bordado. La seguía un pequeño séquito de mujeres jóvenes. Al instante, Hattusa se postró de hinojos con la cabeza gacha, y nosotros hicimos lo propio.
Ella le habló en el idioma hitita. Después volvió su mirada imperiosa hacia Najt. Su rostro era bellísimo, pero también expresaba cierto dolor sin perder su elegancia. Era babilonia. Hattusa la presentó oficialmente como la reina Tawananna de los hititas, pero ella le interrumpió cortésmente y habló en un competente egipcio de hermoso acento. Yo no estaba seguro de que no se tratara de un encuentro «concertado».
—Sabio y anciano Hattusa, ¿por qué no has llevado antes a mi presencia a este noble? He oído hablar mucho del enviado real egipcio Najt.
Najt hizo una reverencia.
—Y yo de Su Alteza. Es un honor encontrarme ante tu presencia. Los dioses nos han sonreído —dijo.
—Que no dejen de hacerlo —contestó la reina.
Se miraron un momento, y vi que Hattusa los contemplaba a ambos como si esperara a que empezara una representación.
—¿Paseamos juntos un rato? —propuso.
Ambos inclinaron la cabeza para expresar su aprobación, y nuestro pequeño grupo empezó a cruzar el enorme patio. Las mujeres llevaban a cabo una cuidadosa vigilancia alrededor de la reina. Aunque había muchos sacerdotes y criados dedicados a sus tareas, pasear al aire libre permitía a Najt y a la reina hablar en privado sin dificultades.
—La casualidad ha hecho que viniera a realizar los ritos y consultar a los oráculos y nos encontráramos —explicó la reina.
—¿Puedo preguntar si los oráculos han sido favorables? —dijo Najt.
La reina Tawananna habló en voz más baja.
—Tanto favorables como desfavorables.
—¿Puedo preguntar más? ¿Qué predijeron exactamente?
—Influencias negativas amenazan nuestro bienestar. Hay una sombra. La sombra está irritada. La sombra se encuentra entre nosotros. El cielo está oscuro ahora, sin luna. Pero es posible que la magia buena la derrote. La magia buena puede reconciliar a viejos amigos. La predicción afirma que una estrella grande aparece en los cielos una noche de bendiciones favorables.
Dio la impresión de que Najt se tomaba sus palabras en serio.
—Los dioses han hablado. Haremos caso de sus advertencias.
Al cabo de un breve silencio, la reina habló de nuevo, como si no deseara dar por concluida todavía la entrevista.
—¿Cómo está mi hermana, la reina Anjesenamón? Pienso en ella con frecuencia, y le deseo lo mejor.
—Vida, prosperidad y salud a la reina, se encuentra bien. Me ha concedido el honor de ofrecerte sus expresiones de amor. Te desea bienestar. Desea que sepas que es tu amiga en todas las cosas, en todo momento.
La reina hitita escuchaba con atención.
—Necesito su amistad. Soy una forastera en tierra extraña. Aquí soy reina, pero algunas personas, incluso cercanas, no son amigas.
—Lo sabemos —dijo Najt.
Ella le miró aliviada.
—El oráculo habla de una sombra. Tengo miedo de la oscuridad —añadió ella.
—Que los dioses te protejan. Confiamos en poder sacar la sombra a la luz.
—Me alegra saberlo. Envía todo mi amor a mi hermana. Haré lo que pueda por ayudarla. Y le deseo lo mismo.
—La gratitud y la lealtad de la reina a su hermana son ilimitadas —contestó Najt, al tiempo que hacía una reverencia.
Sin mirar atrás, la reina hitita y su séquito cruzaron el patio y entraron en un carruaje cubierto que se alejó a través de la puerta y salió a las calles, acompañado de guardias que corrían a pie. Se hizo un momento de silencio. Hattusa miró a Najt.
—Tal vez todo vaya bien, hermano —dijo Hattusa, como en respuesta a la extraña conversación.
—Eso espero —contestó Najt, con la vista clavada en la lejanía, por donde el carruaje de la reina se estaba alejando—. Que los dioses la protejan.
Hattusa asintió.
—De momento hemos hecho todo lo posible. Os acompañaré a vuestros aposentos para que os preparéis para el Festival de la Prisa. Después he de ir a rezar al santuario.