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Authors: Nick Drake

Tags: #Histórico

El Reino del Caos (29 page)

—Tenemos problemas —dijo en voz baja mientras se secaba la boca.

Asentí.

—Nadie sabe que estamos aquí.

—Y aunque lo supieran, ¿qué podrían hacer? —repuso—. Podrían retenernos aquí durante meses, y entretanto es posible que Ay ya haya fallecido, Horemheb marchará sobre Tebas, arrebatará el poder a la reina, y no podemos hacer nada para evitarlo… Hemos fracasado.

Nos interrumpieron voces al otro lado de la puerta. Esta se abrió y un par de sicarios de Inanna entraron en la celda. El príncipe Zannanza se acurrucó todavía más en su rincón. Hicieron alguna broma sobre el hedor. Masticaban piernas de carne asada, disfrutando de la buena comida y de nuestra hambre. Les miramos con odio. Cuando estuvieron saciados, nos arrojaron los huesos, como si fuéramos perros. El príncipe Zannanza se apoderó de uno enseguida y empezó a roer los restos de carne adherida. Yo cogí el otro hueso y lo tiré a la cara de los esbirros con todas mis fuerzas.

—¡Traednos comida digna de seres humanos! —grité.

Se limitaron a reír, de modo que cogí una de las ollas que habían tirado dentro de la celda y, dándole vueltas sobre la cabeza, me abalancé contra ellos. Retrocedieron entre carcajadas y cerraron la puerta de golpe. Arrojé la olla, que se estrelló inútilmente contra la puerta.

—¿Por qué esa zorra asesina se ha encaprichado de ti? —preguntó malhumorado Simut.

—No concuerda con mi idea de pasar un buen rato —mascullé—. La próxima vez que vuelvan, podríamos atacarles todos al mismo tiempo, huir, robarles cuatro buenos caballos en sus narices y atravesar la puerta en un periquete.

—Y después, volver con una división egipcia y arrasar este lugar, con ella dentro… —añadió Simut.

—Estamos encerrados en una celda, no tenemos armas, no conocemos este valle, y aunque escapáramos, nos cazarían enseguida —dijo Najt.

—¿Y qué sugieres tú? —replicó Simut, irritado.

Najt lo miró fijamente.

—Sugiero que recuerdes con quién estás hablando. Todavía sigo al mando de esta misión.

Simut guardó silencio.

—Van a matarnos a todos —dijo Zannanza con voz queda desde su rincón.

Simut puso los ojos en blanco, pero Najt, diplomático una vez más, se volvió para consolar al príncipe.

—Eres demasiado importante para eso. Pedirán un rescate por ti, te lo aseguro. La reina de Egipto pronto se enterará de que has desaparecido. Yo tenía que enviar mensajeros veloces en cada etapa de nuestro viaje con el fin de mantenerla informada de nuestro avance. Interpretará nuestro silencio, y contará con cierta información sobre el punto en que desaparecimos…

Simut y yo intercambiamos una breve mirada. Anjesenamón no podía hacer absolutamente nada por salvarnos. Nuestra misión era secreta. No tenía tropas que enviar para rescatarnos. Solo Horemheb tenía divisiones en el norte. Y pedirle ayuda sería convocar a la muerte. Estábamos abandonados a nuestra suerte.

—Tu padre también se enterará de que hemos desaparecido —continuó Najt—. Sin duda habrá desplegado espías a lo largo de nuestra ruta con el fin de seguir nuestro avance. Estará muy enfadado. Vendrá a rescatarte.

Zannanza miró a Najt desconsolado.

—Mi padre me desprecia. Soy la vergüenza de mis hermanos. Ninguno de ellos querrá rescatarme. Se limitarán a aprovechar mi muerte para sus propios fines. El príncipe heredero siempre se opuso a esta alianza. Ahora podrá afirmar que mi padre se equivocó al confiar en Egipto. El rey quedará avergonzado ante su propio pueblo y se le podrá convencer con facilidad de que adopte el plan de mi hermano de renovar los ataques hititas contra Egipto. Pero ¿qué más me da todo eso? Pronto habré muerto.

Y giró de nuevo la cara hacia la pared. Tenía razón. Si algo le ocurría al príncipe, el reino hitita cumpliría su amenaza y se vengaría de Egipto. La guerra de los últimos treinta años parecería el preludio de una calamidad mucho peor. Egipto sería considerado responsable. Todos seríamos considerados responsables.

—Continuamos vivos por un motivo —dije.

—¿Cuál es? —preguntó Simut.

—Existen dos posibilidades. Hay dos hombres que podrían desear acabar con el plan de establecer relaciones pacíficas entre los dos imperios mediante la muerte del príncipe. Uno es el propio Horemheb…

—Horemheb jamás encargaría al Ejército del Caos que llevara a cabo este acto de secuestro y asesinato —replicó Najt—. Si hubiera tenido conocimiento de nuestra misión, y de nuestra ruta de regreso, lo habría hecho él mismo.

—Estoy de acuerdo. Eso nos deja a Aziru —dije—. Aziru odia a Egipto porque su padre fue ejecutado por Ajnatón. Aziru es el rey de Amurru. Aziru ha pasado de ser aliado de Egipto a ser aliado de los hititas. Es casi seguro que Aziru ha mantenido contactos secretos con el Ejército del Caos. Nos quiere a nosotros.

—A estas alturas Aziru ya estará muerto. Mi petición a los hititas no pudo ser más clara —repuso Najt.

—Pero ¿cómo puedes estar seguro de que los hititas han cumplido su palabra? ¿Y si no han asesinado a Aziru? El príncipe heredero demostró ser un fiel aliado suyo, y el príncipe heredero goza del favor de su padre en este momento. Es muy probable que Aziru siga vivo. Y si lo está…

No acabé de verbalizar mi idea.

Najt tenía el rostro sombrío. Estaba pensando.

—A mí me parece que solo nos queda una probabilidad de salvarnos —dijo por fin.

—¿Cuál? —preguntó Simut.

—El interés de Inanna en Rahotep. Le gustas. De modo que hemos de pensar en la mejor forma de aprovechar dicha circunstancia en nuestro favor, porque puede significar la diferencia entre el fracaso y el éxito. Entre la vida y la muerte.

—¿Me estás pidiendo que la seduzca? —pregunté, atónito.

—No te lo pido. Te lo ordeno.

Simut se rió a carcajadas, asombrado por aquella idea. Pero Najt me miraba muy serio, con frialdad.

—Conoces a mi esposa. Conoces a mi familia. No puedes pedirme que haga algo semejante… Sería una traición a todo cuanto estimo —tartamudeé.

—No te ordeno que te acuestes con ella. Pero su atracción hacia ti es un punto débil muy importante. Hemos de explotarlo. Has de averiguar todo lo que puedas sobre los planes que nos reserva. Por encima de todo, te concedería la oportunidad de convencerla de las ventajas de llegar a un trato con Egipto que garantizara nuestro regreso sanos y salvos. Es avariciosa. Solo desea la mejor ganancia a cambio de sus posesiones. Tal vez podríamos convencerla de que nuestro acuerdo sería mejor que el que podría ofrecerle Aziru, si es que continúa con vida. Pero date prisa. Si Aziru u Horemheb, o algún otro que aún no conocemos, está detrás de nuestro secuestro, pronto llegará para reclamar su presa. Y creo que entonces ya nada impedirá que nos maten.

30

Estuve gritando el nombre de Inanna durante toda la tarde, y por fin aquella noche me condujeron por primera vez a su presencia. Al poco de oscurecer llegaron sus esbirros, apartaron a patadas a Simut y Najt y me obligaron a ponerme en pie. Me desnudaron, me mojaron con agua, dos mujeres me lavaron y me dieron una túnica. Ataron mis manos a la espalda, me acompañaron hasta el centro de una estancia y me dejaron allí, a la espera.

Habían encendido lámparas de aceite, las cuales arrojaban una luz poco intensa, casi romántica. Ardía incienso en las sombras. Una extraña reunión de estatuas de deidades de tierras diversas decoraba las paredes. Y entonces, la mujer que mataba hombres, montaba en un corcel, rajaba las caras con un cuchillo y lamía sangre, entró ataviada con una hermosa túnica de lino rojo. Sobre su espalda caía una capa de plumas ornamentada, como las alas de un ave extraña. La formaba una hondonada delante: llevaba los pechos desnudos. Su rebelde pelo rizado había sido trenzado con hilo dorado hasta formar una especie de corona. Pulseras de oro brillaban en sus muñecas y tobillos. Paseó a mi alrededor y me examinó con una sonrisa casi tímida. Me sentí como un esclavo a la venta. Cortó las cuerdas que sujetaban mis manos y me indicó con un ademán que tomara asiento en un taburete. Después ella se sentó en un trono dorado y apoyó los pies sobre dos leones de madera tallada con hermosas incrustaciones. A cada lado se erguían dos grandes estatuas de aves con cara redonda, ojos vigilantes y picos afilados, muy parecidos a nuestra ave de cabeza humana, nuestro espíritu
ba
. Me senté ante ella como un devoto. Un criado movía sobre ella un abanico de plumas de avestruz.

Las bandejas que teníamos delante estaban llenas de carnes asadas, verduras, racimos de uvas y soberbias granadas. Cortó una pierna de ave asada, clavó el cuchillo y me la ofreció. Yo me moría de hambre, y si bien me desagradaba comer con ella, tenía que hacerlo. El tiempo se nos estaba agotando. Acepté la carne e intenté comer despacio.

—Dicen que nací con un cuchillo entre los dientes —dijo en voz baja—. Maté por primera vez cuando tenía diez años.

—¿Qué mataste? —pregunté, suponiendo que se refería a algún animal en el curso de una cacería.

—A veces, viajeros y mercaderes se arriesgaban y seguían los caminos que conducen a nuestro valle. Así que esperé, y al cabo de poco llegó una caravana. Pensaron que no era más que una niña. Qué estúpidos. No me tomaron en serio. Retuve como rehén a un mercader, con mi cuchillo apoyado contra su garganta, y obligué a los demás a darme oro y un caballo a cambio de la vida de su amo.

—¿Y después?

—Y después le corté la garganta —dijo con calma, y mordió con cuidado otro pedazo de carne.

Yo no dije nada. Quería que hablara.

—Los hombres daban por hecho que podían vencerme y maltratarme. Y cuando yo aún era demasiado joven para saber cómo vengarme, lo hacían. A menudo. Pero en cuanto aprendí a defenderme, empecé a matarles con mi cuchillo. Y desde entonces han aprendido a tomarme en serio.

Dejó que las palabras colgaran en el aire.

—La venganza es importante —dije.

Sus ojos escrutaron los míos. Me obligué a sostenerle la mirada lo máximo posible.

—¿Por qué dices eso? —preguntó.

—Porque un gran amigo mío fue asesinado. El ansia de venganza me acompaña cada día de mi vida.

—Tal vez llegue el día en que puedas satisfacer esa ansia —dijo en tono misterioso.

—Lo deseo en grado sumo.

—En tal caso, deberás complacerme en grado sumo.

Intenté devolverle la mirada. Sabía que tenía que intentar hacer lo que Najt me había ordenado.

—¿A cuántos hombres has matado? —pregunté.

—¿Por qué? ¿Te impresiona la sangre?

—Tú me impresionas —repliqué. Y casi era verdad. Pese a su barbarie, me atraía. Fingió acoger con desdén mi alabanza, pero yo sabía que había tocado un punto débil. Y entonces lo comprendí: se sentía sola.

—Los hombres aman el miedo —dijo—. Consigue que se sientan vivos. Pero tú eres diferente. Tal vez has superado el miedo debido al poder de tu deseo de venganza.

La luz que arrojaban las lámparas de aceite tembló. Las paredes de la sala ondularon con las sombras cambiantes.

—El príncipe hitita retenido en tu celda es una presa muy valiosa. Su padre pagaría generosamente por su regreso.

Ella no dijo nada; se limitó a servir más vino de una hermosa jarra. Probé de nuevo.

—Egipto posee todo el oro del mundo. Negocia con Tebas su liberación. Tu recompensa será munificente.

Me pasó una de las copas.

—Si Egipto y Hatti valoran hasta tal punto a ese guapo chico, quizá debería obligarle a escribir dos cartas y después cortarle las manos y enviar cada una sujetando su ruego, como prueba de que está vivo y en mi poder.

Observé que cataba el vino y lo bebía con aire pensativo.

—No me interesa saber por qué el hijo del rey hitita viaja por semejante ruta, con tanto secreto, hasta la corte egipcia. Tampoco me interesa saber por qué autoridades egipcias de alto nivel le acompañan. Ni por qué el hombre que encargó vuestro secuestro quiere mataros con sus propias manos. Para mí, carece de toda importancia.

Nuestras sombras ondulaban sobre las paredes. Enlazó los dedos cargados de anillos y me miró con detenimiento. A veces su belleza asomaba a la superficie, otras veces se disolvía en una fría máscara de ira.

—No puedes hacer nada por salvar a tus amigos o a ese príncipe hitita. Ya están muertos. Pero puedes elegir otro destino para ti.

—Jamás elegiría sobrevivir al precio de la muerte de mis amigos —repliqué.

—Pues claro que sí. Yo podría ofrecerte una nueva vida. Si te unieras a mí, disfrutarías de la mejor fruta de este mundo y del otro. A mi lado.

¿Qué podía decir?

—Tu oferta me honra… Dame tiempo para pensarlo…

—No me rechazarás —dijo ella en voz baja—. Has de elegir. Muerte o vida.

Nuestros ojos volvieron a encontrarse, y esta vez no aparté la mirada.

Dio una palmada y un criado entró cargado con una caja de madera bellamente taraceada, una fuente de plata sobre largas y elegantes patas, y una vela. Ella abrió la caja y sacó un pedazo de algo marrón oscuro y pegajoso. Lo depositó en el plato y dejó que se calentara y fundiera sobre la llama de la vela. Cuando empezó a despedir humo, entonó muy seria una breve oración.

—¿A qué dios estás rezando? —pregunté.

—¡A ningún dios! A mi diosa. La reina del Inframundo. A Ishtar.

—No la conozco —dije, y recordé que la reina babilonia de Hatti había identificado el símbolo de la estrella negra.

—Es la diosa del Amor y de la Guerra. Tiene alas de muchos colores. Sus pies son las garras de un águila. Se alza sobre la espalda de dos leones. Sostiene en sus manos la vara y el anillo de la justicia. Es todopoderosa.

Entonces me ofreció su mano enjoyada.

—Ven —dijo—. Ha llegado el momento de que la conozcas. Ha llegado el momento de soñar.

31

El tiempo contenido en una gota de agua es infinito. Mientras la contemplaba, recogida en sí misma a su propio ritmo, supe que la pletórica belleza de la gota de agua contenía mil años. Una quietud dorada flotaba en mi interior, y era el calor y la luz del propio Ra. Una pesada calma se adueñaba de mis manos y pies, que se hallaban muy lejos. De haberlo deseado, habría podido levantar la mano derecha y recoger las estrellas cual gemas celestes, o arrebatar con delicadeza la luna a la inmensa oscuridad y sostenerla sobre mi palma, delicada como una mariposa. Las paredes del aposento flotaban cual agua transparente. Las llamas de las lámparas oscilaban con libertad, como peces, siguiendo el paso del tiempo, atravesando el reino insustancial de dioses y reyes. Lo que estaba cerca se hallaba asimismo muy lejos. La belleza y una gloriosa calma lo iluminaban todo. Estaba soñando, pero jamás en toda mi vida, que ahora se me antojaba un sueño, me había sentido tan despierto. Las pesadumbres y los temores del pasado se habían reducido a diminutas figuras sobre barcas de caña dispuestas a surcar el océano del Más Allá, iluminado por el sol. Mi ser formaba parte de la gloria centelleante e infinita de sus aguas. Me movía hacia delante, barriendo las luces con mis manos, y alzaba su brillo hasta mi rostro, adentrándome cada vez más en el eterno deleite de la luz…

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