—Quería iniciar una nueva era. Sin reyes, sin dioses… Purgar todos los errores del pasado. Pensaba que podría crear un mundo perfecto, a su imagen y semejanza. Pensaba que era incorruptible. Pero no era así. Descubrió que le gustaba matar… —Guardamos silencio un momento—. Todos sus secretos murieron con él. Nadie más sabe la verdad sobre Obsidiana, ni tampoco que la división Seth entrara opio de contrabando.
—Salvo tú.
—Sí.
Supuse que ordenaría detenerme al punto, para ser enviado como cautivo a la prisión más oscura, de la cual jamás regresaría. Pero rebuscó en el interior de una bolsa de piel y sacó un anillo de oro de gran calidad.
—Toma. Tu recompensa —dijo.
Lo sostuve en la palma.
—No lo quiero —contesté, y lo tiré con indiferencia sobre el gran montón de oro que teníamos delante.
Horemheb se quedó muy sorprendido.
—Entonces, ¿qué quieres?
—Quiero que liberes a Simut. Quiero que permitas a la reina vivir en privacidad. Y después, quiero volver a casa.
Reflexionó un momento.
—Incluso ahora, cuando deberías aferrarte a tu recompensa, sigues leal a esa desastrosa dinastía…
—Soy leal a ella.
Me miró fijamente.
—Tu lealtad es encomiable, pero temo que tendrás que llorar a tu reina. Ha muerto. Murió por su propia mano. Veneno. Suministrado, según me han informado fuentes de confianza, por tu viejo amigo Najt.
Di media vuelta.
—Era el final inevitable. No nos pongamos sentimentales. No era más que una cuestión de política. Ahora por fin será posible reconstruir Egipto. Por supuesto, destruiré los nombres de su dinastía y usurparé sus monumentos. Las piedras de sus templos serán demolidas para construir nuevos templos, en mi nombre y en el nombre de mi dinastía. Ahora soy el rey, pero nací de baja cuna. No lo he olvidado. Promulgaré un nuevo edicto de medidas excelentes. Nombraré nuevos jueces, nuevas autoridades y nuevos tribunos regionales que supervisarán la mejora de las leyes. La maldad no será tolerada. El robo será castigado con severidad. La corrupción en el seno de los instrumentos de justicia será castigada con severidad. Los delitos contra la justicia serán castigados con severidad.
—¿Y tus oponentes? ¿Qué será de los hombres como Simut, hombres buenos, hombres honorables? ¿Los torturarás y ejecutarás? ¿Los miembros del antiguo régimen desaparecerán de noche en prisiones oscuras y no volverá a saberse de ellos nunca más? ¿Perseguirás y asesinarás a tus enemigos?
—Habrá juicios públicos, y los que se me opongan responderán de sus fechorías ante un juez, si es necesario con su vida. Los que se arrepientan quedarán en libertad, con la condición de una lealtad absoluta.
Se acercó más.
—He tenido muchos años para pensar en lo que haría durante mi reinado. No me interesa la riqueza personal. El oro nunca me ha complacido. Solo me interesa Egipto. Hay mucho que hacer. Necesito hombres de confianza. Hombres que no estén enamorados del oro. Tu lealtad a la reina me ha impresionado. Sé muy bien que las autoridades de los medjay de Tebas son mediocres. Esta ciudad necesita una mano nueva que restablezca la fe en las leyes y la seguridad en las calles.
—Nebamón te ha recibido con los brazos abiertos.
—Nebamón no es idiota. Es perro viejo y sabe que su tiempo ha terminado. Aceptará una compensación decente, consistente en el oro que siempre ha codiciado y la posición social a la que siempre ha aspirado. Se retirará a su villa del campo y beberá hasta embrutecerse. De modo que se producirá una vacante. Necesitaré a alguien de confianza para que asuma ese cargo…
Me estaba ofreciendo un gran premio. Contemplé las pilas de oro amontonadas a mis pies. Mucho se había perdido por aquella terrible gloria.
—No soy de confianza —contesté.
—Tal vez por eso te respeto. Estos son días de ajustar cuentas, Rahotep. Ha llegado el momento de tomar decisiones y de efectuar veloces cambios. Piénsalo con detenimiento.
Me detuve ante la gran puerta de madera de la mansión de Najt y vacilé. Después llamé tres veces. Oí pasos. La puerta se abrió poco a poco. Tanefert me miró. Yo no podía hablar. Levantó la mano lentamente y tocó mi mejilla con cautela, sin atreverse a creer que estuviera vivo. Entonces empezó a propinarme puñetazos, furiosa y dolida, pero de repente se derrumbó. La tomé en mis brazos justo a tiempo.
Cruzamos el Gran Río a la luz del sol para asistir a los ritos funerarios de Jety: la esposa de Jety, Kiya, y su hija, y su hermano menor Intef, y mi familia. Todos íbamos vestidos de lino blanco. El estómago de Kiya estaba hinchado: el bebé estaba creciendo. Las chicas iban sentadas juntas, y la hija de Jety recibía la generosa compañía de mis hijas, con el rostro atento a la extraña seriedad del ritual. Tanefert intentaba consolar a Kiya, pero para ella el tráfico del río que nos rodeaba era simplemente irreal.
Me descubrí contemplando el brillo de la luz sobre las aguas, fascinado y ausente. Desde mi regreso a casa, y de entre los muertos, tres semanas antes, me había mantenido apartado. La dolorosa agonía de renunciar a mi adicción había terminado por fin. Pero me sentía vacío e indiferente. La oscuridad continuaba alojada en mi interior. Había contado todo a Tanefert la primera noche que volvimos a casa. Y su silencio había tomado posesión de la casa del mismo modo que los soldados de Horemheb habían tomado posesión de la ciudad. Dormíamos como desconocidos, y sus ojos me evitaban durante el día. Cuando me senté en el barco, mi hijo insistió en sentarse conmigo, con su mano en la mía, como si tuviera miedo de perderme otra vez. Escrutaba mi cara, tal vez en busca del padre al que recordaba y ya no reconocía.
En la tienda del embalsamador, en la orilla occidental, nos encontramos con el ataúd de Jety y el cortejo de sacerdotes y plañideras que le acompañarían. El ataúd descansaba sobre sus andas cubiertas, adornado con ramos de flores, que los hombres del embalsamador llevarían hasta el cementerio. Insistí en colaborar con sus esfuerzos. Quería sentir el verdadero peso de la muerte de Jety mientras cargaba con el ataúd de mi amigo hasta su tumba. Las plañideras profesionales iban delante de nosotros con sus mantos azules, mesándose el cabello y dándose golpes en el pecho. Detestaba sus aullidos y gritos, tan ensayados como falsos. El cofre que contenía los vasos canopos era portado sobre unas andas por más hombres del embalsamador. El sacerdote, ataviado con una piel de pantera que colgaba de su espalda, se inclinó sobre el ataúd, derramó leche en el suelo y esparció incienso en el aire brillante de la mañana. Detrás venían los criados del funeral, cargados con bandejas, alimentos y flores, jarras de vino y cerveza, y las demás necesidades del banquete fúnebre. Y detrás de estos, otros hombres portaban los escasos objetos de la vida de Jety que le acompañarían en la tumba.
Llegamos al cementerio, y a la tumba. El sacerdote lector nos esperaba entonando oraciones y conjuros del rollo de papiro que sostenía ante él. La momia de Jety estaba apoyada verticalmente, y el sacerdote se dispuso a preparar los instrumentos que necesitaría para la ceremonia de la apertura de la boca y los ojos. El sacerdote lector empezó a recitar las instrucciones, y el sacerdote se acercó a la estatua de la tumba de Jety. Lo intenté, pero fui incapaz de reconocer su rostro en las facciones generalizadas que los embalsamadores le habían dado. Ahora era uno más de los innumerables muertos. Tras los gestos prescritos, los conjuros y las libaciones, el sacerdote tomó los instrumentos de su tablilla de alabastro, uno a uno, y tocó la cara de la estatua con el cuchillo bífido
pesesh
, el formón, la azuela y la vara terminada en cabeza de serpiente, con el fin de restaurar los sentidos del fallecido para que pudiera vivir de nuevo en el Otro Mundo, así como comer y pronunciar su nombre. Hizo las ofrendas de incienso y natrón, de comida y vino, y de los cortes de carne tradicionales: la pata delantera y el corazón. Todo este ritual tenía como propósito reunir las partes del cuerpo y el espíritu, y yo solo podía confiar en que la magia obrara su efecto y devolviera las partes mutiladas del cuerpo de Jety a su nuevo yo entero, a la hermosa luz del Otro Mundo.
Hacía calor. Los niños, que se habían mostrado atemorizados y fascinados, empezaron a pasear la vista a su alrededor, algo confusos y aburridos. Tanefert dio a cada uno un sorbo de agua. Intef parecía aturdido. Kiya tenía la vista clavada en el frente, mientras sostenía la mano de su hija. La niña debía de estar intrigada ante aquellos complicados rituales y la encarnación de su padre en esa forma de madera anónima.
Finalmente, los ritos concluyeron. Bajaron el ataúd de Jety por los pequeños peldaños hasta la cámara funeraria. El cofre canopo descansaba en su nicho. Descendí al angosto espacio de la tumba. Allí, alrededor de la momia, deposité su tablero de
senet
, ante el cual habíamos pasado tantas horas jugando, su bastón de rango y su cuchillo, que, según el ritual, rompí para que no pudieran utilizarlo contra él en la otra vida. Y después dejé delante de Jety el rollo de papiro del Libro de los Muertos que había encargado especialmente para él, con su nombre completo escrito, y susurré mi oración más sincera por su otra vida, para que superara los juicios de la muerte y llegara al Campo de las Cañas, y para que disfrutara de todos los placeres y la paz que no había conocido en esta vida, y para que, si podía, me perdonara algún día por haberle fallado.
Kiya e Intef besaron su apoyacabezas, y después me lo pasaron para que lo depositara al lado del ataúd. Pero cuando su hija me dio sus sandalias favoritas, Kiya se puso de repente a llorar con unas sacudidas terribles e incontrolables. Su hija la abrazó, y Tanefert acudió en su ayuda. Entonces, todas las chicas se echaron a llorar al unísono. El banquete del funeral quedó preparado enseguida. Volvimos a subir la escalera y, a la luz del día, todos se quedaron juntos a la puerta de la capilla, comiendo y llorando, llorando y comiendo. Yo fui incapaz de hacer ninguna de ambas cosas.
Los sacerdotes y embalsamadores susurraron sus condolencias y excusas, y regresaron hacia el río, con sus herramientas y demás parafernalia para los ritos. Las plañideras profesionales ya se habían marchado a otro compromiso, otro entierro. La muerte estaba en todas partes, por supuesto.
No había nada más que hacer. Todo se había consumado. Tanefert se acercó a mi lado. No hablamos. Tomé su mano con mucha cautela, y esta vez me lo permitió. Permanecimos así unos momentos escasos, pero vitales. Después, tras un breve apretón, retiró su mano, reunió a nuestros hijos y se marchó con ellos.
Kiya se quedó rezagada; no quería marcharse. Nos quedamos juntos en el calor. Me miró.
—Yo le quería —dije.
Ella asintió.
—Él lo sabía.
Tocó su vientre. Sus palabras y el dolor de su rostro, así como la tristeza por el niño que llevaba en su seno y que jamás conocería a su padre, me afectaron de repente e inundaron mi muerto y negro corazón. Y después derramé amargas lágrimas, bien a mi pesar. Mis sollozos de tristeza carecían de palabras, eran impotentes como los de un niño. Lloré por lo que había puesto en peligro, por lo que había perdido, por la persona en que me había convertido. Ella me abrazó, mientras yo me doblaba en dos, como pudo.
Mientras regresábamos hacia el Gran Río, tomados del brazo, guardamos silencio. Pero justo antes de llegar al barco se volvió hacia mí.
—Cuando el niño nazca, si es varón, le pondré el nombre de su padre.
—Es un nombre estupendo para transitar por la vida.
—Su padre vivirá a través de él. También será un buen hombre. Tú le cuidarás. Tú serás el sustituto de su padre —se limitó a decir.
Año primero del reinado del rey Horemheb, Horus está jubiloso
Tebas, Egipto
Nuestro esquife descansaba en los bordes del Gran Río, entre los lechos de cañas, un poco al sur de la ciudad, a la sombra moteada. Era una tarde silenciosa. Amenmose y yo estábamos tendidos con las cañas de pescar en la mano. Tot, acuclillado en la proa, nos observaba con suspicacia al tiempo que lanzaba veloces miradas a un lado cuando los peces cazaban insectos y provocaban repentinas ondas. Odiaba el agua. Los patos discutían y los pájaros cantaban invisibles en los espesos bosques de papiros. Al otro lado del agua se oían los gritos de otros pescadores, y más lejos a los agricultores y sus hijos, que trabajaban en los campos. Ofrecí a mi hijo un poco de pan, que tomó y masticó con aire pensativo.
—Padre… —dijo, la forma en que solía iniciar un largo interrogatorio sobre cuestiones filosóficas.
—Hijo…
—¿Qué pasa cuando morimos?
—Bueno, esa es una larga historia. Primero, nuestro corazón ha de ser juzgado en presencia de Osiris y de los cuarenta y dos jueces.
—¿Por qué?
—Para ver si hemos sido buenos en esta vida.
—¿Y cómo lo pueden saber?
Me miró con los ojos entornados a causa de la fuerte luz del sol.
—Pesan tu corazón en una balanza y en la otra colocan la pluma de la verdad, que pertenece a la diosa Maat, y has de negar que hayas cometido fechorías.
—Y después, ¿qué?
—Si tu corazón pesa más que la pluma, por causa de maldades o fechorías, será devorado por Ammut, quien espera al lado de la balanza. Es un demonio femenino con cabeza de cocodrilo y patas traseras de hipopótamo. Pero, si eres listo y veloz, puedes pedir perdón antes de que te cace.
—¿Cómo? —preguntó, picado por la curiosidad.
—Has de hacer una ofrenda a Osiris, porque es el dios de la Verdad. Has de decir: «Oh, señores de la justicia, engullid la maldad que anida en mí. Sed misericordiosos conmigo y disipad toda ira que anide en vuestro corazón contra mí».
—Así que la próxima vez que te enfades conmigo, o con cualquiera de nosotros, ¿podemos decir eso?
—Podéis probar… —dije sonriente.
Guardó silencio un largo momento.
—¿Cómo es el Otro Mundo? —preguntó.
Paseé la vista a mi alrededor, contemplé el inmenso cielo y las aguas brillantes, y la ciudad a lo lejos, con los pilonos de los templos, los palacios de piedra y los barrios pobres. Miré hacia el este, y el misterio del renacimiento de Ra, y al oeste, el gran desierto, donde Ra se pone cada noche en el lugar de los muertos. Alcé la vista hacia la forma oscura y perfecta de un halcón que pasaba volando en silencio sobre el rostro del sol. Pensé en el futuro en el que mi hijo viviría, bajo un nuevo rey y una nueva dinastía. Miré las verdes aguas del Gran Río, siempre en movimiento, y recordé a mis muertos. Recordé a mi padre, y a los muchachos nubios muertos, y a Jety, y a Anjesenamón. Pero sus rostros ya no me atormentaban. Podía mirarles frente a frente. Pensé en la oferta de Horemheb. Tal vez, al fin y al cabo, podría hacer algo por cambiar el mundo en el que mis hijos crecerían.