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Authors: Arturo Pérez-Reverte

El puente de los asesinos (9 page)

—¿Cómo van las cosas por aquí?

Nuestro amigo, que también se acompañaba con un vidrio de vino, hizo un gesto vago, de soldado paciente. Las cosas iban como siempre, dijo. Pendientes de lo que pasaba al otro lado de los Alpes. Las armas del emperador Fernando seguían venciendo en el norte de Alemania, lo que no era poco, merced al eficaz concurso de las tropas españolas. Después de los triunfos de Tilly y Wallenstein, el rey de Dinamarca estaba en pésima situación; por Milán se rumoreaba que no tardaría en firmar la paz con Austria. Entonces los tercios podrían dedicarse, por fin, a aplastar a los rebeldes holandeses.

—¿Y los suecos? —quise saber— ¿Se mueven?

—Se moverán. Nadie duda de su entrada en la guerra, un día u otro, en apoyo de los protestantes. Y el rey Gustavo Adolfo es un enemigo formidable.

—Feo panorama —opinó el capitán—. Poco arroz para tanto pollo.

Rió Lopito con la metáfora. Luego se encogió de hombros.

—Más pollos picotearán si Richelieu consigue tomar La Rochela a los hugonotes y se ve con las manos libres... Acabamos de saber que el sitio en regla de la ciudad ha empezado ya; y aunque puede durar meses, no se duda del resultado... Los franceses siguen con un ojo puesto en Lombardía y otro en la Valtelina.

—Pues hace veinte años —objeté—, nuestros tercios llegaron a las puertas de París.

—Ha llovido mucho desde esos tercios —apuntó el capitán, entre dos cucharadas.

Lo sabía mejor que nadie, pues él mismo había estado allí, peleando en el asalto de Calais y en la encamisada y saqueo de Amiens, en tiempos del archiduque Carlos y del entonces rey de Francia Enrique IV, llamado el Bearnés. Por su parte, Lopito se mostró de acuerdo en lo del llover. Y me temo, añadió, que de aquí a poco se nos van a multiplicar los enemigos.

—España contra todos, como siempre —concluyó—. Ni a vuestras mercedes ni a mí nos faltará trabajo.

Solté una risa escarmentada, veterana, cuajada en Flandes y las galeras de Nápoles.

—Lo que faltará, también como siempre, es dinero para las pagas.

Lopito nos miraba inquisitivo. Estaba claro que la curiosidad le roía los adentros; pero, como gentil amigo que era, evitaba ser descomedido.

—No estoy al corriente de vuestra misión —comentó al fin—. Y me han prohibido interrogaros sobre ella... En vista de los preparativos y la cautela, debe de ser trazo grueso.

No quiso ir más allá, acabando con una sonrisa prudente. La mirada tranquila del capitán Alatriste se cruzó un momento con la mía. Después volvió a posarse en el joven alférez.

—¿Qué os han dicho?

Alzó el otro las palmas de las manos, evasivo.

—Sólo que sois un grupo escogido de matarifes... Y que habrá golpe de mano.

—¿Alguna hablilla sobre nuestro destino?

—Se dice de Mantua y el Monferrato.

Me tranquilicé en los adentros. Ni una palabra sobre Venecia. El capitán miraba inexpresivo a Lopito, como si nada acabara de escuchar.

—¿Y por qué Mantua? —pregunté.

Porque ese pastel, respondió nuestro amigo, estaba pidiendo que se lo comieran. El duque Vincenzo andaba muy quebrantado de salud, no tenía hijos, y el partido francés —apoyado bajo cuerda por el papa— movía en aquel estado sus piezas con descaro.

—Por aquí se dice que podríamos jugar la partida por adelantado, madrugándoles a todos... Un lindo acto de fuerza, a la española —Lopito hizo el gesto de degollar, pasándose un dedo por la gorja—. Ris, ras. Visto y no visto.

Dicho todo eso, el joven se quedó mirando al capitán Alatriste, esperando que de algún modo, sin abdicar de la reserva oportuna, confirmara sus palabras. Pero mi antiguo amo permaneció impenetrable, sosteniéndole la mirada. Al cabo el capitán contempló su vaso, lo llevó a los labios, mojó el mostacho con mucha parsimonia y volvió a mirar a Lopito sin cambiar el semblante.

—Somos mudos, señor alférez —dijo con mucha suavidad.

Hizo el otro un ademán resignado, cual si en realidad no hubiera esperado otra cosa.

—Claro —alzó el vino en un brindis sincero—. Lo comprendo.

Bebimos el resto de la damajuana, y mientras rebañábamos el fondo del puchero derivó la conversación hacia asuntos familiares, como la buena salud del padre de nuestro amigo, de quien éste acababa de recibir carta. Como ya conté en otra ocasión a vuestras mercedes, Lope Félix de Vega Carpio y Lujan era fruto legalmente reconocido de los amores de su padre con la comedianta Micaela Lujan: esa a la que el Fénix de los Ingenios se refirió siempre en sus versos como Camila Lucinda. No fueron buenas en los primeros tiempos las relaciones entre padre e hijo, por salir éste díscolo y poco amigo del estudio.
«Con los disgustos de Lopito
—escribió Lope de Vega en cierta ocasión—
no he podido acabar el trabajo. A causa de sus desatinos y necedades, apenas le conozco cuando acaso lo veo».
Al cabo, los roces y desacuerdos resolvieron al mozo a buscar la vida en la milicia, alistándose en las galeras del tercio de Sicilia bajo la protección del marqués de Santa Cruz, amigo de su padre e hijo del legendario almirante don Álvaro de Bazán. La precoz vida de soldado de Lopito habría de inspirar al gran Lope, ya reconciliado con su vástago en el tiempo que narro, aquellos afectuosos versos de la
Gatomaquia
, obra burlesca que más tarde dedicó precisamente a Lopito:

Armado y niño, en forma de Cupido
,

con el marqués famoso

de mejor apellido
,

como su padre, por la mar dichoso.

Orgullosa dedicatoria, ésta
—«A don Lope Félix del Carpio, soldado en la Armada de Su Majestad»—
, que el hijo nunca llegaría a leer, pues en el mismo año de su publicación, que fue el de mil seiscientos treinta y cuatro, mientras el capitán y yo nos batíamos en Nördlingen contra los suecos, el joven y desventurado alférez encontraría la muerte durante el naufragio de su barco, en el curso de una aventurera expedición en busca de perlas a la isla Margarita. Tristísimo hecho que también habría de inspirar al desolado padre aquellos otros versos que concluyen:

Pues muere quien tan tierna edad vivía

y vivo yo cuando morir debía.

Pero muy lejos estábamos, en los tiempos de Milán, de imaginar lo que el destino depararía a nuestro querido Lopito, ni lo que nos reservaba a nosotros. Que de conocerse tales cosas, desmayaría temprano el hombre de toda lucha y todo trabajo, y mano sobre mano se dedicaría a esperar el final sin otro empeño, a la manera de los filósofos antiguos. Pero nosotros no éramos filósofos, sino hombres moviéndose por el territorio incierto y hostil de la vida, sin otra ambición última que asegurarnos el modo de comer caliente y dormir bajo techo, a ser posible en buena y blanda compañía; sin otro patrimonio que nuestra exigua paga de soldados, el acero que nos daba de comer y los seis pies de tierra que, como sepultura, nos aguardaban en alguna parte, caso de no acabar pasto de los peces. Pues cual españoles que éramos, propios de nuestra áspera condición y nuestro siglo, el único día que podía considerarse fácil y sin inquietud era el que dejábamos atrás por ya vivido.

—Los cuatro grupos actuarán concertados, mientras se celebra la misa de gallo en San Marcos —explicó el hombre del cabello largo—. Uno se encargará del Arsenal, otro del palacio ducal, otro de la aljama judía y otro de quienes están en misa... A la misma hora, con el cambio de guardia, se sublevarán los mercenarios dálmatas que guarnecen el castillo Olívolo, los tudescos del palacio ducal y los suecos y valones de los fuertes que protegen la boca del Lido, asegurándonos la comunicación con el Adriático... Para entonces estarán por la parte de afuera diez galeras españolas con tropas, por si es necesario un desembarco. Pero ése sería el último recurso. Todo debe aparentarse hechura de los propios venecianos, descontentos con el gobierno del dogo Giovanni Cornari, que como mucho habrán pedido a España que se mantenga a la expectativa.

Diego Alatriste apartó un momento los ojos del plano de Venecia extendido sobre la mesa y miró alrededor. La sucia claridad gris que entraba por los vidrios emplomados de la ventana no bastaba para la estancia, y dos candelabros con gruesas velas encendidas aportaban la luz necesaria. Las llamas de cera iluminaban los rostros de los otros tres hombres sentados en torno a la mesa, inclinados sobre el plano mientras el individuo de bigote, mosca y cabello largo —se llamaba Diego de Saavedra Fajardo, y era el mismo al que Alatriste vio junto a Quevedo y el conde de Oñate en la embajada de Roma— detallaba la función de cada cual. Aunque a ninguno de los otros lo había conocido antes Alatriste, el aspecto le era familiar por común a su oficio: jubones o coletos de ante o cuero, rasgos duros con algunas cicatrices, mostachos tupidos, piel curtida por la intemperie y los rigores de la guerra. Sus armas, desceñidas al llegar, se amontonaban en un sillón, junto a la entrada: recias vizcaínas y buenas espadas de Toledo, Sahagún, Bilbao, Milán o Solingen. No era necesario mirar dos veces a sus propietarios para reconocer a soldados veteranos. Gente cruda y escogida.

—Nadie creerá lo de la inocencia española, por supuesto —seguía diciendo Saavedra Fajardo—. Pero ése es problema ajeno. Para entonces, si todo ha salido bien, Venecia tendrá un nuevo gobierno. Un dogo alejado de Francia, Inglaterra y el santo padre... Más amigo del rey católico y del emperador Fernando.

El secretario de la embajada de Roma hablaba con desembarazo de hombre hecho en negocios de Estado, aunque su tono era algo distante, un punto desdeñoso: el de alguien a quien incomoda explicar asuntos graves a gente no versada en alta política. Hizo una pausa para mirar a los presentes, asegurándose de que todos habían penetrado el sentido último de sus palabras, y se volvió ligeramente hacia un sexto personaje, sentado en un sillón más alto y lujoso que las comunes sillas de los otros, en la cabecera de la mesa aunque un poco retirado de ésta. Lo hizo con extrema deferencia, cual si pidiera licencia para proseguir; y el otro pareció otorgársela con un movimiento casi imperceptible de la cabeza.

—Hay tropas venecianas implicadas —continuó Saavedra Fajardo—. Varios capitanes descontentos, pagados en parte con oro y en parte con promesas, secundarán el golpe...

Eso era lo admirable de los poderosos, reflexionó Diego Alatriste sin apartar sus ojos del hombre sentado en el sillón. Ni siquiera tenían que esforzarse en despegar los labios para dar órdenes: se las solicitaban de oficio, y bastaba un parpadeo para que fuesen obedecidas en el acto. Por lo demás, aquél era de los que sabían hacerse obedecer: Gonzalo Fernández de Córdoba, gobernador de Milán. A pesar del abismo de calidad entre ambos, Alatriste pudo reconocerlo apenas el otro entró en la habitación sin protocolo ni presentaciones, con todos de pie, y tomó asiento en silencio, como al margen, mientras Saavedra Fajardo empezaba sus explicaciones. Nunca antes lo había visto Alatriste tan de cerca, ni siquiera cuando sus caminos se cruzaban en los mismos campos de batalla, revestido de arnés el entonces maestre de campo, a caballo y rodeado de su gente de estado mayor. Descendiente del Gran Capitán, encargado de los asuntos milaneses desde la marcha de su cuñado el duque de Feria, el ilustre militar aún no había cumplido los cuarenta años. Esta vez no se cubría con peto de acero ni llevaba botas altas, espuelas y sombrero de airosa pluma, sino zapatos de tafilete, medias de seda negra, calzón de terciopelo azul oscuro y jubón de lo mismo con valona de Flandes. Tenía la mano diestra enguantada de fina gamuza, sosteniendo el otro guante; y la desnuda zurda, tan fina y aristocrática como su rostro melancólico —patillas con rizos y bigote de puntas finas y engomadas—, no empuñaba la bengala de mando sino que descansaba, lánguida, en el brazo del sillón, luciendo un anillo con una piedra preciosa que, de ser auténtica, bastaría para emborrachar a una compañía de tudescos durante un mes.

—También hay personajes señalados de la República que apoyan todo esto —continuó diciendo Saavedra Fajardo—. Serán quienes, una vez logrados los objetivos, asuman la dignidad del gobierno. Pero eso ya es política, y en nada interesa a vuestras mercedes.

Uno de los militares sentados a la mesa dio una palmada sobre ésta y se echó a reír, suave.

—Lo nuestro es el degüello —murmuró—. Y punto.

Sonrieron los otros, Alatriste incluido, mirándose unos a otros. Repentinamente solidarios entre sí. El que había hablado —fuerte de hombros, de rostro redondo y cerrada barba negra— rió un poco más y luego ojeó de soslayo al gobernador, intentando averiguar si su impertinencia había sido mal recibida. Pero Gonzalo Fernández de Córdoba se mantuvo impasible. Por su parte, Saavedra Fajardo miró al que había hablado, con aire de censura. Saltaba a la vista que la palabra
degüello
le parecía improcedente. Un pistoletazo en mitad de su calibrado discurso diplomático.

—Es un modo de decirlo —admitió, molesto.

—Y algo de galima, de paso —aventuró otro militar de acento portugués, rostro enjuto con grandes entradas en el pelo y mostacho pajizo.

—¿Galima?

—Saqueo.

Más sonrisas alrededor de la mesa. Esta vez el gobernador creyó oportuno enarcar una ceja y golpetear con el guante en el brazo del sillón. Incluso entre soldados, y en esas especiales circunstancias, todo tenía un límite. Fin de las chanzas. Cada sonrisa se borró como si alguien hubiese abierto una ventana y el aire se la llevara. Respaldada su gravedad, Saavedra Fajardo alzó un dedo admonitorio.

—Esto debe quedar muy claro: habrá botín, pero en sitios puntuales. Casas de propietarios concretos cuya lista tenemos establecida, y que para ese momento estarán muertos o apresados. En cualquier caso, nadie se detendrá a embolsar un cequí hasta que no estén asegurados los propósitos... En eso hay pena de vida.

Hizo una pausa lo bastante larga para que sus palabras, sobre todo las últimas, calasen en los espíritus. Luego, con sequedad, precisó que matar y apresar a los senadores principales sería tarea de los propios venecianos. Un capitán de los conjurados locales se ocuparía de ello. En lo que a los españoles se refería, iba a ser suficiente que cada cual se aplicase a su cometido estricto. En este punto indicó al militar de la barba negra: don Roque Paredes, que tal era su nombre, con otros cuatro españoles, tenía encomendado incendiar el barrio judío. Esta era precaución conveniente, pues el fuego distraería la atención. Al mismo tiempo, Paredes y su gente correrían la voz de que los hebreos estaban en el móvil de la conjura y se armaban contra sus vecinos. Eso iba a suscitar tumultos oportunos en la ciudad, volcando contra esa gente lo que en otros lugares sería resistencia al verdadero intento.

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