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Authors: Arturo Pérez-Reverte

El puente de los asesinos (4 page)

El capitán Alatriste había apartado la vista del mar. Miraba ahora su espada, apoyada en la silla donde estaban la capa de don Francisco, la suya y la mía. El sol hacía relucir la vieja cazoleta, surcada por arañazos de otros aceros.

—Todavía no sé qué papel juego en esto.

—El negocio tiene varias teclas, que deberán tocarse en el momento oportuno. A vuestra merced corresponde una de ellas, y no la menos importante.

El capitán había cogido su vaso de la mesa y lo llevaba a los labios. Interrumpió el movimiento a medio camino.

—De mucho matar, supongo.

Guiñó un ojo don Francisco, casi festivo.

—Suponéis bien. También de incendiar, demoler y destruir... Vuestro grupo, del que está previsto seáis cabo, actuará en coordinación con otros. Cada cual tendrá su misión específica.

Asintió levemente el capitán, bebió y puso más vino en su vaso.

—¿Qué gente irá conmigo?

—Al primer voluntario acabáis de oírle la intención —el poeta me guiñó de lado un ojo, cómplice—. Va al infierno con vuestra merced, dice.

—¿Deberé elegir yo mismo?

—No es imprescindible. Aunque os conozco, y dije que estaréis más cómodo si os acompañan algunos camaradas. Otros vendrán impuestos, pero queda un margen... Podéis hacer una pequeña lista de nombres, si gustáis. Soldados conocidos por vuestra merced, de fiar. De los que saben mover las manos y tienen la boca cerrada incluso en las ansias del potro... Gente de acero y silencios.

Nos miramos el capitán y yo. Éramos bailarines veteranos y no requeríamos jabón para resbalar.

—¿Y si sale mal?... Venecia no es un lugar amistoso para españoles, y lo será menos si las cosas se tuercen.

—No se torcerán.

—Ya. Pero me gustaría saber si hay prevista una vía de escape. Una retirada más o menos segura.

—Supongo que sí.

—¿Nada más lo supone vuestra merced?

—Todo lo lleva el gobernador de Milán. Los detalles son cosa suya.

En el rostro impasible del capitán Alatriste, una mirada escéptica delataba sus pensamientos: no era el gobernador de Milán quien iba a vérselas con los venecianos enfurecidos, en caso de problemas, en una ciudad donde era fama que espías y agentes extranjeros solían morir en silencio, sin proceso ni escándalo: desaparecían, y ahí nos vimos. Adivinándole las ideas, quiso don Francisco tranquilizarlo.

—Nunca os metería en esto de no tener confianza —deslizó.

Yo estaba seguro de ello, pero no estimé tan convencido al capitán. La vida le había enseñado que el interés propio, la necesidad, incluso la devoción misma, pueden cegar a los más leales. Casi todos los hombres, aun de buena fe, acaban viendo las cosas como las desean ver.

—Estará pagado, imagino.

Se relajó el poeta. Hablar de dinero era pisar sobre seguro.

—¿Pagado?... Voto a tal. Un mes con sueldo de ochenta escudos para los cabos y cincuenta para la tropa. Sin contar lo que supondrá en vuestras hojas de servicio, en especial para Íñigo... Después de esto, su entrada en los correos reales y en la Corte es cosa hecha. La reina misma está dispuesta a recomendar el asunto.

Vi torcerse el mostacho del capitán Alatriste con lo de las hojas de servicio. Mi antiguo amo había visto demasiadas de ellas —él mismo tenía unas cuantas en su mochila de soldado— metidas en canutos de hojalata, exhibidas por mendigos y mutilados que limosneaban a la puerta de las iglesias de toda España. A mí, sin embargo, corridos mundo y guerras pero mozo al fin, el argumento me sonaba bien. Y las últimas palabras de don Francisco me acariciaron el orgullo.

—¿Habéis hablado de mí a la reina? —inquirí, halagado.

—Naturalmente. Si yo gozo de favor, no veo por qué no han de tenerlo mis amigos. Tu antiguo lance con la Inquisición y tu juventud en Flandes enternecen mucho a la hija del Bearnés... Y por cierto. Hablando de ternezas, tengo noticias para ti.

Hizo una pausa, y su sonrisa bastó para suspenderme el ánimo. Hacía tiempo que yo no recibía cartas de Nueva España.

—Se habla de que Luis de Alquézar puede recobrar el favor del rey. Por lo visto ha hecho fortuna con las minas de plata, en Taxco. Hombre hábil como es, lleva tiempo cuidando la bolsa de cualquiera que pueda serle útil en Madrid, cuarto Felipe incluido. Dicen que nuestro joven soberano, necesitado como siempre de numerario, está a punto de levantarle el destierro. Dádivas ablandan peñas.

Don Francisco hizo otra pausa, más larga esta vez, y sonrió afectuoso, con mucha intención.

—Eso significaría un regreso a Madrid —añadió— de Alquézar y su sobrina, que volvería a entrar en la Corte.

Ya no tenía edad para ruborizarme —aunque vascongado y de Oñate, nunca fui de cortedades ni rubores—, y menos con la vida que había llevado y llevaba. Sin embargo, aquello me agolpó la sangre en la cara. Con una ojeada de soslayo comprobé que el capitán Alatriste me miraba, impasible. «El apellido Alquézar nos trae mala suerte», había dicho en cierta ocasión con aquel tranquilo tono suyo, casi indiferente, que parecía traer las palabras desde muy lejos. Y era cierto. Mi impetuoso amor por Angélica había puesto nuestras cabezas, más de una vez, a dos dedos del verdugo. Ni el capitán ni yo lo olvidábamos.

—No estaría mal —proseguía don Francisco— que un flamante caballerete de los correos reales enfrentase la nueva etapa de su vida con la faltriquera llena. Las damas de la reina, y de eso doy cumplida fe, tienen gustos caros.

Y recitó, festivo:

En confites gastó Marte la malla
,

y la espada en pasteles y en azumbres.

Volvióse en bolsa Júpiter severo
;

levantóse las faldas la doncella

por recogerle en lluvia de dinero.

—Lo que nos lleva de nuevo —enlazó con naturalidad— a Venecia... Imaginad una de las ciudades más ricas del mundo, si no la que más, puesta a saco. Lo que podréis embolsar allí.

El capitán Alatriste había apoyado las manos sobre la mesa, a uno y otro lado de su jarra de vino, y las miraba con aire reflexivo. Con aquellas manos mataba, me dije. Ellas le daban de comer.

—¿Por qué yo? —preguntó.

El poeta hizo un ademán vago y dirigió un vistazo ladera abajo de Pizzofaleone, en dirección al palacio del virrey. Cual si la respuesta estuviera allí.

—No puedo daros precisiones sobre el plan. Pero repito que la parte que os corresponde exige a alguien de buena mano y extrema confianza... Al barajar nombres con el conde-duque, salió a relucir el vuestro. El privado no olvida el papel que hicisteis cuando el episodio de El Escorial. Tampoco la promesa formulada delante de mí en el paseo del Prado, cuando pedíais ayuda para Íñigo, preso por la Inquisición. «Me lo debe», zanjó Olivares, con una de esas muecas feroces que no admiten réplica... Así que aquí estoy, y aquí estáis.

Siguió otro silencio, breve, durante el que don Francisco y el capitán Alatriste se miraron a los ojos con la inteligencia de su vieja amistad.

—Lástima —suspiró el capitán, al fin—. Se estaba bien en Nápoles.

Una sonrisa leve, un punto fatigada, aderezaba de melancolía el comentario. Observé que don Francisco asentía, encogiendo los hombros cual si compartiera, sin necesidad de más palabras, los pensamientos de mi antiguo amo. Gente como vuestra merced, parecía decir el gesto, no está en disposición de elegir dónde vive, ni riñe. Aunque a veces, en el mejor de los casos, pueda elegir dónde muere.

—Venecia es bonita —dijo el poeta.

—Pero en invierno hace un frío de mil diablos.

El capitán miraba el paisaje con ojos entornados y el rastro de la sonrisa todavía perceptible bajo el mostacho. Pensé que de veras le costaba despedirse de aquella ciudad que en otro tiempo albergó los mejores años de su juventud, y en la que parecía encontrarse a gusto: en Nápoles todo era simple, regido por la disciplina militar, con el Mediterráneo y sus orillas como territorio de caza, buen vino y buenos camaradas. Tan distante de las incómodas campañas del norte, las trincheras, las marchas bajo la lluvia y los asedios interminables, y también de las zozobras y asechanzas de aquel Madrid complicado y peligroso, cogollo de una España equívoca, turbulenta y miserable, madrastra ingrata a la que su espada mercenaria nunca lamentaba dejar atrás. Esa triste patria a la que sólo era posible amar cuando se tenía lejos, esperando junto a los camaradas silenciosos una carga enemiga, apretados los dientes bajo el ondear de una vieja bandera desgarrada por el viento y la metralla.

A mí, sin embargo, desde hacía rato me sobraba Nápoles. Ni siquiera el nombre de Angélica de Alquézar calentaba tanto mi corazón como el hormigueo de lo inminente. Desde aquella colina, más allá del mar azul y las alturas del Posílipo, hacia el septentrión italiano y a orillas del golfo Adriático, vislumbraba yo nuevas aventuras, lances apretados, emociones y sacos de oro abiertos a estocadas en palacios de mítica riqueza. Para llegar a ello sólo tenía que poner de nuevo la vida al parche del tambor, igual que quien arroja dados o pide naipe; y eso era algo a lo que, junto al capitán Alatriste, mi juventud audaz e insolente estaba acostumbrada. Una aventura nueva me esperaba, tentadora al modo de una cortesana aderezada con perlas y brazaletes de oro. Venecia, me dije con deleite. Aquel nombre singular acariciaba mis propósitos, alentándolos como el susurro íntimo de una mujer hermosa.

II. Los viejos amigos

L
a recluta llevó poco tiempo. Después de algunas visitas a los camaradas de los barracones militares de Nápoles, oportunamente rematadas con jarras de lo añejo en las tabernas del Chorrillo, mi antiguo amo comprometió a una linda cherinola de caimanes, soldados en activo todos ellos, que recibieron en el acto una licencia especial, contabilizada como tiempo de servicio, de tres meses de duración. Se decidió que el grupo, con instrucciones de encaminarse a Génova por mar y desde allí a Milán, embarcaría en Nápoles tres días después de que el capitán, don Francisco de Quevedo y yo emprendiésemos viaje, también por mar, a la Fiumara de Roma, de donde íbamos a remontar el Tíber hasta la ciudad de los papas. Integraban el grupo expedido a Milán nuestro viejo amigo aragonés Sebastián Copons, el moro Gurriato y otros cuatro hombres de fiar, todos de nuestro tercio: gente cruda y de poca lengua, muy fogueada en las galeras o en Flandes, con la que en algún momento de su larga vida militar coincidió mi antiguo amo. Uno había estado con nosotros en la matanza de las bocas de Escanderlu: era vizcaíno y tenía por nombre Juan Zenarruzabeitia. Completaban el grupo dos andaluces, Manuel Pimienta y Pedro Jaqueta, y un catalán llamado Jorge Quartanet. De todos hablaremos más adelante por lo menudo.

En lo que respecta al capitán Alatriste, don Francisco de Quevedo y yo, hicimos cinco leguas de camino de la Fiumara a Roma, sin otra novedad que un episodio algo chusco que nos sobrevino con sus murallas casi a la vista. Subíamos por la margen izquierda del río, en carruaje cubierto tirado por cuatro mulas, cuyas ruedas seguían el trazado de una antigua calzada del tiempo de los romanos. Discurría ésta por un paisaje agradable, amenizada la campiña del Lacio por las copas anchas de los pinos y los vestigios de la antiquísima civilización que, en forma de vetustas ruinas, arcos o demolidas tumbas, aparecían de vez en cuando a uno y otro lado del camino. Fue en uno de estos parajes, poco antes de llegar a la iglesia de San Pablo Extramuros, cuando nuestro carruaje se detuvo por un imprevisto. Dormitaba yo, apoyado en el duro cabezal de cuero del respaldo, y dormía a mi lado don Francisco, cruzadas las manos en el regazo y roncando como un obispo. Debía de velar el capitán Alatriste, pues cuando el detenerse del carruaje y las voces que sonaban afuera —las del cochero, el postillón y otras más airadas y desconocidas— me hicieron abrir los ojos y volver en mí, encontré la mirada prevenida de mi antiguo amo, que con un dedo sobre el mostacho recomendaba silencio. Tendí la oreja hacia lo que afuera se cocía, para comprobar que las voces subían de tono y que el cochero y el postillón protestaban lastimeros.

—Bandidos —susurró el capitán.

Por Dios que sonreía, o casi, mientras empuñaba una de las dos pistolas de viaje que llevábamos, cebadas y a punto, bajo los asientos. Me espabilé de golpe. No hacía ni una hora habíamos estado de charla con don Francisco sobre el gran número de salteadores y gente del araño que, en los distintos caminos que a Roma llevan, hacían galima desvalijando a viajeros y peregrinos. Que si en España, con nuestra rota geografía, nuestro quebrado talante y nuestra torcida Justicia, nunca anduvimos cortos de quienes se echaban al campo de grado o por fuerza para cosechar lo ajeno, tampoco Italia fue a la zaga en desollar bolsas a salto de mata: las guerras, los disturbios, el hambre y la poca vergüenza alumbraban de continuo jábegas de tropeleros dispuestos a todo, sin Dios ni ley. Y los estados pontificios de su santidad Urbano VIII no eran una excepción. En cuanto a la cuadrilla que nos había tocado en suerte, pensé que debía de haber estado al acecho en un pinar próximo, o quizá tras los arcos arruinados de un antiguo acueducto que en aquel lugar discurría durante cosa de un cuarto de legua, a un lado del camino. Por las voces calculé cuatro o cinco sujetos. Uno hablaba muy alto, insertando sonoras blasfemias en cada media docena de palabras. Repetía mucho, como soniquete,
giuraddío, t'ammazzo
y bravatas así. Supuse que era el jefe.

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