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Authors: Arturo Pérez-Reverte

El puente de los asesinos (10 page)

—A otros siete españoles mandados por don Diego Alatriste —continuó Saavedra Fajardo—, socorridos por cinco artificieros suecos y por los mercenarios dálmatas del castillo vecino, corresponde el incendio del Arsenal... Quemarán una docena de naves que están en las atarazanas, haciendo cuanto daño sea posible; de manera que la flota veneciana, aunque en el futuro no sea enemiga, quede mermada en su fuerza.

—Con esos pantalones comedores de hígado encebollado nunca se sabe —apuntó Roque Paredes, guiñándole un ojo a Diego Alatriste.

—Exacto —apostilló Saavedra Fajardo, el aire censor—. Y más vale precaverse de amigos que lamentarse luego de enemigos.

No hizo comentarios Alatriste, pues estaba concentrado en calcular las dimensiones de la encamisada que le tocaba en suerte. El Arsenal, nada menos. Reducir a cenizas la que era principal factoría naval del Mediterráneo después de las atarazanas de Constantinopla, con sólo doce hombres y una tropa de mercenarios. Aquello era encamarse con la más fea del compás.

—Del palacio ducal se encargará don Manuel Martinho de Arcada —Saavedra Fajardo indicaba ahora al militar flaco del mostacho pajizo—. El golpe lo dará secundado por ocho soldados españoles de su confianza... Serán favorablemente recibidos por la guardia, que a esa hora habrá sido relevada por una compañía de tudescos ganados para nuestra causa. Don Manuel se mantendrá en el palacio a toda costa. Tanto él como los otros cabos deben atenerse estrictamente a las órdenes que allí les imparta el jefe de toda la operación... Que será, naturalmente, don Baltasar Toledo.

Todos miraron al gentilhombre sentado con ellos al otro extremo de la mesa: menos de cuarenta años, cabello muy corto, prematuramente gris, y bigote soldadesco. Su aire era tranquilo y melancólico. A Diego Alatriste le sonaba el nombre. Hijo natural aunque reconocido del marqués de Rodero, casado con una sobrina pobre del duque de Feria, Baltasar Toledo se había hecho una reputación como sargento mayor, primero en Flandes y luego durante la reconquista de la bahía de Todos los Santos a los holandeses, un par de años atrás.

—Yo estaré en Venecia en misión diplomática oficial —prosiguió Saavedra Fajardo—. Pero es don Baltasar el jefe militar sobre el terreno. Después de coordinar las acciones y velar por su ejecución, se reunirá con el señor Martinho de Arcada en el palacio. A partir de ese momento, sus instrucciones son liberar a determinados presos de los calabozos y recibir al nuevo dogo.

—¿Quién será el afortunado? —preguntó Roque Paredes.

—No es asunto de vuestras mercedes.

—¿Y quién nos apoyará cuando demos la encamisada al palacio? —quiso saber Martinho de Arcada, con suave arrastrar de eses lusitanas.

—La compañía que a medianoche relevará a la que esté de guardia la manda un capitán veneciano llamado Lorenzo Fallero... Tanto él como su teniente, que es tudesco, están ganados para nuestra causa.

Dio otra palmada en la mesa el risueño Roque Paredes.

—Pardiez. Esto habrá costado un Perú... ¡Y pensar que a mí me deben tres pagas, y la ventaja!

Todas las miradas convergieron de nuevo en el gobernador, que también ahora se mantuvo impasible. Pese a los veinticuatro mil ducados castellanos de plata que recibía cada año como estipendio oficial —aparte coimas, gastos bajo mano y otros gajes—, Gonzalo Fernández de Córdoba era hombre hecho al trato con soldados, y sabía como nadie distinguir una bernardina de una insolencia. También había vivido los motines de Flandes, y no caía en el error de confundir a un tornillero maltrapillo con un soldado de los que, por mucho que gruñesen faltos de pagas y vituallas, nunca se amotinaban antes del combate sino después, por aquello de que nadie creyese lo hacían por excusar el peligro. Por su parte, Diego Alatriste mantuvo su acostumbrado silencio. Sabía por Francisco de Quevedo que lo de Venecia iba a costar treinta mil escudos en oro, aportados por banqueros y hombres de negocios de Milán y Génova, sin contar los fondos secretos que emplearían el gobernador de Milán y el embajador de España en Venecia. La mayor parte de esas sumas, como de costumbre, acabaría en bolsillos particulares, bien lejos de quienes realmente iban a jugarse la gorja y la vida en el golpe de mano.

—Si lo del palacio ducal es importante —seguía explicando Saavedra Fajardo—, la parte delicada corresponde a la misa de gallo en San Marcos. Ahí es donde se juega la baza principal... Porque en cuanto empiece el oficio religioso, con el dogo arrodillado en su reclinatorio junto al altar mayor, dos hombres cruzarán la nave y lo degollarán con la mayor rapidez y eficacia posibles.

Se miraron unos a otros. Incluso entre hombres de armas como eran todos, aquellas palabras iban más allá de lo imaginable. Asesinar al dogo de Venecia en plena misa de Navidad. La audacia era inaudita.

—¿Españoles? —preguntó Paredes, admirado.

—No. Gente idónea para el menester, en cualquier caso —Saavedra Fajardo dirigió una breve mirada a Diego Alatriste y luego indicó a Baltasar Toledo—. Yo por mi parte, y don Baltasar por la suya, estaremos allí atentos a todo, pero al margen de ese golpe en particular. De los ejecutores materiales, uno es un cura de nación uscoque, fanático antiveneciano y ganado a nuestra causa... El otro es italiano. De Sicilia —nueva ojeada casi furtiva a Alatriste—. Hombre peligroso y diestro en su oficio, que además tiene lazos de familia con el capitán Faliero... Ellos dos se han comprometido a despachar al dogo.

—No saldrán vivos de la iglesia —opinó Martinho de Arcada.

—La propia audacia del golpe puede darles amparo. En todo caso, salir o no salir después, es cosa suya.

Había hablado con la indiferencia del funcionario. Miró ahora a Diego Alatriste, inquisitivo.

—Este señor soldado conoce a uno de ellos, me parece. Quizá tenga formada una opinión.

Así que era eso. Alatriste contemplaba la llama de las velas que ardían sobre la mesa. Venecia, la complicidad del capitán Faliero y la cabeza del dogo eran el precio con que Gualterio Malatesta había comprado la libertad y la vida. Un plan irresistible para el conde-duque de Olivares, que dejaba en segundo término el asunto de El Escorial, por el que ya habían pagado otros.

—No tengo opinión —dijo, tras un silencio—. Y cuando la tengo, me la guardo.

—Pero os la estoy pidiendo —insistió Saavedra Fajardo—. Y estos señores parecen interesados... Haced un esfuerzo.

Se pasó Alatriste dos dedos por el mostacho, dubitativo. Sentía fijas en él las miradas de todos.

—Si es quien imagino, sabe matar —concedió.

—¿Y cree vuestra merced que a ese individuo le preocuparía mucho salir vivo de la iglesia, o no salir?

—Si está dispuesto a entrar, es que sabe cómo salir —Alatriste se encogió de hombros—. De eso estoy seguro.

—¿Entonces, señor soldado?

—Entonces, señor funcionario, no me cambiaría por el dogo en Nochebuena.

Rieron Paredes y Martinho de Arcada, y sonrió Baltasar Toledo. Por su parte, el gobernador seguía imperturbable en el sillón, sin perderse palabra. Sólo Saavedra Fajardo parecía insatisfecho con la respuesta. Estudiaba a Alatriste como buscando algo que echarle en cara. Al fin pareció pensarlo mejor.

—Bien —dijo, enfriando aún más el tono—. Está previsto que entre los días dieciocho y veinticuatro de diciembre, los veintisiete españoles que participan en la encamisada entren en la ciudad por diversos medios y en pequeños grupos, para no llamar la atención... Serán vuestras mercedes, como cabos de cada grupo, los que concierten cada movimiento y mantengan discretos a sus hombres, según instrucciones que se les darán luego. A ninguno contarán el asunto de la misa de gallo. Todos emprenden viaje mañana, disfrazados a conveniencia y siguiendo diferentes caminos... Y creo que por el momento eso es todo.

No lo es en absoluto, pensó Alatriste. Por vida del rey que no.

—¿Y si sale mal?

La pregunta pareció coger a contrapié a Saavedra Fajardo. Miró a Alatriste, miró al gobernador y volvió a mirar a Alatriste.

—¿Perdón?

—Si algo falla. Si todo se va al diablo... ¿Han previsto el modo de sacarnos?

—Nada fallará, estoy seguro.

—Lástima que eso no pueda dármelo vuestra merced por escrito.

—Corro tanto riesgo como vos.

—Lo dudo. Sois diplomático y viviréis en la embajada. Lo nuestro es otra cosa... Más a la intemperie.

Se espesó el silencio. Mucho. A Alatriste le pareció sorprender una discreta aprobación por parte de Baltasar Toledo. Menos comedidos, Paredes y Martinho de Arcada asentían vigorosamente con la cabeza.

—Estoy atónito, señor soldado —comentó Saavedra Fajardo con mucha frialdad—. Os recomendaron como hombre de buen temple.

—¿Y qué tiene eso que ver con lo que digo?

—Que no admite probabilidades la cordura... ¿Cómo puede salir bien una empresa que, aún no iniciada, la sentencia la desconfianza?

—La frase es linda. Pero metidos en lindezas, se me ocurre otra: en asuntos de guerra es peligroso vivir de la fe ajena.

Palideció el otro como si aquello fuese un insulto. Y tal vez lo era.

—Condenáis...

Alzó Alatriste una mano, la izquierda, surcada por la larga cicatriz —portillo de las Ánimas, año veintitrés— que le cruzaba el dorso.

—Aquí nadie condena nada, que yo sepa —dijo con mucha calma—. Sirvo al rey desde los trece años. Y pocas veces metí la cabeza en nada sin meditar cómo sacarla. Otra cosa es que luego se pueda o no... Pero resulta saludable, y muy de soldados viejos, saber por dónde retirarse si mandan plegar banderas.

Seguían haciendo gestos de aprobación los otros. Entonces Alatriste se volvió hacia don Gonzalo Fernández de Córdoba. El gobernador permanecía en su sillón, sin despegar los labios. Atento a cuanto se decía.

—Vuecelencia, que también es soldado, y no de los malos, comprende seguramente a qué me refiero.

Aquel
no de los malos
arrancó una sonrisa a casi todos. La insolencia iba templada por el debido respeto. Vuecelencia es uno de los nuestros, venía a significar. Aquello, a fin de cuentas, era un elogio entre hombres de chapa como los allí presentes, y dejaba fuera sólo a Saavedra Fajardo. Apelando a su condición de veterano soldado de una España cuya hidalguía seguía remitiendo a ceñir o no ceñir espada, la de Diego Alatriste podía considerarse como libertad venial de militar a militar: una apelación última al antiguo código del oficio común. Por supuesto, aquello era del todo impropio con el gobernador de Milán; pero estaba justificado por las libertades que un soldado veterano podía tener con su maestre de campo en cualquier campo de batalla. La sonrisa leve que cruzó bajo el bigote engomado de Gonzalo Fernández de Córdoba indicó que la apelación había dado en el blanco.

No hizo falta más. Como buen funcionario y hombre de despacho, Saavedra Fajardo sabía leer de lejos la música. Hay una posibilidad, dijo al fin. Prevenir alguna embarcación que, en caso necesario, permita retirarse a alguna isla cerca del mar abierto —señaló los lugares posibles en el mapa desplegado sobre la mesa—, desde donde podrían recogerlos las galeras con tropa que para entonces estarán cerca, en el Adriático.

—Podrá establecerse un lugar de recogida, en caso necesario —concluyó—. Según las mareas y todo lo demás.

En ese punto, Saavedra Fajardo se detuvo a mirarlos uno por uno, significativamente.

—Pero algo —prosiguió al momento— se sobreentiende en todo este negocio: si se torciera el buen logro, España lo negará todo. El embajador tiene órdenes a ese respecto, y ninguna ayuda pueden esperar vuestras mercedes en caso de escándalo... Han sido elegidos porque tienen reputación de hombres enteros, incapaces de dejarse coger vivos... Ni ser de los que, si por azar los cogen, hablan.

—Eso va de oficio —dijo Roque Paredes, y miró a todos con aire amostazado, como desafiando a darle un mentís.

Nadie lo hizo, y se dio por terminada la conferencia con las últimas instrucciones. Los señores cabos tenían el resto de la jornada para disponer a su gente, sin que los grupos se mezclaran entre ellos, y al día siguiente emprenderían viaje por las rutas previstas. Al terminar, Saavedra Fajardo se volvió hacia el gobernador para comprobar si deseaba decir algo. Gonzalo Fernández de Córdoba hizo un gesto negativo con la cabeza y se puso en pie, imitándolo todos; pero antes de abandonar la habitación se detuvo un momento.

—Alatriste, ¿no?

Lo miraba con atención, como si intentara vanamente reconocer su rostro.

—Así es, Excelencia.

—Dicen que fuisteis soldado mío en Fleurus, el año veintidós.

Asintió Alatriste con la misma sencillez que si le hubieran hablado de un bureo por la orilla del Manzanares.

—Y en Wimpfen y en Hoechst, Excelencia.

—Vaya —con la mano derecha, calzada de fina gamuza, el gobernador sacudía el otro guante en la palma desnuda de la zurda—. En algún momento debimos de estar cerca uno de otro, imagino.

—Así es —Alatriste miraba a su antiguo maestre de campo a los ojos, sin pestañear— En Wimpfen estuvo vuecelencia un buen rato junto a mi compañía, entre el bosque y la orilla del río, aguantando como nosotros el fuego de artillería antes de que nos ordenasen atacar... Y en Fleurus, donde serví con don Francisco de Ibarra y lo que quedaba del tercio de Cartagena, vuecelencia nos hizo el honor de acogerse entre nosotros mientras la caballería luterana cargaba una y otra vez, cerca de la granja de Chassart.

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