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Authors: Arturo Pérez-Reverte

El puente de los asesinos (6 page)

Por lo demás, en lo que se refiere a las tristes jornadas de Roma sometida a los vencedores, mucho se ha escrito sobre ello, y a los libros remito al curioso lector. Sabrá así, más de lo que yo pueda contar, cómo todo ocurrió por la mala voluntad, vileza y tacañería de Clemente VII, resuelto a favorecer a Francia, participar en la liga contra España e impedir que las coronas del imperio y de Nápoles estuviesen juntas en la cabeza de nuestro emperador Carlos. Y también que, durante el horror que siguió al asalto de la ciudad, en Roma no se tuvo respeto a Dios ni vergüenza del mundo, robando lo mismo casas y palacios que iglesias y lugares sagrados. Cuarenta mil muertos fueron el resultado de aquello, y a menudo los difuntos fueron más afortunados que los vivos, pues no se respetó ni a los compatriotas, incluidos los embajadores de España y Portugal; y si bien los lansquenetes, brutales, despiadados y borrachos como suelen ser los tudescos, usaron de su condición de luteranos —paradojas del imperio— para vengarse en cuanto sacerdote, obispo o cardenal pusieron mano, los españoles no les fuimos a la zaga, con excesos y demasías que no se vieran ni en tierra de caribes. Los soldados entraban en las casas y mataban a quienes resistían, saqueando y violando por doquier: gente rica vendida como esclava, monjas forzadas por centenares, religiosos paseados por las calles en son de burla, degollina general, crueldades sin cuento. A poco se sumaron al rebato las bandas de desertores, bergantes y gentuza que siempre acompañan como cuervos a los ejércitos, y la ciudad se convirtió durante meses en un infierno. Tudescos y españoles reñían como perros por botines o mujeres, y cuanta matrona o doncella cayó en sus manos fue violada, llevada a los cuarteles, jugada a los dados, prostituida y amancebada. No hubo soldado sin concubina con la que saciarse. Y cuando, hartos, sus amos las echaban a la calle, aún caían en manos de la canalla que rondaba los cuarteles, que terminaba de concluirlas. Bien lo recogió aquel romance popular que de entonces corre sobre el asunto de Roma:

El clamor de las matronas

los siete montes atruena
,

viendo sus hijos vendidos
,

sus hijas en mala estrena.

Diré tan sólo, en lo que a mí respecta, que conocedor de los infinitos males vividos un siglo atrás por la ciudad, caminaba por ella sorprendido de que sus habitantes, al saberme español, no me pusieran mala cara, me escupiesen al rostro o me cosieran a puñaladas. Que es continua maravilla comprobar cómo el hombre, tomado en su conjunto, olvida pronto los grandes estragos causados por las guerras y procura desterrarlos de su memoria. Hay quien dice que eso tiene su origen en el perdón cristiano; pero yo, que por oficio y circunstancias fui, como soldado, más verdugo que víctima durante mi larga y asendereada vida, creo que se trata más bien de la inclinación del ser humano a congraciarse con lo que hay. De natural instinto de supervivencia, plegado a la necesidad del momento y al interés del futuro para decir, como Séneca, que el remedio de las injurias es el olvido. Otros, sin embargo —el capitán Alatriste y yo mismo éramos de ésos—, estiman que la más saludable forma de templar una injuria es meterle dentro, a su autor, seis pulgadas de acero toledano.

Mientras aguardaba de pie en una antesala del palacio Monaldeschi, Diego Alatriste podía ver, por la ventana abierta, la iglesia de la Trinitá dei Monti en lo alto de una cuesta cubierta de escombros y matojos. De otros lugares del edificio llegaban ruido de martillazos y voces de albañiles. El palacio, residencia nominal del embajador español en Roma, estaba en obras. Por todas partes había andamios y operarios, y la amplia escalera de piedra y madera por la que él y don Francisco de Quevedo subieron al primer piso, apuntalada con vigas y travesaños, había crujido bajo sus pasos. En realidad, según don Francisco, el embajador sólo bajaba allí de vez en cuando, pues pasaba la mayor parte del tiempo en la espléndida Villa Médici, monte arriba, detrás de la Trinitá y el Pincio. El palacio Monaldeschi, que todos empezaban a llamar Palazzo di Spagna, no pertenecía a la corona: estaba alquilado mientras se negociaba su propiedad. Por su óptima situación y sus seis plantas de apariencia majestuosa, el conde-duque de Olivares —nacido en Roma, donde su padre fue embajador— quería convertirlo en sede definitiva de la diplomacia española. De paso también procuraba fastidiar al cardenal Richelieu, ministro de Francia, que pretendía hacerse con el edificio.

Alatriste estaba descubierto. El sombrero, la capa y el cinto con espada y daga habían quedado en manos de un sirviente. A sugerencia de don Francisco de Quevedo había cepillado bien sus ropas, aderezado lo mejor posible las botas de soldado, los calzones de paño pardo ceñidos bajo las rodillas, la camisa con valona limpia y el jubón de gamuza con botones de hueso. Observó brevemente su aspecto en uno de los grandes espejos que adornaban las paredes: flaco, duro, mediana estatura, pelo tan corto como de costumbre, espeso mostacho, ojos glaucos y atentos. Marcas en la cara, las manos y la frente. Sois de esos hombres, había comentado Quevedo con una sonrisa afectuosa, mientras desayunaban una almofía de gachas y conserva de melón lombardo en la locanda del Orso, que llevan la biografía a lo vivo, pintada en la estampa.

Sus ojos se entretuvieron en un gran cuadro colgado en la pared: una clásica escena de batallas, de ésas que mostraban, desde una falsa altura y perspectiva, la ciudad asediada al fondo, las líneas de circunvalación y las trincheras, con los escuadrones moviéndose por un paisaje invernal. En primer término, a derecha e izquierda, seguidos por perros flacos y fieles, unos soldados caminaban bajo una bandera con la cruz de San Andrés. Se veían desastrados y rotos, con las ropas hechas jirones, sombreros deformes y capas miserables, raídas; pero bajo su apariencia equívoca, un observador atento no podía pasar por alto las armas que todos ellos empuñaban: picas, espadas, arcabuces, daban a esa tropa harapienta un aspecto feroz, y la fila que se prolongaba hasta las trincheras lejanas mostraba una más que regular disciplina. Por mucho que miró, Alatriste no pudo reconocer la ciudad sitiada. Quizás él mismo había estado en ella, fuera la que fuese. Podía tratarse de Hulst, Amiens, Bomel u Ostende, aunque también Berg-op-Zoom, Jülich o Breda. En sus recuerdos de veterano, con treinta años de asedios y combates en la memoria, todas las ciudades en guerra se parecían mucho. A fin de cuentas, su visión de ellas nunca tuvo perspectiva pictórica; eso correspondía a los generales y maestres de campo que, en otros cuadros conmemorativos de su lustre y fama, salían representados en primer plano, de punta en blanco y con la bengala de mando en la mano, señalando intrépidos hacia el enemigo a lomos de fogosos bridones. Lo que Alatriste recordaba de los asedios, su perspectiva y su limitado paisaje, era siempre cercano y a ras de tierra: trincheras embarradas, hambre, sueño y frío, caponeras llenas de ratas, mantas con chinches, piojos, centinelas perdidas bajo la lluvia, asaltos sangrientos y golpes de mano encarnizados, arcabuzazos a quemarropa. Lo propio del oficio. La fiel infantería del rey católico, en guerra con medio mundo: sufrida, mal pagada, insaciable de despojo y botín, amotinada a ratos pero impasible bajo el fuego enemigo, vengativa y crudelísima en el degüello. Orgullosa y temible siempre, bajo sus harapos.

Se abrió silenciosamente una puerta, sobre goznes bien engrasados. Diego Alatriste lo advirtió cuando ésta se hallaba abierta, y al volverse a mirar vio que tres hombres lo observaban desde una habitación adornada con tapices, alfombras y muebles de precio. Uno era don Francisco de Quevedo. De los otros, uno era alto, de aspecto noble, vestido con raso verde bordado en plata y cadena de oro. El segundo llevaba el cabello largo, usaba bigote y barbita de mosca, e iba de negro, sin más nota clara en el indumento que el cuello de gola corta, blanco y almidonado, de su camisa, y la cruz de Santiago bordada en rojo en el lado izquierdo del jubón. Los tres se quedaron observando a Alatriste sin decir palabra. Incómodo, ignorante de lo que se esperaba de él, hizo éste una breve inclinación, respetuoso, atendiendo alguna señal por parte de Quevedo; pero el poeta permaneció inexpresivo, mirándolo como los otros, y sólo al cabo de un momento se inclinó un poco hacia el de la cadena de oro para deslizarle algunas palabras en voz baja. Asintió aquél sin cesar en su observación. Por el gesto y la apariencia dedujo Alatriste que debía de tratarse de don Íñigo Vélez de Guevara, conde de Oñate, embajador de España en Roma: persona cercana al rey Felipe IV y muy vinculada al conde-duque de Olivares, según Quevedo. El tercer individuo le era desconocido.

Al cabo de un momento, el de la cadena de oro movió otras dos veces la cabeza, como si se diera por satisfecho. Entonces el hombre vestido de negro cerró la puerta, y Diego Alatriste volvió a quedarse solo. Sonó dentro una campanilla, y al cabo de un instante apareció por otra puerta un sirviente que invitó a Alatriste a acompañarlo escaleras abajo. Lo siguió éste, viéndose al cabo en una habitación de paredes blancas y desnudas, amueblada con una estufa de hierro cuyo tubo subía hasta el techo, aparte cuatro sillas y una mesa, y desde cuya ventana enrejada podía verse parte de la plaza y el edificio de la Propaganda de la Fe, muy próximo a la embajada, que don Francisco de Quevedo le había señalado mientras se apeaban del coche que los trajo desde la vía del Orso. Aún miraba Alatriste por la ventana, preguntándose qué diablos le hacían esperar allí, cuando la puerta se abrió a su espalda. Antes de volverse para ver quién entraba, oyó una musiquilla silbada, siniestra y familiar. Un
tirurí-ta-ta
que le erizó la piel y le hizo girar la cabeza, estupefacto. Tenso y alerta como si acabara de tocarle el hombro el diablo.

—Que me place —dijo Gualterio Malatesta.

Vestía de negro, como siempre. Sin sombrero ni capa. Y observaba, sarcástico, la mano que Diego Alatriste había llevado por instinto al costado, allí donde no tenía la espada. El italiano aparentaba disfrutar de la sorpresa, que no parecía serlo para él. Los ojos sombríos y duros —el derecho un poco entornado por la cicatriz que llegaba hasta el arranque del párpado— chispeaban con su viejo brillo acerado y peligroso. Pero tampoco él llevaba armas, observó Alatriste con alivio.

A menos, se dijo, que ocultase algo en la caña de una bota, del mismo modo que él escondía el habitual cuchillo de matarife, corto y de cachas amarillas.

—Verdaderamente me place —repitió Malatesta.

Estaba más flaco. Envejecido, quizás. La vida no parecía haberlo tratado bien. Mostraba estragos. Su rostro picado de viruela se hundía mucho en las mejillas, y bajo los ojos y en las comisuras de la boca había cercos y arrugas que Alatriste no recordaba. Huellas, quizá, de no lejanos sufrimientos. Algunas hebras grises salpicaban el nacimiento del pelo y el bigote, que seguía llevando fino y recortado. Concluyó Alatriste que la vida de Gualterio Malatesta no debía de haber sido fácil durante aquel año y medio. La última vez que se vieron, una lluviosa mañana cerca de El Escorial, el siciliano llevaba grilletes en las manos y los pies, y los guardias del rey lo conducían, según todos los indicios, camino de la tortura y el cadalso.

—Mierda de Dios —dijo Alatriste, sereno.

Lo miró el otro con atención, casi pensativo. Como si la blasfemia de su viejo enemigo tuviese significados que le acomodaban.

—Sí —convino.

Dicho eso quedaron ambos en silencio, mirándose de lado a lado de la habitación. Se habían conocido del mismo modo, cinco años atrás. El uno frente al otro: dos espadas a sueldo aguardando en la antesala de una casa abandonada de Madrid, cerca del portillo de las Ánimas, mientras esperaban a que se les encomendara un trabajo fácil, que al cabo no lo fue tanto.

—¿Qué estáis haciendo aquí? —preguntó al fin Alatriste.

—¿En la embajada de España?

—En Italia.

Un trazo blanco iluminó el rostro cetrino del sicario. La sonrisa descubrió dos dientes, los incisivos, partidos casi por la mitad. Alatriste lo recordaba con la dentadura intacta.

—Lo mismo que vuestra merced —respondió—. Espero un trabajo. Y ése parece ser nuestro sino, señor capitán... Por alguna curiosa razón, no logramos despegarnos uno del otro.

Diego Alatriste lo miraba boquiabierto. Incrédulo.

—¿Un trabajo juntos?... ¿Vos y yo?

—Eso parece. O al menos, eso me dijeron.

—Pardiez. Alguien debe de estar loco.

—No tanto —el sicario acentuó la sonrisa, señalando la cintura desherrada de Alatriste—. Veo que, como a mí, os retiraron las armas.

Siguió un silencio entre ambos. Por la ventana se oía el ruido de los carros que pasaban y a los vendedores que voceaban su mercancía en la plaza. Del interior del edificio seguían llegando martillazos y rumor de albañiles.

—Os creía muerto —dijo al fin Alatriste.

Lo observaba con asombrada curiosidad. Cómo diablos lo consiguió, se decía. Reo de conspiración, culpable de magnicidio frustrado contra el monarca más poderoso de la tierra. Y allí estaba, tan campante. Vivo, libre y con aquella sonrisa suficiente y peligrosa. Si Gualterio Malatesta tenía siete vidas como los gatos, se preguntó cuántas había consumido ya.

—A punto estuve, os lo aseguro... Casi de la tumba salgo.

—No me lo explico. Lo que osasteis tenía que haberos costado la cabeza.

—Y a una pulgada anduvo del verdugo. Pasando, os lo aseguro, por desagradables trámites intermedios.

Hizo el sicario una pausa pensativa. Rencorosa.

—No os lo deseo ni a vos... Bueno, sí. A vos quizá sí os lo deseo.

Se movió, ahora. Un paso hacia un lado, cambiando el peso de una pierna sobre otra. Sólo hizo eso, pero Diego Alatriste se mantuvo tenso, a la espera. Conocía a Malatesta lo suficiente para recelar hasta de un simple ademán. Era rápido y letal como una víbora.

—Me torturaron como a cerdo al que colgaran de un gancho —prosiguió el otro—. Agua, cuerda y cendal durante días, semanas y meses... Paradójicamente, las apreturas del potro me salvaron. Entre las muchas cosas que parlé, y os aseguro que pude callar muy pocas, alguna despertó la atención de quienes se ocupaban de mí.

Calló, súbitamente serio, vuelto hacia la ventana y sin aparentar verla. O quizá sólo miraba la reja de ésta. Alatriste, desconcertado, creyó advertir en él un estremecimiento. El corto relato de sus desventuras lo había hecho en voz baja, opaca. Ensimismada, tal vez, en personales abismos de horror. Un tono que nunca le había oído antes.

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