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Authors: Arturo Pérez-Reverte

El puente de los asesinos (12 page)

Lo cierto es que camino iba, por esas fechas, de superar en señales a mi maestro. Aún no cumplidos los dieciocho, tres bocas de tarasca lucía ya en el cuerpo: la del asalto al
Niklaasbergen
, el cobarrazo de saeta que me pasó un muslo cuando lo de Escanderlu y la marca en la espalda del puñal de Angélica de Alquézar
—«Me alegro de no haberte matado todavía»—.
Más adelante, con el tiempo, los años y los lances de la milicia y la Corte habrían de dejarme impresas otras señales en la piel y el corazón, Angélica incluida. Todas vinieron al hilo de la vida, y de ninguna estoy especialmente orgulloso: viví, como pude, lo que mi tiempo quiso que viviera; y ningún camino es malo excepto el que te lleva a la horca. Pero ahora que miro el azogue y no veo más que pasado y sombras que se fueron, hay una marca en mi cuerpo por la que no puedo pasar los dedos sin un estremecimiento de orgullo: la herida que recibí sobre las diez de la mañana del diecinueve de mayo de mil seiscientos cuarenta y tres, en Rocroi, cuando tudescos, borgoñones, italianos y valones se desbandaron ante la caballería francesa, y enfrente sólo quedó en campo abierto, inmóvil e impasible, la masa cerrada de la fiel infantería española: seis tercios —murallas humanas nos llamó el francés Bossuet— a los que sólo hubo manera de hacer pedazos con la artillería que mandó traer el duque de Enghien, como para batir plazas fortificadas, abriendo a quemarropa brechas sangrientas que cerrábamos una y otra vez, hasta que ya no hubo con quién.

A menudo recuerdo Rocroi. Muchas veces, cuando escribo en la soledad de mi cuarto mientras cuento lo que fuimos, creo ver moverse a mi alrededor, serenos como aquel día, los rostros queridos que para siempre quedaron en esa jornada. Celosos de nuestra reputación y nuestra gloria, arrogantes incluso en la derrota, con todo el ejército francés encima, los pobres soldados de la nación que había hecho temblar al mundo durante siglo y medio vendimos cara la vida. Poco a poco, uno por uno, los tercios españoles fueron exterminados por aquel fuego implacable, formados en cuadro, con los hombres manteniéndose impávidos en las filas, peleando serenos y disciplinados hasta el final en torno a las viejas banderas, atentos a los pocos oficiales que aún quedaban en pie, pidiendo pólvora y balas sin descomponer el gesto ni la voz, acogidos los supervivientes al tercio más cercano cuando el suyo quedaba aniquilado. Siempre firmes, siempre silenciosos, sin otra esperanza que morir respetados y matando. Fue en una de las breves pausas cuando el duque de Enghien, admirado de tanta resistencia, ofreció rendición honorable al tercio de Cartagena —lo que aún quedaba de él— mediante un parlamentario. Nuestro maestre de campo estaba muerto, el sargento mayor don Tomás Peralta malherido en la gorja y sin habla, y yo, alférez abanderado, sostenía la enseña en el centro del cuadro formado por los despojos de nuestra gente. No había oficiales que nos mandaran; y al atender el capitán Alatriste, como más veterano cabo superviviente —ya tenía el mostacho cano y numerosas arrugas en torno a los ojos fatigados—, la propuesta de abatir armas y salir honrosamente de las filas, encogió los hombros antes de responder con palabras que recogió la Historia, y que todavía erizan hoy mi vieja y zurcida piel de soldado:

—Decid al señor duque de Enghien que agradecemos su oferta... Pero éste es un tercio español.

Tornaron a dispararnos con metralla los cañones y atacó luego la caballería francesa, dándonos su tercera carga; llegaron al fin los jinetes hasta mí, y tuve tiempo de ver de lejos al capitán, que caía matando como un diablo, anegado de franceses, antes de verme envuelto a mi vez, arrebatada la bandera y la espada, desnudar la daga y caer dando cuchilladas.

Sobreviví a la matanza, rodeado de seis mil cadáveres españoles. «Contad los muertos», dije después al oficial francés que, atendiéndome al verme casi agonizante con mi banda roja sobre el coselete de alférez, preguntó cuántos habíamos sido. Nunca llegué a ver el cuerpo del capitán Alatriste; pero me dijeron que allí quedó insepulto, rodeado de enemigos muertos, en el mismo sitio donde peleó sin descanso desde las cinco hasta las diez de la mañana. Después, con el tiempo, la suerte me llevó de un lado a otro sin mostrarse nunca más esquiva, como si la desaparición de mi antiguo amo me hubiese librado de un hado funesto que lo acompañase a él: fui capitán de una bandera, teniente y luego capitán de la guardia española del rey Felipe IV. Incluso hice matrimonio conveniente con mujer hermosa, rica y amiga de la reina —Inés Álvarez de Toledo, marquesa viuda de Alguazas—. Fui en suma, para mi siglo, un hombre afortunado. Alcancé grados militares y obtuve mercedes cortesanas. Pero durante toda mi vida, en cuanto papel pasó por mis manos, firmé siempre, incluso siendo jefe de la guardia real, como
alférez Balboa.
La graduación que tuve en Rocroi el día que vi morir al capitán Alatriste.

IV. La ciudad del mar

E
l viento noroeste traía de los Alpes cercanos un aire despiadado, atroz, que mordía con saña de lobo. Encogido de frío pese a la capa de paño grueso y el sombrero forrado de piel de castor, Diego Alatriste salió del edificio y embarcó en una de las góndolas que, por dos bagatines de cobre, llevaban pasajeros a San Marcos desde la punta de la Aduana. Para pasar del Dorsoduro a la otra parte de la ciudad no había más puente que el de Rialto, y éste quedaba a media hora de camino, siguiendo la curva del ancho canal grande, tras las pintorescas chimeneas y altanas, los tejados emplomados de los palacios y los campanarios de las iglesias.

Mientras el gondolero, apoyado con desgana el remo en la fórcola, bogaba entre las innumerables embarcaciones fondeadas borda con borda en la boca del canal —había de todo el Mediterráneo y aun más lejos, desde pesados galeones de comercio a míseros esquifes de los que allí llamaban sándalos—, Alatriste miró alrededor con ojos de soldado: la cúpula del campanile exento de San Marcos se elevaba contra el cielo gris por encima de los edificios, más allá de las dos columnas de la plaza principal. La ciudad y su ribera por ese lado izquierdo, con la embocadura del canal de la Giudecca y la isla de San Giorgio a la derecha, encuadraban la lámina de agua plomiza que llevaba al Lido y el mar abierto: pasos estrechos e inseguros, arenosos, llenos de bancos traicioneros, difíciles de navegar sin un piloto experto. Alatriste sólo llevaba cuatro días en Venecia; pero, con el instinto natural del militar hecho a moverse por el terreno donde se juega la piel, había procurado familiarizarse con los principales puntos de referencia en aquella ciudad pasmosa, intrincada, laberinto de islas, canales y callejones suspendidos entre mar y cielo.

Echó un último vistazo al edificio que dejaba atrás, con sus grandes naves para mercancías y la torre de piedra blanca sobre la punta misma. Como en los días anteriores, había ido a reclamar la entrega de las mercancías consignadas a nombre de Pedro Tovar, espadero toledano y comerciante de armas blancas, que era su falsa identidad en Venecia. Para dar crédito al embuste se le habían enviado, embarcados en Ancona, cuatro cajones con buenas hojas de espadas, dagas y puñales, así como algunas muestras damasquinadas de cierto precio. Como era de esperar, todo estaba retenido en la Aduana veneciana, a la espera de que se fijaran los derechos de almojarifazgo. Los trámites solían llevar su tiempo, y era parte del personaje ficticio de Alatriste, para mayor seguridad y disimulo, acudir dos veces al día para reclamar con las naturales muestras de impaciencia, repartiendo con generosidad pero sin exageraciones —ni disponía de fondos ilimitados ni le convenía llamar en exceso la atención— algún cequí de oro en las manos apropiadas, con la esperanza oficial de aligerar los trámites.

Saltó a tierra en el puente de la Zeca, se envolvió mejor en la capa —no llevaba otra arma que una buena daga cruzada sobre los riñones, bajo la ropa— y caminó sin prisa entre los vendedores y la gente, junto a las columnas y el palacio de los Dogos. Luego, pasando bajo el arco del Reloj, se internó en la Mercería por una calle larga y estrecha, pavimentada como todas las de la ciudad; la única de la que estaba seguro lo llevaría a Rialto sin engolfarlo en el dédalo de pasajes que morían en plazas, soportales o canales silenciosos. Había estudiado aquella vía, como otras rutas principales que le permitían orientarse en la ciudad, sobre un mapa adquirido el primer día en una tienda de libros y estampas: un buen grabado, caro, grande de seis palmos, que mostraba una vista de Venecia a vista de pájaro con mucho detalle útil.

Un par de veces se detuvo, el aire casual, con pretexto de mirar una tienda o a una mujer con la que se cruzaba, para comprobar como al descuido si alguien le seguía la huella. Todo parecía en orden a su espalda, pero Alatriste sabía que eso no garantizaba nada. Entre otras cosas, Francisco de Quevedo le había contado que los servicios secretos venecianos eran los mejores del mundo, y que la Inquisición local, estrechamente vinculada al gobierno de la Serenísima —de los tres inquisidores máximos, dos formaban parte del Consejo de los Diez—, movía los hilos de su enjambre de espías y confidentes mediante un depurado sistema de sobornos, recompensas y delaciones. Rodeada de enemigos por todas partes, insidiosa ella misma por encima de todo, endogámica en el uso del poder, dominada por familias patricias según estrictas reglas internas, Venecia era una araña hecha a tejer su tela con prudente inteligencia y sin escrúpulos. Allí, a cualquier noble o plebeyo, ciudadano o extranjero, le bastaba ser marcado como enemigo de la República para desaparecer estrangulado, tras confesar bajo tormento culpas reales o imaginarias.

Llegado a Rialto, Diego Alatriste cruzó el puente sorteando a mendigos, ganapanes, vendedores y ociosos. Construido, según contaban, hacía cuarenta años para sustituir al anterior —la mayor parte de los puentes venecianos eran de madera alquitranada, la humedad los minaba y se venían abajo tarde o temprano—, su fábrica resultaba admirable con el arco grande, la balaustrada exterior y los puestos de oro y plata situados en su ancha vía de piedra blanca. No era Alatriste, sin embargo, hombre inclinado a admirar curiosidades ni asombros. Ni siquiera Venecia con sus palacios, mármoles y riquezas a la vista, lo impresionaba un cuatrín. El mundo era un lugar por el que se movía de un campo de batalla a otro, de un lance al siguiente. La belleza de los monumentos, la delicadeza del arte, el mármol y los lienzos pintados no le daban frío ni calor. Ni siquiera a la música resultaba sensible. Sólo el teatro, al que como español era aficionado, y los libros, que ayudaban a sufrir con paciencia los malos trances, movían su interés y le proporcionaban ciertas blanduras al espíritu. El resto de las cosas las ordenaba en función de su utilidad práctica, elemental. Casi espartana. Educado a sí mismo en el despojo de la guerra y los desastres, se aderezaba con poco: cama si la había, una mujer en ella cuando era posible, y una espada con la que labrar el sustento. Lo demás, si llegaba, lo era por añadidura, sin ansias, ambición ni esperanzas. Hijo de su siglo y de su bronca biografía, eso bastaba a Diego Alatriste y Tenorio para matar el tiempo y la vida, en espera de rendir el ánima cuando tocase.

Dejando atrás el puente, pasó entre las tiendas de paños finos de la Drapería y torció a la izquierda, por una calle que salía de nuevo al canal grande y al muelle que llamaban del Vino. Allí, frente a una hostería con una Virgen puesta en su correspondiente hornacina, había un soportal que conducía, a modo de túnel oscuro, a una placita de las que abundaban en la ciudad, con brocal de aljibe en el centro y una casa buena de tres plantas y balcón de ojiva que daba espaldas al canal y el muelle. La elección de ese alojamiento era de lo más oportuna —se había encargado gente de la embajada de España—, pues la cercana hostería de la Madonna era lugar transitado y próximo al trajín de Rialto, donde ningún forastero llamaba la atención. Además, el acceso en forma de túnel y la placita resultaban imposibles de vigilar desde fuera sin que eventuales espías fuesen avistados a su vez desde la casa. Que, para colmo de felicidad, tenía una puerta trasera de góndolas, abierta a un canal estrecho que discurría por un lado del edificio. La pertinencia de esta última, que servía para entrar y salir con disimulo, estaba justificada de sobra por la naturaleza de la casa y la persona de su propietaria.

—Bentornato, miser Pedro. La mía siñora aspeta sú.

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