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Authors: Arturo Pérez-Reverte

El puente de los asesinos (14 page)

—Ha pasado mucho tiempo, rapaz.

Estaba mayor, comprobé. Más seco y gastado, con algunas canas en el bigote y en el pelo ensortijado que asomaba bajo las alas del chapeo. La cicatriz sobre el ojo derecho parecía entornarle un poco más el párpado que la última vez, en El Escorial, cuando se lo llevaban los arqueros de la guardia real a lomos de una mula, con grilletes en las manos y en los pies, bajo la lluvia.

—Y has crecido...
Giuraddío.
Ya eres tan alto como yo.

Me contemplaba con fijeza, sardónico. La sonrisa suficiente, cruel, era la de siempre. Me irritó reconocerla.

—¿Qué hace aquí vuestra merced?

—¿En Venecia? Sabes muy bien lo que hago.

—Aquí, en el Arsenal.

Alzó levemente una mano, la palma vuelta hacia arriba, como para mostrar que estaba vacía. Miré su costado izquierdo. Él sí llevaba espada bajo el paño negro, largo hasta las botas.

—En realidad no hago nada... Paseaba, tan sólo. Y te vi de lejos. No estaba seguro de que fueras tú, pero al momento salí de dudas.

Indicó el puente de madera con un movimiento del mentón. La sonrisa le descubría ahora dos incisivos rotos, partidos casi por la mitad. Yo no recordaba aquello. Un golpe, deduje, recibido durante el tiempo que pasó en un calabozo. Por don Francisco de Quevedo sabía que lo habían torturado mucho.

—Esos camaradas tuyos huelen a soldado a media legua... Deberías recomendarles que fuesen discretos. Que se queden en sus tabernas y posadas hasta que sea la hora.

—Ese no es asunto vuestro.

—No lo es, cierto —acentuó la sonrisa siniestra—. Cada cual tiene los propios que atender. Y de sobra tengo con lo mío.

Se volvió a mirar el local que estaba a su espalda, cual si dudara. Era lo que allí llamaban
fritoin
: un sitio pequeño, barato, parecido a nuestros bodegones de puntapié, donde se freía carne y pescado en aceite. Luego hizo un ademán de invitación. Negué con la cabeza. Asintió cual si se hiciera cargo de mis escrúpulos, y se limitó a quitarse los guantes y dar unos pasos hasta el fuego que ardía en un hornete de hojalata bajo el toldo del bodegoncillo. Se quedó allí, calentándose las manos, hasta que me reuní con él.

—Tienes buen aspecto, chico —dijo de pronto—. Seguro que rajas los broqueles de dos en dos, y que más de una se enamora... ¿De verdad no te apetecen unas sardinas y un vaso de vino? A fin de cuentas, estamos en tregua. Tú, yo y tu amigo el capitán.

Se acercaban Copons y el moro Gurriato, inquietos por mí. Gualterio Malatesta les era desconocido, aunque habrían estado más inquietos sabiendo quién era. Les hice señal de que estuvieran aparte, y permanecieron junto a una de las barcazas, observándonos de lejos.

—Sabrás que tu amigo el capitán y yo tuvimos conversación en Roma...

Seguía frotándose las manos flacas y nudosas cerca del fuego. Había en ellas viejas marcas y pequeñas cicatrices de aceros, como en las de mi antiguo amo. Observé que le faltaban dos uñas en la zurda.

—Lástima tener que dejar para más tarde cuanto hay pendiente, que no es poco —dijo pensativo—. Pero todo llegará.

Siguió un silencio largo. Hice ademán de irme, pero me retuvo con la mirada.

—Todavía no te he dado las gracias por no dejar que Alatriste me degollara en las Minillas, cuando pudo hacerlo.

—Os necesitábamos vivo —dije, seco—. Para exculparnos nosotros.

—Aun así, chico. Si no llegas a sujetarle la mano...

Entornó los párpados, y el de la cicatriz pareció temblar ligeramente, sin llegar a cerrarse del todo.

—Aunque me habría ahorrado algunos malos ratos, te lo aseguro.

Estiraba ahora los brazos, como si aún le dolieran de las cuerdas del potro, y la sonrisa venenosa descubrió sus dientes desportillados. Sentí rencor. Lo habría apuñalado allí mismo, de tener ocasión. Los dedos me hormigueaban junto al agujón oculto bajo la capa.

—Espero —dije— que os jodieran bien.

—No te quepa duda —repuso con mucha naturalidad—. Lo hicieron. Tuve ocasión de pensar mucho en ti y en el capitán. En la forma de corresponderos... Pero al fin todo se remedia. Por ahora, aquí estamos. En esta bonita ciudad.

Miró alrededor como si lo que veía lo hiciese feliz. Al cabo, antes de volverse a mí, sonrió de nuevo.

—Tengo entendido que te has vuelto muy diestro con la espada... Pero ya apuntabas maneras. ¿Te acuerdas de aquella noche en Madrid, cuando asaltasteis el convento de las Adoratrices Benitas, antes de que te llevara a la Inquisición de Toledo?... ¿O la Alameda de Hércules, en Sevilla, cuando me hiciste rostro como un jabato?

Se dio una palmada en el costado, sobre la temeraria. Parecía que alguien acabara de referirle un buen chascarrillo. Después se echó a reír. Yo recordaba muy bien aquel crujido chirriante, seco. Los que no reían eran sus ojos, fijos en mí.

—Dio cane.
La verdad es que tenemos buenos recuerdos en común.

—Mentís por la gola. En común no tenemos nada.

—Vaya, chico —seguía mirándome fijo, sin alterarse—. Te has vuelto muy rasgado de verbos.

—Con lengua para soltarlos y bríos para sostenerlos.

—Si tú lo dices...

Con mucha desvergüenza se frotó de nuevo las manos junto al fuego, sacó los guantes del cinto y se los puso.

—Bueno, eso es todo. Sólo quería echarte un vistazo. Ha sido una venturosa casualidad.

Miré en dirección a Copons y el moro Gurriato. Seguían junto a la barcaza, observándonos con mal disimulada impaciencia. Hacían visibles esfuerzos por contenerse y no venir a curiosear. El sicario advirtió mi preocupación.

—Debo irme. Saluda de mi parte al capitán Alatriste —hizo ademán de seguir su camino—. Nos veremos uno de estos días, supongo.

—Malatesta —lo interpelé.

Se detuvo a estudiarme, sorprendido, cual si de pronto advirtiese algo de lo que no se había percatado hasta entonces. Yo nunca lo llamé antes por su nombre ni apellido; pero aquélla era la primera vez que veía a nuestro viejo enemigo con ojos adultos, como a un hombre corriente. Tan al alcance de su espada como él de la mía, si la llevara.

—¿Sí, chico?

—Vuestra merced ha envejecido.

Otra vez la sonrisa cruel. Sólo un apunte, esta vez. Se tocaba, con aire distraído, el rostro picado de antiguas marcas de viruela.

—Es cierto —concedió con cínica melancolía—. Los últimos tiempos no fueron buenos para mi salud.

—Aun así, supongo que seguís siendo una culebra peligrosa.

Tardó en responder tres o cuatro segundos, mientras sus pupilas negras y frías intentaban establecer a dónde quería yo llegar.

—Me defiendo, rapaz —dijo al fin—. Me defiendo... Uno hace lo que puede. Pero no me lo reproches. En lo que a ti se refiere, recuerda que más aprovechan al sabio sus enemigos, que al necio sus amigos... O eso dicen.

Negué con la cabeza, resuelto. Día del Juicio habrá, pensé, que todo saldrá en la colada.

—Estáis equivocado respecto al capitán. Seré yo quien os mate.

Otra mueca sardónica.

—¡Minchia!...
Recordaré eso.

—No hace falta. Estaré yo pendiente.

No era una bravata, ni sonó como tal. Yo lo había dicho en tono quedo, casi en un susurro. Y aún bajé más la voz.

—Lo juro.

La mueca se desvaneció lentamente. Los ojos de serpiente seguían clavados en mí. Serios como nunca los había visto. Inmóviles.

—Sí —dijo al fin—. Supongo que sí.

Poniendo atención en no resbalar sobre el verdín húmedo que cubría los peldaños de la entrada, Diego Alatriste bajó de la góndola ante la puerta de la embajada de España y cruzó el patio ajardinado de la entrada principal. Nada tenía de particular que un comerciante español acudiese a resolver asuntos particulares; así que apartó la pesada cortina de terciopelo rojo, se identificó como Pedro Tovar ante el portero, recorrió un largo pasillo de vigas altas y paredes cubiertas de tapices que supuso flamencos, y un momento después, puestos capa y sombrero sobre una silla, estaba sentado con un vaso de vino caliente en la mano, junto a una mesa cubierta de papeles y provista de plumas cortadas, tintero y salvadera, y un brasero de cobre donde humeaban carbones encendidos con matas de espliego. Lo acompañaban el secretario de embajada Saavedra Fajardo y don Baltasar Toledo, el militar que tenía el mando general de la encamisada, y que había llegado la noche anterior, disfrazado de fraile dominico, en barca por el río Brenta. Toledo, rasurado el bigote para no desmentir el hábito, traía para los gastos de Alatriste y su grupo una letra de novecientos cincuenta reales, que el diligente Saavedra Fajardo ya había transformado en un taleguillo de cequíes de oro y otro de medios cequíes viejos de plata. Y Alatriste, tras contarlos despacio —cada cual era profesional de lo suyo, y quien bien cuenta poco yerra—, guardó un taleguillo en cada bolso de los calzones, apuró el vino caliente, aceptó un segundo vaso, estiró las piernas cerca del brasero y se dispuso a escuchar las últimas novedades.

—El golpe de mano se dará de forma general dentro de tres días —informó Baltasar Toledo—. Hay diez galeras con infantería española bogando hacia Venecia por el Adriático, y la gente que falta llegará entre hoy y mañana; pero todos los cabos están aquí, como vuestra merced, familiarizándose con lo suyo.

Diego Alatriste lo observaba, tomándole las costuras. Del hombre que tenía delante iban a depender, en cierto modo, su vida y la de su gente. El hijo natural del marqués de Rodero tenía buena planta. El rostro era moreno, agraciado, y el pelo prematuramente cano reforzaba su aire distinguido. Todo en él delataba al soldado de familia con agarres, que tras empezar como joven aventurero con seis escudos de ventaja junto a algún maestre de campo con prestigio, había escalado con rapidez los puestos de la milicia. Por un instante, Alatriste no pudo menos que comparar aquella carrera con la suya: paje tambor y mochilero a los trece años, y tres décadas tras las banderas del rey pisando barro y mierda.

—El embajador, don Cristóbal de Benavente, queda al margen —prosiguió Toledo—. Ni siquiera yo me veo con él. Eso debe quedar claro si alguno de los nuestros cae donde no debe... La última experiencia, cuando la conjura atribuida a los españoles en tiempos de Bedmar y el duque de Osuna, hizo demasiado ruido. Oficialmente, Su Excelencia no sabe nada.

Saavedra Fajardo escuchaba en silencio, fruncido el ceño como un maestro de escuela que siguiese el recitado de una lección difícil por parte de un alumno. Su aspecto de hurón de despacho recordaba un poco el del procurador Olmedilla, que Alatriste había conocido en Sevilla antes de verlo morir honradamente en la boca del Guadalquivir, cuando cumplía con su deber de velar por el oro del rey que contrabandeaba el
Niklaasbergen.
En cuanto a la honradez del hombre que ahora tenía delante, Alatriste carecía de datos. Con su ropa negra de buena calidad, el hábito de Santiago y la golilla almidonada, Saavedra Fajardo encarnaba a la perfección la imagen del alto funcionario de la monarquía hispana: el hombre que, desde las oficinas, rodeado de ayudantes pero sin desdeñar mancharse él mismo los dedos de tinta, ordenaba legajos y tenía en sus manos, con más mando que aristócratas y generales, los nudos del mando y la fama de los reyes y ministros a quienes servía. Que no terminaban siendo otra cosa que la compleja aritmética de sumas y restas entre lealtades y vilezas.

—Pero vuestra merced y yo —objetó Alatriste tras un sorbo de vino— sabemos que el embajador sabe.

Lo miraron los dos hombres. Curioso el funcionario, un punto arrogante el militar. A Baltasar Toledo parecía no gustarle que se dudara de su firmeza en el potro.

—Dicen que sois mudo.

No se incluía él, y eso irritó un poco a Alatriste. Era perro viejo, bregado. En las ansias del sepan cuántos, un arrebato de lengua suelta podía ser achaque de cualquiera. La única diferencia era que unos hombres tardaban menos en contraerlo, y otros más. Y que a veces, con testarudez y mucha suerte —por llamarla de alguna manera—, los últimos expiraban el ánima antes de alijar el navío.

—Hay muchos modos de bailar. Todo es según la música.

Todavía con arruga en el ceño y aire displicente, Baltasar Toledo señaló a Saavedra Fajardo. En tal caso, explicó, lo mismo con certezas que con sospechas, todo se atribuiría a ingenio y traza del señor secretario de la embajada de Roma, de paso en Venecia amparado por toda clase de pasavantes, salvoconductos y otras inmunidades de cancillería. Nadie iba a creer realmente que todo se redujera a su persona, pero sería lo mismo. Se limitarían a expulsarlo bajo fuerte escolta, tras hacerle pasar algún mal rato. Punto. Los usos diplomáticos tenían sus códigos a la hora de aceptar cabezas de turco.

Saavedra Fajardo escuchaba con una media sonrisa, entre astuta y resignada.

—Lo que nos lleva a algo importante —dijo cuando acabó el otro—. Vuestras mercedes deben recordar a su gente, como los otros cabos a sus respectivos grupos, que nadie buscará refugio aquí, en la embajada... Para eso se ha atendido la demanda que hicisteis en Milán. Dos embarcaciones estarán prevenidas en lugares distintos, con una isla de la laguna como punto de reunión.

—¿Qué isla?

Desplegó Saavedra Fajardo un mapa sobre la mesa. Era grande, dibujado a mano con mucho detalle, mejor que el que Alatriste había comprado en la Mercería. Señaló el otro un lugar situado una legua al nordeste, más allá de unas islas rotuladas con los nombres de Torcello y Burano.

—Se llama San Ariano. Pequeña y discreta, no lejos del canal de Treporti. De allí serían recogidos por una embarcación mayor.

Dejó el mapa abierto el tiempo suficiente para que los dos militares se grabaran sus detalles en la memoria. Luego lo enrolló de nuevo.

—Y permitan vuestras mercedes que insista —añadió—. De buscar refugio en esta casa, nada... Habrá puesta guardia en la puerta, con orden expresa de rechazar a quien se acerque.

Había hablado en plural, pero se dirigía a Alatriste. A éste le costó imaginar al embajador Benavente negando asilo a don Baltasar Toledo. Otra cosa era que se lo negase a él, como al resto de la carne de cañón.

—¿Quién será el nuevo dogo? —preguntó.

Un silencio incómodo. Saavedra Fajardo cambió una ojeada rápida con Baltasar Toledo.

—No es de vuestra incumbencia —dijo el militar, seco.

Con deliberada flema, Diego Alatriste puso su vaso vacío sobre la mesa.

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