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Authors: Arturo Pérez-Reverte

El puente de los asesinos (27 page)

Movía el otro la cabeza, desolado.

—Válgame Dios... Tanto riesgo, tanto trabajo y tanto dinero para nada.

—Así son estas cosas. Unas veces se gana y otras se pierde.

—Lo dice vuestra merced como quien acostumbra a perder.

—Más de lo que os figuráis.

Ahora, por fin, la admiración se manifestó franca, sin disimulo, en el rostro del secretario de embajada.

—Me asombra vuestra sangre fría, señor Alatriste. De justicia es que os lo diga.

—¿Y por qué ha de asombraros?... Espada tengo. Lo demás, Dios lo remedie.

Aquella tarde anduve por Venecia ligero como en mi vida, de un sitio a otro, haciendo de Mercurio diligente. Envuelto en la capa, vigilando mi huella por si alguien comprometía mi futuro yéndome a las calcas —no hay más cierta astrología que la prudencia—, llevé y traje novedades entre el capitán Alatriste y los diferentes grupos de nuestros camaradas. Y lo cierto es que no tuve punto de sosiego. Todo el tiempo caminé por las calles y puentes tapizados de blanco, bajo la nieve que seguía cayendo mansamente, con el válgame Dios en la boca y la diestra en el mango de mi puñal oculto, temiendo a cada instante que aquellos con quienes me cruzaba o caminaban detrás fuesen alguaciles de la Serenísima. Y en tales idas, venidas y sobresaltos, no se me iban del pensamiento unos versos de don Miguel de Cervantes que a menudo había oído decir en voz alta al capitán Alatriste; pues no en vano tuve en mi crianza acuchillado pedagogo:

Vienen las malas suertes atrasadas
,

y toman tan de lejos la corriente

que son temidas, pero no excusadas.

El caso es que dilatábanse las sombras, decreciendo el día, cuando regresé a casa de donna Livia Tagliapiera. Pasada la Drapería observé que una silueta oscura tomaba el mismo camino que yo, unos pasos más atrás; y por precaución me volví a medias, vigilando por el rabillo del ojo. Fuera quien fuese el sujeto, no parecía con deseos de mostrarse demasiado, pues caminaba bajo los soportales, buscando más la sombra que la claridad. Dudaba entre darle esquinazo en el primer recodo o seguir camino sin tenerme por avisado, cuando reconocí a Gualterio Malatesta. Fue él quien resolvió mis dudas; pues, al seguir yo adelante, me alcanzó cerca de la hostería de la Madonna. De manera que penetramos juntos en el soportal que conducía a casa de la Tagliapiera.

—Hola, rapaz... Bellaca tarde para andar de paseo.

No respondí, orgulloso como un gavilán. Y Malatesta, con mucha flema, tras echar un último vistazo a su espalda, entró conmigo. Anduvimos en silencio por el pasillo, sacudiéndonos la nieve de sombreros y capas. La casa parecía desierta, y nuestros pasos resonaban en el suelo de madera. El capitán Alatriste seguía en su cuarto, casi en la misma postura en que yo lo había dejado una hora antes: sentado en una silla y de codos sobre la mesa donde estaba desplegado el plano de la ciudad. Del comerciante Pedro Tovar no quedaba ni rastro: mi antiguo amo tenía puesto el coleto de piel de búfalo, aunque desabrochado, con la daga al cinto. La espada de Solingen, con su talabarte, estaba colgada en el respaldo, muy a mano. Sobre la mesa, junto al plano, una jarra de vino mediada, un vaso vacío y un candelabro con tres velas encendidas, estaba la pistola alemana. Observé que tenía la rueda montada, lista para disparar.

Me apresté a dar mi informe, pero el capitán Alatriste parecía no concederme atención. Miraba inquisitivo a Gualterio Malatesta. De pronto me sentí ajeno a ese diálogo sin palabras, y mentiría si dijese que una punzada de celos no me laceró el corazón. Por un momento temí que el capitán me ordenara dejarlos solos, pero no lo hizo. Siguió callado como estaba, inmóvil excepto para apartar la mano de la culata de la pistola, donde la había arrimado al oírnos en el pasillo.

—Ese imbécil —dijo al fin Malatesta.

Tardé un momento en comprender que se refería al cura uscoque. En pocas palabras, el italiano resumió el asunto. Un vecino de la posada, también sacerdote, había reconocido al colega, delatándolo a la Inquisición veneciana. No había otra prevención contra él que ser de nación uscoque; eso lo convertía en sospechoso enemigo de la República, y la visita de los corchetes era puramente rutinaria: comprobar su identidad y lo que estaba haciendo en Venecia. Había cien argumentos plausibles para eso, y el asunto habría podido resolverse con sangre fría y un talego de cequíes. Pero al sentirlos llegar, el cura perdió la cabeza, se vio como protagonista de la jornada y decidió saltar por la ventana, enredándolo todo.

—¿Hablará? —preguntó el capitán.

—De momento no lo ha hecho. En otro caso, yo no habría podido pasearme por la ciudad como acabo de hacer.

—¿Estáis seguro de que no os siguen?

—Minchia
, capitán Alatriste... Parece que nos conociéramos de ayer.

Seguían mirándose a la cara, como dos tahúres que manejaran un catecismo de naipes dudosos conociendo entrambos la flor. Al cabo, Malatesta se indicó el pecho con el pulgar de la mano diestra.

—Por lo demás —dijo—, soy el único al que ese cura puede identificar... Llegarían hasta mí, como mucho.

—Eso no es ninguna garantía —me entrometí.

Acusó recibo el sicario con una mueca sardónica, sin mirarme. En cuanto al capitán Alatriste, sus ojos se desviaron hacia mí, gélidos. Con el rubor de haber hablado de más y a destiempo, decidí tornarme mudo y achantar la maldita. Que gran destreza, pensé, es saberse ladear cuando se tercia.

—Tiene razón el rapaz —comentó Malatesta—. Todo depende, ¿verdad?... La cuestión es que sigo libre y todavía nadie me hace preguntas. Eso os deja a salvo por el momento. A vuestra merced, al chico y a todos los demás.

Seguía mirándome el capitán. Di lo que tengas que decir, apuntaba sin palabras. Y luego cierra el pico hasta que te pregunten.

—No hay forma de avivarse más con la gente del contrabandista —informé—. Ninguna embarcación estará lista antes de la medianoche... Me dicen que era lo previsto, y no se puede cambiar a estas alturas.

—¿Qué tal está don Baltasar Toledo?

—Con calenturas altas, echando pedrisco en la orina y venablos por la boca. Dudan que pueda moverse, así que seguirá al cuidado de los frailes.

Aún referí algunos pormenores complementarios, ahorrándole al capitán Alatriste lo que imaginaba de sobra: la resignación profesional de Sebastián Copons, la indiferencia del moro Gurriato, la frustración y desconcierto de los otros camaradas —aunque no faltara alivio en alguno— al saber que todo quedaba en suspenso y que salíamos de Venecia con el rabo entre las piernas.

—Veo que vuestra merced hace el equipaje —dijo Malatesta cuando acabé mi informe.

Miraba el coleto de piel de búfalo que el capitán llevaba puesto, y su petate a medio hacer sobre la cama.

—Una lástima, la verdad —añadió—. Tan cerca de todo.

Se había quitado el sombrero y soltado el fiador de la capa, como si tuviera calor. Los dejó sobre la cama, junto a las cosas del capitán. Al moverse, la luz de cera que había sobre la mesa hizo relucir la guarnición de su espada y la empuñadura de la daga que llevaba al cinto. También pareció ahondar las marcas de viruela en su rostro y la cicatriz que le hacía entornar un poco el párpado derecho.

—Aquella puerta que vimos juntos. ¿Recordáis?... Sólo veinte pasos hasta el reclinatorio del dogo.

Miraba el sicario con mucha fijeza. Como si pretendiera explorar los pensamientos del hombre que tenía delante, o transmitirle los suyos.

—Ya no tenemos al cura —dijo el capitán.

—No, claro —Malatesta descubrió los incisivos desportillados, con una mueca cruel—. El que lo hiciera...

Lo dejó ahí, cual si esperase que le remataran la parla. Observé que mi antiguo amo movía la cabeza, impasible.

—No hay quien lo haga —dijo como para sí mismo—. No, desde luego, quien se suicide de esa manera.

Silbó el otro entre dientes su viejo y siniestro aire musical:
tirurí-ta-ta.
Después sobrevino un largo silencio. El capitán Alatriste estudiaba el plano extendido sobre la mesa, cual si la conversación con el italiano hubiera dejado de interesarle.

—¿Nunca os cansáis de vagar y de correr, señor capitán?... ¿De que os compren y os vendan?

—A veces.

Mi antiguo amo había respondido sin alzar los ojos del plano. La mueca de Malatesta se transformó en una sonrisa fatigada.

—Qué casualidad —dijo—. También yo me canso.

Se había acercado un poco a la mesa y también miraba, pensativo, el plano de Venecia. Al cabo de un instante apoyó un dedo en la plaza de San Marcos.

—Nunca maté a ningún dogo... ¿Y vos?

—Tampoco.

—Debe de tener su punto, supongo. Su aquél.

Cogió la jarra de vino con mucha desenvoltura y se sirvió en el vaso. Siguiéndolo con la mirada, el capitán Alatriste lo dejaba hacer.

—Juradme que no os tienta —susurró Malatesta alzando el vaso en un brindis irónico—. Como me tienta a mí.

Bebió un sorbo corto, chasqueó la lengua, embudó luego otro más prolongado, y al fin dejó el vaso vacío sobre la mesa, pasándose una mano por la boca para secarse el bigote.

—Empeñada la honrilla, menos mal es cobrarla. Pese a quien pese. ¿No os parece?... Veinte pasos y unas puñaladas —señaló la
puffer
sobre la mesa—. O quince y un tiro de esa pistola.

—Estáis loco, Malatesta.

Crujió la risa chirriante del sicario.

—No. Sólo tengo ganas de reír, capitán Alatriste... Una carcajada que estremezca a reyes, dogos y papas.

Mi antiguo amo se había echado hacia atrás, recostándose en el respaldo de la silla. Los dos hombres se sostenían la mirada: sardónico uno, sereno el otro.

—¿Y después? —preguntó el capitán.

—Después, que el diablo nos lleve.

Aquello era alzarse a mayores. Yo estaba con la boca abierta medio palmo y el gaznate tan seco por lo que oía, que a pique estuve de ir a la jarra y trasegar por mi cuenta lo que quedaba de vino. Entonces el capitán Alatriste me dirigió una mirada breve. Después se puso en pie. Lo hizo muy despacio, como si tuviera el cuerpo tan entumecido que le costara moverse.

—¿Qué hay de vuestro pariente, el capitán Faliero?

—Vengo de hablar con él. Como el resto de los conjurados, está dispuesto a seguir adelante si alguien mata esta noche al dogo.

—Si alguien lo mata, decís.

—Eso es.

Estaban frente a frente, junto a la mesa. El candelabro iluminaba sus rostros desde abajo, acentuando la dureza de los rasgos de cada cual. Desde donde yo estaba —me había retirado hasta la pared, consciente de que en ese coloquio estaba de más— me pareció advertir que el capitán sonreía.

—¿Y quién saca las brasas con la mano del gato? —preguntó.

—Yo.

Siguió otro silencio —duró casi medio credo— que no me atreví, estupefacto, a romper ni con la respiración. Al cabo habló Malatesta en voz baja, muy tranquilo, dando batería con la misma naturalidad que si describiese un lance de mojadas en callejón. En esos veinte pasos —expuso señalando la pistola que estaba sobre la mesa— entre la puerta de la capilla de San Pedro y el reclinatorio del dogo, él podía ser diez veces más rápido y eficaz que el cura uscoque. Bastaría con que el capitán Alatriste se encargara del guardia de la puerta, le pasara el arma y luego lo cubriese desde allí el tiempo necesario.

—Por si tuviera —concluyó— ocasión de largarme.

—¿Y si no la tenéis?... ¿O no la tenemos?

—Me llevaré por delante a cuantos pueda. Lo mismo que vuestra merced, supongo.

El capitán se volvió a mirarme como si yo tuviese algo que opinar en aquel disparate; pero mantuve la boca cerrada. Trataba de digerir, sin conseguirlo, cuanto acababa de escuchar. Confío en que ni se le ocurra, pensé. Sería empresa ajena a la cordura. Entonces observé que mi antiguo amo alzaba despacio una mano para pasarse dos dedos por el mostacho; y ese ademán, tan conocido por mí, me alarmó más que todo lo dicho por Malatesta.

—Ciudades y caballos de madera, capitán Alatriste —apuntó el sicario—. Vos y yo. Y que se jodan.

—¿Quiénes?

—Da igual. Todos.

Vi al capitán Alatriste vestirse muy despacio, con el concienzudo ritual que siempre me recordaba, en lo grave de los ademanes, el de un sacerdote disponiéndose a desempeñar su ministerio. Después de lavarse en una palangana el rostro y el torso, trincadas las botas altas bajo las rodillas, abrochadas las boquillas de los calzones y ajustado sobre una camisa limpia el grueso coleto de piel de búfalo —marcado por innumerables rasguños de viejas cuchilladas—, mi antiguo amo ciñóse el talabarte con la espada al lado izquierdo y la daga cruzada detrás, en el cinto, con la empuñadura al alcance de la mano. Luego de enganchar también la pistola, miró en derredor con sus ojos glaucos y fríos para comprobar si olvidaba algo. Y acabó posándolos en mí.

—No hemos hablado mucho —dijo.

Era cierto. Venecia, entre inquietudes y asechanzas, no había sido lugar propicio a relajo de camaradas; y el asunto de Luzietta pesaba en mi ánimo, acicateándome los rencores. Pero tampoco la actitud del capitán ayudaba a desbrozar el espacio cada vez mayor que desde hacía tiempo se ensanchaba entre nosotros. No cabía duda de que, al paso de los años y al impulso insolente de mi mocedad, su figura paternal había ido desdibujándose ante mis ojos. Yo me debatía ahora entre la vieja admiración, que pese a todo conservaba —no podía ser de otro modo ante un hombre de su pulso y de su cuajo—, y la certidumbre de que los rincones oscuros, las sombras atormentadas que poblaban su mirada y su memoria, lo alejaban cada vez más de mí y de cuanto había sido nuestro mundo. Eso hacía que me viera dolorosamente al margen, testigo incómodo de tanta soledad creciente y deliberada. De manera que, aunque en materia de estocadas yo habría seguido al capitán Alatriste sin hacer preguntas ni enarcar una ceja hasta la misma boca del infierno —de hecho, en ello estaba—, me sentía recular viéndolo asomado al borde de aquel pozo siniestro de melancolía y desesperanza, a cuya oscuridad no deseaba acompañarlo. Más tarde, con el tiempo y las canas, comprendí mejor esas y muchas otras cosas. Incluso las hice mías, rondé a menudo el brocal del mismo pozo y viví en compañía de idénticos fantasmas. Pero aquella Nochebuena, en Venecia, apenas tenía dieciocho años.

—No —admití—. No hemos hablado mucho.

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