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Authors: Arturo Pérez-Reverte

El puente de los asesinos (26 page)

—¿Hay sangre? —pregunté, inquieto.

—Uar.
No... Le he roto el cuello.

—Mejor así.

Tuve tiempo de echar un vistazo al cadáver mientras Gurriato le aligeraba las entretelas: tenía los ojos abiertos y aún mostraba cara de sorpresa, del género «esto no puede estarme pasando a mí» como último pensamiento. Solía ocurrir. Era un sujeto joven y no mal parecido; que a menudo el solano se los lleva verdes. Más rubio que moreno, sin afeitar desde un par de días atrás, vestido con capa de mal paño y ropa de corte burdo. Todos los hombres tenemos nuestra hora, pensé mirándolo, y unas van tras las otras. Pero mejor antes la suya que la mía. El infeliz había perdido un zapato en el forcejeo. Delator o espía —quizá transeúnte ajeno a todo, temí por un momento, aunque descarté la idea—, no llevaba encima papel ninguno, o no se lo hallamos; pero sí una bolsa con dos cequíes, algunas monedas de plata y cobre y un filosillo fino y agudo en una vaina de cuero. De cintura para abajo olía mal, y deduje que se había hecho encima una necesidad mientras el moro le retorcía el pescuezo. También solía ocurrir.

Gurriato se guardó la bolsa y dejó el puñalito donde estaba.

—Venga —dije.

Miramos a un lado y a otro para cerciorarnos de que seguíamos solos. Después cogí el zapato suelto —tenía la suela muy gastada, seguramente por oficio callejero del dueño— y arrastramos el cuerpo tirando de la pañosa hasta el borde del canal. Allí lo dejamos caer entre el muelle y un bote amarrado. Hizo chof y se hundió sólo a medias, pues la capa o las ropas cogieron aire; pero entre el muelle y el bote quedaba muy bien disimulado. Nadie que no se asomara directamente encima podía verlo. Aun así, me tumbé sobre la nieve del cantil para acuchillarle la ropa.

—Peñas de longares —sugerí luego, tirando el zapato al agua.

Nos fuimos sin mirar atrás, hasta dar la vuelta por la calle y salir de nuevo al otro lado, cruzando el puente. Miré desde allí y no vi otra cosa que el largo soportal, los botes amarrados y la nieve que seguía cayendo mansamente sobre el canal.

—Ni palabra de esto al capitán Alatriste —dije.

Los golpes en la puerta habían hecho a Diego Alatriste levantar el rostro, que tenía hundido entre los cálidos senos desnudos de Livia Tagliapiera. Tras vestirse a toda prisa, salió de la alcoba abrochándose el jubón, con la mano derecha rozando el mango de la daga. El secretario de embajada Saavedra Fajardo estaba de pie en el pasillo, el aire impaciente, cubierto con sombrero y capa salpicados de nieve.

—Han cogido al cura —dijo el funcionario, a bocajarro.

—¿A quién?

—Al uscoque —Saavedra Fajardo bajó la voz—. El que debía aviar al dogo.

Estaba nervioso, con el rostro desencajado y pálido. Por su parte, Alatriste sintió que el suelo se abría a sus pies: una sensación familiar, que no por conocida resultaba menos incómoda. Esforzándose por conservar la sangre fría, cogió al otro por un brazo, conduciéndolo hasta un cuarto cercano, más discreto que el pasillo. Entraron y cerró la puerta.

—¿Y Malatesta?

—A salvo, creo.

—¿Dónde está?

—No lo sé. En cobro, me aseguran. No iban a por él, sino a por el cura.

Alatriste intentaba ordenar sus pensamientos.

—¿Cómo ocurrió?

—Se presentó en la posada el barrachel con varios corchetes... Al sentirlos subir la escalera, el cura saltó por la ventana. Se rompió las dos piernas y lo atraparon en la calle.

—¿Sólo lo detuvieron a él?

—No han molestado a nadie más. Que sepamos.

—Es muy raro.

Podían darse varios motivos, aventuró el secretario de embajada. Ser de nación uscoque resultaba sospechoso en Venecia. Quizás era sólo casualidad: alguien habría oído campanas, o tal vez se trataba de un simple arresto rutinario. Quizás el cura perdió la cabeza y precipitó las cosas con su intento de fuga. Imposible saberlo todavía.

—¿Y qué hay de los venecianos? —quiso saber Alatriste—. ¿El capitán Lorenzo Faliero y el otro, el del Arsenal?

—Faliero se comunicó con nosotros hace media hora. Dice que todo está en calma. Que no hay ninguna agitación sospechosa... Como miembro de la guardia ducal, si hubiese novedades sería de los primeros en conocerlas.

Sombrío, Alatriste se había acercado a la ventana y miraba caer la nieve. A esas horas sus camaradas estaban dispersos por la ciudad, ignorantes de lo apurado del trance. Sin oler el esparto, pese a que todos tenían el dogal del verdugo a dos dedos del gaznate.

—Es raro —repitió—. Descubierta la conjura, ya habríamos caído los demás.

—Eso pienso —coincidió Saavedra Fajardo—. Y lo mismo opina su excelencia el embajador... Que está muy preocupado, por supuesto.

—Por supuesto.

Imaginó Diego Alatriste al embajador Benavente, al que no conocía ni iba nunca a conocer, comiéndose las distinguidas uñas entre los tapices gobelinos de su residencia. Inquieto por las complicaciones diplomáticas, mientras lo que preocupaba a otros era seguir vivos a la puesta de sol.

—En cualquier caso —dijo el funcionario—, es poco lo que el cura sabe.

—¿Aguantará el tormento?

Saavedra Fajardo se había quitado el chapeo y masajeaba sus sienes con gesto desolado.

—No sé... La verdad es que no parece fácil de ablandar. Fanático como es, ojalá tarde en decir lo que no debe... Por otra parte, sólo conoce a Malatesta. Ni siquiera está al corriente del resto del plan. Para él se trata sólo de matar al dogo. Aunque le aprieten los cordeles, no puede confesar más que eso.

—¿Y qué hay del Arsenal, el palacio y lo demás?

El otro movió la cabeza, negando abatido. Todo se iba al diablo, dijo, pues el cura uscoque era la llave de Venecia. Con el dogo vivo, el resto de la conjura dejaba de tener sentido.

—Ocurra lo que ocurra —concluyó—, vaya el embrollo a mayores o quede ahí, el desastre es absoluto. Hay que dar contraorden para detenerlo todo.

Resignado, hecho de antiguo a los vaivenes de la fortuna, Alatriste asumió aquello. Era la opción más razonable. Y salvaría unas cuantas vidas, incluida la suya. Estaba a punto de comentarlo en voz alta cuando advirtió que el secretario de embajada dudaba, como si tuviese algo más que decir y no se animara a hacerlo.

—Hay otra cosa —apuntó Saavedra Fajardo—. No debería comentarla, pero en vuestras circunstancias sería bellaquería callar.

Aquel
vuestras
hizo sonreír en sus adentros a Alatriste. Lo situaba todo en su sitio, se dijo. Trazaba la adecuada línea divisoria. Vuestras zozobras, establecía el funcionario, son diferentes a las nuestras: yo, por ejemplo, no tengo el cuello destinado al verdugo, como tú.

—La embajada ha recibido informes de Mantua —comentó al fin el otro—. El duque Vincenzo Gonzaga está desahuciado. Puede morir en dos o tres días —se interrumpió para mirar a Alatriste con ojo crítico—... Vuestra merced no es plático en diplomacia italiana, imagino.

—Imagináis bien. A los soldados no llegan esas cosas. Nunca, al menos, de primera mano.

—Por supuesto. Disculpad.

En pocas palabras, con el tono desapasionado y monocorde de sus legajos oficiales, el secretario de embajada lo puso en antecedentes. Mantua, y sobre todo el Monferrato, eran enclaves importantes para la política española en el norte de Italia. El duque Vincenzo II no tenía hijos, y su muerte sin sucesión presentaba a España la oportunidad de asegurar el Milanesado con algunas plazas de esos estados, en particular la fortaleza de Casal, cerrojo sobre el río Po. Eso dejaría los intereses italianos de Francia en mala situación. El momento era adecuado, pues el cardenal Richelieu, ocupado en arrebatar La Rochela a los hugonotes, tenía las manos atadas en otra parte.

—En tales circunstancias —concluyó Saavedra Fajardo—, nuestro negocio veneciano queda en segundo término.

Torció la boca Alatriste. Irónico.

—Con cura uscoque o sin él, queréis decir... Su captura puede ser, incluso, una señal de Dios.

Lo miró penetrante el secretario de embajada, de pronto suspicaz, como si aquella conversación estuviese yendo demasiado lejos.

—No hasta ese punto —opuso, incómodo—. En cuanto a vuestras mercedes...

Se detuvo ahí, dejándolo en el aire. Pero Alatriste captaba el mensaje. De pronto sobraban españoles en Venecia. Entre la captura del cura uscoque y las novedades diplomáticas, él y sus compañeros se habían convertido de herramienta útil en problema espinoso. Barriles de pólvora sujetos a la primera centella. No le extrañaba que el secretario de embajada viniese descompuesto. Debía de haber recibido cartas muy incómodas de Milán, hacía poco rato.

—¿Seguimos adelante, o hay contraorden?

El tono era neutro. De soldado indiferente. Como primera respuesta, el otro hizo un ademán vago, pero calculadísimo. Muy de cancillerías y despachos.

—Todavía no hay instrucciones en un sentido ni en otro. Aunque, tal como están las cosas, la prudencia aconseja detenerlo todo. Eso opina el señor embajador, y yo estoy de acuerdo. En cuanto al duque de Mantua...

—El duque de Mantua, Richelieu o el Gran Tamerlán me tienen sin cuidado —lo interrumpió Alatriste, desabrido—. Es la lengua del cura preso lo que me inquieta. Lo inmediato.

Se apartó de la ventana, dando unos pasos por la habitación. De pronto todo olía a trampa. A desastre. No era la primera vez que lo olfateaba, y sabía reconocerlo de lejos, tan familiar como un viejo conocido. Hasta lo del cura uscoque podía no ser casualidad.

—Malatesta es importante —resumió, intentando ordenar las cosas—. A diferencia del cura, él sí conoce el resto de la trama.

Coincidió en ello el secretario de embajada. Pero ese italiano, opuso tras meditarlo un poco, o aparentarlo, no parecía hombre de los que se dejaban atrapar con facilidad. Dicho lo cual hizo una pausa, observando a Alatriste con curiosidad.

—Vuestra merced lo conoce bien, tengo entendido.

—Bien no es la palabra exacta... Nunca diría yo eso.

—¿Creéis que hablará, en caso de captura?

—Depende. Si le hacen pasar crujía, puede callar durante semanas o derrotarlo todo en un minuto. Es cuestión de lo que gane o pierda en ello... ¿Estáis seguro de que sigue libre?

—De momento nada indica que vayan tras él.

Inclinó la cabeza Alatriste. Era hora de pensar en los otros, se dijo. En la manera de ponerlos a salvo.

—¿Hay forma de apresurar la salida de la gente que tenemos en Venecia?

Saavedra Fajardo encogió los hombros. Ver a su interlocutor sereno, formulando las preguntas adecuadas sin perder la cabeza, parecía tranquilizarlo. Era patente que había temido una estampida de consecuencias imprevisibles.

—No lo sé —repuso tras pensarlo un poco—. Intentaré que Paoluccio Malombra disponga antes el embarque. Pero no estoy seguro de que pueda hacerse... En todo caso, vuestra merced y los demás deberán permanecer quietos y escondidos.

Seguía mirando Alatriste por la ventana: abajo estaba el agua verdegrís del canal pequeño; arriba, el cielo ceniciento y la nieve que caía entre las chimeneas en forma de campana invertida de los tejados próximos. Resulta extraño, se dijo, lo poco que me importa irme o quedarme. Si no reviento aquí, será en otro sitio. Por un momento se encontró pensando en el cuerpo desnudo de Livia Tagliapiera, y requirió cierto esfuerzo volver a la consideración del peligro inminente. Desasosegado por su propia indiferencia.

—¿Qué hora es? —quiso saber.

—La del ángelus.

—Hay mucho día por delante —se pasó dos dedos por el mostacho—. ¿Qué pasa con don Baltasar Toledo?

—Todavía no he ido a verlo. Luego me acercaré al convento... Creí conveniente avisar primero a vuestra merced, que tiene ahora el mando efectivo.

Asintió Alatriste. Los pasos a dar iban perfilándose por hábito en su cabeza mientras establecía prioridades según la costumbre militar: disponerse para los sucesos probables, pero precaverse de las posibilidades más peligrosas. En lances apretados como aquél, ventaja del oficio era acogerse a las viejas reglas. Eso despejaba la cabeza y facilitaba las cosas. Viva el soldado como puede, solía decirse, y no como quiere.

—Habrá que ver la manera de sacarlo de Venecia. No está en estado de valerse por sí solo.

—Yo me ocuparé de eso —acordó Saavedra Fajardo—. Atienda vuestra merced a su gente, que bastante tiene con ello.

Seguía Alatriste acariciándose el mostacho mientras terminaba de ordenar ideas. Iba a ser un día muy largo.

—De acuerdo —concluyó—. Mandaré aviso. Que nadie se mueva hasta la noche. A las doce en punto, si no se arregla antes, cada cual a su barco... Y puto el último.

Con las últimas palabras le pareció advertir un amago de sonrisa en el rostro habitualmente adusto del secretario de embajada. Éste lo miraba con fijeza, como si durante aquella conversación hubiese descubierto en él aspectos que no sospechaba. En cualquier caso, decidió Alatriste, parecía más tranquilo que al llegar. Y eso era bueno: que todos mantuviesen la cabeza serena. En especial quienes más se arriesgaban a perderla.

—¿Y qué pasa con vuestra merced?

Compuso el otro una sonrisa forzada, de resignación profesional.

—Yo estoy cubierto, en principio. Protegido por cartas y pasavantes. Quizá me hagan pasar algún mal rato, pero saldré de ésta... Son gajes del oficio. Cuando va a un negocio de su rey, un funcionario debe procurarlo por todos los medios lícitos o ilícitos. Mudando lengua, traje, fortuna y hasta la piel, si se tercia.

—Pues preservad esa piel. Porque lo mismo sangra un funcionario real que un soldado.

—Descuidad... En cuanto al futuro, recuerde vuestra merced que ésta es nuestra última comunicación directa. La embajada se lava las manos del asunto.

El tono frío, formulario, de las últimas palabras, quedaba desmentido por la curiosa manera en que Saavedra Fajardo seguía observando a Alatriste. Asintió éste, obediente a las reglas. Siempre había sabido que así sería, llegado el caso.

—Me parece justo —convino—. Utilizaré al joven Íñigo como enlace, en caso necesario.

—Lo siento —concedió el otro—. Es una horrible contrariedad.

Parecía sincero. Más que otras veces, al menos. En sujeto de su cargo y talante, ese comentario lo humanizaba en extremo. Renunciando a profundizar las causas, Alatriste encogió los hombros con el adecuado cuajo.

—El peligro va en el sueldo. La cuestión, ahora, es salir de aquí.

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