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Authors: Arturo Pérez-Reverte

El puente de los asesinos (22 page)

—La idea —dijo el capitán— es que nos vayamos reuniendo pasado mañana al anochecer. Sin llamar la atención.

—Necesitamos un sitio público y discreto a la vez —apuntó Manuel Martinho, con su acento aceitado de eses lusitanas.

—El puente de los Asesinos, con la taberna y sus dos entradas, es perfecto... ¿Lo conocen vuestras mercedes?

Roque Paredes soltó una carcajada de aliento condensado por el frío. Parecía que fumara.

—No. Mas por vida de Judas que me gusta el nombre.

—Dibujaré un plano, aunque es fácil de encontrar. Acudiremos por pequeños grupos, sin concentrarnos demasiado, para una última revista y advertir novedades antes de que cada cual ande a su puesto.

Callamos todos, pues pasaban cerca unos marineros que se dirigían a una de las naves amarradas en las bricolas próximas al muelle. Hizo luego el capitán un gesto con el mentón, señalando hacia el canal grande y el norte de la ciudad.

—Supongo que vuestra merced —dijo a Paredes— habrá pensado en echar un vistazo a lo suyo.

Rió el otro de nuevo, rascándose la barba negra con los dedos enguantados. Tenía maneras de jabalí amable, decidí; pero ojos vivos y mano fuerte.

—Suponéis bien —confirmó—. Fui ayer, aunque me quedé a este lado del puente... Tengo previsto entrar esta tarde, y no para ver gorros amarillos —en este punto me dedicó una mueca cómplice—. Iré con otro de mis hombres, bajo pretexto de visitar la mancebía de una tal Sara Cordovesa, que dicen habla la lengua de Castilla mejor que yo mismo.

—Tendremos las mojarras mudas, imagino. Y el trasegar moderado.

—Imagináis bien —a Paredes se le enfriaba despacio la sonrisa—. La duda ofende.

Vi que el capitán Alatriste, adelantándose a la intención, hacía un gesto conciliador. Era de oficio áspero y conocía la música: no era cosa de matarse por palabra de más o menos en la punta de la Aduana, en vísperas de lo que iba a caer. Y él era el jefe, ahora. Sabía trajinar con españoles como el que más.

—Que eso se borre, señor soldado... No lo pretendía.

Miraba a Paredes a la cara, franco y firme. Tras un momento añublado, de algún rumiar, el otro desarrugó el semblante.

—No —concluyó—. Supongo que no. A fin de cuentas, ahora tenéis el mando... De cualquier manera, no está de más quitarle el hollín al caño del arcabuz antes de entrar en campaña.

Hizo una pausa y me señaló, amistoso, ya sin rastro de malhumor. Era un buen tipo, concluí, aquel Roque Paredes.

—Según dicen, tampoco vuesamerced y el joven están mal alojados —dijo.

—Hay sitios peores, en efecto —concedió el capitán.

Rieron todos menos yo. Caía ahora una llovizna fina, superficial, que no penetraba el paño de nuestras capas y sombreros. Mirábamos la laguna gris, brumosa en la distancia donde se confundían mar y cielo.

—Lo que me sigue preocupando —comentó Paredes en voz baja— es que aún no tengo las guirnaldas de alquitrán, los mixtos ni las camisas de fuego.

—Llegan esta tarde en una barcaza de leña que viene de Fusina, en tierra firme —respondió el capitán—. Quedará amarrada en el canal de San Jerónimo, junto a la iglesia. A dos pasos del barrio hebreo.

Se sonó el otro con dos dedos, ruidosamente, antes de escupir al canal. Era soldado viejo —había estado en Crevacuore, la toma de Acqui y el sitio de Verrúa con el tercio de Lombardía—, y en asuntos de espada recelaba del mismo sol en la pared.

—Hasta que no toque el fardo con mis manos, no me fío.

—Es natural... ¿Cómo están los vuestros?

—Afanosos por acabar. No es de gusto vivir escondidos, ni salir a la calle con la barba sobre el hombro. Cada día que pasa le roe a uno el estómago... Pero mis golondros tienen la boca cerrada. Duermen, beben, soban la baraja y esperan.

Se volvió el capitán a Manuel Martinho de Arcada.

—¿Y los de vuestra merced?... ¿Cómo los ve?

Hizo un gesto de resignación el portugués.

—Impacientes, también. Esperar desgasta. Aunque ya sabéis que me falta la mitad de la gente.

—Desembarcarán mañana, con los suecos.

—Mejor, porque vendrán relajados. Cada hora aquí acrecienta la sensación de peligro. Da mucha pesadumbre no fiarse de nadie.

—Lo mismo pasa conmigo —dijo Roque Paredes—. Cada bastón de cojo que veo, se me antoja vara de inquisidor.

—Todo llegará pronto.

—Pese a Dios y la grulla, por no decir la Gloria.

—O así.

Asintió Martinho, por su parte, tocándose el agnusdéi de plata que llevaba al pecho, entre los pliegues de la pañosa.

La humedad le derrotaba el mostacho pajizo, acentuando su aspecto melancólico. Triste como buen portugués.

—Sí, voto a Cristo. Todo llega, tarde o temprano... Incluso la muerte.

No era precisamente, como buen lusitano, una bandurria en un bautizo. Su apunte de melancolía encontró desigual acogida. Se miraron Roque Paredes y el capitán Alatriste, risueño éste, mientras el primero hacía disimuladamente, con dos dedos, los cuernos italianos para conjurar malos augurios.

—Mi gente aguanta bien la espera —insistía Martinho—. Saben lo que tienen que hacer, y hemos estudiado un plano del palacio. Todo será que ese Lorenzo Faliero cumpla con lo suyo —volvió a entristecer el sobrescrito, fúnebre—. De lo contrario nos harán pedazos en la puerta misma.

—Pardiez. No harán pedazos a nadie —el capitán abarcó el panorama de la ciudad con un gesto—. Pasado mañana por la noche seremos dueños de todo esto... Amos y señores, por lo menos.

—Y ricos —apuntó Paredes, codicioso.

—Por lo más.

Era difícil establecer si mi antiguo amo hablaba en serio o en broma; aunque yo, que lo cataba como cuchillo de melonero, creí entenderle la mácula. Vi santiguarse a Martinho de Arcada.

—Dios lo permita —dijo.

—Y el diablo —apostilló el capitán Alatriste—. Pongamos, por precaución, otra vela al diablo.

—Amén —rió Roque Paredes.

Se volvió a mí el capitán. De pronto mostraba buen humor —aquel humor a veces negro y desesperado que era el suyo—, y me sorprendió verlo de ese talante, pues apenas hacía media hora que acababan de echar sobre sus hombros mucha responsabilidad. Pero al instante intuí, o supe, que de eso se trataba: mostrar despego y confianza como cuando bromeas antes de respirar hondo, apretar los dientes y correr al asalto de una trinchera enemiga. Hizo ademán de alzar la mano y golpearme amistosamente un hombro; pero yo, que andaba escocido por lo de Luzietta y la daga en mi gola, esquivé el movimiento. Me miró fijo, el aire pensativo.

—En cuanto al joven señor Balboa —dijo a los otros—, sigue afecto al grupo del tarazanal; pero hasta que llegue el momento será nuestro batidor. Mantendrá enlace con todos, transmitiendo novedades.

Me seguía observando, sereno. Bajo el capelo de ala corta, la llovizna le salpicaba el rostro de gotitas minúsculas.

—¿Alguna cuestión, Íñigo?

Sacudí la cabeza y miré el agua turbia del canal.

—Ninguna.

Se volvió a los otros.

—Atengámonos entonces a lo dicho. Si no hay contraorden, pasado mañana al anochecer nos vemos en el puente de los Asesinos, dispuestos a darle una mala cena al dogo... Todos armados bajo las capas, y listos para que Dios o el diablo nos lleven.

—Amén —repitió Roque Paredes.

Saavedra Fajardo tenía prisa. Cubierto con capa y sombrero de piel negros, bajó de la góndola provista de toldo y subió por la rampa inclinada del escuero, poniendo mucha atención a no resbalar en el verdín húmedo de mareas y de lluvia. Cuando llegó hasta nosotros, resoplando de frío bajo el embozo, me echó un vistazo inquisitivo.

—Es mi enlace —dijo el capitán Alatriste—. Ya os hablé de él.

Asintió el secretario de la embajada de Roma y miró alrededor, con esa manera de asegurarse ante eventuales ojos y oídos indiscretos que en Venecia no era sino hábito común y saludable. El escuero —por ese nombre se conocían allí los astilleros de embarcaciones pequeñas, que se daban por docenas— estaba muy próximo al muelle de los Zátere, orillado a un canal ancho que comunicaba el canal grande con el de la Giudecca. Sobre los cobertizos de madera que albergaban los talleres y almacenes alcanzábamos a ver, contiguo, el frontón triangular de la iglesia de San Trovase.

—¿Alguna novedad? —quiso saber Saavedra Fajardo.

—Las que traiga vuestra merced.

Caminamos entre las góndolas y los sándalos desarmados y puestos en seco. Olía a humedad, a madera y a pez de calafate. Apenas nos vio asomar, el propietario del astillero pasó entre la media docena de artesanos que trabajaban con gubias y garlopas, se descubrió con mucho respeto y nos condujo a un cobertizo contiguo donde no había nadie, y que servía de almacén para los hierros, los remos y las fórcolas, dejándonos solos. Hacía allí tanto frío como afuera, así que seguimos todos envueltos hasta los ojos en nuestras capas y sombreros, como los conspiradores que, por otra parte, éramos.

—Se confirman las nuevas disposiciones. Seguís al mando.

Golpearon en el marco de la puerta del cobertizo, pidiendo permiso, y el responsable del astillero asomó un momento la cabeza, cambió unas palabras en voz baja con Saavedra Fajardo y desapareció de nuevo. Al momento entró en el almacén un nuevo personaje. Se trataba de un hombre de edad mediana, bajo de estatura, de hombros anchos y manos rudas, que vestía el sayo de loneta encerada que solían llevar los pescadores de la laguna, abierto sobre una almilla de cuero de la que asomaba el mango de hueso de un cuchillo. Bajo la gorra de lana, al quitársela, apareció un pelo negro y crespo, unas cejas de dos dedos de espesura y unas patillas prolongadas, casi feroces, que se le derramaban en la cara, junto a las comisuras de la boca.

—Este es Paoluccio Malombra —lo presentó el secretario de embajada—. Más conocido por
pavón
Paoluccio... Su profesión, contrabandista.

—¿De qué? —quiso saber el capitán.

—Últimamente, carne de cerdo y sal. Las tasas que gravan esas mercancías son demasiado altas en Venecia. Y como no hay murallas, el contrabando se trae de tierra firme, oculto en barcas... Paoluccio lleva toda la vida en el negocio: carne, vino, aceite... Lo que se tercie, según la época. Conoce la laguna como nadie.

Asentía el otro cual si entendiese cuanto decíamos, aunque Saavedra Fajardo hablaba en parla castellana. Lo estudié de arriba abajo y no me pareció nada limpio. Tenía las uñas caireladas de mugre y hedía a salume de pescado: mojama, atún seco, sardinas en salmuera. Algo de eso o todo a la vez, deduje. Su último cargamento clandestino.

—Este amigo —explicó el diplomático— es el pasavante de vuestras mercedes. Si algo saliera mal, se encargaría de ponerlos en cobro.

Mirábamos el capitán Alatriste y yo al interesado, repasándole hasta el blanco de los ojos. Consciente de ello, el otro se dejaba hacer, flemático. Por su oficio parecía hecho a que lo mirasen con prevención.

—Hombre de fiar, supongo —concluyó el capitán.

—Absolutamente. No sería la primera vez que saca de Venecia a individuos con necesidad urgente de emprender viaje. Y sus tarifas no son baratas, dadas las circunstancias.

El tal Paoluccio Malombra continuaba mirándonos plácidamente, sin abrir la boca. De vez en cuando volvía a asentir a lo que escuchaba.

—¿Es mudo? —aventuró el capitán.

Sonaba a sarcasmo; pero, ante mi sorpresa, Saavedra Fajardo asintió, muy serio.

—Se da la circunstancia de que sí. Mudo de nacimiento, aunque sabe hacerse entender perfectamente —en este punto dirigió una mirada incómoda al mango del cuchillo que asomaba bajo el sayo del contrabandista—. Para quienes contratan sus servicios, esa mudez resulta una ventaja adicional.

Caminamos entre las góndolas y los sándalos desarmados y puestos en seco.

—Me hago cargo —dijo el capitán.

Miramos a Paoluccio Malombra con renovado interés. Ahora sonreía, equívocamente bonachón, mostrando una dentadura gris de la que faltaban varias piezas. No me gustaría, pensé de pronto, encontrarme de noche en mitad de la laguna en compañía de aquella sonrisa, debiéndole dinero a su propietario.

—Damos por supuesto —estaba diciendo Saavedra Fajardo— que todo el negocio saldrá a pedir de boca... Pero en caso de hacerse imprescindible un viaje por mar, Paoluccio tiene fijado el punto de reunión en este mismo escuero. Estará aquí a la espera, desde el anochecer del día veinticuatro hasta las dos de la madrugada siguiente.

—¿Qué embarcación? —quiso saber el capitán.

—Una adecuada, capaz de llevar hasta diez pasajeros. Las llaman bragozos... Son típicas de pescadores, con remos y dos velas al tercio.

Mi antiguo amo contrajo el gesto. Después se pasó dos dedos por el mostacho, miró al contrabandista —los ojos negros y vivos de Paoluccio Malombra iban de uno a otro, siguiendo atentos la conversación— y se encaró con el secretario de embajada.

—Son más de diez hombres los que, llegado el caso, deberán salir de Venecia... ¿Tan pocos supervivientes esperáis, en caso de problemas?

Alzó una mano el funcionario, apresurándose a deshacer el equívoco. No se trataba de eso, dijo. Para los demás había dispuesto algo similar en otros lugares de la ciudad. Cada grupo tenía su sitio específico.

—San Trovaso es el de vuestra merced y la gente del palacio ducal —precisó—. El otro es la punta de la Celestia, para quienes se ocupen del Arsenal y el barrio judío.

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