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Authors: Arturo Pérez-Reverte

El puente de los asesinos (20 page)

«No puedes llevar con título de rey justo ningún interés de estas partes donde no arriesgaste nada. Ni yo ni mis compañeros esperamos ni queremos tu misericordia, y aunque la ofrecieras escupiríamos en ella por deshonrosa. Tenemos tus promesas por menos crédito que los libros de Martín Lutero.»

Miró a Luzietta y pensó que él mismo había rebasado, hacía mucho, el punto de la vida en que se escribían, si es que había redaños para ello, cartas como la de ese Lope de Aguirre. En aquel momento, con los vapores del vino enturbiándole los ojos, que no la lucidez, sólo anhelaba no morir aún. O confiaba al menos en que, llegado el caso, eso ocurriese de manera decorosa, allí donde pudiera cobrárselo con costas de oficio. No, desde luego, en esa ciudad sombría, donde lo natural era acabar ahogado como un perro dentro de un saco. En tal cuidado, la muchacha que al verlo entrar y cerrar con llave la puerta retrocedía espantada hasta apoyarse en la pared, era un trámite más. Una lágrima en el lago helado de desolación en que Dios —si es que había un estúpido e irresponsable Dios en todo aquello— había convertido el mundo a su imagen y semejanza.

—Parla, ragaza.

En la habitación sin ventanas sólo había una mesa baja, un taburete y un arcón. Sobre la mesa humeaba, sin despabilar, un candelabro con dos velas cuya luz hacía relucir los ojos de la joven, húmedos y desorbitados de terror. Seguía vestida sólo con la camisa de dormir y la toquilla, recogido el pelo con una cinta. Sus pies estaban descalzos. Aún no debe de tener, pensó Alatriste con disgusto, dieciocho años.

—E' il mío fidanzato, excelenza... Lo iuro.

No había tiempo, ni ganas, de persuasión o amenazas. No esa noche. Estaba demasiado cansado y el tiempo, indiferente a delicadezas y afanes, corría en su contra. Tras una breve vacilación, golpeó a Luzietta en el rostro con la mano abierta, sin arrebato. Suficiente para que ella volviese la cara a un lado, dando con ella en la pared.

—¡Lo iuro!

Lloraba con desesperación, aterrada. No debe de ser el mío un aspecto agradable, se dijo Alatriste. Pardiez que no. Y espero que eso ayude a majar el grano.

—Parla. ¿Quién era el gondolero?

Golpeó de nuevo, en la misma forma. Seco y eficaz. La bofetada restalló en el cuarto ciego como un latigazo de cómitre. Ella emitió un chillido de angustia y cayó de rodillas al suelo, derramándose el cabello. Con un estremecimiento de incómoda piedad, Alatriste pensó fugazmente que tal vez estuviese diciendo la verdad: un enamorado celoso. Pero la certeza era necesaria. Aquello iba a vida o muerte. Suya y de otros.

—Parla.

Con tal de que no se desmaye, pensaba. Que siga en condiciones de hablar. La agarró por el cabello, obligándola a levantarse, y alzó la mano para abofetear otra vez el rostro cubierto de lágrimas, desencajado de horror. Pero la náusea que ascendía desde su estómago le detuvo la mano en alto. No voy a poder, se dijo asqueado. No estoy seguro de llegar al final. Y esto no tiene vuelta atrás.

Echó la mano al cinto y desenvainó la daga. Al advertir el movimiento, Luzietta gritó de nuevo queriendo desasirse; pero estaba demasiado aterrorizada, y sólo pudo hacer algunos blandos esfuerzos. Sin soltarla del pelo, Alatriste le apoyó el filo del acero en el lado derecho de la cara.

—Parla, o te señalo para toda la vida.

No iba a hacerlo —creía estar seguro de eso—, pero lo cierto era que ya lo había hecho doce años atrás, en Nápoles: marcada la cara de una mujer con una cuchillada y muerto un hombre en el mismo arrebato. Una amante y un amigo. Por eso dejó entonces el tercio y huyó a España sin oficio, a ganarse la vida en Sevilla y Madrid. Tarifando muertes por cuenta ajena, en vez de por cuenta del rey. El recuerdo no se contaba entre los dulces, y vino acompañado de una arcada que le agrió la garganta. Era uno de sus remordimientos, y no el menor de ellos.

Tardó un poco en darse cuenta de que la muchacha, entre sollozos, lo estaba confesando todo: el visitante nocturno era gondolero en Rialto y espía de la Inquisición, como tantos de su oficio. Nicolo, que así se llamaba, había pedido a Luzietta que intimara con el criado español y alentase confidencias sobre miser Pedro Tovar, e iba cada noche a escuchar su informe —ella había cobrado por eso medio ducado de sesenta y dos sueldos—. El tal Nicolo era hombre arriscado y violento; y al verse descubierto quiso apuñalar al criado para disimular el lance como reyerta ordinaria por mujeres, de las que cada día se daba media docena en Venecia.

Parecía que, roto un dique, Luzietta se desbordara en llanto y palabras. Había caído de rodillas y suplicaba que no la matara. Alatriste la miró aturdido, esforzándose en prestar atención a lo que decía. El viejo episodio napolitano danzaba endiablado en su memoria, entre las brumas del vino. Al fin sacudió la cabeza mientras devolvía la daga a su vaina. Sangre de Cristo, murmuró. Y mierda de todo. Luego dio unos pasos alejándose lo más que pudo de la luz del candelabro, apoyó una mano en la pared y vomitó cuanto había bebido esa noche.

Aseguró la puerta con llave, encerrando de nuevo a Luzietta. Luego pasó en dos zancadas junto a Livia Tagliapiera, que lo miraba sin decir palabra. Le dio la llave al pasar, sin detenerse, y salió al pasillo en dirección a su cuarto. Una vez allí, tiró la daga sobre la cama, se lavó la cara, enjuagó la boca y estuvo un rato inmóvil, inclinado el rostro, apoyadas las manos sobre la jofaina mientras le goteaba el agua por el pelo y el mostacho. Al rato se secó la cara con un lienzo y desanduvo camino. Livia Tagliapiera seguía en la habitación donde la había dejado. Estaba en el diván turco, junto a la estufa de porcelana apagada. Tampoco dijo nada cuando lo vio entrar.

—No era sólo un gondolero —confirmó Alatriste—. La muchacha espiaba por cuenta de otros.

Asintió la mujer, grave de rostro.

—Lo so... Io'staba scoltando junto a la porta.

Dio Alatriste unos pasos por la habitación, pensativo. Se preguntaba qué cara pondrían Saavedra Fajardo y Baltasar Toledo cuando les contase aquello. Hasta qué punto alteraba el incidente los planes generales.

—¿Qué pensa fare vuesiñoría?

Encogió los hombros. En realidad, concluyó con íntimo alivio, él no tenía nada que pensar. O no demasiado. Por esa noche había hecho su parte. O casi. Una vez transmitida la información, las decisiones no serían asunto suyo. Encontrarse con jefes por encima simplificaba admirablemente las cosas. Era lo bueno de la milicia: la cadena de mando. Jerarquías y responsabilidades.

—Seguir adelante, supongo —respondió con sencillez—. En principio, que nos vigilen no significa nada inusual... Como antes dijo vuestra merced, toda Venecia está vigilada.

—Parlo de la serva.

Una vez más admiró la frialdad de Livia Tagliapiera. Su oficio la endurecía, por supuesto. Y una criada infiel no era plato de gusto. Aun así, no olvidaba su mirada indiferente cuando había entrado a interrogar a Luzietta.

—No lo sé —indicó la puerta cerrada con llave—. ¿Podéis mantenerla vigilada aquí hasta que todo acabe?

—E' pericoloso —negó la cortesana—. Por el día hay altri servitori... Eanque cualcuna amica, como sape vuesiñoría.

Lo último lo dijo mirándolo a los ojos, con un aplomo que tenía mucho de tranquilo desafío. Y no estaba exento de curiosidad. Desde que él había entrado a interrogar a la criada, concluyó Alatriste, la Tagliapiera lo miraba de manera distinta. Lo estudiaba, era tal vez la palabra. Recostada en el diván turco. Aquellos ojos tan fijos en él lo hacían sentirse vagamente incómodo.

—La chica está asustada —comentó—. Ha dicho más de lo que debe, y ahora tendrá miedo del tal Nicolo y sus compinches.

Se mostró de acuerdo la cortesana. Eso, apuntó con gran sentido práctico, ayudaría mucho a que Luzietta se mostrara dócil. La sacarían de la casa en una góndola cerrada con toldo para llevarla a lugar seguro. En cuanto a miser Pedro Tovar y su criado —se interrumpió la mujer en ese punto para quedárselo mirando otra vez, expectante—, convendría que en el futuro adoptasen precauciones complementarias.

—También vuestra merced —opinó Alatriste.

Lo dijo con sincera solicitud. No le gustaba imaginar a Livia Tagliapiera en manos de los
zaffi
, los temibles esbirros de la Inquisición veneciana.

Ahora la cortesana sonreía suavemente.

—¿So pendalio di forca?... ¿Cómo se diche en spañuolo?

Sonrió él a su vez. Más con la boca que con los ojos. Una mueca medio resignada bajo el mostacho.

—Carne de horca —tradujo.

Ella inclinó ligeramente a un lado la cabeza, cual si calibrase el sonido de las palabras en lengua castellana.

—Sí —concluyó—. Penso que sí.

Se había llevado despacio una mano a la garganta —blanca y suave, apreció Alatriste— de donde salía aquella voz ligeramente velada, casi ronca. Bajo la bata adamascada, los senos abundantes de la cortesana colmaban la camisa de dormir; que en aquella postura, recostada como estaba su dueña en el diván, moldeaba sus formas grandes y todavía espléndidas. Por un instante se preguntó Alatriste si algo de todo eso era casual, y acabó decidiendo que en absoluto. Una mujer con la experiencia de Livia Tagliapiera no dejaba detalles al azar. Sin duda controlaba su cuerpo, por instinto y antiguo oficio, como una bailarina o una representante de teatro al moverse en escena. Sabía sacar partido a cada movimiento propio, asestar el tiro y encaminarlo. Cada actitud y cada mirada.

—Vuesiñoría e' un uomo singolare, miser Pedro.

Era hebrea, recordó Alatriste. Aunque no lo parecía. Judía de origen español, de los llamados marranos que debieron huir de España desperdigándose por el mundo. Se había echado con mujeres de esa raza en otro tiempo, y las recordaba a todas cálidas, densas de piel y carne. Mórbidas y hechas a complacer. Solían tener ojos tristes, que a veces se tornaban peligrosos. Ojos de venganza. Pero los de Livia Tagliapiera no eran así. Había en ellos una calma serena, distante, hecha de muchos hombres, muchos abrazos y mucha vida, sazonada esta noche por el contraste de curiosidad, la fijeza extraña, nueva, con que ella lo observaba. En su larga vida de soldado y matarife a tanto la estocada, Diego Alatriste no había frecuentado mucho a prostitutas. No, al menos, pagándolas. Era de quienes, incluso entre esa clase de mujeres, podía conseguir su compañía sin soltar un cobre, o casi. Y aun, de proponérselo, habría podido vivir, gastar y raspar a lo morlaco, igual que tantos camaradas, a costa del sudor de una coima. En cualquier caso, su vida soldadesca lo había acostumbrado a la indiferencia general que, en materia de sentimiento, las rameras solían mostrar hacia los hombres, incluso mientras escurrían sus bolsas. Todo ello, en fin, hacía que los grandes ojos almendrados de Livia Tagliapiera lo hicieran sentirse incómodo. A esa mirada atenta no escapaba ni uno de sus gestos o movimientos. Y estaba, además, tan extraña palabra,
singular
, que ella había utilizado hacía sólo un instante. Porque singulares, se dijo tras reflexionar con resignada calma, son las ganas que, muy a pesar mío y dadas las circunstancias, le voy teniendo a esta hembra.

—Cualque día conosco pure vostro vero nombre —dijo ella.

Estuvo a punto de decírselo. Qué más da a estas alturas, pensó por un momento, llamarse Pedro Tovar o Diego Alatriste. Pero se contuvo. Por eso, precisamente. Porque daba lo mismo.

—Quizás —se limitó a asentir—. Algún día.

—¿Sempre ha sido soldato?

—Nunca dije que lo fuera.

Ella sonreía de nuevo. Ahora, sin saber muy bien por qué, Alatriste se sintió torpe. Casi avergonzado. Era absurdo renegar de lo evidente. Si algo sabía aquella mujer, era mirar.

—Desde que tengo memoria —admitió—. O casi.

Lo dijo forzadamente hosco, vuelto alrededor. Sus ojos se posaron en la jarra de vino y los vasos que seguían en la bandeja sobre la mesa. Sintió la tentación de buscar apoyo en eso, pero estrelló el impulso contra el recuerdo de Luzietta desencajada de espanto, el filo de la daga apoyado en su mejilla húmeda. Así que no más por hoy, maldita sangre de Dios, se dijo. Ni una gota. Ni una lágrima.

—Conoscí a soldatos —dijo Livia Tagliapiera—. Ma no'eran come vuesiñoría.

Ahora sí se volvió a mirarla. La imagen de Luzietta había helado sus ojos y afinado el pensamiento. De nuevo era dueño de sí, como siempre. Un guerrero antiguo moviéndose por un paisaje familiar de puro hostil, sin otro peso ni patrimonio que una espada. Tan lejos de casa.

—Yo conocí a mujeres... Tampoco eran como vuestra merced.

De pronto era ella la que parecía desconcertada. Durante un largo instante estudió los ojos fríos de Alatriste como si los viese por primera vez.

—¿Sempre mira cosí, miser Pedro?

—No.

Se sostuvieron la mirada un poco más. Al fin fue ella quien la apartó. No lo había hecho hasta ahora.

—Questo e' riesgoso per tuti —dijo, casi en voz baja—. Benque quiascuno tenga su motivo.

Se refería a la ciudad, supuso Alatriste. A la arriesgada empresa que los relacionaba.

—Pero una mujer... —aventuró.

La vio erguirse un poco en el diván turco. Un relámpago de orgullo rasgaba la calma de su semblante.

—¿Y veneciana? —apuntó, sarcástica.

—Eso es.

Como sin prestar atención a lo que hacía, casi al descuido, ella se quitó la cofia de encaje, sacudiendo con suavidad la cabeza. El acto derramó sobre sus hombros el cabello negro y espeso. Demasiado negro para ser natural, se dijo Alatriste de nuevo, observando la piel sólo vagamente marchita. De cerca, desprovista a esas horas de ungüentos y afeites, mostraba ligerísimas arrugas en torno a los párpados y las comisuras de la boca. Pero lo cierto es que daba igual. La edad daba a Livia Tagliapiera otra clase de belleza madura y serena. Se requiere toda una vida, concluyó, para ser hermosa así.

—Questa chita e' afari de familia, rivalitá mercantile, ambizioni... Tuto entorno a lo steso: potere e denaro.

Calló un momento. Y al hablar de nuevo, el tono de su voz se había endurecido.

—E' asunto di squelta —prosiguió—. De elegir... Conosco al dogo Cornari. Conosco al senatore Renier Zeno... Y elijo a Zeno.

—Si no se echa atrás a última hora —apuntó Alatriste.

Sólo era abrir una puerta para ver si ella entraba o no. Sentía curiosidad por ver a dónde iba a parar aquel tono amargo, reciente. O de dónde procedía.

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